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tales pensamientos se trata en aquellas palabras de David: «He pensado en los días
antiguos, he recordado los años lejanos; durante la noche he meditado en mi corazón
ejercitando y escudriñando mi espíritu»[67]. Y también: «El Señor conoce cuán vanos
son los pensamientos de los hombres»[68]. Y: «Los pensamientos de los justos son la
equidad»[69]. No de otro modo se expresa el Señor a los fariseos en el Evangelio: «¿Por
qué pensáis mal en vuestros corazones?»[70].
XX. Conviene, pues, que estemos sobre aviso y observemos de continuo estas tres causas
de nuestros pensamientos, examinando con discreta sagacidad todos los que sobrevengan
a nuestro corazón. Debemos indagar, ante todo, su origen, la causa y el autor de que
proceden para darles el crédito que se merecen y saber cómo conducirnos con ellos. Así
llegaremos a ser, según el precepto del Señor, hábiles cambistas[71].
La habilidad y la ciencia de los cambistas consiste en distinguir el oro puro del que no
ha sido purificado de igual suerte en el crisol; en no dejarse engañar y saber apreciar una
moneda de cobre en un denario vil que tuviera en apariencia el brillo del metal precioso.
Pero no sólo deben reconocer las piezas que ostentan la efigie del emperador. Su
sagacidad va más lejos. Distinguen, incluso, aquellas que, aunque llevan la impronta del
rey legítimo, no son en realidad más que mera falsificación de la verdadera moneda. A
ellos incumbe, en fin, comprobar con la balanza la gravedad del metal y justipreciar el
peso debido.
Nuestro deber es llevar espiritualmente en las cosas de Dios todas estas precauciones,
como sugiere el mismo nombre de cambistas que el Evangelio nos propone, por ejemplo.
Y, ante todo, cualquier pensamiento que se desliza en nuestro corazón, cualquier
máxima que se nos sugiere, examinémoslos con suma diligencia. Debemos considerar si
está en plena consonancia con la norma suprema del Espíritu Santo y resiste la prueba
del fuego divino, o si tiene, por el contrario, relación, aunque lejana, con la superstición
judaica. O si proviene de la pedantería e hinchazón propias de la filosofía del siglo,
aunque en lo exterior se nos proponga con capa de piedad. Llenaremos este deber si nos
conformamos con la palabra del Apóstol: «No creáis a cualquier espíritu; sino examinad
los espíritus, si son de Dios»[72].
Dieron en este escollo muchos que, tras de haber hecho profesión de vida monástica,
se dejaron seducir por el brillo de un lenguaje acicalado y por ciertas máximas de los
filósofos. Estas, a primera vista, no parecían estar en pugna con nuestros sentimientos
religiosos ni en desacuerdo con nuestra santa fe. Tenían el brillo del oro; pero en realidad
era un brillo falso, postizo. Por eso, después de haberse dejado engañar con esta
apariencia de doctrina, que, en la superficie, parecía innocua y verdadera, se encontraron
de pronto en la miseria más absoluta, como quienes se han provisto sólo de moneda
falsa. Ello fue causa de que algunos volvieran a mezclarse en los negocios del mundo y
cayeran, incluso, en herejías formales[73], o, cuando menos, en presunciones arrogantes
frente a la doctrina tradicional. Esta fue cabalmente la desgracia de Acán, según leemos
en el libro de Jesús, hijo de Nave. Codicioso de un lingote de oro que procedía del
campo enemigo, lo hurtó de las tiendas de los filisteos; pero se hizo reo de anatema[74],
mereciendo ser condenado a la muerte eterna.
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