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Semana Santa 2000. - Fundación Germán Sánchez Ruipérez

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Reflexión<br />

Visitando las lejanas pero hermosas tierras de Siria, es fácil sentir la añoranza occidental de lo que irreemediablemente es ya para nosotros irremplazable<br />

costumbre.<br />

En las afueras de Damasco, concretamente en la barriada de Tabbaleh los padres franciscanos guardan con celo el lugar que, situado junto a una<br />

calzada romana, rememora la caída de San Pablo cuando trataba de entrar en la ciudad para aniquilar la ya importante sociedad cristiana. Una vez que el<br />

Señor le preguntase por qué le perseguía, Pablo de Tarso, como cuenta la Sagrada Escritura, quedó ciego.<br />

En la ciudad vieja de Damasco, también custodiada por los franciscanos, se encuentra –por cierto muy bien conservada–, la casa de San A n a n í a s<br />

donde milagrosamente no sólo San Pablo curó su ceguera corporal, sino que sanó para siempre su espíritu de entrega, al quedar trastocados los planes<br />

que le trajeron a la ciudad siriana. San Pablo hubo de huir posteriormente de los suyos por uno de los ventanales que dan a la muralla de la ciudad vieja,<br />

para comenzar un denodado apostolado por las tierras del Lejano Or i e n t e .<br />

Apesar de esta hermosa historia, uno se siente en Siria, desde el aspecto religioso, fuera de ámbito, al comprobar cómo la religión musulmana no<br />

sólo es enormemente mayoritaria, sino que es sumamente poderosa en diversos aspectos que posibilitan, por ejemplo, el retador asentamiento de una de<br />

sus más importantes mezquitas en el barrio cristiano de A l e p o .<br />

Luego, si uno visita las distintas iglesias cristianas, que abundan por doquier en las grandes ciudades sirianas, en seguida se evidencia la falta, prácticamente<br />

absoluta, de imágenes religiosas, lo que llama la atención poderosamente, y mucho más, cuando uno es un enamorado de ese arte imaginero<br />

que sirve y sirvió durante siglos para alimentar popularmente la fe de nuestro pueblo.<br />

Lo curioso de este viaje fue encontrar en una iglesia, en Damasco, al Patriarca de todos los cristianos griegos de Oriente –residente en Líbano–<br />

donde fue recibido con gran boato, según el rito arameo. En aquel hermoso templo descubrí, con gran sorpresa para mí, un extraordinario y hermoso calvario<br />

que sirvió para reponer con cierta osadía en mis anhelos la ilusión de un invento procesional por aquellas oscuras calles que recuerdan fielmente<br />

pasajes hermosos de las mil y una noches.<br />

Aquel reencuentro con la imagen, lejos de provocar morbosos fetichismos, me hizo reflexionar profundamente sobre el arraigo, proyección y futuro<br />

de nuestra <strong>Semana</strong> <strong>Santa</strong>. De esa <strong>Semana</strong> <strong>Santa</strong> española que representa nuestro patrio y peculiar esfuerzo por recrear la Pasión, Muerte y Resurrección<br />

de Cristo a través de esas tallas certeras que se convierten en catecismo público que rememora fidedignamente los hechos que fueron capaces por sí<br />

mismos de cambiar la historia de la humanidad como ningún otro acontecimiento lo haya logrado a lo largo de toda la historia.<br />

La <strong>Semana</strong> <strong>Santa</strong> de los pueblos de España es algo más que un rito espectacular que surge para eclosionar estéticas formas de luz o poesía.<br />

La <strong>Semana</strong> <strong>Santa</strong> procesional es el trasfondo que surge de nuestros ancestros como parte viva de nuestra irrenunciable cultura. Pero sobre todo y<br />

por encima de todo es la expresión religiosa de un pueblo que convencido de sus creencias quiere dar públicamente testimonio de fe.<br />

Yasí las calles de España se alargan como interminables pasillos que incitan a penitenciar a ese pueblo que se encapucha para revivir el silencio<br />

cruel del Ca l v a r i o .<br />

Penitenciales comitivas de los pueblos castellanos hurgan como cinceles de espanto hiriendo la noche, cuando sumiso y rendido a su suerte con los<br />

ojos ya yertos camina el Hijo del Padre. Caído, con la cruz pesada doblándole el hombro a rastras deambula, mientras aterrorizado (porque quiere ser<br />

como nosotros hasta el fin, no más que el hombre), ve rondar con furia infinita sobre el Calvario la muerte.<br />

Yal fin, ese inconfundible Jesús de Nazaret teniendo ansias de ser hombre se entrega al Padre, para que se cumpla con certeza la Escritura.<br />

Pero la muerte, esa muerte humana que penetra en nosotros con terror y misterio, en apenas unas horas se arrodilló ante el Cristo Jesús Hijo del<br />

Padre, y tal noticia corrió desbocada por todos los siglos como una mecha infinita hasta este milenio recientemente estrenado, como esperanza de salvación<br />

para el hombre.<br />

¿ A cuento de qué, nazarenos, entonces sufrimos haciendo memoria, si un Cristo rotundo nos dijo que indaguemos por Él, si queremos, amando a<br />

los otros? ¿Acuento de qué nos llagamos con cruces, o con cadenas sufrimos inútil castigo si Cristo no ha muerto?…<br />

Silencioso, monacal,<br />

quedamente está en sigilo<br />

como queriendo escuchar<br />

las voces de su ciudad<br />

diciéndole ¡Cristo mío!<br />

Dolor de la noche charra<br />

profundo y anochecido.<br />

A L CRISTO DE LA CAMA<br />

20<br />

Claveles negros y lirios<br />

dibuja la noche en llama,<br />

y esculpe el aire una cama<br />

rogando silencio a gritos,<br />

para que siga dormido<br />

el Cristo de Peñaranda.<br />

J. M. Ferreira Cunquero

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