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Las lealtades - Delphine de Vigan

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A fin de cuentas, lo que le cuento a mi marido le interesa bastante poco en

general. Es una de las razones por las que no le cuento casi nada. Cuando nos

conocimos, nos pasábamos noches enteras hablando. De William, lo aprendí

casi todo. Las palabras, los gestos, la manera de moverse, de reírse, de

comportarse. Poseía los códigos y las claves.

No sé cuándo dejamos de hablar. Hace tiempo, desde luego. Pero lo más

inquietante es que no reparé en ello.

Esta mañana, Mathis se ha levantado antes que yo. Cuando he entrado en

la cocina, estaba preparándose el desayuno.

Me he sentado y lo he observado durante unos minutos: esa indolencia un

tanto ostentosa en su manera de coger los objetos, de dejar que los armarios se

cierren solos, ese hastío a flor de piel cuando le formulo una pregunta.

Entonces he comprendido que mi hijo estaba en el umbral, en el mismísimo

umbral. Hace ya tiempo que la cosa ruge y se gesta en su interior como un

virus, que opera en cada célula de su cuerpo aunque no resulte perceptible a

simple vista. Mathis todavía no es un adolescente, o, mejor dicho, no se le

nota. Es un asunto de semanas, tal vez de días.

Mi niño va a transformarse ante nosotros como su hermana y nada podrá

impedirlo.

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