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llegado hasta Erustes para deshacerse de los<br />
malos momentos y volver a empezar.<br />
Volver a empezar. Eso fue lo que se repitió<br />
durante los primeros días, quizás los más difíciles<br />
de afrontar. Irina se dedicó a limpiar<br />
la casa de arriba a abajo, a excepción del<br />
desván, con el que no quería encontrarse tan<br />
pronto. Pensó en remodelar algunos cuadros<br />
y ceniceros estropeados que había encontrado<br />
en la despensa; incluso se atrevió a dar<br />
cuerda a un reloj de cuco y a colgarlo de la<br />
pared. Poco a poco, el polvo desapareció y el<br />
frío fue solo un invasor ocasional en los días<br />
más crudos.<br />
Un día, el teléfono móvil sonó. Irina se irguió<br />
desde la otra punta de la casa y avanzó<br />
dando grandes zancadas hacia él. En la pantalla<br />
se veía reflejado el nombre de Hugo, su<br />
novio. O el que fue su novio antes de que decidiera<br />
huir.<br />
Se dejó caer en el sofá débilmente y esperó<br />
a que la melodía acabara. Después, con manos<br />
temblorosas, lo agarró y borró todas sus<br />
llamadas. También los números de la libreta<br />
de direcciones y los mensajes. Lo manoseó<br />
durante un rato, inmersa en el recuerdo borroso<br />
del juicio que organizaron contra ella.<br />
El museo Perkins había encontrado siete<br />
billetes de avión en su taquilla, coincidiendo<br />
con varios días en los que no había acudido al<br />
trabajo. Las esculturas precolombinas que el<br />
museo colocaba semanas después procedían<br />
del mismo destino, y tanto su agencia como la<br />
oficina habían testificado que era ella, Irina<br />
Maldívar, la que había efectuado tales viajes.<br />
Por supuesto, todo era mentira. Esas pruebas<br />
habían sido modificadas; los testigos,<br />
comprados; y el museo, sobornado al temerse<br />
en apuros fiscales. ¿Qué podía hacer el Sr.<br />
Mendoza preso del miedo? ¿Admitir su culpa<br />
y despedir a Matías y a Alonso, los verdaderos<br />
promotores de su angustia? “No”, se dijo<br />
Irina. “Ellos le dieron un nombre. Alguien a<br />
quien culpar. Y él aceptó”.<br />
¿Por qué huyes, entonces?, parecía preguntar<br />
la casa desde algún lugar, la única dispuesta<br />
a darle cobijo. Irina miró en derredor,<br />
OJO DE PIEDRA<br />
<strong>Ánima</strong> <strong>Barda</strong> - Pulp Magazine<br />
sintiendo otra vez esa mirada delatora. Por<br />
la ventana, más allá de la lluvia vespertina,<br />
la luz de la farola iluminaba un rostro mal<br />
perfilado, rocoso y casi destruido. Se aproximó<br />
hasta la puerta de la terraza y corrió la<br />
cortina para verlo mejor. Era una pequeña<br />
escultura de piedra, la figura de un hombre<br />
arrodillado mirando al cielo. Durante un instante,<br />
Irina pensó que se había movido. Súbitamente<br />
envalentonada, salió al exterior y<br />
llegó hasta ella, sorprendida de encontrarla<br />
tras las ramas de un sauce llorón. No había<br />
reparado en su existencia hasta aquella noche.<br />
—Es una gárgola —sentenció para sí misma<br />
más tarde. Rozó la superficie mojada con<br />
la yema de los dedos, recorriendo su torso mellado<br />
y el contorno de unas alas puntiagudas<br />
de su espalda. El trayecto terminó en sus ojos<br />
de piedra, resquebrajados en diminutas grietas.<br />
La gárgola no le miraba, pero ella podía<br />
sentir una extraña fuerza a su alrededor—.<br />
¿Quién eres?<br />
Irina se agachó para apartar el musgo que<br />
vivía en la base de la escultura. Oxidada en<br />
diferentes tonos de naranja encontró una<br />
placa pequeña y rectangular que rezaba lo<br />
siguiente:<br />
«Allí donde se halle el guardián, habrá algo<br />
que proteger; allá donde exista un secreto,<br />
habrá alguien dispuesto a desvelarlo».<br />
Inquieta, Irina se arrebujó en su chaqueta<br />
y volvió dentro de casa.<br />
Eleazar Herrera<br />
@Sparda_<br />
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