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Todos los días, después de la refección de nona que tomaba con el buen anciano, yo
robaba un pan[21] y me lo escondía en mi pecho. Al llegar la tarde, me lo comía
furtivamente, sin ser visto de él. Arraigada poco a poco esta pasión, no fui ya pronto
dueño de mí; los hurtos se sucedían unos a otros.
Sin embargo, cuando después de haber saciado mi apetito, entraba en mí mismo,
mayor era el tormento que sentía por haber hurtado el pan que el placer que había tenido
en comerle. Me encontraba en una situación parecida a la de los hebreos en otro tiempo,
bajo la severa autoridad de los ministros de Faraón. Así coma este les forzaba que
hicieran más y más ladrillos, por difícil y penoso que les fuese, así mi pasión me imponía
esta pesada carga a la cual me sentía constreñido, haciéndome sufrir hasta el extremo. La
verdad es que me sentía incapaz de sustraerme a esta cruel tiranía; y, por otra parte, me
daba vergüenza el descubrir al santo anciano mis hurtos clandestinos[22]. Un día quiso
la Providencia librarme del yugo de esta servidumbre, y he aquí que vinieron ciertos
hermanos a su celda con el deseo de edificarse con sus palabras. Una vez terminada la
comida, dio el abad una conferencia espiritual.
Para responder a las cuestiones que se le proponían, empezó Teón a hablar del vicio de
la gula y de los pensamientos ocultos. Declaró su naturaleza y la cruel tiranía que ejercen
en el alma mientras se les pretende encubrir. La fuerza de sus palabras causó en mí
honda impresión. Me sentí compungido, al paso que la voz de la conciencia pregonaba
mi falta y me aterrorizaba. Pensé que si el anciano hablaba de tal suerte era porque el
Señor le había revelado el secreto de mi corazón. Al principio daba gemidos, que hacía
lo posible por disimular. Mas después, aumentando la compunción, prorrumpí en
sollozos y lágrimas. Extraje de mi seno —cómplice y encubridor de mi latrocinio— el
pan que, según mi costumbre, había sustraído para comerlo a ocultas, y lo arrojé en
presencia de todos. Postrado en tierra, confesé, pidiendo perdón, cómo a diario lo comía
a hurtadillas. Imploré anegado en lágrimas, que rogaran al Señor para que me librara de
aquella dura esclavitud.
Entonces dijo el anciano: «Ten confianza, hijo mío. Tu liberación se ha cumplido. Sin
decir yo palabra, la confesión que acabas de hacer basta por sí sola. Has triunfado hoy
sobre tu adversario. Con tu propia acusación le has confundido mucho más de lo que te
había abatido él a ti con tu silencio. La causa de haberte dominado él hasta ahora fue
porque ni tu palabra ni la de otro por ti le opuso la menor resistencia. Por eso le dabas la
posibilidad de subyugarte, según aquel pensamiento de Salomón: “Porque la sentencia
contra los que hacen el mal no se ejecuta prontamente, por esto el corazón de los hijos de
los hombres se llena de deseos de hacer el mal”[23]. Pero ahora, al denunciar a tu
enemigo y sacarle a plaza, has anulado su poder de inquietarte en lo sucesivo. Esta
terrible serpiente no podrá encontrar en ti acogida para ocultarse de nuevo en tu pecho,
pues por tus palabras la has sacado de las tinieblas de tu corazón poniéndola a la luz del
día».
No había terminado aún de hablar el anciano, cuando un tizón encendido salió de mi
seno y llenó la celda de un detestable olor de azufre. Era tan intenso, que apenas
podíamos permanecer allí. A raíz de esto, el anciano prosiguió su admonición: «He aquí
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