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atanga - CCEM

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“No seas bobo! Solo son murciélagos en la<br />

oscuridad!” me decía mi abuelo cuando, ya<br />

entrada la noche, volvíamos de su finca en<br />

el kilómetro trece de la carretera de Reus a<br />

Montblanc; a él le gustaba llevarme a la finca<br />

con su furgoneta desvencijada para que<br />

le hiciera compañía mientras se dedicaba<br />

a su huerto y a sus árboles, solía dejarme<br />

subido en la rama de un cerezo para poder<br />

oír mejor las cosas que yo, para saciar su<br />

curiosidad, le contaba acerca de la ciudad<br />

y los nuevos inventos que en ella se encontraban.<br />

Recuerdo que ahí, en la finca de<br />

mi abuelo, las tardes transcurrían lentas<br />

y apacibles hasta que el Sol nos avisaba,<br />

sumiéndose en un sopor naranja, de que<br />

iba siendo hora de recoger canastos y rastrillos<br />

porque iba a anochecer. Yo temía ese<br />

momento con todas mis fuerzas: le daba<br />

prisa al abuelo para que la oscuridad no<br />

nos alcanzara antes de llegar a la furgoneta<br />

porque, por esos tiempos, sentía un terror<br />

abisal a la oscuridad y más que a la oscuridad,<br />

a los murciélagos que imaginaba agazapados,<br />

observándome desde el interior de<br />

las tinieblas, preparados para salir de entre<br />

los árboles y llevarme con ellos al fondo del<br />

séptimo infierno. A mi abuelo le exasperaban<br />

esos miedos y solía regañarme “¿Pero<br />

que te pasa?! ¿Se puede saber que te han<br />

hecho esos pobres animales? Solo son ratoncitos<br />

con alas, ellos te temen más a ti<br />

que tu a ellos!” Con el tiempo aprendí a disimular<br />

mi pánico a los murciélagos hasta<br />

el punto que toda mi familia llegó a creer<br />

que era un joven valiente, al que nada ni<br />

nadie podía amilanar tan fácilmente; todos<br />

menos mi abuelo, que intuía perfectamente<br />

mi pavor, que se escondía intacto en algún<br />

rincón de mi estómago. Nunca me habló de<br />

ello directamente pero hacia el final, las<br />

pocas veces que su salud y sus fuerzas le<br />

permitían ir a la finca y conseguía convencerme<br />

para que le acompañara en su vetusta<br />

furgoneta, solía hablarme del miedo, de<br />

cómo ésa pequeña muerte que vivió dentro<br />

de él durante la posguerra, bajo el franquismo<br />

más atroz, convirtió su vida en mera<br />

supervivencia. Con el tiempo me di cuenta<br />

de que era un caso atípico mi abuelo, al<br />

contrario que los ancianos malabeños, a los<br />

viejos catalanes no les gusta hablar de lo<br />

ocurrido bajo la dictadura. Cuando caminábamos<br />

de vuelta a la furgoneta por entre<br />

las pitas y el anochecer, él notaba como yo<br />

tensaba el gesto, intimidado por los murciélagos<br />

y su oscuridad; entonces era cuando<br />

me hablaba de la banalidad del miedo “no<br />

sé si lo sabes hijo pero los murciélagos que<br />

tu temes no están ahí fuera... Están aquí<br />

dentro” llevándose la mano al corazón,<br />

“los que mandan lo saben y por eso mandan:<br />

por que todo el mundo vive como si<br />

los murciélagos les estuvieran acechando,<br />

ellos sólo alimentan la leyenda y el miedo<br />

hace el resto” luego seguíamos andando un<br />

rato en silencio y cuando ya se distinguía la<br />

carcasa de la furgoneta entre las sombras<br />

“no hay que tener miedo, los días que tienes<br />

son cortos y hay demasiado que ganar...<br />

olvídate de los murciélagos de una vez”. Mi<br />

abuelo murió un jueves de hace ya muchos<br />

años, se fue a la finca como antaño solía<br />

hacerlo a diario y, en mitad del trabajo, pensó<br />

que ése día la luz del atardecer daba un<br />

naranja conmovedor, se sentó a mirarlo en<br />

el porche de la cabaña de las herramientas<br />

y ya nunca se volvió a levantar. Los<br />

atardeceres en Malabo raramente son tan<br />

naranjas como en las latitudes mediterráneas<br />

y, sin embargo, suelo acordarme de<br />

mi abuelo con frecuencia cuando anochece<br />

en la ciudad. Antes de que den las séis, la<br />

hora en que oscurece en el ecuador durante<br />

todo el año, el cielo se llena de bandadas de<br />

enormes murciélagos, a los que los bubis<br />

llaman bwatiate para diferenciarlos de los<br />

menudos nkang nkang, que son los pequeños<br />

roedores de vuelo nervioso a los que<br />

los europeos estamos más acostumbrados.<br />

Seguramente debido a su envergadura, los<br />

bwatiates hacen gala de un vuelo más plano<br />

y solo baten sus alas para maniobras muy<br />

concretas. Los bwatiates no me dan ningún<br />

miedo; ni siquiera cuando me di cuenta<br />

que los bultos negros arracimados en las<br />

palmeras de la avenida Hassan II no eran<br />

cocos sinó bwatiates echando la siesta, no<br />

me inquieté lo más mínimo: en África no<br />

se teme al murciélago; así como en Europa<br />

se lo asocia al conjunto de lo irracional,<br />

nocturno, malévolo y peligroso, en Malabo<br />

hasta hay quién saca el tirachinas, los mata<br />

de una pedrada, los mete en la olla y se los<br />

come – y le aprovecha! El caso es que en<br />

Malabo el papel de representante de las artes<br />

oscuras de la brujería está reservado al<br />

búho. Este dato me sorprendió al principio<br />

de llegar a la ciudad porqué tanto en Reus<br />

como en el resto de Europa, vemos al búho<br />

como un animal ligado a la sabiduría y a las<br />

buenas intenciones a pesar de sus hábitos<br />

nocturnos. Me enteré de la maldad de los<br />

búhos el atardecer que nos quedamos hablando<br />

con María Andeme hasta demasiado<br />

entrada la oscuridad y me pidió que la<br />

acompañara a casa porque le daban miedo.<br />

a46

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