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en lograr por su medio la pericia del arte a que conducen, y por ende, el fin de su
profesión.
Así, los ayunos y vigilias, la meditación de las Escrituras, la desnudez, el estar
despojado de toda riqueza, no constituye de suyo la perfección, sino los instrumentos de
la perfección. Porque no consiste en esas cosas el fin de este gran arte, sino que obran en
función de medios para llegar al fin. Luego sería vano empeño aplicarse a estas prácticas
si uno pusiera en ellas el afecto de su corazón como podría ponerlo en un soberano bien.
En tal caso, satisfecho ya con esto, no daría mayor elevación a su celo ni tendría más
altas aspiraciones para llegar a obtener el fin, al cual deben enderezarse todos aquellos
ejercicios. Este tal poseería, ciertamente, los instrumentos de su arte; pero ignoraría su
objeto; en el cual consiste todo el fruto que se desea.
En consecuencia: lo que puede ser parte para empañar la pureza y tranquilidad de
nuestra alma, debe, pues, evitarse a todo trance como pernicioso, aun cuando parezca
muy útil y necesario. Esta norma nos permitirá escapar a la disipación producida por el
error y a las divagaciones que nos hacen caminar a la ventura. Y así es como llegaremos
a la meta deseada, guiados por la línea recta de nuestra buena intención.
VIII. Por tanto, este debe ser nuestro principal objetivo y el designio constante de nuestro
corazón: que nuestra alma esté continuamente adherida a Dios y a las cosas divinas.
Todo lo que la aparte de esto, por grande que pueda parecemos, ha de tener en nosotros
un lugar puramente secundario o, por mejor decir, el último de todos. Inclusive debemos
considerarlo como un daño positivo.
El Evangelio nos proporciona, en las personas de Marta y María, una hermosa imagen
de esta actitud del alma siempre aplicada a las cosas celestiales, así como de las
actividades que de ellas pueden apartarla.
Era un oficio muy santo el que desempeñaba Marta, puesto que servía al mismo Señor
y a sus discípulos. Sin embargo, María, atenta solamente a la doctrina espiritual,
permanecía a los pies de Jesús, cubriéndoselos de besos y los ungía con el perfume de su
generosa compasión. Ahora bien, es ella a quien el Señor prefiere. Ha escogido la mejor
parte, que, por cierto, no le será quitada. Marta, por lo demás, ocupada por completo en
su piadoso oficio de ama de casa, se da cuenta de que no podrá desempeñar por sí sola
un servicio tan absorbente. Y pide al Señor la ayuda de su hermana: «¿No te importa que
mi hermana me deje a mí sola en el servicio? Dile, pues, que me ayude»[11]. No solicita
a María para una obra humilde, sino para nobles quehaceres. Y, sin embargo, ¿cuál es la
respuesta del Señor?: «Marta, Marta, te inquietas y te turbas por muchas cosas; pero
pocas son necesarias, o más bien una sola. María ha escogido la mejor parte, que no le
será arrebatada»[12].
Ya veis que el Señor coloca el bien principal en la «teoría», es decir, en la
contemplación divina. De donde se sigue que las otras virtudes, por buenas y útiles que
nos parezcan, deben, no obstante, ser relegadas a segundo término, supuesto que todas
ellas se alcanzan por mediación de esta. Porque al decir el Señor: «Andas muy solícita y
te turbas por muchas cosas; pero pocas son necesarias, o más bien una sola», sitúa el
bien soberano, no en la acción, por laudable y fecunda que parezca en resultados, sino en
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