2 - Biblioteca Virtual Universitaria
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Dan Br own Ángeles y demonios<br />
Un grupo de técnicos se acercó a toda prisa para ocuparse del X-33. El piloto acompañó a Langdon<br />
hasta un Peugeot sedán negro aparcado junto a la torre de control. Momentos después, tomaron una carretera<br />
pavimentada que atravesaba el fondo del valle. Un tenue grupo de edificios se alzaba a lo lejos. Las praderas<br />
pasaban a su lado como una exhalación.<br />
Langdon vio con incredulidad que el piloto aumentaba la velocidad hasta alcanzar los ciento setenta<br />
kilómetros por hora. ¿Qué le pasa a este tipo y a qué vienen tantas prisas?<br />
—El laboratorio dista cinco kilómetros —dijo el piloto—. Estaremos allí dentro de dos minutos.<br />
Langdon buscó en vano el cinturón de seguridad. ¿Por qué no lo dejamos en tres y llegamos sanos y<br />
salvos?<br />
El coche aceleró.<br />
—¿Le gusta Reba? —preguntó el piloto, al tiempo que introducía una cinta en el radiocasete.<br />
Se oyó la voz de una cantante. «Es el miedo a estar sola...»<br />
Pues yo no tengo miedo, pensó Langdon con aire ausente. Sus colegas femeninas solían decirle en<br />
broma que su colección de objetos, digna de un museo, no era nada más que un intento obvio de llenar una<br />
casa vacía, una casa que, insistían, se beneficiaría en grado sumo de la presencia de una mujer. Langdon<br />
siempre reía, y les recordaba que ya tenía tres amores en su vida (la simbología, el waterpolo y la soltería),<br />
siendo esta última una libertad que le permitía viajar a lo largo y ancho del mundo, acostarse tan tarde como<br />
le apeteciera y disfrutar de noches tranquilas en casa con un coñac y un buen libro.<br />
—Somos como una ciudad en miniatura —dijo el piloto, arrancando a Langdon de sus pensamientos—.<br />
No sólo hay laboratorios. Tenemos supermercados, un hospital, hasta un cine.<br />
Langdon asintió sin pensar y contempló el complejo de edificios que se alzaban ante ellos.<br />
—De hecho —añadió el piloto—, poseemos la máquina más grande de la tierra.<br />
—¿De veras?<br />
Langdon inspeccionó el paisaje.<br />
—No la verá ahí, señor. —El piloto sonrió—. Está enterrada a seis pisos bajo tierra.<br />
Langdon no tuvo tiempo de preguntar. Sin previo aviso, el piloto pisó el freno. El coche se detuvo ante<br />
una caseta de vigilancia reforzada.<br />
Langdon leyó el letrero. SÉCURITÉ. ARRETEZ. De pronto, experimentó una oleada de pánico, al<br />
tomar conciencia por fin de dónde estaba.<br />
—¡Dios mío! ¡No he traído el pasaporte!<br />
—Los pasaportes no son necesarios —le tranquilizó el chófer—. Tenemos un acuerdo con el gobierno<br />
suizo.<br />
Langdon vio, perplejo, que el chófer entregaba al guardia una identificación. El guardia la pasó por un<br />
aparato de detección electrónica. Un destello verde apareció en el aparato.<br />
—¿Nombre del pasajero?<br />
—Robert Langdon —contestó el chófer.<br />
—¿Quién le ha invitado?<br />
—El director.<br />
El guardia enarcó las cejas. Se volvió y echó un vistazo a una hoja impresa por ordenador, que cotejó<br />
con los datos de la pantalla de su ordenador. Después, se volvió hacia la ventana.<br />
—Que disfrute de su estancia, señor Langdon.<br />
El coche se puso en marcha de nuevo hacia la entrada del edificio principal situado a doscientos<br />
metros. Ante ellos se desplegaba una estructura rectangular ultramoderna de vidrio y acero. Langdon se<br />
quedó asombrado por el diseño transparente del edificio. Siempre había sido muy aficionado a la<br />
arquitectura.<br />
—La Catedral de Cristal —explicó su acompañante.<br />
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