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La vieja blanca

La vieja blanca, Luis Martín Hinojosa Flores

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<strong>La</strong> enamorada secreta<br />

En la bonita ciudad de Durango, la negra noche de aquel esperado<br />

viernes empezaba como la típica del mes de noviembre, es decir,<br />

fresca y callada. El aire frío parecía azotar el rostro de la apresurada<br />

gente que aún rondaba por las calles. Con pequeños golpes, el aire<br />

se dejaba sentir tan frío como el hielo. <strong>La</strong> helada época parecía<br />

que estaba cobrando fuerza por los días que no había hecho tanto<br />

frío. Ese año se había adelantado el invierno y en esa noche ya se<br />

sentía frío por todos los rincones de la Perla del Guadiana que,<br />

junto con la oscuridad, anunciaba una posible nevada. Aún así,<br />

en el Durango activo se miraba el ir y venir de los trabajadores de<br />

tiempo completo. Muchos de ellos no traían sus chamarras puestas<br />

y pasaban encorvados tratando de esquivar el clima que calaba<br />

hasta los huesos. El aire daba rienda suelta a la ola de brisa casi ya<br />

convertida en hielo. Por su parte, la gente precavida se abrigaba<br />

y felizmente compraba sus juguetes navideños en las diferentes<br />

tiendas de la ciudad. <strong>La</strong>s personas que aman las caídas del sol,<br />

permanecían bien enchamarradas y sentadas en las confortables<br />

bancas de la Plaza de Armas.<br />

Por los bien arreglados corredores de la Plaza, las jóvenes<br />

muchachas caminaban sonrientes, unas solas y otras acompañadas.<br />

En la parte alta del kiosco, la banda de música tocaba al aire libre,<br />

aglomerándose cada vez más personas alrededor. Mientras tanto,<br />

algunas parejas bailaban y otras sólo movían sus cuerpos al ritmo<br />

de la música, sin despegar los pies del suelo. Los que gustaban de<br />

tomar café, ya sea en casa o en algún restaurante, disfrutaban de<br />

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