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Vuelve apurado con todo.<br />
¿Y qué encontraste, abue?<br />
Más tranquila por haber tomado la medicación, comienzo a recorrer, sin cansarme,<br />
el largo fascinante camino de un cuento para mi nieto. Un cuento que invento<br />
incentivada por sus ojos anhelantes y por el fuego maduro y cambiante.<br />
–Se asoma, se asoma! Es una duendecita y se mueve mucho, parece bailar.<br />
Nos vio. Te mira… Se quiere esconder.<br />
–¡Eh, duenda, no te escondas!<br />
–Dice que tiene hambre y se va a comer con sus hermanitos duendes.<br />
–No! ¡Mejor que se quede! Yo le traigo un chocolate que tiene mamá en el<br />
placard. Esperá. Ya vuelvo.<br />
Y mi nieto lleno de luz e inocencia corre hacia la puerta de atrás que conduce<br />
al patio de su casa. ¡Felizmente vivimos tan cerca!<br />
Me estiro. Sonrío. Abro el libro y comienzo a leer. Las palabras se quedan en<br />
su lugar. Las manchas aún no aparecen. Lo disfruto.<br />
Advierto que ha pasado casi una hora y Mariano no vuelve. La mamá le habrá<br />
preparado su merienda. Continúo leyendo, pero mis párpados se están<br />
bajando…<br />
Abren la puerta y entran la vocecita fresca de mi nieto, la torta que trae en su<br />
mano, y un pedacito de chocolate con maní.<br />
–Esta es para vos, abue –me da la torta–, y esto es para la duenda roja –y arroja<br />
el cuadradito negro al fuego.<br />
Aplaudimos.<br />
–Abue, má te dijo una mala palabra.<br />
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