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los cielos, que incurrir en cierto escándalo por el deseo de guardarlo todo
cumplidamente. Pues de ahí podría surgir una funesta costumbre que nos alejara de la
austeridad de nuestra regla y nos hiciera claudicar en los principios de la vida que hemos
abrazado. Ello nos precipitaría, en definitiva, en una tal ruina que, incapaces en adelante
de remediar las pérdidas que íbamos a sufrir en el futuro, viéramos todos nuestros
méritos pasados, y aun el cuerpo entero de nuestras obras, convertidos en pasto de las
llamas del infierno.
De este linaje de ilusiones se ha dicho elegantemente en el libro de los Proverbios:
«Hay caminos que al hombre le parecen rectos, cuyo fin, no obstante, conduce a lo
profundo del infierno»[77]; y también: «El maligno daña cuando se une al justo»[78].
Como si dijera: el diablo, cuando se cubre con capa de santidad, engaña al hombre. Y
añade: «Detesta la sombra del tutor»[79], es decir, la fuerza de la discreción, que procede
de escuchar y poner por obra las palabras y avisos de los ancianos.
ILUSIÓN DEL ABAD JUAN Y DE CUATRO MANERAS DE DISCERNIMIENTO
XXI. Es sabido que de una de estas ilusiones fue víctima, no ha mucho, el abad Juan[80],
que vive en el desierto de Lyco. Agotado ya su cuerpo y exhausto de fuerzas, había
prolongado su ayuno por espacio de dos días consecutivos. Al día siguiente, cuando se
disponía a tomar su refección, se le apareció el diablo bajo la figura de un horrible
etíope, y, echándose a sus plantas, le dijo: «Perdóname, porque yo he sido quien te ha
impuesto esos ayunos excesivos». Y así, este varón admirable que había llegado a una
perfección consumada en la virtud de la discreción, reconoció que, bajo pretexto de
abstinencia —practicada sin moderación—, había sido inducido por la astucia del diablo
a imponer a su cuerpo ya cansado un ayuno semejante, y con ello una fatiga, que en
modo alguno era necesaria y sí nociva a su espíritu. Es decir, que, ilusionado por una
moneda falsa, venerando en ella la presunta efigie de un rey verdadero, no examinó si
estaba legítimamente acuñada.
Pero queda la postrera operación que ha de hacer el hábil cambista. Dijimos que
consistía en verificar el peso. Ahora bien, he aquí cómo hay que proceder. Si se nos
ocurre algún plan o proyecto que realizar, debemos deliberar la cosa maduramente y
ponerla, por decirlo así, en la balanza de nuestro corazón, sopesándola con la mayor
exactitud. Hay que fijarse si está en perfecta armonía con la regla común; si su razón de
ser es de gran peso, regulándola con el temor de Dios; si es buena en cuanto al
sentimiento que la inspira; o bien, si una ostentación puramente humana o la presuntuosa
novedad la convierte en idea caprichosa; en suma: si la vanagloria no disminuye el peso
de su merecimiento o la corroe la vanidad. Además, esta prueba inicial hay que
verificarla con arreglo a las normas públicas, es decir, que debemos poner nuestras
iniciativas en parangón con la vida y enseñanzas de los profetas y apóstoles.
XXII. Así, el discernimiento nos será necesario en las cuatro formas que hemos apuntado.
Esto es, la primera para saber con certeza la materia de que se trata: si es oro puro,
fingido o falso. Segunda, para rechazar los pensamientos que nos sobrevienen bajo las
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