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Sin embargo, las cosas no cambiaron demasiado para mí. Me había habituado<br />
a la soledad y la desaparición de mis padres no supuso aliciente alguno para<br />
que abandonara mi retiro. Al contrario, era un adolescente avergonzado de<br />
sí mismo que había incubado un pánico cerval al contacto humano. Me sentía<br />
como una plaga, un vector de propagación del dolor. Por eso, cuando la diócesis<br />
propuso como parte de nuestra formación realizar un viaje a El Salvador<br />
para apoyar a los misioneros que colaboraban con los pueblos indígenas, no<br />
me lo pensé. Cuánto más aislado, mejor. Mi primera decisión autónoma consistió<br />
en hacer de la necesidad virtud.<br />
Fue entre los Lenca, que hablaban su propia lengua y nada de castellano, donde<br />
entreví cómo encauzar mi Don. Fui testigo sobre el terreno de las dificultades<br />
de los médicos para comprender qué les pasaba a los niños enfermos que<br />
acudían al campamento solicitando ayuda. No tenían forma de explicar sus<br />
dolores ni su malestar, sobre todo los más pequeños, ni tampoco sus padres<br />
podían hacerlo por ellos. A veces, debido a la falta de comunicación fluida, el<br />
diagnóstico era equivocado o tardío, y por lo tanto también el tratamiento. Ya<br />
no podía soportar más el dolor inútil que sufrían esas criaturas, y a pesar de<br />
mis reticencias y miedos me decidí a intervenir. La oportunidad se presentó<br />
cuando me quedé a solas en la tienda que utilizábamos como ambulatorio<br />
junto con un niño febril que sufría espasmos y un pediatra de Médicos Sin<br />
Fronteras que sudaba a borbotones tratando de saber qué le pasaba. Mientras<br />
le auscultaba y ante su perplejidad, tomé las manos de ambos como si<br />
improvisara una sardana. Inmediatamente me invadió el conocido escalofrío,<br />
con idéntico resultado para el médico que en las dos ocasiones anteriores que<br />
lo había experimentado. Les ahorraré detalles: una vez recuperado del trauma,<br />
el pediatra diagnosticó apendicitis y el niño fue operado con éxito. Cuando<br />
asumió lo sucedido (y le costó: tuve que demostrarle mis capacidades un<br />
par de veces más) me confirmó que mi talento podía salvar vidas ahorrando<br />
tiempo en el diagnóstico y aumentando su precisión: ¿qué mejor explicación<br />
puede haber para un médico que hacerle sentir los síntomas de sus pacientes?<br />
Esto sucedía a principios de los noventa. En un par de meses el rumor de que<br />
un curandero, un chamán o un ángel de la guarda actuaba en la región cobró<br />
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