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de una novela trepidante, en
la que nuestro protagonista se
enfrenta a un maníaco que hace
del hackeo un arte del que se
vale tanto para apropiarse de
vehículos de terceros, como para
fabricar bombas y atormentar a
nuestro protagonista.
La novela fue recibida con cierto
escepticismo por la legión de
seguidores de King, por el ya
comentado giro temático. No
obstante, estamos ante una obra
que supo conectar finalmente
con el universo de otros caminos
recorridos por el autor. Temas
como la culpa, la psicosis o el
alcoholismo vuelven a aparecer en
esa novela en la que el mal no se
presenta como algo sobrenatural
sino como un elemento más
de lo cotidiano. De hecho, el
modus operandi utilizado por el
psicópata al que trata de dar caza
el protagonista, es extrañamente
coincidente con sucesos
posteriores protagonizados por
terroristas, años después de que la
novela fuese concebida. Incluso,
la obra final del asesino de masas,
que no desvelaremos aquí, tiene
puntos en común con recientes
y tristes acontecimientos. Una
terrible casualidad, seguramente.
El éxito en ventas de la novela,
por encima de su consideración
critica, fue reclamo suficiente
para que la operadora televisiva
Audience encargara la adaptación
televisiva, buscando un trampolín
con el que crecer ante el empuje
de Netflix, HBO, FX y demás
totems de la producción de droga
en serie. Con Brendan Gleeson
en la piel del viejo Hodges y un
increíble Harry Treadaway en
el papel de psicópata, la serie
es un muy digno producto en
el que asistimos a un duelo de
personajes inteligentes tratando
de darse caza mutuamente, el cuál
aparece mucho más marcado que
en la obra literaria. Al igual que
en la novela, Hodges combatirá
sus fantasmas personales a la vez
que, al margen de la ley como
marcan los cánones, verá crecer
su obsesión por cerrar el caso que
dejó inconcluso, ese aguijonazo
que aun siente en su conciencia.
Lo hará además formando un
extraño equipo con Jerome, su
inteligente jardinero negro y
con Holly Gibney, un personaje
femenino con problemas de
inestabilidad mental pero excelso
olfato detectivesco.
Tal vez, el apoyo en elementos
audiovisuales consigue
remarcar aun más las diferencias
(generacionales, éticas) entre los
antagonistas. Uno de los aspectos
en los que más se apoya el guión
en ese sentido es en el musical.
Las escenas del policia pinchando
viejos vinilos en casa contrastan
con el punk gamberro que suena
en el coche del psicópata. Esto
permite un menú sonoro de altos
vuelos diseñado con excelente
gusto, en el que pasamos de
T-Bone Burnett a Ramones, de
Donovan a Pixies, de Lightning
Hopkins a Reagan Youth. Si a
todo eso le sumamos una muy
competente realización, un
ritmo perfectamente acompasado
para alargar lo suficiente el arco
argumental de la novela sin
caer en lo superflúo, y la golosa
presencia femenina de Mary-
Louise Parker, obtenemos una
serie que ha pasado los exámenes
de final de temporada con nota
suficiente para garantizarse la
continuidad. Habrá, por tanto,
adaptación de “Quien pierde
paga” (“Finders keepers”), segunda
entrega de la ya concluida trilogía
de Bill Hodges.
Como decíamos en la entrega
anterior, la llegada de Netflix
ha cambiado bastante las reglas
del juego en cuanto a la difusión
de la obra de creadores que,
con bastantes dosis de libertad,
pueden poner el acento en obras
que de otro modo hubieran
pasado inadvertidas. Y, siguiendo
con el universo King, no deja de
resultar curioso que haya sido en
esa plataforma donde se puedan
encontrar, en pleno siglo XXI, la
puesta al día de dos obras menores
del genio de Maine. Nos referimos
a las adaptaciones de “El juego de
Gerald” (originalmente publicada
en 1992), y de la más reciente
“1922”, concebida por King como
un mero divertimento al estilo
de relato corto sin aparentes
pretensiones de perdurar.
Reconozco que, cuando leí “El
juego de Gerald”, atraído por
su imponente premisa (juegos
sexuales de un matrimonio en una
cabaña aislada de la civilización...
interesante) caí pronto en el
tedio que supone una obra que
abusa de la introspección y el
devaneo psicológico de una
mujer enfrentada a sus fantasmas
mientras trata de liberarse de las
ataduras, físicamente evidentes,
mentalmente subyacentes, que la
paralizan. El libro, en mi opinión,
pertenece a una época en la que
King sufrió cierto bajón creativo,
en unos años noventa en los
que su obra, y su vida personal,
se vieron seriamente afectados
por los propios fantasmas (a
veces coincidentes con los de
sus personajes), del autor. Sin
embargo, llevada a la pequeña
pantalla por Mike Flanagan,
ese muestrario de episodios
psicóticos del libro se hace más
digerible gracias a una realización
que, a pesar de pertrecharse en un
ambiente de TV-movie vespertina,
consigue hacerte quedarte pegado
a la pantalla durate casi dos
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