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<strong>mundo</strong> cálido abigarrado, infinitamente agradable, de las vacaciones del soma. ¡Cuán<br />
amables, guapos y divertidos eran todos! ¡Frasco mío, siempre te he deseado! Pero Lenina<br />
y Henry tenía ya lo que deseaban... En aquel preciso momento, se hallaban dentro del<br />
frasco, a salvo, en su interior, gozando del buen tiempo y del cielo perennemente azul. Y<br />
cuando, exhaustos, los Dieciséis dejaron los saxofones y el aparato de Música Sintética<br />
empezó a reproducir las últimas creaciones en Blues Malthusianos lentos, Lenina y Henry<br />
hubieran podido ser dos embriones mellizos que girasen juntos entre las olas de un<br />
océano embotellado de sucedáneo de la sangre.<br />
- Buenas noches, queridos amigos. Buenas noches, queridos amigos... - Los altavoces<br />
velaban sus órdenes bajo una cortesía campechana y musical -. Buenas noches, queridos<br />
amigos...<br />
Obedientemente, con todos los demás, Lenina y Henry salieron del edificio. Las<br />
deprimentes estrellas habían avanzado un buen trecho en su ruta celeste. Pero aunque el<br />
muro aislante de los anuncios luminosos se había desintegrado ya en gran parte, los dos<br />
jóvenes conservaron su <strong>feliz</strong> ignorancia de la noche.<br />
Ingerida media hora antes del cierre, aquella segunda dosis de soma había levantado un<br />
muro impenetrable entre el <strong>mundo</strong> real y sus mentes. Metido en su frasco ideal, cruzaron<br />
la calle; igualmente enfrascados subieron en el ascensor al cuarto de Henry, en la planta<br />
número veintiocho. Y, a pesar de seguir enfrascada y de aquel segundo gramo de soma,<br />
Lenina no se olvidó de tomar las precauciones anticoncepcionales reglamentarias. Años<br />
de hipnopedia intensiva, y, de los doce años a los dieciséis, ejercicios malthusianos tres<br />
veces por semana, habían llegado a hacer tales precauciones casi automáticas e<br />
inevitables como el parpadeo.<br />
- Esto me recuerda - dijo al salir del cuarto de baño - que Fanny Crowne quiere saber<br />
dónde encontraste esa cartuchera de sucedáneo de cuero verde que me regalaste.<br />
2<br />
<strong>Un</strong> jueves sí y otro no, Bernard tenía su día de Servicio y Solidaridad. Después de<br />
cenar temprano en el Aphroditaeum (del cual Helmholtz había sido elegido miembro de<br />
acuerdo con la Regla 2ª), se despidió de su amigo y, llamando un taxi en la azotea, ordenó<br />
al conductor que volara hacia la Cantoría Comunal de Fordson. El aparato ascendió unos<br />
doscientos metros, luego puso rumbo hacia el Este, y, al dar la vuelta, apareció ante los<br />
ojos de Bernard, gigantesca y hermosa, la Cantoría.<br />
¡Maldita sea, llego tarde!, exclamó Bernard para sí cuando echó una ojeada al Big<br />
Henry, el reloj de la Cantoría. Y, en efecto, mientras pagaba el importe de la carrera, el<br />
Big Henry dio la hora. Ford cantó una inmensa voz de bajo a través de las trompetas de<br />
oro. Ford, Ford, Ford... nueve veces. Bernard se dirigió corriendo hacia el ascensor.<br />
El gran auditorium para las celebraciones del Día de Ford y otros Cantos Comunitarios<br />
masivos se hallaba en la parte más baja del edificio. Encima de esta sala enorme se<br />
hallaban, cien en cada planta, las siete mil salas utilizadas por los Grupos de Solidaridad<br />
para sus servicios bisemanales. Bernard bajó al piso treinta y tres, avanzó<br />
apresuradamente por el pasillo y se detuvo, vacilando un instante, ante la puerta de la sala<br />
número 3.210; después, tomando una decisión, abrió la puerta y entró.