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Siempre tenía el cabello como si recién acabara de salir del
baño, cada uno de sus pelos tratando de separarse del resto,
hebras que parecían chorrear agua aunque no estaban ni mojadas,
como si nunca les hubiera pasado un peine ni de cerca,
cubiertas por un rocío sempiterno, o como si ella acabara de
llegar de pasear bajo la lluvia, de unas calles donde debía de estar
lloviendo perennemente, para que sus cabellos tuvieran que
tener siempre ese aspecto de mojados.
Paradójicamente, ello no generaba una imagen de desaliño,
más bien le daba un aire de frescura, como si hubiera
sido recién bautizada, en un manantial o bajo el chorro de alguna
cascada, despeñadero de agua con el cual su ser parecía
haber quedado conectado para siempre.
Mi diosa de las aguas, acostumbraba decirle Gabriel,
en un tiempo remoto ahora ya cada vez más lejano, inconcebiblemente
lejano, aunque ni un año había pasado desde que
habían terminado, desde que apareció esa mosquita muerta
de Sonia y ella dejó de existir para Gabriel, algo tan increíble
que si alguien se lo hubiera pronosticado simplemente se hubiera
reído.
Recordó cómo, ya definitiva la separación, se había sentado
en el banco de una iglesia a llorar. Sólo tratos superficiales
había tenido hasta entonces con la religión y no sabía
por qué había entrado ahí ni qué consuelo podía alcanzar ni
a quién pedírselo ni cómo, pero un inesperado impulso la hizo
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