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de prisa? ¿Pero es que te has olvidado de la gravedad que conviene a tus años? ¿Qué es
lo que te agita como un niño y te hace corretear de una a otra parte?».
Confuso por los remordimientos de conciencia y por la vergonzosa pasión que le
agitaba, se decía para sí el infeliz que Apolo había adivinado la llama que abrasaba su
corazón. Viendo descubierto su secreto, no osaba responder.
Entonces, Apolo le dice: «Vuélvete a tu celda, y siquiera en tu vejez convéncete de
que el demonio, o no ha querido conocerte hasta ahora o no hacía ningún caso de ti.
Ciertamente, no te había contado entre aquellos cuyos progresos y santos deseos le
provocan a hacerles guerra continua; ya que después de tantos años transcurridos en la
profesión monástica no has sido capaz, ante el único dardo que te ha disparado el
enemigo, no digo ya de rechazarlo, pero ni siquiera diferir un solo día el rendirte a la
tentación.
»El Señor ha permitido que fueras herido ahora, a fin de que, escarmentando no en
cabeza ajena, sino en la tuya propia, aprendieras por lo menos en tu avanzada edad a
compadecerte de las debilidades ajenas y a condescender con la fragilidad de tus
prójimos. Un joven monje se había acogido a tu amparo; un joven que se hallaba
expuesto a los rudos asaltos del enemigo. Y, lejos de confortarle con palabras de
consuelo, le has exasperado, entregándole en manos del adversario, sin impedir que
fuera devorado por él. Sepas, sin embargo, que no le hubiera sometido el enemigo a tan
recia tentación, cual no la has experimentado tú hasta hoy, si no hubiera presentido con
envidia sus futuros progresos, anticipándose en su camino para atajar los gérmenes de
virtud que adivinaba. Indudablemente, al emprender con tanta violencia la guerra contra
él, le ha juzgado más fuerte que a ti.
»Aprende, pues, por propia experiencia a compadecerte de los afligidos y a no
rechazar a aquellos que están en peligro. Guárdate de sumirles en la desesperación, y
procura no confundirlos con la dureza de tus palabras. Al contrario, aplícate más bien a
confortarles con palabras de dulzura y consuelo. Así seguirás el consejo del sapientísimo
Salomón de “librar a los que han sido arrastrados a la muerte y salvar a los que van a ser
degollados”[29]. A ejemplo de nuestro Salvador, “no quebrarás la caña hendida y no
apagarás la mecha humeante”[30]. Pedirás al Señor aquella gracia con que puedas poner
por obra y cantar con confianza y verdad: “El Señor me ha dado lengua de sabio, para
saber sostener con mi palabra al abatido”[31]. Nadie podría evitar las asechanzas del
enemigo ni extinguir los ardores de la carne, que hierven en nosotros como un fuego que
nutre la misma naturaleza, si la gracia de Dios no viniera en ayuda de nuestra flaqueza,
ofreciéndonos su amparo y su protección.
»Entre tanto, se han realizado los designios saludables que el Señor se proponía: él ha
librado a este joven de una prueba terrible, y te ha procurado una lección a ti, al darte a
conocer la violencia que a veces puede alcanzar la tentación y, consiguientemente, el
deber que tenemos de compadecernos de nuestros semejantes. Roguemos, pues, los dos
juntos para que se digne poner fin a este azote que ha querido experimentaras para tu
bien, “pues Él es el que hace la herida y quien la venda; quien hiere y cura con su
mano[32]; Él, quien abate y ensalza, da la muerte y la vida, el que conduce al sepulcro y
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