Descargar libro - Monte Ávila Editores

Teresa le pareció que lo conocía de alguna parte, y se puso a
rebuscar en su memoria, pero mientras estaba pensando el tipo
se puso bruto y de buenas a primeras le dijo algo en relación
con sus tetas y de ir a tomarse unas cervecitas. Ella le contestó
con mucha dignidad:
—Por favor, no me hables así…
Pero no pudo terminar, porque Patricia, mucho más
expedita, ya la arrastraba consigo, alejándola del muchacho.
Ella se indignó:
—Coño, pana, no le diste ni una oportunidad. El carajo
estaba de lo más bueno. No lo dejaste ni expresarse, se notaba
que estaba confundido.
—Tú sí que estás loca, María Teresa. Quiérete un poco,
amiga, respétate, al menos.
En ese momento una manada de chicas con grandes
zapatos de hombre y medias decoradas con muñequitos de
Walt Disney pasó en tropel al lado de ellas. María Teresa volteó
los ojos hacia arriba, desesperada, como buscando la ayuda
divina, o la de algún espíritu que la iluminara. Pero allí en
lo alto su mirada sólo se tropezó con las gigantescas bolas navideñas
que colgaban desde los elevados techos del Sambil, el
centro comercial de moda al que ningún caraqueño podía faltar
un fin de semana.
Ahora, aquí en su casa, también miró hacia arriba, como
buscando la inspiración, pero seguía con la mente en blanco,
sin las palabras que había esperado que acudiesen en su ayuda.
Desanimada, cerró el diario, aunque luego se consoló pensando
que cualquier otro día se sentiría más dispuesta y entonces
escribiría todo aquello que llevaba por dentro y que no había
hallado cómo expresar.
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