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Un mundo feliz

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cuales los demás debían tomarse vacaciones nunca lo afligieron. Para Benito, la realidad<br />

era siempre alegre y sonriente.<br />

- ¡Y neumática, además! ¡Y cómo! - Luego, en otro tono, prosiguió -: Pero diría que<br />

estás un poco melancólico. Lo que tú necesitas es un gramo de soma. - Hurgando en el<br />

bolsillo derecho de sus pantalones, Benito sacó un frasquito -. <strong>Un</strong> solo centímetro cúbico<br />

cura diez pensam... Pero, ¡eh!<br />

Bernard, súbitamente, había dado media vuelta y se había marchado corriendo.<br />

Benito se quedó mirándolo. ¿Qué demonios le pasa a ese tipo?, se preguntó, y,<br />

moviendo la cabeza, decidió que lo que contaban de que alguien había introducido<br />

alcohol en el sucedáneo de la sangre del muchacho debía ser cierto. Le afectó el cerebro,<br />

supuso.<br />

Volvió a guardarse el frasco de soma, y sacando un paquete de goma de mascar a base<br />

de hormona sexual, se llevó una pastilla a la boca y, masticando, se dirigió hacia los<br />

cobertizos.<br />

Henry Foster ya había sacado su aparato del cobertizo, y, cuando Lenina llegó, estaba<br />

sentado en la cabina de piloto, esperando.<br />

- Cuatro minutos de retraso - fue todo lo que dijo.<br />

Puso en marcha los motores y accionó los mandos del helicóptero. El aparato ascendió<br />

verticalmente en el aire. Henry aceleró; el zumbido de la hélice se agudizó, pasando del<br />

moscardón a la avispa, y de la avispa al mosquito; el velocímetro indicaba que ascendían<br />

a una velocidad de casi dos kilómetros por minuto. Londres se empequeñecía a sus pies.<br />

En pocos segundos, los enormes edificios de tejados planos se convirtieron en un plantío<br />

de hongos geométricos entre el verdor de parques y jardines. En medio de ellos, un hongo<br />

de tallo alto, más esbelto, la Torre de Charing-T, que levantaba hacia el cielo un disco de<br />

reluciente cemento armado.<br />

Como vagos torsos de fabulosos atletas, enormes nubes carnosas flotaban en el cielo<br />

azul, por encima de sus cabezas. De una de ellas salió de pronto un pequeño insecto<br />

escarlata, que caía zumbando.<br />

- Ahí está el Cohete Rojo - dijo Henry - que llega de Nueva York. Lleva siete minutos<br />

de retraso - agregó. - Es escandalosa la falta de puntualidad de esos servicios atlánticos.<br />

Retiró el pie del acelerador. El zumbido de las palas situadas encima de sus cabezas<br />

descendió una octava y media, volviendo a pasar de la abeja al moscardón, y<br />

sucesivamente al abejorro, al escarabajo volador y al ciervo volante. El movimiento<br />

ascensional del aparato se redujo; un momento después se hallaban inmóviles,<br />

suspendidos en el aire. Henry movió una palanca y sonó un chasquido. Lentamente al<br />

principio, después cada vez más de prisa hasta que se formó una niebla circular ante sus<br />

ojos, la hélice situada delante de ellos empezó a girar. El viento producido por la<br />

velocidad horizontal silbaba cada vez más agudamente en los estays. Henry no apartaba<br />

los ojos del contador de revoluciones; cuando la aguja alcanzó la señal de los mil<br />

doscientos, detuvo la hélice del helicóptero. El aparato tenía el suficiente impulso hacia<br />

delante para poder volar sostenido solamente por sus alas.<br />

Lenina miró hacia abajo a través de la ventanilla situada en el suelo, entre sus pies.<br />

Volaban por encima de la zona de seis kilómetros de parque que separaba Londres central<br />

de su primer anillo de suburbios satélites. El verdor aparecía hormigueante de vida, de<br />

una vida que la visión desde lo alto hacía aparecer achatada.

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