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Xwan<br />
Existimos porque nos nombramos<br />
y somos nombrados<br />
Alberto Manguel<br />
Antes de Xwan yo no existía. Antes de él yo era etérea, un alma sin cuerpo.<br />
Fueron los viajes lingüísticos, que realizó sobre mi cuerpo, los que me<br />
volvieron tangible. Alternaba palabras en español con sus equivalentes en<br />
Kaqchikel y éstas iban cayendo, una a una, sobre las distintas partes de mi<br />
cuerpo que, al oírse nombrar, recibían la carga eléctrica necesaria para sentirse<br />
vivas. Cabello wi’aj, ojos wachaj, boca chi’aj, pechos tz’umaj. Cada<br />
palabra iba acompañada de un beso. Pero no era hasta que me nombraba<br />
Nuch’umil, Mi Estrella, que me sentía completa. Teníamos diecisiete años y<br />
apenas jugábamos a estrenar el amor.<br />
Llegaba a mi casa al mediodía, entre mi salida del colegio y su entrada al<br />
instituto. En ese entonces mi mamá trabajaba en un restaurante y no volvía<br />
sino hasta las cuatro de la tarde. Xwan acompañaba en las mañanas a su<br />
padre componiendo aparatos eléctricos. En las vacaciones y en días de feriado,<br />
trabajaba la jornada completa. “Para que aprenda el oficio” le contaba su<br />
padre orgulloso a todo el que quisiera escucharlo, aunque sabía muy bien que<br />
la energía que motivaba a Xwan no era electromagnética, como él hubiera<br />
querido.<br />
Nos conocimos un quince de septiembre. Había llegado a mi casa con su padre<br />
para componer el televisor que estaba arruinado y que mi mamá quería<br />
funcionando ese día para poder ver, como todos los años, el desfile patrio.<br />
Mientras los mayores se entretenían discutiendo el precio de la compostura,<br />
inicié una conversación con el chico preguntándole su nombre. Xwan, me<br />
respondió, como Juan pero con “x” y “w”. La chispa de su sonrisa se convirtió