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Periodistas

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editorial<br />

Traidores<br />

Los argumentos se multiplican. En el difícil equilibrio entre seguridad<br />

y libertad que sostiene a una democracia madura, es la segunda la que<br />

lleva las de perder de un tiempo a esta parte. Nos encontramos probablemente<br />

ante el daño colateral más preocupante provocado por los<br />

atentados de las Torres Gemelas y los que les siguieron. Atemorizadas<br />

y anestesiadas por el dolor, las sociedades de los países avanzados han<br />

cedido de manera acrítica ante iniciativas de los estados cuya eficacia<br />

frente al terrorismo está, con frecuencia, por demostrar, pero sí representan<br />

recortes claros a la libertad de los ciudadanos, en particular a<br />

las de movimiento e información.<br />

Los gobiernos preservan del escrutinio público cada vez más asuntos,<br />

ignoran con frecuencia sus propias normas en relación con la<br />

transparencia (en los países donde éstas existen, no en España) y<br />

reaccionan con extrema crueldad cuando algún audaz horada el<br />

muro protector que esconde millones de datos, sobre muchos de los cuales, una vez al descubierto, uno<br />

se pregunta qué amenaza real planteaba su divulgación.<br />

Este fenómeno se produce en un tiempo en el que la sociedad camina en sentido contrario: cada vez más recovecos<br />

de nuestra privacidad quedan expuestos a la vista de los estados y de los particulares. Mientras que los<br />

gobiernos se abrigan con capas y capas impermeables al exterior, a los ciudadanos los están dejando al desnudo.<br />

Pero, a lo largo de la historia, las armas de ataque han precedido siempre a sus escudos. De tal forma, que los<br />

sistemas de protección que los estados levantan hoy en torno a sus cortijos informativos tal vez sirvieran para<br />

anteayer pero poco para el presente, porque en el mismo instante en que se activan ya hay un hacker que camina<br />

dos pasos por delante o un funcionario escandalizado que considera un deber cívico romper esas barreras, sobre<br />

todo cuando las razones de seguridad que las justifican son más que discutibles.<br />

Con frecuencia, somos los propios informadores los que caemos en la trampa de la retórica de los estados.<br />

Hay casos, como el de la filtración masiva de documentos secretos por parte de Wikileaks sobre los que, pasado<br />

el primer calentón y la euforia informativa del momento, surgieron dudas fundadas sobre las motivaciones filantrópicas<br />

de una iniciativa que sí planteaba problemas de seguridad gratuitos y que presentaba bastantes puntos<br />

oscuros. Dicho lo cual, como expusimos en su día, el proceso contra el/la soldado Manning resultaba claramente<br />

desproporcionado. Solo los escrúpulos de una magistrada sensible libró al acusado de una condena a cadena perpetua<br />

por alta traición.<br />

Traidor es lo que llamaron también muchos representantes públicos a Edward Snowden y eso que, en su caso,<br />

muy pronto pareció quedar claro que sus filtraciones no perseguían ambiciones personales ni infligir daños importantes<br />

a su país. Conservo de aquellos días el testimonio de un reputado columnista del Washington Post, que<br />

confesaba públicamente haber sucumbido a la campaña de descrédito fomentada desde el poder político contra<br />

Snowden, a quien él mismo calificaba de “narcisista” y de “ridículamente cinematográfico”. “El tiempo ha probado<br />

–escribía en octubre Richard Cohen– que mis juicios estaban completamente equivocados… Como traidor<br />

le falta el requisito de la intención y la amenaza”. Sus palabras dejan un ejemplo y una reflexión: si la balanza se<br />

descompensa normalmente por un lado no pasa nada porque lo haga en sentido contrario alguna vez.<br />

Eduardo San Martín<br />

Director de <strong>Periodistas</strong><br />

<strong>Periodistas</strong><br />

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