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ascuas. Pensé descansar allí, y he aquí que, de pronto,<br />
descubro dos cosas que me han dejado pasmado.<br />
Un caballero que dice llamarse Don Quijote de la<br />
Mancha y que, según él mismo, es de la especie de<br />
los andantes, llevaba puesta, a manera de celada, mi<br />
bacía. Y un escudero llamado Sancho Panza, que lo<br />
es de Don Quijote, monta su burro justamente sobre<br />
mi albarda. A mi doble reclamo, se llegaron todos.<br />
El caballero jura que mi bacía no es bacía; sino el<br />
yelmo de un tal Mambrino; y que lo ganó en fiera<br />
y desigual batalla. El escudero, puesto en las mismas,<br />
afirma que mi albarda no es albarda; sino jaez de<br />
caballo.<br />
Yo estaba, de veras, entre confuso e indignado.<br />
Confuso porque estuvieron contra mi opinión todos.<br />
Así los demás caballeros que allí estaban de paso,<br />
como las damas que los acompañaban. ¿Pueden uste-<br />
des creérmelo? Había allí, también un señor Cura.<br />
El Licenciado Pedro Pérez. Así se llamaba, a lo que<br />
entiendo. Pues este señor Cura, muy a pesar de las<br />
órdenes recibidas, dijo, afirmó, discutió, garantizó<br />
y juró, no tanto que mi albarda no es albarda, cuanto<br />
que mi bacía no es bacía sino yelmo de Mambrino.<br />
Yo estaba descorazonado. Más todavía tuve que sen-<br />
tirme cuando un colega barbero que, por acaso, allí<br />
se encontraba entrometido, se puso, él también, de<br />
parte de mis contrincantes. Aquello fue increíble. Yo<br />
sostenía una cosa; mi colega sostenía, con toda firme-<br />
za y convicción, la contraria. Por él, quién lo hubiera