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MATHIS
Le gustaría volver atrás, a cuando era pequeño, cuando se pasaba horas
juntando piezas de plástico, cuando no tenía otra cosa que hacer que construir
casas, coches, aviones, y toda clase de criaturas articuladas con poderes
excepcionales. Recuerda aquella época que no le parece tan lejana —al
alcance de la mano y sin embargo caduca—, aquella época en que jugaba con
Sonia a ¿Quién es Quién? o al Cazatopos en la moqueta del salón.
Todo se le antojaba más sencillo. Quizá porque fuera de las paredes del
piso y de la escuela el mundo era teórico: un vasto territorio reservado a los
adultos, que no le atañía.
Taparon el acceso a la escalera del comedor, ya no tienen ningún sitio
donde esconderse. Mathis sintió una especie de alivio que era incapaz de
explicar, pero Théo se empeñó de inmediato en buscar otro sitio, a cubierto de
toda vigilancia. Hugo les habló de un jardín próximo a la explanada de los
Inválidos, donde puede uno escurrirse fácilmente, fuera de las horas de
apertura.
Esta mañana, mientras esperaban delante del colegio a que sonara el
primer timbre, se les acercó Hugo, con su aire de conspirador. De haber sido
un poco más alto y fuerte, Mathis le habría pedido que se largara antes de que
abriera la boca, pero sabe desde hace tiempo que no posee un físico que
permita los arranques de cólera. Por supuesto, Hugo tampoco traía hoy la
botella que le había encargado Théo. En cambio, venía con una buena noticia:
el sábado siguiente, Baptiste, su hermano, organizaba una fiesta. Se juntarían
unos cuantos, fuera, y habría bebida. Eufórico, Baptiste repitió varias veces:
«¡Para coger una tajada de las buenas!».
Quedaron delante de la plazoleta Santiago-du-Chili a las ocho en punto.
Baptiste les mostraría cómo saltar el cercado sin que repararan en ellos. Una
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