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en un espeso bosque del camino. Mal podía desapro-<br />
vechar la ocasión que, tan bonitamente, me ofrecía<br />
sus guedejas. Reté a Don Quijote de la Mancha; aceptó<br />
él, como no podía por menos, mi demanda. Tenía<br />
que aceptar, mal que le pesara, porque supe darle<br />
en la vena del sentimiento. Contra la calidad de la<br />
mía, volvió por la que distingue, según sus palabras,<br />
a su dama: Dulcinea del Toboso. Nos embestimos,<br />
pues, sin pérdida de tiempo, lanza en ristre y a toda<br />
la velocidad de nuestros caballos. Don Quijote de la<br />
Mancha, en un santiamén, dio cuenta de mis arro-<br />
gancias: me echó, mal herido, del caballo al suelo.<br />
Tuve que reconocer, bajo la punta de su lanza, la<br />
superioridad y belleza de Dulcinea. Y, como mejor<br />
pude, incorporarme; y salir del sitio, rabo entre<br />
piernas, lo más prestamente que me fue posible.<br />
Antes, claro está, de que el caballero se percatara de<br />
que no soy otro que el antes alegre y ahora triste y<br />
doloroso Bachiller. Parece mentira. Pero, me dije<br />
para mis adentros: con ésta no se queda Don Quijote.<br />
Ya veré cómo me las paga todas juntas. Fui a mis<br />
amigos Maese Nicolás y Su Reverencia. Estuvieron<br />
de acuerdo conmigo. Si esta vez todo había sido en<br />
burlas, la próxima habría de serlo de veras.<br />
Torné, a los pocos días y ya repuesto de mi caída,<br />
a poner por obra mi pensamiento. No sabía si era<br />
compasión o cólera lo que me movía contra el caba-<br />
llero. El caso es que me disfracé otra vez. Pero, eso<br />
sí, me previne mejor. Sobre cambiarme de nombre<br />
y atuendo, cambié, también, de caballo. El que ahora<br />
había elegido me sacaría verdadero en mis propósitos.