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ebook (.pdf) - Guillermo Imsteyf

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El poema que no digo,<br />

el que no merezco.<br />

Miedo de ser dos<br />

camino del espejo:<br />

alguien en mí dormido<br />

me come y me bebe.<br />

‘Árbol de Diana’,<br />

Alejandra Pizarnik<br />

“<br />


LA MUJER EN SUS BRAZOS resbaló por segunda vez. Se le reemplazó por la<br />

caliza y la arena, tan ávidas de agua como de ella; su boca, su nariz y sus ojos,<br />

nuevamente una añoranza. Sentía apenas en las puntas de sus dedos la cabeza<br />

ahogada en arcilla, y el cabello haciéndose cada vez más delgado, y al despegar<br />

Cúneo sus cortinas de fibras de leche, lo primero que halló fue la luz nubosa<br />

decantada en las persianas, proyectada en el techo, en una convulsión fugaz aunque<br />

exteriormente pacífica. Le descubrió los costados necesarios a las cosas que desde<br />

esa posición alcanzaba. Los costados necesarios para entender que yacía, que era una<br />

lonja de carne sudada e inerme con la vaga aptitud para preguntarse, sobre su cama,<br />

el exacto puñado de grados y olor, caudal de la tela, pegándosele a la espalda,<br />

dentro de una habitación que era, que esa apariencia de vida una revelación del<br />

desamparo y de la voluntad de lo diminuto, la suya. Permaneció quieto, detenido,<br />

forzándose a pensar que lo demás lo acompañaba en esa pausa y si el techo era todo<br />

horizonte posible, su mirada diluida aún en la soñolencia se empecinaba en buscar el<br />

regreso diagonal a ese río y a ese barro, porque la puerta hacia aquél mundo<br />

indudablemente estaba más allá de lo blanco de las paredes y la lamparita estática.<br />

Entendió tan de repente que no podría regresar, se dio perfecta cuenta tan de<br />

repente y tan de repente se angustió que quiso desafiar a su razón, darle tiempo al<br />

milagro para que se produjese y por eso pensó en no mover los dedos siquiera, así<br />

evitar que el contacto lo devolviese sin más remedio a este ambiente rancio, cubierto<br />

de un aire dos o más veces respirado.<br />

En principio hasta parecía coherente que esa impotencia se le atragantara, pero de<br />

a uno fue oyendo los sonidos de la mañana. Los vehículos, los árboles, filosos,<br />

brillantes, el roce del viento, desunidos como en un gotero; volvió a notar que respiraba,<br />

lo cual no hizo menos que alejarlo de su deseo del retorno. Un poco más agitado intentó<br />

regresar las imágenes a los lugares adecuados y así evitar el olvido, las caras, el río,<br />

había sauces, lo que él dijo a ella, lo que ella a él, y el barro fatal. Pero en suma lo que<br />

lograba era invadirse de un enojo inútil por el apresurado rescate de un lugar que no<br />

estaba preparado para abandonar. Antes de oír el arrullo de las palomas anidadas a un<br />

costado de la ventana, lo que definitivamente iniciaría el malestar diario y terreno,<br />

lanzó la pregunta a la habitación casi vacía con la convicción de un fiscal. Ahora que<br />

sobre la pared de enfrente comenzaban a proyectarse los pequeños óvalos de las<br />

persianas y que al haber roto el tiempo con la presencia de su voz todo el mundo se le<br />

vino encima con su bagaje de colores, ruidos y olores, se sintió perdidamente lejos del<br />

agua y de ese rostro que de tan desconocido, tan amado. La vejación de los estímulos,<br />

1<br />

7


no sólo el indolente brillo profuso de las marcas en la pared, sino su propio cuerpo, que<br />

se desprendía de aquella dimensión y se aferraba con mayor obstinación a esta e iba<br />

aceptándole sus señales de violencia, lo abrumó de informaciones. La mañana era de<br />

candil, de vapor, de saliva ácida, de párpados pegados, de feriado, de ruido en el<br />

estómago, de café instantáneo.<br />

Pero su naturaleza le impedía soportar esa falta de respuesta, alguien debía<br />

hacerse responsable y desenhebrar la causa. No importaba cómo él mismo había<br />

llegado hasta esa costa, luego ese lugar le pertenecía y nadie debió arrancarlo sin su<br />

acuerdo, aún cuando concluyera que ese manotazo evitaba un mal mayor.<br />

Tras el aumento de la luz y el calor y la percepción de los propios latidos, la<br />

angustia se le fue aguando en la ridiculez, pero antes de que toda tristeza de ese<br />

adiós definitivo se le evacuara, alcanzó a decir: “¿Por qué desperté antes de<br />

salvarla?”.<br />

2


CON EL ÍNDICE certero quitó la piedrecilla lagañosa, luego del otro ojo,<br />

finalmente recordó preguntar a Norma si la alimentación tendría algo que ver.<br />

No se obligó a nada, pero ya estaba sentado al borde de la cama. La ventana,<br />

fundida de amarillo. Los dedos, rascando la zona exaltada del calzoncillo. Los<br />

gérmenes de la luz, lomos incandescentes bailoteando en aquella galaxia privada. Al<br />

levantarse Cúneo, Laura reclamó con un dormido manotazo la sábana que le<br />

quitaban.<br />

Asomó con su cintura al pasillo y después a la cocina, los espejos no estaban de<br />

camino al baño y eso le permitiría perder tiempo. Idiota, llegará tarde o temprano si<br />

quiere recobrar su cabeza en agua fría.<br />

Halló residuos de la noche en el desayunador, una caja de pizza con el trípode<br />

circular de plástico y tres aceitunas. Él no come las aceitunas, Laura sí. Aunque a<br />

veces se entretiene tanto tiempo con ellas en la boca que se cansa, o se aburre, y<br />

termina dejando dos o tres.<br />

Oyó papel aserrándose bajo la madera de la puerta. El diario de los jueves<br />

venía hinchado en suplementos. Arrugó un poco la boca, había creído que por ser<br />

feriado no habría tirada. Lo dejó allí por el momento y olvidó rápidamente su<br />

malestar por las hojas deterioradas.<br />

Echó una mirada a la gota: seguía allí, agónica, tensa.<br />

Se acercó a la ventana del comedor y mientras se acercaba imaginó el<br />

vecindario de una película norteamericana, calles anchas nulas de trajín, casas<br />

blancas, limpias e idénticas, con techos de pizarra negra y amplios jardines de<br />

césped prolijo y matas de hortensias distribuidas con simetría, un cuarteto de niños<br />

en patines jugando al hockey con arco de plástico y uniforme, un anciano de sonrisa<br />

de gel, adornado con gorra, escobillón y overol de primavera recogiendo la herencia<br />

de la última lluvia. Un adolescente apresurado, también de gorra pero de visera<br />

larga y arqueada, desaparece tras la esquina montado en su bicicleta luego de acertar<br />

con el periódico en el soportal que corona una puerta de vidrios biselados y<br />

llamador de oro. En los patios los pies de las damas chapotean en sus deliciosas<br />

piscinas mientras la piel se les cuece sazonada con crema de bronce y su lengua<br />

visita una acre limonada de tanto en tanto.<br />

Mientras se acerca a la ventana, Cúneo ha debido elevarse y tomar altura y<br />

distancia para apreciar la comunidad como una grilla perfecta, como desde un avión<br />

o satélite meteorológico. El planeta se le va haciendo pequeño, entonces se da cuenta<br />

de que está volviendo a dormirse antes de entreabrir las persianas. Al hacerlo, algo<br />

parecido a un perro o a un niño aúlla y corre por el patio interno bombardeado de<br />

bosta. Hay parches de brea en los techos, hay una telaraña de antenas de televisión.<br />

La ceguera que le provoca ese candil intenso le obliga a olvidarse del mundo exterior<br />

3


y retornar la persiana para comprenderse dentro de un living ahora más<br />

penumbroso.<br />

Se refregó los ojos, el aire era húmedo y su ingesta agobiante. Parado como un<br />

autómata desenchufado, con los brazos y la cara muerta, soñó unos minutos durante<br />

los cuales las cosas parecían sucederle a otro. Aquella anécdota imbécil del sueño<br />

estaba perdida para siempre, pero se le apareció otra vez del lado de la memoria, y<br />

quién sabe por qué giró para cerciorarse de la gota. No como si fuesen la misma cosa<br />

sino como si provinieran del mismo lugar y como si el destino de ambos, gota y<br />

rostro que se hunde en el barro, se situara en la esquina de la misma incógnita. Él<br />

sabe que existe un instante, una fogarada que anula todo recuerdo de las historias<br />

que suceden dentro del sueño. La tranquilidad que supone percibir la diferencia<br />

entre vigilia y sueño está resguardada por el oportuno mecanismo que, durante la<br />

vigilia, baña de olvido la parte del sueño y durante el sueño, borra la vigilia. Pero<br />

esa tranquilidad depositada en la propia fisiología se ve a veces amenazada por<br />

errores de cálculo que ni Cúneo ni nadie sabrán prever ni solucionar, debido a los<br />

cuales cuando uno despierta, en ocasiones recuerda lo que soñó.<br />

Piensa en las veces que puede recordar el punto de la fogarada, ese instante en<br />

el que debería comenzar el olvido, ese fino momento previo a que los párpados se<br />

abran. Piensa que resulta bastante ridículo reflexionar sobre los modos en que se<br />

recuerda lo que se olvida, sin embargo en eso piensa. Entonces Cúneo se pregunta<br />

por qué esta vez pudo recordar. Luego se enfrenta con una realidad no menos<br />

inquisidora, pues no sabe si esas preguntas forman parte genuina de la ansiedad por<br />

desgranar su existencia o un ardid vulgar para construirse la excusa de retrasar su<br />

llegada al baño.<br />

Sale del living y retoma lentamente el camino. En dirección hacia el pasillo su<br />

pie dio con el almohadón. Sonrió para sí, pero tan para sí que ninguno fuera de su<br />

cuerpo lo hubiese notado; sonrió por recordar el idilio de Laura y ese almohadón la<br />

noche anterior. A esa altura de su despabilo podía aceptar por tonta la idea de<br />

divagar por la casa para no encontrarse con su propio reflejo, pero antes de iniciar el<br />

pasillo apretó con violencia la tecla del viejo aparato de radio. La primera nota de<br />

esa estación mal sintonizada le hizo arrepentirse de haberlo encendido, pero en ese<br />

intervalo donde punta y talón se suceden, se hizo tarde: ya estaba dentro del baño.<br />

Simuló distraerse y corroborar que la canilla de la ducha no goteara. Era una<br />

oportunidad para agacharse. Luego estiró la cortina de plástico, con la mirada a la<br />

altura de las cerámicas, evitando el espejo, miró la bañera primero, luego el lavabo.<br />

Se detuvo en el grifo. Giró el del agua fría, entonces descubrió que ese era el punto<br />

exacto donde todo comenzaba a suceder: cuando el chirrido del gozne oxidado,<br />

luego el agua golpeaba los bordes e iniciaba la progresión de anillos y espirales y se<br />

perdía finalmente por la rejilla.<br />

El instante en el que Cúneo entiende la angustia que lo hace rodear el sitio por<br />

minutos, donde vuelve a justificar tamaña chiquilinada de deambular por toda la<br />

casa cada mañana, es el despertar del chirrido de la canilla. Porque la rutina lo envía,<br />

secuencialmente, a colocar sus manos debajo del caudal, a levantar el agua y<br />

arrojarla sobre su cara, fregarse las esquinas de los ojos con los dedos mojados,<br />

erguir su cabeza y después apartar las manos. Entonces quedan allí solos. Él y el<br />

espejo. Sus ojos, indefensos, y el espejo. Olvida el agua, incluso el repiquetear le<br />

parece de otro momento y recuerda lo que siempre recuerda, lo que siempre, desde<br />

4


hace tres días, le surge en el encuentro con esos ojos. La voz de su madre, como<br />

proveniente de un baúl de metal, hablándole de la luna y sus océanos. Que los ojos<br />

son como lunas y que las manchas grises son sus océanos. Ahogado, pues, en sus<br />

océanos. Tres días más tarde. Que el porqué de la luna es el reflejo de una luz que no<br />

le es propia, pero que a la corta, de tan vaga y perdida, termina perteneciéndole.<br />

Que sin los ojos, la luz es nada.<br />

Cúneo ha dejado de mirarse, porque sus ojos, aunque se encuentren, no se<br />

observan.<br />

Toda noción de la mañana desaparece. Durante ese letargo pareciera que nunca<br />

se ha ido, que ha estado mirándose todo el tiempo desde la primera vez. Como si la<br />

parte distinta del pasado se escurriera en lo poderoso del presente y allí está la<br />

respuesta al por qué se le mezclan ambas cosas en esa diminuta y perenne<br />

intersección de encuentro. Está allí, despierto, recordando lo que acaba de soñar y<br />

deseando estar dormido.<br />

Aunque en ese instante de éxtasis pareciera que lo demás no importa ni existe,<br />

Cúneo sabe bien que se distraerá, que en algún momento temblará, parpadeará, le<br />

agarrará hambre, que seguirá siendo humano y le surgirá picazón en el brazo y se<br />

escapará, se irá de la observación de su reflejo, lo abandonará sin voluntad, dejará de<br />

encontrarse con eso que es tan sólo una imagen, una duplicación que le llega como la<br />

mera impresión material de la luz en la retina y allí será donde comience lo<br />

verdaderamente ridículo del asunto.<br />

Hay un punto en el que las venas le tiemblan. Rápidamente tiene la impresión<br />

de que ahora nadie conoce su color mejor que él pero al cabo de unos minutos, como<br />

una palabra muchas veces pronunciada, le resulta mal hecho, nunca visto antes en<br />

otro lugar. Su madre, Laura, Martina, le dirán tus ojos son marrones pero él no<br />

estará tan seguro. Miel, arcilla, mostaza…<br />

No fue solamente de venas y córneas que constó su descubrimiento aquella<br />

cuarta mañana en su conflicto con el espejo, también hubo una repentina sensación<br />

que no era de temor ni de tristeza; Cúneo tuvo la certeza de que en poco tiempo algo<br />

sucedería particularmente en él o con él.<br />

Toma por fin la decisión de desprenderse de su reflejo y de inmediato comienza<br />

a temblar porque conoce las consecuencias. Resta tres sin pronunciarlo, el tres se<br />

transforma en cero y entonces tiene lugar la convulsión.<br />

5


CUANDO ELLA DICE, entre todo lo que dice, entre niños revoltosos, un moño<br />

blanco, ojalillos y hojas que se tuercen, dos con cincuenta una carpeta nueva, cuando<br />

entre todo eso ella pronuncia “Saavedra”, el último escupitajo. Marrón. Chocolate<br />

con oscilaciones plancharán dejarán un llano, papel, cartón. Mano, hueso que<br />

pudiera ser menos que una caña cubierta de carne pocos pelos. Sabe termina en<br />

dedos y penetra lo que va a ser un cartón pero río diarrea, sin hedores. Mano busca<br />

más allá, algo, de lo que se ve. Sin embargo más allá de lo que se ve puede veverse<br />

aquello. Oscuridad mayor. Ojos abiertos bajo el agua turbia. Noooooooooooo.<br />

Pequeñísimos corpúsculos que nooooooobrillantes brillan cada vez menos. Mano<br />

hundida dios dios dios en eso que no se ve. Ese último dibujo queda del vómito no<br />

nauseabundo. Charco sin confines en el que pierde su propio confín hueso pocos<br />

pelos. Pero el anteúltimo se pare de un ojo de nadie. La té clara y mente e<br />

identificada corta pupila horizonte de café granos uno al lado pegadito uno al lado<br />

del pegadito y del otro hilo plata negra. Otro hilo baja desde anterior hasta confín<br />

ojo de todos. Ojo de todos ha de tragar ese hilo plata negra, ha de hinchar su<br />

estómago esa agua gredosa. Anteúltimo residuo son los desconocidos en encuentro<br />

dos hilos, enamorados contra el talud gredoso. Enamor enamor es posible, otro<br />

vómito metido en este, el vómito de otro metido en este uno que con pastillas uno al<br />

que le tocó uno feliz está metido en este y es el enamor contra el talud porque sino<br />

no se puede creer que aquellos. ¿Juega ella con el cabello de él?. Detaaahhh de greda<br />

eran. ¿Juega él a dejar la huella de un dedo por su mejilla?. Se van, vierten, como en<br />

un cuenco rajado. Detrás, apenas. Encima del gredoso talud pueblo de juncos será de<br />

los que han cortado sus piernas la vez que con pantalones cortos. Diestra y siniestra<br />

juncos. Pareja de piernas cruzadas suspendida sobre la opaca superficie. O con las<br />

piernas estiradas hacia abajo. Superficie cercena. Publica sólo torsos. Juega él, juega<br />

ella, se miran pertinaces. Dos amalgamados, quizá fueran de greda, aaahhh de greda<br />

eran, pintada, se sabe que los detalles, pero más acá, también el mismo anteúltimo -<br />

quizá fuese el antepenúltimo o el anteante porque también la cara de ELLA que se<br />

va para casi siempre. Pero antes, porque llora a la izquierda, izquierda-derecha, los<br />

detalles sin embargo izquierda-derecha, un árbol mitad fuera mitad, de la corriente<br />

chocolatada sin hedor, lianas brotadas de lengüitas verdes. Detalles sin embargo<br />

lianas brotadas. Detalles sin embargo lengüitas que no pueden beberse la plata<br />

marrón.<br />

A la derecha, pero cuando se quiere ver hacia allá la prepotencia de la cortina<br />

perla, planchadita contra el fondo. Perla, celeste claro, imposible sin pupila pero<br />

para ojo de todos cuya pupila es este último escupitajo abismo puede ser una cosa<br />

púrpura y otra cosa, habrá un punto grande como un círculo hecho con los dedos,<br />

ardiente vaporoso detrás de la cortina celeste, ahora sí a la derecha.<br />

6


Y abajo, porque ojo de nadie va levantando sin que cualquiera de ellos percate,<br />

levanta pero hasta allí, hasta tamaño suficiente a té mayúscula, están los otros dos.<br />

Con el índice y el pulgar. Sin embargo pero ¿rubia? a la izquierda pero a la derecha<br />

de él, erguidos y susurrándose nimiedades. La voz, demasiado. Hecho con el pulgar<br />

y el índice como en o ká. Ni de ella ni de ninguna naturaleza. El mismo que da paz<br />

antes dará denso caer los un pero nube mustio y el noventa y cuatro sintético<br />

impresionante cantidad de grados. Sí, las lengüitas verdes, sí, pero ¿morocha?.<br />

Erguida lo mira, estos también se miran. Benévolo silencio, ay preludio, ay preludio,<br />

que luego hará estallar la cabeza. Cuatro tres dos nadie lo sabe o será ojo que uno<br />

cambia de posición o se acerca o desaparecerá se miran con los ojos seguir el juego y<br />

hay más brillantes de miel pero ella se fue. Greda y hueso. Cúneo cabecea hacia ella<br />

con el semblante licuado. Ha estado distraído, durmiendo, pero se despierta.<br />

– ¡¿Cómo que llamó Saavedra?!<br />

– Anoche, cuando saliste a buscar la cena.<br />

– ¿Qué? – reacciona arrastrando para sí la taza de café. La madera blanca de la<br />

mesa chilla y Laura le estira el azúcar.<br />

– Se bate tres veces. Pero vieras con qué facilidad se corta.<br />

Laura ha cambiado de tema. Para ella no es nada importante, pero Cúneo aún<br />

no puede creer que ella no se lo haya dicho antes. Esta noche Laura caerá agotada<br />

por el esfuerzo en describir la consistencia del merengue italiano. Saavedra. Cúneo<br />

la mira con el desprecio agazapado. Laura sorbe el mate en paz, sin embargo nota<br />

que él se ha quedado atrás.<br />

– No te lo dije porque me olvidé en ese momento y porque no era urgente.<br />

Saavedra me dijo que no era urgente.<br />

- ¿Qué fue lo que dijo?, la puta que te parió...<br />

Laura no recompone ni detiene la curva de la pava ni la caída del agua, pero<br />

tampoco le ahorra una mirada recta.<br />

– Que no era urgente. Le pregunté. “Discúlpeme Saavedra, ¿es necesario que<br />

Cúneo se comunique con usted a la brevedad o puede hacerlo pasado el fin de<br />

semana?”. Me respondió “No se preocupe. Que me llame cuando lo crea<br />

conveniente.”<br />

– Saavedra. – silabeó Cúneo – ¿Tenés una puta idea?.<br />

Pudieron oírse algunos de los sonidos de la mañana que durante el precipitar<br />

de las palabras habían simularon huir. Laura se agotó de sostenerle la mirada e hizo<br />

crujir la tostada. Volvió a mirarlo.<br />

– Íbamos a estar juntos. Lo prometiste.<br />

– No controles mi agenda.<br />

– Llamalo, entonces. Y andate a la puta que te parió.<br />

Ella vuelve a su mate, él a su café.<br />

7


UNA MELODÍA DISPERSA ocupa el lugar del aire entre ambos. Podría nacer<br />

de una propaladora en la calle o del deficiente equipo de radio que está en la repisa<br />

del living.<br />

Cúneo había previsto durante mucho tiempo cuáles serían los pasos que<br />

tomaría para hacerse de un digno reproductor musical. Lo primero sería una<br />

casetera porque, aún conciente del triunfo de nuevos formatos, conservaba muchas<br />

grabaciones de su adolescencia, compilados de baladas y selecciones personales de<br />

género, canciones inevitables del rock, olvidadas pero imprescindibles del clímax<br />

punk y goterones de nostalgia y acné cuando el albor no tan lejano de la aserrada<br />

viola grunge. Llegarían luego dos módulos distintos de lectoras para discos<br />

compactos. De esa forma, y mediante una pequeña consola electrónica, podría<br />

mezclar el inicio y fin de canciones consecutivas. La consola no era imprescindible ni<br />

inmediata, sí lo eran el amplificador y los parlantes, estos últimos al menos de tres<br />

vías y con escape de graves. Más adelante y poco a poco, o rápidamente, ¿cómo<br />

medir el tiempo dentro de un sueño de ansiedades? irían llegando el ecualizador<br />

gráfico paramétrico, nuevas columnas de sonido envolvente, actualizándose al ritmo<br />

de los formatos inminentes, quizás el blue ray. La construcción del armamento<br />

musical había sido un plan trazado sobre un castillo de naipes, desbaratado de un<br />

manotazo, de un golpe de puño sobre la mesa. Ese manotazo había sido su divorcio,<br />

surgido para obligarle a adherirse a algún tratado de no proliferación y postergarle<br />

no solamente la adquisición de su añorado equipo de audio.<br />

Debió perpetuarse en el silencio, por nada del mundo lo verían llegar hasta una<br />

turquería de Once para hacerse de una radio barata dejando desparramadas sobre el<br />

mostrador las vísceras de su orgullo. Laura fue quien se tomó el trabajo y una tarde<br />

cayó con una pésima radio–casetera que había extraviado la mitad de sus teclas al<br />

primer día. El manejo del aparato era absolutamente manual, lo que dificultaba la<br />

sintonía de cualquier estación de radio entre el millar de señales que abarrota el aire<br />

porteño. El menester condujo a Cúneo a no oír más sus grabaciones en casete y a<br />

limitarse a encender el aparato siempre en la misma frecuencia, la única que<br />

funcionaba. Conocía los jingles de memoria y a menudo se descubría coreándolos. El<br />

noticiero de la mañana no era del todo malo, pero sólo alcanzaba a escuchar los diez<br />

primeros minutos pues a las seis y veinticinco debía estar en la parada de ómnibus<br />

ubicada a siete cuadras de su departamento, lo que significaba que la radio dejaba<br />

de hablar a las seis y cuarto, hora en que él la apagaba de un puñetazo, cerraba la<br />

puerta y la abandonaba.<br />

Cúneo no añoraba en absoluto el televisor, gustaba poco del cine y apenas de<br />

las tiras de ficción. Y para saber de los reality shows le alcanzaba con lo que oía en la<br />

oficina.<br />

8


Hubo una interrupción, del pequeño parlante de la radio surgió la voz de una<br />

oficina de taxis convocando a uno de sus choferes. Se trataba de una interferencia<br />

tan habitual que había dejado de ser graciosa. El chofer no respondía y durante ese<br />

silencio asomó el ruido de la cucharita en el frasco de la mermelada.<br />

Laura tenía por costumbre untar su pan con manteca y luego, al ir en procura<br />

del dulce, lamer directamente de la cuchara olvidando por completo a la rodaja que<br />

la esperaba. A Cúneo le gustaba mirarla así, paseando su lengua como una niña.<br />

Aquella mañana Laura había vuelto a molestarlo, haciendo uso de esa facilidad<br />

tan propia, pero explicarle a ella que Saavedra era esto y lo otro, una oportunidad<br />

tan volátil como el milagro, era una pérdida de tiempo. La complejidad de términos<br />

como asesor primero, sociedad, fundador o Lexos, la hubiesen lanzado al rapto de su<br />

sordera selectiva.<br />

Unos años atrás, no muchos, cuando estaba a punto de egresar de la escuela de<br />

leyes, Cúneo entendió de golpe los riesgos inmediatos de su profesión. Era el<br />

momento inequívoco donde se derrama la suerte de los años que vendrán.<br />

En quinto año de la carrera un compañero suyo le propuso una sociedad. El<br />

objetivo no era original pero algunas bases podían ir sentándose anticipadamente y<br />

la selección de un socio era un buen primer paso.<br />

El entusiasmo de Iñiguez contagió de inmediato a Cúneo pues aquél era un<br />

hombre de acción y no había duda de que la propuesta no iba a quedar en palabras.<br />

Los contactos se pusieron en marcha y con rapidez surgieron nóminas de empresas,<br />

organizaciones no gubernamentales, medianos emprendimientos, asociaciones<br />

intermedias e incluso corporaciones de compra tradicionales susceptibles al cambio<br />

de política jurídica, desplegándose una dimensión casi desproporcionada de<br />

posibilidades, un terreno de avidez por la asesoría legal que el ímpetu les lanzó a<br />

pensar qué estúpidos habían sido todos los demás por no haberse enterado antes.<br />

No eran ingenuos, sin embargo. Sobre cada una de las alternativas estarían<br />

fijados los ojos de otros intereses, pero la ventaja con la que contaban era que al<br />

desarrollar aquella enorme base de datos poseerían una visión global de la demanda<br />

potencial y si había rechazo en algunas áreas, como descartaban, podrían de<br />

inmediato o simultáneamente conducirse a las otras.<br />

El bufete virtual ya contaba con dirección de correo electrónico, Cúneo se rió<br />

cuando Iñiguez le urgió a que la anotara en su agenda y la añadiera a su tarjeta<br />

personal. Además, había iniciado las tratativas para el diseño de una folletería<br />

discreta pero efectiva, con el asesoramiento de un amigo suyo especialista en<br />

mercadotecnia.<br />

No les preocupaba el perfil, sostenían que en la primer etapa debían abarcar<br />

todo lo que les fuera posible. La asesoría legal superior, quizás también alguna<br />

firma, la aseguraba Martín D'Alessandro, segundo procurador de la Cámara de<br />

Relaciones Institucionales, viejo experto en las cuestiones de intercambio entre el<br />

Estado y los organismos multinacionales y además, lo que era tan bueno o mejor: tío<br />

de Iñiguez. Con su nombre como cita, todo lo que fuera menor a una embajada de<br />

un país del primer mundo sería caramelo de niño para los jóvenes socios.<br />

Incorporarían un nuevo integrante con menos del cinco por ciento de la<br />

participación societaria sólo cuando fuera indudablemente necesario. Ya tenían el<br />

hombre, Ramiro De Tecco, compañero de asignaturas. Era un tipo emprendedor,<br />

sólido ideológicamente, veloz en la réplica, bien conceptuado en el ámbito<br />

9


académico, cuestión ventajosa sobre todo para la perspectiva de instalarse en la<br />

capital.<br />

Cúneo aseguraba que De Tecco jamás aceptaría participar por menos del<br />

veinticinco por ciento, Iñiguez parecía confiado en persuadirlo. Estaban<br />

adelantándose. O mejor, anticipándose a disyuntivas, pues antes debían lograr un<br />

sustento concreto no necesariamente constituido por el número de conflictos bajo su<br />

representación sino por su trascendencia y profundidad jurídica. Para ello debían<br />

requerir de toda su perspicacia puesta al servicio del estudio de los antecedentes de<br />

portafolio, del trabajo de campo, el análisis minucioso de líneas de acción que<br />

pudiesen eyectarse, de la intersección de las influencias que se verían afectadas,<br />

incluso investigaciones de estadística y probabilidad, pero en aquél entonces Cúneo<br />

e Iñiguez estaban a punto de graduarse, eran jóvenes y con una confianza a prueba<br />

de todo.<br />

De buenas a primeras podía asegurarse que no escapaban a la ilusión general<br />

de su clase: sentar pronto jurisprudencia, verse citados en los libros de consulta y<br />

enmarcados en nobles varillas de bronce para coronar los pasillos del Supremo<br />

Tribunal y contemplar desde la altura a abogados pequeños corriendo desesperados<br />

de punta a punta, de despacho en despacho, luchando contra el cierre de la jornada.<br />

Con genuina contrición se compadecieron por anticipado de los colegas que<br />

diariamente cosían expedientes, barnizaban sus yemas con tinta para sellos y<br />

atendían en mesa de entrada a los gritos de clientes convencidos de malas<br />

representaciones. El encarpetado alfabético de los recursos y la selección para la<br />

quema de folios podridos y declaraciones oxidadas pasó a ser la estampilla vieja de<br />

una carta que a ellos nunca les llegaría.<br />

A modo de borrador habían trazado una primera estrategia. Iñiguez, más<br />

habilidoso en el trato compasivo, dueño de una imagen de mayor sensibilidad,<br />

tomaría como blanco las ONGs, no sólo las emergentes sino algunas de prestigio<br />

probado y de las que tenían información siempre necesitaban, por su naturaleza, de<br />

asesores que se ocupasen de los asuntos de cientos de anónimos beneficiarios,<br />

consumidores y ahorristas estafados, madres solteras y abandonadas, familiares de<br />

desaparecidos, etcétera.<br />

Cúneo, en cambio, tenía reservada una tarea que le iba al dedillo, difícil hubiese<br />

sido creer que no se la había asignado él mismo. Se haría cargo de las afrentas en el<br />

contexto de la sangre, de las dinastías de control social, aquellos grupos dedicados a<br />

la compra y venta de medios de servicios que rotan capitales siempre por las mismas<br />

manos, generalmente integrados en logias o fraternidades. Para tales cosas era un<br />

malabarista, un seductor que obtenía información de veredas opuestas y había sido<br />

sin duda esa oposición de caracteres la que había hecho coincidir los intereses de<br />

Iñiguez con los suyos.<br />

Sin embargo, limitados eran los pasos que podían dar sin la licencia<br />

profesional. Comprendieron entonces que debían tragar su ansiedad durante lo poco<br />

que les restaba de carrera.<br />

Transcurridos unos meses de aquél borrador inicial y con el proyecto<br />

hinchándose como un fruto maduro, Cúneo caminaba por los pasillos de la Facultad<br />

de Derecho y se acercó a una de las pizarras donde se publican los resultados de los<br />

exámenes.<br />

Eran los tiempos en los que concluía la búsqueda de su pequeña casa y estaba a<br />

10


punto de firmar por aquella del barrio de Caballito, de tres habitaciones – una<br />

podría servir de primera oficina – y patio de baldosas – que pensaba destruir, como<br />

hizo, para recobrar el único espacio donde podían ensayarse flores y árboles enanos.<br />

Faltaba poco para que tanto él como Iñiguez se recibieran. Cúneo solía<br />

quedarse más tiempo del necesario en la universidad, consultando bibliografía<br />

diversa que ayudara al desarrollo de su sociedad con Iñiguez. Una tarde llegó a la<br />

pizarra y sin pensarlo echó un ojo distraído a las hojas sostenidas por alfileres. A un<br />

lado del horario de las nuevas cátedras, se exhibían los resultados de los concursos<br />

para práctica jurídica. Una propuesta anual en la que se inscribían aquellos que<br />

estuviesen dispuestos a emigrar de Buenos Aires hacia distintos puntos del país en<br />

procura de su primera experiencia laboral, asegurándose de un sueldo, el inicio de<br />

aportes y el pronto ingreso al escalafón.<br />

No hubo mucho que oírle decir a Iñiguez. Había que aprovechar todas las<br />

oportunidades.<br />

Al mes y medio partió hacia Comodoro Rivadavia.<br />

Del socio que nunca fue volvió a saber luego de dos o tres años por medio de<br />

una tarjeta de salutación, dirigida a una ex compañera que tuvieron en común. En la<br />

tarjeta precisaba poco y nada sobre su labor como secretario del juez, pero hablaba<br />

maravillas de las playas de Rada Tilly.<br />

11


LAS PALABRAS DE LAURA se derraman entre las fibras de aire húmedo y<br />

caluroso que se cuela por el quicio de la ventana. Esa ventana tiene las hojas<br />

selladas, algún antiguo habitante debió hastiarse de su golpeteo debido a los<br />

remolinos del patio interior, pero entre los puntos de soldadura se permite el silbido<br />

taladrante que es parte de ese lugar casi como el aroma mediterráneo del sahumerio.<br />

Cúneo despierta por momentos, habiéndose perdido el cambio de tema, para<br />

oír frases discontinuas. Ella debe entender que él no la escucha, pero posiblemente<br />

no le interese. Cuando requiera de su opinión va a saber hacerse oír, por ahora lo<br />

importante es largar la cantinela para comenzar a capturar los nuevos momentos con<br />

el espacio vacío.<br />

Ese ejercicio de conversación banal junto a Laura siempre deja prontamente<br />

agobiado a Cúneo pues ambas estructuras de intercambio de palabras no concilian<br />

entre sí y lo que resta es lanzarse a discutir por el modo en que se dice lo que se dice<br />

dejando a un lado la sustancia del diálogo.<br />

Por ejemplo, si Laura asegura haber esperado en la puerta del jardín por una<br />

hora hasta que llegó Pepe y Cúneo, por cualquier casualidad, no escuchó bien el<br />

final de la frase y pregunta “¿Hasta que llegó quién?”, Laura responde “Te digo que<br />

estuve esperando en la puerta del jardín…”, repitiendo la oración completa cuando<br />

lo único que necesitaba Cúneo era que ella dijera, esta vez con claridad, la palabra<br />

“Pepe”.<br />

Esa extensión de la charla por repetición innecesaria de información, lo<br />

molestaba a tal punto que no podía evitar iniciar un reproche sin fin, echando a un<br />

olvido sin retorno la anécdota que en principio compartían.<br />

– No me repitas todo, solamente respondé a mi pregunta.<br />

– Ay bueno, qué neurótico. Te decía que estuve esperando en el jardín por una<br />

hora…<br />

Otro de los problemas con Laura es que parece considerar que todos los<br />

personajes que desfilan por su vida lo hacen, simultáneamente, por la vida de los<br />

demás o, cuando menos, por la de Cúneo. Entonces dice “Porque Julieta, con el<br />

problema que tiene, no puede hacerse cargo”.<br />

Cúneo espera que ella se aparte de su relato para tomarse la labor de aclarar<br />

cuál es el problema que tiene Julieta, ya que a esa altura guardar la esperanza de que<br />

explique quién cuernos es la tal Julieta, es como pretender asirse de una nube. Y<br />

Laura prosigue tejiendo sin pudor una hilera de Julietas, Marcos, Pepes, confiando<br />

en su celebridad universal.<br />

Cúneo optó por reprochárselo en un principio, pero Laura, para explicitar<br />

quién era tal desconocido, siempre utilizaba como referencia a otro completo<br />

extraño.<br />

12


Aquella manera de responder hacía a Cúneo recordar cuando Norma, su tía<br />

médica, definía con términos imposibles el origen de un dolor de panza: una<br />

pregunta inocente se multiplicaba en nuevos interrogantes tan complejos, que el<br />

inicial quedaba reducido a qué masa amasa la osa, pues sabido es que todos tienen el<br />

hábito de leer, antes de ir a dormir, un capítulo del Tratado de Clínica Médica.<br />

Por último, quizás el más grave problema en el diálogo con Laura, era la<br />

increíble dispersión de energía dispuesta por ella al servicio de una frenética e<br />

indescifrable asociación de ideas. Aquella mañana mencionó que a un alumno suyo,<br />

a quien por largo tiempo habían considerado un poco retraído, terminaron por<br />

declararlo autista y seguidamente preguntó a Cúneo si creía él que bajo el Cerro<br />

Uritorco existía una ciudad subterránea fundada por extraterrestres.<br />

Inútil era intentar la conexión entre el autismo y los alienígenas, entre aquel<br />

alumno desgraciado y el Cerro Uritorco, a menos que se buscaran fundamentos<br />

cósmicos a la enfermedad del chico, pero no se trataba de ello: Laura simplemente<br />

había cambiado de tema.<br />

– ¿Vas a ir a lo de Claudio?<br />

Cúneo no responde. Arquea los labios hacia abajo y las cejas hacia arriba,<br />

sacude desde la arista el diario y prosigue con su introspección. Está pensando en<br />

Saavedra.<br />

No falta nada para que Laura decida abandonar el intento de un despertar más<br />

solidario. Pronto se hallará con la panza en la bacha limpiando la cucharita que<br />

acaba de pegotear y desmanchando y cercenando las verduras.<br />

Cúneo echa un ojo distraído y breve a las páginas olorosas, siquiera estuviese<br />

deteniéndose en las efemérides o en la contratapa. Realmente no lo está y se<br />

pregunta seguidamente si sería demasiado perverso levantarse en ese momento para<br />

dirigirse hacia el teléfono. Como si alguien lo viera, alguien incluso más allá de<br />

Laura, cuyo tararear llega desde los escasos centímetros que lo separan a él de la<br />

cocina y del chorro de agua. Con el paso de cada página pretende ganar, o perder, el<br />

tiempo suficiente para decidir si llamar a Saavedra acabará por favorecerle o<br />

perjudicarle. Es jueves y es feriado. ¿Por qué Laura no le habrá dicho ayer mismo<br />

que Saavedra había llamado? Eso le hubiese evitado la disyuntiva. Sabe que si<br />

permite el paso del tiempo, así fueran horas, la intempestuosidad de las<br />

oportunidades, que se presentan todas juntas o no se insinúan siquiera, lo colocará<br />

en un enredo insoportable ya que la primera instancia de Ballesteros está en camino<br />

y pronto no podrá dar marcha atrás. Culmina con la ansiedad y se dirige al teléfono.<br />

Marca los ocho números que la guía le informa y del otro lado un contestador que<br />

produce no tanto desahogo como impotencia, da término a la agonía.<br />

Corta, se dispara y dice “Voy a hacer el fuego”, como si alguien le hubiese<br />

preguntado. Primero la puerta y luego el golpe de sus zapatos que se ahoga tras los<br />

escalones hacia la terraza.<br />

13


LAS VERDURAS REBALSAN LA BACHA, no son muchas pero cada espacio en<br />

ese departamento parece diseñado para pigmeos que ni cocinan, ni comen ni se<br />

mueven demasiado.<br />

La piedra de la mesada no alcanza al metro de largo. Sus fronteras son una<br />

kitchenette y la delgada mampostería que la separa de la sala comedor. Apelmazada<br />

contra ella, cada vez que abre o cierra la canilla, ralla una zanahoria o transforma en<br />

dados un tomate, Laura lanza el estruendo de su codo al estrellarse, acompañado<br />

por el bajo compás de un insulto siempre distinto.<br />

A pesar de ello, adora ese lugar con manchas de humedad, cerámicos flojos y lo<br />

hace en la misma dimensión con que Cúneo lo aborrece.<br />

Laura murmura una canción, pero esa canción nada tiene que ver con aquella<br />

que escupe la membrana rajada del parlante. Dueña de una asombrosa facilidad<br />

para ausentarse y hacerse de sus propios silencios, Laura construye fragmentos<br />

aislados de una canción de Romiestet cuya letra le es apenas conocida, cuestión que<br />

no le imprime pudor a su palabra. Por el contrario, se anima a incluir en su<br />

canturreo lo que oyó decir a la artista al presentarse en el escenario: “¡Cómo están!”.<br />

Luego se responde a sí misma, adoptando tono de multitud: “¡Bien!”. Imita la voz de<br />

la cantante para volver a preguntar: “¿Realmente todos están bien?… ¿cada una de<br />

las personas en la sala?”. Laura deja el cuchillo en la mesada para moldear su rostro<br />

en una mueca de sorpresa y representar la parte que más le gusta: “Eso es bastante<br />

asombroso”. Y abre grande sus ojos miel. Se produce una pausa partida en dos por<br />

el cuchillazo a un pepino. Luego Laura dice: “Esta canción se llama Cobarde” y<br />

empieza a cantar.<br />

En cualquier momento Cúneo bajará e interrumpirá la evocación del recital o<br />

cualquiera sea la escena que ella esté inventando, pero para Laura estará bien. Hay<br />

que anclarse de vez en cuando, aún la poca atención que presta él a sus fantasías o a<br />

sus frivolidades a Laura le produce tranquilidad y espera con paciencia alguna<br />

afirmación de esas que le son tan propias y que se balancean entre lo<br />

inevitablemente mundano y lo potencialmente poético.<br />

Tal vez Laura haya creído ver algo de esa destreza cuando conoció a Cúneo,<br />

recién divorciado, pateando una botella de plástico por Parque Chacabuco.<br />

Era un fin de semana gris, de llovizna. Laura lo había divisado a la distancia,<br />

suponiendo se trataba de un yuppie que acababa de perder unos dólares en una<br />

transacción errónea. Venía con su corbata azul floja, su saco abierto y la camisa<br />

blanca pesada de sudor. Su cabello corto y mojado brillaba a medida que avanzaba<br />

por la vereda. No es que a ella le gustara él a la distancia, se preguntaba por qué<br />

cuernos no se quitaría el saco si estaba así de sofocado.<br />

La vereda lindante con la avenida era una nutrida comunión de puestos de<br />

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artesanos de cuyos techos de lona pendían collares de plata 900, pulseras de hilo,<br />

tobilleras de alambre enlazadas a cuentas de piedra, sombreros de cuero, títeres de<br />

goma espuma; también estaban instalados allí comerciantes de imitaciones baratas<br />

exhibiendo camisetas de fútbol, pósteres de estrellas de la cumbia y grabaciones<br />

contrabandeadas de los últimos lanzamientos musicales e incluso copias bajadas de<br />

Internet de largometrajes aún sin estrenar en las salas de Buenos Aires.<br />

Aquél yuppie se perdió entre la gente pero un momento después colocó su<br />

flaca figura frente a Laura, que estaba enseñando unas agendas de tapa de madera a<br />

una señora gorda y acalorada que batía un abanico a la vez que echaba una mirada<br />

de menosprecio hacia el encuadernado. La gorda se retiró sin siquiera saludar,<br />

Cúneo notó la escena y mirando por primera vez en su vida los ojos color miel de<br />

esa mujer de sueños preciosos interrogó:<br />

– ¿Cómo soportás mostrarle algo a quien sabés que no le interesa en lo más<br />

mínimo?<br />

Laura sintió regocijo. Le gustaba que la gente se presentara evitando el “hola”<br />

tradicional.<br />

– En general guardo la esperanza de que estén interesados. Y aún cuando sé<br />

que no, no me queda otra alternativa que la amabilidad.<br />

– Sí que te queda. Pero con la gorda sabías.<br />

Ella elaboró uno de esos gestos que sólo las mujeres consiguen hacer y que<br />

Cúneo cita para sí cuando quiere explicarse por qué le gustan tanto.<br />

La fabricante de agendas arrugó levemente la nariz, hacia arriba, y torciendo la<br />

mitad de su boca asintió. Cúneo se quedó sin palabras. Luego quiso irse de pronto,<br />

quiso dejarla hablando sola. Aquella visión del paisaje gris, bombitas cansinas y olor<br />

a hierbas le recordaba demasiado a una escena que había tenido oportunidad de<br />

presenciar y que incluía a una mujer sentada sobre un muelle raído a cuyos pies<br />

transitaban las aguas de un lago tan transparente como helado. La visión que<br />

recordaba lo incluía también a él pero la del muelle era la mujer de la que se acababa<br />

de divorciar. Y no era esa una asociación propicia para avanzar en el diálogo con la<br />

vendedora de agendas.<br />

Así había decidido dejar en sus pequeñas manos blancas los billetes necesarios<br />

y acto seguido retirarse con el paquete prolijamente envuelto y perfumado. Sin<br />

embargo, tras propinar aquel “chau” amargo, no pudo resistir la mirada<br />

decepcionada de la vendedora de agendas, que arrugó la frente en acto inequívoco<br />

de enviarlo a la mierda silenciosamente.<br />

Cúneo dio media vuelta y regresó. Le dijo algo. Laura nunca supo si le había<br />

gustado lo que él había dicho, aunque sintió el compromiso de premiar su esfuerzo.<br />

Aquella agenda regresó momentáneamente a sus manos. Con la ayuda de un<br />

bolígrafo verde, Laura inauguró su página, la “L”, con un número de ocho dígitos<br />

distintos.<br />

15


ELLA ESPERÓ, reprochándose justamente por eso. Se escondía en un rincón<br />

para aguardar que otro en la casa atendiera el teléfono e hiciera correr su nombre<br />

por los pasillos. Tomó la decisión de no responder y cuando volvía del jardín de<br />

infantes contenía su ansiedad por preguntar, pero nadie rompía el silencio. Temía<br />

que su abuela hubiese atendido y confundido al extraño, o que a su hermano le<br />

hubiese tomado por sorpresa un ataque de celos y hubiese negado por completo la<br />

presencia de cualquier Laura en esa casa.<br />

Pronto se halló tan inundada de informes para completar y carpetas para<br />

encuadernar, que virtualmente olvidó al yuppie de Parque Chacabuco. Además, su<br />

madre cayó en cama debido a un súbito arrebato de fiebre, traducida luego en<br />

accesos de una tos seca que rebotó en las paredes de la habitación por el término de<br />

una semana. Laura debió añadir a sus tareas el lavado de ropa, la comida y el<br />

cuidado de la nona, que ni siquiera la reconocía y dejaba inundado de orines las<br />

sillas y los pisos. Su padre desaparecía en la madrugada para iniciar el recorrido con<br />

un taxi que cambiaba por otro en las primeras horas de la tarde, y regresar a casa<br />

hecho un trapo para cenar y acostarse.<br />

Su hermano, menor que ella, también desaparecía aunque sin dar explicaciones<br />

ni aportar una línea al relato familiar. A veces, por largos períodos, el único indicio<br />

que permitía saber que aún vivía, eran los aullidos de guitarra con los que desde su<br />

pieza torturaba a toda la planta. Poco afectaba a nadie el estruendo de la guitarra,<br />

pues la nona lo oiría como un lejano acontecimiento, la madre, internada en su<br />

habitación, se involucraba en las telenovelas con ayuda de auriculares y a Laura no<br />

le hacían falta más que los garabatos de sus alumnos o los murmullos de una<br />

canción para asilarse en terrenos donde la guitarra eléctrica no se podía colar.<br />

Hacía de una hoja seca un calidoscopio, de un azulejo partido una cajita<br />

musical, habilidades que si bien tenían que ver con la instrucción recibida en la<br />

escuela de plástica, respondían sobre todo a su fraternidad con la belleza. Había sido<br />

siempre una alumna regular. Concluida su escuela secundaria ingresó al<br />

Profesorado. Por empeño accedió rápidamente a un lugar en un modesto jardín de<br />

infantes perteneciente al gobierno de la ciudad al que le faltaba todo menos<br />

alumnos. Allí su objetivo y el de sus colegas se alternaba entre enseñanza y<br />

supervivencia. Reiteradamente debía hacerse cargo de tareas que no había<br />

aprendido en el Profesorado, sino en la cotidiana observación hacia su madre.<br />

Preparaba leche chocolatada y racionaba bollos de pan. Aún así se imponía el deber<br />

de descubrirles a los pequeños el gozo escondido en hundir los dedos en témpera,<br />

hacerse sombreros de papel crepe y construir marionetas de cartón.<br />

Una práctica del pasado que le sobrevivía, eran las artesanía. Continuaba<br />

dedicando algunas horas de ocio a coser agendas de tapa de madera o muñecas de<br />

16


trapo, soldar marcos de vitral o lámparas chinas. Eso le permitía la excusa para no<br />

abandonar aquella exquisita comunidad de personajes desarraigados, desprendidos,<br />

que son los artesanos. Su amiga, o “socia” como alguna vez se habían llamado, lo<br />

había dejado atrás, junto con su cabellera larga enrulada y los vestidos de tela suelta.<br />

Junto a ella, Laura cumplió el ritual del joven urbano argentino: la travesía por el sur<br />

del país, la dormilona en una plaza neuquina, la interminable hilera de pasos<br />

cargando la noble mochila y recogiendo margaritas a la vera de la ruta, oyendo el<br />

tintinear de los cacharros y sintiendo el viento en cada poro.<br />

Laura había vivido un primer y único gran amor. Había sido un amor<br />

adolescente demasiado prolongado, de aquellos en los que se aprende y al mismo<br />

tiempo se aplica lo que acaba de aprenderse. Esa falta de distancia postergó en Laura<br />

la inclusión de algunas condiciones en su lista de no negociables. Había sido un<br />

folclorista barbudo y melancólico, dedicado a las cuerdas aún en los sueños, había<br />

sabido cantar y bien. Las zambas le salían con franca hondura y el timbre de su<br />

armónica destapaba lagrimales. Con todo eso, Laura pudo afirmar un día que lo<br />

amaba. Cotidianamente asistía al té con sus amigas donde igual caían las cucharadas<br />

de azúcar como las historias de dobles vidas de sus novios, amantes o esposos, o de<br />

ellas mismas. Un llanto o una risa desgarbada eran el colofón de cada anécdota,<br />

según fueran vencedoras o vencidas. Laura volcaba su opinión como aquél que se<br />

anima a señalar una contradicción moral en un corrillo entre abogados, sin saber<br />

nada de leyes. Pues ella no sabía nada de infidelidades, las había derrotado. Los<br />

medios masivos de comunicación, la cultura posmodernista, le habían afectado<br />

haciéndole creer que todo el mundo ingresaba, por inercia o una nueva naturaleza,<br />

al mundo del engaño.<br />

El folclorista aquél cobraba su trabajo de tiempo completo con un reclamo que<br />

en principio parecía justo: si esa piel le requería, pues que le perteneciera. Entonces<br />

la piel de Laura fue otra cosa suya, como la guitarra. Y como la guitarra, en noches<br />

de frenesí de una extraña motivación lírica, la piel se llenó de huellas, de dígitos<br />

aplastados, de caricias brutales que despertaban notas anteriores a la aparición de<br />

las cuerdas. El cuerpo de Laura cantó entre gemidos atrapados en labios que se<br />

mordían y la habitación se pobló de colores, sobre todo del rojo que manaba de un<br />

cielo cercano. Durante esas puestas en escena el aire olía amargo, los sentidos se<br />

confundían, el gusto pasaba a ser olfato, se producían alquimias de elementos, el<br />

oxígeno que ingresaba por la nariz, sucio y salado, manaba por la boca como un<br />

aceite carmesí. La sangre parecía pertenecer a otra persona y no a ella, que vendía<br />

agendas y miraba películas de terror tapándose la cara con la mano entreabierta.<br />

Cada vez se veía menos tras los pómulos hinchados y cada vez podía<br />

recordarse menos dónde se había estado. Ese desfasaje de realidades la llevó a<br />

pensar que estaban sucediéndole demasiadas pesadillas, que debía dejar de dormir<br />

mirando hacia arriba.<br />

Un íntimo encuentro con la claridad le hizo preguntarse. Supo Laura entonces<br />

que a pesar de los recibidos, quien tenía reservado el último golpe era ella. Fue el de<br />

la puerta al cerrarse un día que el guitarrista se atrevió a buscarla. Él insistió dos,<br />

diez veces. A Laura le creció una nueva piel, blanca, pálida, un poco laxa pero<br />

vestida de una cualidad olvidada: era suya, solamente suya.<br />

Nada volvió a saber del guitarrista, salvo que estaba lleno de hijos y que había<br />

decidido envejecer rápido. Laura saboreó el no pertenecerle a nadie, una primera<br />

17


juventud tardía, como si toda su vida hubiese aceptado que sabía poco pero allí<br />

darse cuenta cuán poco.<br />

Había aprendido a vivir sin nadie, sólo con sus niños del jardín o sus agendas<br />

cosidas a mano, sin embargo, durante una semana entera, esperó a diario el llamado<br />

del yuppie, del desconocido de la feria, del hombre de la Bolsa, el de saco arrugado<br />

y camisa pesada de sudor.<br />

Una tarde luminosa y celeste, Laura punteaba con estaño el borde de un trozo<br />

de vidrio. De a ratos sacudía la cabeza para librarse del humo venenoso. Creyó<br />

percibir una presencia detenida a un lado de su escaparate pero estaba distraída, no<br />

sólo por el vitral sino por los impactos continuos dados al tamboril de una murga<br />

que ocupaba el centro de la plaza. Con las manos soldaba y con el pie acompañaba<br />

los acentos. Cuando soplaba para enfriar el hilo plateado erguía un poco el mentón y<br />

volvía a creer que alguien estaba parado allí. Podía ser cualquier visitante a su<br />

tienda, de esos que escudriñan los objetos por horas para luego simplemente<br />

retirarse. No le miró el rostro para no ahuyentarlo.<br />

Debió quemarse con la punta del soldador para que en la queja sus ojos se<br />

alzaran lo suficiente. Allí encontró, apenas sonriente, vestido de pantalón deportivo<br />

y remera de mangas cortas e inscripciones en inglés, al flaco que le mintiera la otra<br />

vez en ese mismo lugar. Laura se delató al mirarlo, ya no podía fingir que no lo<br />

reconocía. Eso alivió al joven, que no mencionó nada, lo que sumado a la ausencia de<br />

palabra promovida también por ella, permitió un silencio inverosímil en esa plaza<br />

estrellada de redoblantes y bocinazos.<br />

– Sé que no esperaste que te llamara, igual te pido perdón.<br />

Laura entornó los ojos y se tomó un recreo para disimular, durante el cual se<br />

preguntó si no estaba haciendo demasiado esfuerzo al pedo. Luego abrió la boca y<br />

lanzó una vocal estirada para modificar violentamente su gesto y hacerlo compasivo.<br />

– Aahh... pero no te preocupes.<br />

– Ya sé, yo me lo pierdo.<br />

Ella le hizo creer que le había causado gracia y se sonrió.<br />

Él construyó una oración complicada sobre no hacer dos promesas iguales sin<br />

cumplir la primera y preguntó a qué hora desarmaba el puesto. Laura inclinó la<br />

cabeza y lo miró a los ojos brevemente, luego miró una de sus lámparas.<br />

– El de acá al lado me dijo que levanta a las ocho – informó él,<br />

desconcertándola. A esa hora voy a pasar a preguntar si te quedan agendas. Hace<br />

unas semanas compré una y me la robaron junto con todo el maletín.<br />

Ella no respondió y él la dejó reprochándose por aliviarse con tan estúpida<br />

mentira.<br />

18


CÚNEO ATRAVESABA un reciente divorcio. Vivía en un diminuto<br />

departamento alquilado en el gris barrio de San Cristóbal. Había tenido que<br />

abandonar reducido a paquetes una casa que era suya y que había comprado con su<br />

propio dinero mucho antes de contraer matrimonio. Había comprado aquella casa en<br />

el coqueto barrio de Caballito apilando moneda tras moneda gracias a las horas que,<br />

paralelamente a su carrera, había dedicado a un mostrador de heladería primero y a<br />

una agencia de seguros después, sumado a alguna muy pequeña herencia.<br />

Por su hija Martina y sólo porque aquella casa de Caballito era su hogar y<br />

aquélla su piecita, resignó esas paredes que constituían su primer sueño hecho cosa,<br />

accediendo a irse sin pleito motivado por una naturaleza que entendía poco pero<br />

que le hacía sospechar que una hija debía quedarse con su madre. El descascarado<br />

departamento de San Cristóbal fue el búnker más digno al que pudo acceder. Su<br />

sueldo no era del todo malo, mientras no se dedujesen la hernia que cultivaba a la<br />

altura de las tres primeras cervicales, los dedos manchados de por vida con la tinta<br />

de los sellos, los pulmones fruncidos por cigarrillos propios y ajenos, y la sordera<br />

nacida del persistente clamor de las máquinas de escribir y de las campanillas de los<br />

teléfonos.<br />

Cúneo había ingresado a los juzgados capitalinos poco después de finalizar los<br />

estudios e iniciado prematuramente la acumulación de años de aporte, lo cual se<br />

traducía en retrasados pero seguros ascensos de escalafón. Sin embargo seguía<br />

siendo un secretario hundido en un escritorio, golpeteando teclas despintadas<br />

cuando no corría desde mesa de entrada a las oficinas externas de los tribunales,<br />

disputándole las hojas al viento o quitando alguna de un charco en medio de<br />

puteadas.<br />

Cúneo conservaba el subcutáneo temor de que el sueño del estudio propio, del<br />

bufete prestigioso, que ya asomaba cada vez más raramente, empezara a<br />

aparecérsele como un asunto de antaño, como una vieja gracia de facultad, como una<br />

prístina imagen de la adolescencia capturada de los televisores que repetían sin<br />

hartazgo los modelos Petroccelli de progreso trascendental. Sabía que renunciar a<br />

ese sueño era una instancia de las que confunden madurez con vejez, pero al mismo<br />

tiempo creía entender que aferrarse a él importaba pura ingenuidad.<br />

Aquel jueves feriado en el que Cúneo seguía sin entender a quién se<br />

homenajeaba, Laura se había puesto a desarmar prolijamente unas flores que había<br />

dejado secar dentro de un libro. Cuando él hizo el ademán de consultar sobre la<br />

tarea, ella respondió con un breve aunque contundente gesto de intriga. Se rindió<br />

con facilidad, aunque escudriñara cada material desplegado sobre la mesa no podría<br />

entender lo que Laura estaba fabricando. Entre hojas de colores y pomos de acrílicos<br />

faltaba el elemento principal que Laura mantenía en el anonimato.<br />

19


El sol se había ubicado a la altura de los rascacielos, el calor apretaba y el día<br />

paseaba su etapa de mayor soñolencia. Hacía rato que habían terminado de almorzar<br />

la carne que Cúneo había asado en la terraza. Él se sentó en el sillón de tapizado roto<br />

y colocó la pava sobre el piso, cerca de las caderas apoltronadas de la maestra.<br />

Extendió un mate humeante a la mujer que, en cuclillas sobre el tapete regateado en<br />

Jesenice, mordía con su tijera de niño un papel brillante. Liberando una mano, Laura<br />

recibió el mate y condujo con lentitud la bombilla a su boca. Succionó sin hacer<br />

ruido. Mientras bebía su café, Cúneo la miró de espaldas. Llevaba el cabello recogido<br />

en una cola. Era linda. Y adolescente. Pero él no quería estar cuando le rasgaran la<br />

piel los años, convirtiéndola en un espécimen de progeria. Nada más aberrante que<br />

una anciana con rostro de niña.<br />

Cúneo pidió una galleta, Laura le acercó una fuente labrada, de orificio oval y<br />

estrecho y por completo inadecuada para tal menester. Ella aprovechaba cualquier<br />

ocasión para dar uso a esa fuente, tan bonita, tan interesada por su creador. Cúneo<br />

apenas recordaba dónde la había conseguido. Tenía los bordes poco pulidos y<br />

peligrosamente cortantes. Quizás la había adquirido en un paseo por la Plaza del<br />

Viento o en la feria del puerto de Llanes, aunque no parecía un objeto ofrecido por<br />

pescadores. Cuando extrajo una galleta y volvió a observar los pliegues de la lata, no<br />

dudó que se trataba de una imitación al estilo de los objetos del tesoro de Guarrazar.<br />

Desde un principio y en modo reflejo había asociado esa salsera, que Laura se<br />

empeñaba en transformar en galletero, con España, pero bien podía pertenecer a<br />

cualquier otro lugar del viejo mundo. Cúneo mordió su dedo índice en un<br />

desesperado intento por recordar, y de miles de kilómetros cuadrados, centenares de<br />

durmientes de ferrocarril, infinitos pasos a la vera del camino, sólo podía extraer una<br />

decena de imágenes que siempre eran las mismas y que fallecían sin tener ningún<br />

tipo de relación con el objeto que aprisionaba en su mano. Luego se olvidó de la<br />

salsera y se empeñó en recordar cualquier cosa. Sólo una se le pegaba a la frente,<br />

como un eco terco. ruedan los golpes la piedra, las mueve el sujeto con la suela de<br />

sus zapatos, de un lado a otro, las piedras nunca sabrán a qué sitio pertenecen, el<br />

sujeto ha de hacerlo, tampoco. Tos que tos que suena igual en este aire que tos que<br />

suena igual que no es tos, acaso para eso venir hasta acá, que esto es igual que allá,<br />

que es igual de duro el asfalto que las piedras que mueve de un lugar a otro con las<br />

suelas del zapato sin saber a qué sitio pertenece. Tos respira igual que tanto que<br />

hasta acá, cabeza baja cabeza arriba, la tierra se mueve, una línea que baja y arriba,<br />

que tos que clan clan que sudor que suda lo mismo que agua de mismo sabor, que<br />

vale, ¿qué dijo? desaparece con su clan clan con su yunta de borricos con su palo<br />

dándole en los costillares, que clan clan un rubio colorado ofrece cigarrillo y ahora<br />

clan clan clan clan, lenguaje de la hojalata, no se le entiende una palabra, lenguaje<br />

del humo El remo golpeando en el agua del canal, el silbido del gondolero, los<br />

címbalos atados a los puentes, el golpeteo de los cascos cuando el agua violentaba la<br />

comuna de góndolas contra las orillas, el acento ancestral de los Dux. Cúneo sacude<br />

la cabeza como sin con ello pasara a una nueva hoja, pero lo que viene es una ráfaga<br />

con las cruces sobre los ábacos, aguja de estaño fresco arde lo que hiela, azul<br />

caballero del norte que no termina en punta, falacia de mapa, fiordo que no penetra,<br />

que no hiere que no sangra, mar que tos igual rompe, rocas perjuran perlas las<br />

columnas de Ca' d'Oro, la luz de los faroles repetida en la superficie del Adriático,<br />

los chillidos lejanos de las destilerías.<br />

20


AL MORIR SU ABUELO, la resumida cuenta de sus bienes se distribuyó sin<br />

pleitos. La casa para su madre, el local de la ferretería para su hermano y un<br />

engrasado y sobrio motor de Rastrojero para él, que no dudó y a la primera lo<br />

intercambió por dinero, dedicando unos pesos al ahorro y otros a un pasaje de ida a<br />

Europa. Tenía veintiún años.<br />

El avión lo dejó en Madrid y de allí partió con su vida de inmigrante ilegal o<br />

mendigo a deshacer distancias. Se detuvo lo justo y necesario en cada sitio para<br />

agotar lo más significativo o recuperar dinero en oficios de lavacopas o barrendero<br />

de feria. Quería abrazar todo el continente, sueño que dio impulso a sus pies pero<br />

que se tornó agotador cuando se halló en condiciones de transformar la escala de las<br />

enciclopedias en dimensiones reales y concretas de cinta asfáltica y laderas de<br />

colinas.<br />

Trocó el Templo de Debod, viajero como él, por los techos de tiza de Lyon. No<br />

logró, pese a sus ruegos, que marinos lo incluyeran en las tripulaciones hacia la Gran<br />

Bretaña. Con cierto desaire abandonó Bélgica para recalar en Bonn. Acampó en las<br />

plazas de las ciudades mediterráneas mientras silenciosamente, al ritmo de las<br />

vasijas en las que cocinaba y calentaba sus tés y que pendían de su mochila, iba<br />

ganando el norte, alternando en peonías. Ató una bandera enhiesta en la cúspide del<br />

continente cuando arribó, tras meses de marcha, a la ciudad de Gamvik y heló sus<br />

pulgares a la salida de Tanaf. Del fiordo, y luego de la península, cortó hacia el sur,<br />

procurando no visitar las mismas plazas, hasta el próximo destino circundado con<br />

fibra en su arrugado mapa. Se enamoró perdidamente de Sofía, aunque no podía<br />

recordar absolutamente nada de ella, luego le fue infiel con las costas de Grecia para<br />

saltar a la bota italiana y conocer la indeleble, insoportable, empecinada.<br />

Quiso encontrar el aire Scorsese en los empedrados de Palermo y Mesina pero<br />

apenas descubrió que todo se reducía a sugestión cinematográfica nadó a Malta.<br />

Hacia el otro lado, Ankara le sonreía con la boca torcida recriminándole, lo mismo<br />

que la mítica Estambul, haber sido resignada a algún viaje posterior.<br />

Cientos de edificios, casas bajas, arboledas, callejuelas lo habían visto pasar. Su<br />

diario de viajero desbordaba de renglones limpios. Solamente tres fechas con<br />

entusiastas descripciones en las primeras cinco páginas, después breves síntesis con<br />

nombres de ciudades junto a un par de selectos adjetivos. La travesía, concebida en<br />

un inicio para sentir el olor verdadero de la libertad, ese gusto exquisito por el<br />

desarraigo voluntario, aunque también un poco para el tamizado espiritual,<br />

encendió luz, a medida que sus pies se ampollaban, sobre algunos de sus rincones<br />

desconocidos. Caminó, aprehendió imágenes, triunfó sobre la jaqueca ante las<br />

lenguas, compartió yerba con rostros singulares y anónimos, descubrió sones<br />

anárquicos, voces partidas, llantos melódicos que en un principio le irritaron pero<br />

21


que luego adoptó.<br />

A la cabecera del puente de Turkuusaaren, bajo un viento que traspasaba de<br />

lado a lado la cabeza, una tal Annick o Amirt había reparado su sonriente calzado<br />

cosiéndole, según ella al viejo modo laponés, unas tiras de cuero fino y duro,<br />

convirtiendo sus botas de primera marca en chanclos de sobreviviente. Sumado al<br />

tejido de algodón multicolor, arrebatado en Odense, que rodeaba su cuello a modo<br />

de pasamontañas, el trozo amorfo de lignito tomado a la vera de una ruta polaca y<br />

que unido a una trenza de hilo había adoptado como diadema, completaba el<br />

uniforme que, aunque visto con desprecio en algunas capitales, le daba jerarquía de<br />

igual entre los caminantes.<br />

Algo, sin embargo, lo alejaba definitivamente de esos rostros transitorios. Aún<br />

cuando los encontrara en cada plaza y lo invitaran con el rasgueo perturbador de<br />

una armónica babeada, intercambiaran mendrugos o historias en señas, aquellos<br />

sujetos le resultaban de un romanticismo sobre todo inalcanzable y se sabía un actor<br />

inmiscuido en una representación impropia, un espía en asuntos de otros, un<br />

impostor. Claro que todos podían serlo, y a medida que abrazó el continente la<br />

pregunta que latía en el lecho de su estómago era precisamente esa: por qué entre<br />

todos esos personajes aparentemente iguales, él se sabía distinto. Preguntarse era la<br />

primera y responderse sería la mayúscula revelación. Y es que existía un elemento<br />

en la misma naturaleza de la aventura que pese al esfuerzo no pudo extirpar de su<br />

propio viaje: la idea del fin. Pues ese viaje terminaría algún día, Cúneo lo había<br />

sabido desde el mismo momento en que partió, desde el check in en Ezeiza, desde la<br />

puerta 2, desde la manga fuelle hacia el Boeing 747, desde la invitación de los<br />

altoparlantes. Poseer la idea de que el viaje terminaría era la que lo hacía por<br />

completo distinto, no sólo al resto de los caminantes sino también a una parte de sí<br />

mismo, esa que, a su pesar, era la más pequeña de sus partes.<br />

La regla primera del aventurero indica que no hay destino, que fechas y rutas<br />

no son propiedades del viaje genuino. Y Cúneo no sólo había conocido desde<br />

siempre la fecha de su regreso, meses más, años menos, sino que siempre había<br />

sabido cuál sería el lugar que lo recibiría cansado. Si se hurgaba un poco, no creía<br />

sentir especial nostalgia por su barrio, su madre o los nombres de las calles; los<br />

colores de la bandera no le despertaban sino un ocasional entusiasmo deportivo y, si<br />

acaso fuera ello, la diversidad étnica había logrado desanclarlo a las comodidades de<br />

su lengua natal. No había nada, en apariencia, que debiera fijarle un horizonte en<br />

cualquier parte. O sí, quizás sí. Por eso el diario terminó vacío y apelmazado en un<br />

tacho de basura en Riga; las anotaciones no habían resultado ser de un explorador<br />

sino de un turista mugriento y pequeño burgués retraído.<br />

Durante el camino de regreso elaboró un rodeo por Grenoble haciéndose creer<br />

de un repentino interés por conocer Turín. Se resistió a pasar por Mónaco y acariciar<br />

con los ojos aquel lujo y caro ocio que le sería negado de por vida. En las orillas de<br />

Lisboa dejó correr su cansancio, ese que había remojado ya en otras aguas, las del<br />

Danubio y el Tisza, las del Sena y el Vistula. La aventura europea había concluido.<br />

Algún día regresaría, pero con mujer e hijos, y se detendría en las vidrieras de las<br />

tiendas mirando de reojo los bancos en los que grabó su nombre, sobre los que<br />

desgarró un sándwich e intercambió gestos con otros mochileros.<br />

Regresó a Argentina de polizón en un avión postal prometiendo al piloto media<br />

docena de cajones de cerveza, pago que se hizo largo y reclamado.<br />

22


Pocas fotos y pocos objetos había en su mochila, muchas ropas desvencijadas y<br />

papeles de migración hechos ovillos. También un sinnúmero de voces y anécdotas<br />

que como arena seca fueron escurriéndose. Las repitió hasta el hartazgo, confiando<br />

en aquello de que cuanto más se pronuncia más se recuerda. No había sido cierto.<br />

Parecía que las palabras podían gastarse. Las palabras, menos la insoportable,<br />

empecinada, Venecia.<br />

23


LO LLAMAN TOCÁNDOLE EL ANTEBRAZO. Laura devuelve el mate. Cúneo<br />

se ha quedado observando la comisura tallada de la salsera y de pronto, al hacerla<br />

girar, estalla el colapso que lo toma siempre por sorpresa. En el costado plateado<br />

aparece, distorsionado, su reflejo. El impulso lo quema, Cúneo arroja la salsera por<br />

los aires. La salsera cae sobre la mesa con gran estruendo en sus volteretas por el<br />

piso; Cúneo se aturde y se obliga a llevar sus manos a los oídos, el gesto arrugado<br />

por una estreñida contrición, se vuelve caricatura de sí mismo, como un bostezo bajo<br />

el agua, repican los tumbos de la hojalata en las paredes diagonales. El golpe<br />

anterior asesina la conciencia con más piedad que el siguiente, la salsera es un sólo e<br />

inacabable motor para infinitos estruendos que se repiten en la pared y comulgan en<br />

el centro, como si fuesen uno solo, intolerable. Laura echa la cabeza hacia atrás,<br />

aturdida, apenas horrorizada por su mohín de Cristo yacente, vuelve a codearlo.<br />

– El mate, Cúneo.<br />

Transpira. Afortunadamente Laura despliega el brazo hacia atrás, sin verlo.<br />

Recupera su latir, el sudor desaparece sin helarse. Recuerda que mastica una<br />

galletita y el único sonido en aquella pequeña habitación vuelve a ser el graznido del<br />

aparato de radio.<br />

Se duerme incómodo y rígido sobre el tapete, y vuelve a despertar para<br />

entender que el jueves agoniza. Oye a Laura concluir una frase.<br />

– El último pasa a las doce menos cuarto.<br />

Un taxi, masculla él, velozmente.<br />

– ¿Qué taxi, Cúneo? Es un dineral.<br />

– Después te acompaño, falta todavía.<br />

– No me voy a tomar el último, vos tenés que levantarte temprano y yo<br />

también.<br />

– Sí. Pero igual. Tomate el último.<br />

A esa hora de la noche el cristal de la ventana adquiere un tono esmeraldino,<br />

quizás por la difusión de los neones en el último transpirar de la ciudad. Cúneo<br />

recuerda bien ese lugar de la casa. Levantó los anteojos acomodándolos mejor sobre<br />

su nariz, el sudor los hacía resbalar, luego miró sobre un mueble los pocos papeles<br />

que había acumulado de una nueva y mellada disputa entre obrero y patrón, a la<br />

que se sumaba el matiz incorpóreo de un sindicato ofreciéndose al mejor postor.<br />

Laura hacía el recorrido de ida y vuelta entre el tacho de basura y la mesita. De<br />

un par de manotazos había guardado la artesanía inconclusa, el futuro obsequio, y<br />

arrojado los deshechos. Llevaba un jeans pescador falsamente sujetado con una faja<br />

tejida al estilo indígena. Sus ojotas golpeteaban el revestimiento plástico del piso.<br />

Al salir del departamento, Cúneo oyó que ella decía: “Nos vamos, no<br />

desordenen” y la puerta del departamento haciendo vibrar el piso y las paredes. Una<br />

24


sorpresiva brisa de verano les paseó en la nuca.<br />

– ¿Cómo podés, mi amor, en ese ambiente? – suspiró Laura formulándose una<br />

verdadera pregunta y poniéndose realmente triste. Con esa mano en la que lucía un<br />

anillo de plástico desmesurado, sin duda obsequio de un alumno, lo acariciaba<br />

despeinándole los cabellos erguidos. – Ahí viene – señaló de pronto. El ómnibus se<br />

detuvo cinco metros delante de ellos, tras un resoplido feroz.<br />

Lo besó apretadamente y buscó desesperada las monedas en su cartera. Cúneo,<br />

aplomado, ofreció las que había reservado previendo el apuro final.<br />

– ¿Vengo mañana?<br />

– Viene Martina.<br />

– ¡Ah!, cierto. – dijo ella simulando olvido, en sincronía con su pie en el estribo.<br />

Cuando iba a desaparecer entre la parva de pasajeros Cúneo alzó la voz. El reloj<br />

colgado del espejo interior del coche marcaba las once treinta y seis.<br />

– Vení el sábado a la tarde, así salimos los tres a la plaza.<br />

Laura dio media vuelta antes de sonreír; la máquina de boletos tragó su<br />

gratitud y echó a rodar.<br />

25


EL LUNES SURGE DE LAS CENIZAS de otra semana idéntica, idéntica a esta,<br />

que está fresca y reluce, pero que amontonará su propio puñado al cabo de siete<br />

días. Cúneo se halla demasiado amodorrado para entender que no se trata de un<br />

lunes en realidad y que sus conjeturas son inútiles, sino de un viernes sucesor de un<br />

feriado. Se para al borde de la puerta del baño, con las manos a los bolsillos. No<br />

amanece y no lo hará hasta dentro de unas horas, la luz del exterior todavía es<br />

aportada por las farolas automáticas. Vacío de bostezos, no ha sido difícil para<br />

Cúneo hallarse en el pasillo azul por el gas de las lámparas públicas, luz que<br />

también dibuja las cornisas de los objetos, de las molduras, anticipa el abismo de los<br />

entrepaños, algún cuadrado de sombra en la pared, el marco para una pintura por<br />

parirse con el ascenso del sol, un paño vacío y el olor de la madrugada, un aroma<br />

fresco como salido de otro tiempo. Ese olor en su nariz lo traslada a otro momento<br />

de su vida, sin quitarlo de este. ¿Son dos lugares distintos o es el mismo lugar? ¿Y si<br />

ha estado allí toda su vida? ¿Y si nunca ha sido niño y ha vivido observando el baño<br />

con las luces apagadas, apoyado en el borde de la puerta, sin animarse a entrar; si<br />

toda su vida ha sucedido girando alrededor del mismo y circular temor?.<br />

Se queda mirando la oscuridad del cuarto con la fragilidad de una intención<br />

que tarde o temprano se verá enfrentada al correr de las cosas, la de no accionar el<br />

interruptor y derramar la luz blanca por todo el espacio, como si la otra luz, la<br />

poderosa, la solar, nunca llegara a penetrar los cristales con la prepotencia del<br />

destino. Permanece parado como en la visualización del vagón final que se pierde o<br />

en la vía curva o en la capacidad del ojo como algo que no se sabe si termina o está<br />

por comenzar, y se pregunta si la gota estará allí en la soledad del living y por qué<br />

será que no puede entrar al baño. Tiene granos de algún polvo, tal vez arena, en las<br />

costuras de los bolsillos del pantalón pijama. Los descubre gracias a las yemas.<br />

Estuvo hurgando en alguna parte, en Internet, en algún libro, por coincidencias<br />

con su absurdo temor, pero hasta aquí nada convincente. Pérez Corte le respondió<br />

con un gesto desdeñoso: “me agarrás desprevenido Cúneo. ¿Por qué caso es, el de<br />

Barrales y Ruiz?”. Quizás Pérez Corte supiera algo, de todos modos no muy<br />

esclarecedor, pero igualmente jamás lo hubiera soltado. Sosa le sugirió un libro a su<br />

entender muy bueno, de un autor peruano desconocido y que a ella le había hecho<br />

reflexionar. No precisó sobre qué, pero Sosa era una mina bastante colgada,<br />

demasiado lisérgica como para que la sugerencia tuviese esperanza. Sin embargo,<br />

alcanzó a mencionar que un tal Benedetti había exigido a un torturador mirarse en<br />

un espejo y que la amante de un tal Bolzano se había atrevido a hablar de las<br />

26<br />

6


profundidades de un espejo como si fuese el mar. Lima fue terminante, “me tienen<br />

sin cuidado los espejos”. Barragán, en cambio, se molestó unos minutos en contarle<br />

que según una profesora suya de semiología, el espejo posee una semántica asociada<br />

a la soledad, a la ausencia de interlocutor, por lo tanto es dable afirmar que una<br />

persona que habla con el espejo no tiene a quien hablarle. Brizzio lo sorprendió<br />

sintetizándole un cuento conmovedor. Un hombre le hablaba, “sin hablar en<br />

realidad, con el pensamiento nomás pero sin mover la boca, ¿me entendés?” a su<br />

propio reflejo como si estuviese hablándole a ella, a su amor, que se encontraba lejos<br />

y a quien hacía mucho que no veía por motivos no esclarecidos en la narración.<br />

Entonces armaba su maleta y decidía romper con esa ausencia tan extendida.<br />

Cuando llega a su casa, golpea la puerta y ella, al abrirle y verlo, lo recibe con una<br />

expresión ambigua. Él sonríe y le dice algo así como “¿te gusta la sorpresa?” a lo que<br />

ella responde “ninguna sorpresa, sabía que venías”. “Sé que no debe romperse”,<br />

respondió Frutos, “porque resultan siete años de mala suerte. ¿Por qué siete? No<br />

tengo la menor idea.” Acto seguido se atragantó con su propio pensamiento en voz<br />

alta: aunque hace rato que la plata ha sido sustituida por el mercurio y, al cabo, este<br />

resulta menos costoso.<br />

De la red informática extrajo mucha palabrería, sin orden ni claridad. Le arrojó<br />

cientos de resultados inútiles, zonas lacustres, parajes montañosos, nombres de<br />

fantasía, comercios del ramo de los marcos y materiales reflectantes e incluso<br />

albergues transitorios de techos y paredes decorados con “excitantes y sugestivos<br />

espejos para una mayor satisfacción”. Y una canción de Michael Jackson, un cuento<br />

de Borges y dos poemas de Pizarnik.<br />

Supo, aún así, que ciertos indígenas del sur colombiano, con fama de hacedores<br />

de sortilegios, son capaces de construir superficies pulidas sobre las cuales no se<br />

refleja el sujeto que las enfrenta sino el alma de la persona que las obsequia. Fue<br />

sencillo descubrir cierta coincidencia con el relato de Brizzio, aunque ninguna con su<br />

propio baño.<br />

Por supuesto que llegó a la mitología y supo más de Medusa, Perseo y Hades.<br />

Quizás algo de ello pudiera aplicarse pero Cúneo no era afecto, precisamente, a las<br />

mitologías fantásticas, superpobladas de civilizaciones, reinos, lenguas y formas,<br />

exceso que acababa por producirle migraña. No pudo, sin embargo, evitar<br />

considerar que convertirse en roca por otear el propio reflejo era una metáfora<br />

sugerente.<br />

Pensó en preguntarle a Claudio pero automáticamente se censuró porque,<br />

aunque quizás su delirio le permitiera ofrecer de última mano alguna narración<br />

pintoresca, finalmente su relato estaría desde el principio condenado a ser un<br />

invento ahogado en la mente de un payaso con respuesta para todo.<br />

Aquél miércoles, sentado ya en su escritorio y tras la consulta metafísica hecha<br />

a los asistentes más afines dentro de esa urbe de repartición, consulta que se cerró<br />

con un enigma inconcluso propuesto por De Bianconni: “¿cuándo un espejo refleja al<br />

derecho?”, Cúneo empezó a notarse en el monitor de su computadora, entonces<br />

aterrado volvió a sus papeles. “Cuando se refleja a sí mismo”, se respondió en<br />

silencio.<br />

El caso Ballesteros le iba a consumir una fracción importante de su tiempo en<br />

las jornadas que vendrían. El examen médico efectuado, aunque elocuente, era<br />

insuficiente como elemento de prueba. Solicitar uno nuevo, lo cual significa<br />

27


emprender simultáneamente la búsqueda de algún centro médico desconocido, con<br />

prestigio pero sin exposición. San Luis es una plaza inteligente, Ballesteros proviene<br />

de allí, podría buscarse alguna clínica local y no sólo ganar tiempo sino evitar la<br />

intromisión de la patronal. Llamar a Páez – ¿la afección será fotogénica? –, recordar<br />

solicitarle a Arizmendi las firmas del caso, siempre las mismas pero siempre<br />

relegadas para el final. Proponer a Arizmendi firmar formas múltiples, evaluar<br />

algún mecanismo para facilitar el traslado del poder y esquivar la engorrosa<br />

jerarquía burocrática para decir lo de siempre, que el Doctor Cúneo se hace cargo de<br />

la operatoria de la defensa originalmente asignada al Doctor Arizmendi, el primero<br />

como secretario de este último.<br />

De tan familiares los rictus de su jefe, Cúneo tiene la certeza de que por primera<br />

vez, de modo sorpresivo y prepotente, deberá encargarse de la totalidad de la<br />

defensa, que Arizmendi se lavará las manos olímpicamente en esta ocasión porque<br />

en esencia el caso no le importa un bledo pero que el trabajo por la derrota a él,<br />

Cúneo, le significará un ejercicio monstruoso.<br />

Anota a Silva para que venga a tipiarle las fojas del expediente y grita a<br />

Sánchez para que barra debajo de su escritorio, que es una mugre.<br />

Cuando fue a apartar con su mano una mosca que se había posado en un vaso<br />

de plástico vacío y pegajoso, pensó en él, precisamente, en el díptero, del que sabía<br />

algo como que sus ojos tenían divisiones o que veía fragmentado y que luego<br />

recomponía de algún modo los pedazos para que la imagen se le presentara como<br />

una sola realidad. Por fuera, en esas microfotografías, los ojos de las moscas<br />

aparecen como una sucesión de espejos en cuyas superficies se reflejan las mismas<br />

cosas aunque no exactamente de la misma manera. Un cristal partido, en cada cara el<br />

mismo objeto apenas desplazado en relación a su apariencia en las caras contiguas,<br />

como si fuese una secuencia de a lo largo y a lo ancho. Cada cuadro contiene la<br />

misma imagen pero desde distinto ángulo o en un instante apenas desplazado en<br />

cuanto a la acción. Aunque únicamente para el extraño que la observa sus ojos se<br />

asemejan a espejos, pues para la mosca ellos tan sólo si son huecos llenos de humor<br />

vítreo, cristales vacíos. Para el poseedor, los ojos no devuelven sino que absorben la<br />

imagen. Para el observador, todo lo contrario. He allí una paradoja interesante,<br />

piensa Cúneo, y absolutamente inútil, e inclina la cabeza. No había quedado nadie<br />

en el juzgado, entonces Cúneo aprovechó esa pausa marrón para reflexionar acerca<br />

de las otras acepciones del término “espejo”, pues tan enigmática es la presencia del<br />

objeto que su nombre lo abandona para apoderarse también del significado,<br />

entonces espejo no sólo es la materia sino también todo lo que ella simboliza,<br />

extendiéndose así inabarcable aún para quien dio lugar a esas conjeturas. Porque<br />

espejo no es sólo el cristal pulido, no es solamente gracias a lo cual se refleja algo,<br />

sino también es ese algo que se refleja. Es la representación de una existencia, por lo<br />

tanto un universo. Por ello el arte es el reflejo del mundo. O los ojos el reflejo del<br />

alma. Y tras esa evocación poética, Cúneo se acuerda de la gota. Luego, de Claudio.<br />

Y comienza a retornar a la puerta del cuarto.<br />

Toda esa fantasía en torno a lo que el uno o el otro ve, en base al designio físico<br />

de un área especular, redondea un simple pasatiempo, un engaño. Es decir, un<br />

“espejismo”. ¡Fata Morgana! Estás allí maldito manco peludo, ríete, ahora que eres<br />

eterno. Para cuando termina de no pronunciárselo, Cuneo ya ha abandonado el<br />

juzgado con su pensamiento, está en su departamento apoyado en el marco<br />

28


observando el interior del cuarto oscuro y el aire se parece a esa frescura de brisa en<br />

la isla italiana.<br />

Podría traerse el recuerdo de los trebolares de Brujas ya que se permitió<br />

conmover de aquel modo con la gesta de Brabante o el paso de las tres vertientes del<br />

Iskur por la verde Sofía. Pero siempre sobreviene ella, la isla italiana, por una<br />

extraña consigna. Al cabo de un rastro de meses o años parece haber condenado al<br />

olvido las visiones de los mosaicos sibilinos y la búsqueda del Ala Dag en la neblina<br />

cuando el poniente sobre las cumbres del Tauro. Todo lo demás, incluso las<br />

menciones a la melánica tierra de Orsa, Mora y otras ciudades del sur desnudo y<br />

pálido, van acallándose misteriosamente, desapareciendo como los pequeños y más<br />

pequeños pechos de las suecas.<br />

Ahora está en el pasillo, en la arista de su cuarto, oscuro, ya no tanto pues,<br />

aunque el alambrado público ha automatizado su apagón, la aurora señala el<br />

principio de su trabajo. No hay verdadera escapatoria, sino con el tiempo, a esa<br />

situación lamentable de agonizar al paso de las horas sostenido en el marco de la<br />

habitación porque no puede dormirse sentenciado a un momento que quiere evitar.<br />

Suena el despertador, que es el implacable martillo del juez, y lo pone en la<br />

disyuntiva de conservar el trabajo o perder la cordura.<br />

Cuando se separa de la pared, nota la marca en su brazo, la sangre agolpada.<br />

Con la mano opuesta se soba un tanto mientras avanza por el corredor. El hueco de<br />

la puerta semiabierta del baño dibuja un paralelogramo cortado sobre la pared de<br />

enfrente. Cúneo lo mira de reojo, quizás una sombra pudiera escaparse, quizás una<br />

ráfaga, y no es que eso lo desconcertara, más bien sería perfecto, sería la esperanza<br />

de que aquello se fugó del lugar y que cuando él haga su ingreso ya no estará. Mejor<br />

si se ha ido para siempre.<br />

En cambio el paralelogramo se disuelve en los minutos y sólo deteniéndose por<br />

completo evitará asomarse a la puerta, pues aún con los pasos cortos algún día<br />

llegará. Y llega. Alcanza el espejo, apenas el borde esmerilado, entonces se le ocurre<br />

una idea y desvía la mirada hacia el otro rincón del baño. Las bisagras del botiquín<br />

dan hacia la bañera, piensa, pero no está allí lo que busca. Recuerda que ayer Laura<br />

trapeó el departamento. Sale despedido como un chico en persecución de su regalo<br />

de Reyes. Efectivamente, el palo del secador de piso estaba en el palier. Vuelve con<br />

él, blandiéndolo como un cruzado, y en el sitio oportuno se detiene. Lo toma por un<br />

extremo y con un certero zarpazo, desde la segura lejanía de la puerta, lo incrusta<br />

entre uno y otro borde, pega dos sacudidas, la primera resbala y la segunda cumple<br />

la tarea. La portezuela del botiquín ha quedado abierta y la cara del espejo da hacia<br />

una pared deshabitada. Puede Cúneo ingresar tranquilo y así lo estará hasta que<br />

note la hora, pero ha sacado una conclusión potente esa mañana: se asegurará cada<br />

noche de que la puerta del botiquín quede abierta.<br />

29


AJJ. SAL. SARDINA. Entra sardina. Santa Fe. Entra mojarra queda sardina. Ojo<br />

boca, cométela una vez. Vieja, ruleros frescos, peste spray. Heno reseco. Comésela<br />

una vez, el favor. Cuello tortuga, maratón tortugas todas en poste quebradizo papel<br />

manteca hilos rojos violetas. Ruido intestinos mecánicos, otra vez vomita. Troque,<br />

vieja ¿cuánto será? ¿de diez? Osario penetrartumba plástica resucita medallón<br />

grande, cincuenta, bate alas, palanca cartílago de más manteca floja vuelta osario,<br />

comésela boca que lata ruge pero no mueve, hilera de mojarras hasta Sei Tu un kilo<br />

cuatro pesos, no mueve moverá hasta que boca tragues apócrifo medallón. Ñam,<br />

ñam, puaj. Vuelta osario rescatar de tumba medallón deslucido. Aullidos desde<br />

esquina Sei Tu y desde Cerrito y Bulnes, silbatos rehenes bajo chapas, hilera<br />

mojarras, lata ruge en pisotón al pedal. Eppur no si muove. Sardin has envejecido<br />

dando a ingesta medallones pérfidos. Doña sardina en trozos, colada, osario boca<br />

que traga, expectativa de congéneres. Vamos de nuevo, bigotes pecho celeste<br />

aureolas axilas llama. Córdoba. Ninfa en media coleta en pañoleta en medias rosa<br />

mosqueta da beber bocado blando máquina gustosa lengua de papel. Ninfa dueña<br />

lengua de papel.<br />

Alzarla desde acá. Treinta y seis. Treinta y cuatro. Con la pañoleta aún puesta<br />

alzada y colocada en la pirca. Correte ninfa te alzo con ambas manos con la ingle a la<br />

pirca. Oquedad, al dofón. Treinta. Alejate ninfa, tus carpetas, tu chupetín en la mano<br />

de guarangadas de pulseras de un macho que cree llevarte de la muñeca, muñeca a<br />

dónde vayas, treinta y cuatro con las mojarras que serán sardinas, treinta y seis con<br />

ninfa devora cuervo. Los lugares a los que vas huyendo de picotazos, siempre hay<br />

un hueco, al dofón. Treinta y siete con cuervo. Coqueteando con que te aguijoneen,<br />

con que no te aguijoneen, con que te arrebaten la pañoleta trofeo presa diadema<br />

juglar encantado canto cantado, sirena entre sardinas, tu cola dice que eres nuestra,<br />

treinta y seis sardinas, una sirena. Rica sal, ahora es rica la sal. Córdoba, tercer paso<br />

en la lata. Una vida media mañana recién tres pasos párpados sal en sistema que<br />

imprescindible ajj asco aire frescamente graso ceniciento las nubes grises afuera<br />

quince grados asesinato en local bailable ninfa que no que cuando quiso ¿pescador?<br />

este no se mueve y así no se puede, no se puede, cuando quiso las alas pegoteadas al<br />

piso con sudores otros, de ajenos, por la ventana ajj, no pudo, tres tipos, pero a esta,<br />

pero a esta, a esta no ha de verla más nadie, ninfa marina seca, sardinas, sardinas,<br />

sardinas ¿pescador?. Esquina erecta ¡ug! barra caliente congéneres gérmenes hola<br />

aquí te dejo la barra caliente otra vez apesto spray asco vainilla, hebras buscándole<br />

los orificios, cartera rechoncha, ¡ug! ¡sáquele algo! algún frasco pócimas vencidas,<br />

rodillo látex podrido, lana vuelve a respirar, cuando vuelve a respirar lana dirá sal,<br />

ropero por sal. Hilos del carbón cuello camisas olor, olor. Gracias por olor en lata<br />

¿pescador?. Barra resbalosa. Morirse por la nariz entra la muerte violenta muda<br />

30


pacífica de pronto detrás de los ojos y dos manos que lo asen como perlas y los<br />

dedos delante y el sueño pero es la muer ¡pescador! liente óvalos de pavos<br />

fantásticos y ocres y veo juanas ahogadas en ese cieno, pescador objetivo gordo<br />

caderazo, fuerte caderazo ha de ser.<br />

Ninfa ha roto, bajo vientre, enjuto vibrátil de partes y de todas, devorado por<br />

algún en canto, máquina con sus combustión sus queja sus fricción su vaivenes<br />

eléctricos pero ninfa ha rompe en pescador voy y llego si este no en una plegaria<br />

naranja y transparencia. Ruega pero no ha de buscarte nadie sólo si te encuentran en<br />

una plegaria no van a oír sólo si te encuentran. Caderazo al gordo. Imbécil caja de<br />

cerebro gordo. Sé lo que hacés, él y yo sé lo que hacés. Pero ese pedazo, oquedad<br />

falsa, vacío lleno de náusecas al dofón. Ese fragmento. Exequias de bruja que no está<br />

pero ha exequiado. Territorio de alfombra de goma. Batido odorante y tamiz cieno.<br />

Zona para dos pies. Vástagos huérfanos de endócrinos. Nobles e innobles. No neón.<br />

Dos pies que son los de este es mío. Gordo. Pescador, nadie ha de birlárteme, ahí va<br />

la respiración de este, ofrenda idéntica al desayuno. Pescador mira, ventana, brujas<br />

le mueven la ciudad cuadra a cuadra. Jugo barniz que este no ve, tampoco pescador<br />

pero pescador no siente pero este no ve pero este sí, jugo, sí, orín múltiple, barra<br />

viscosa pero se lleva todo uno a pesar no darse cuenta y entonces, tutela pescador,<br />

fin de la orgía entre sardinas bultos y trastes tetas y tetillas nucas y narices redepente<br />

brazo otro que no es barra caliente sino muerta y pendulosa maletín. Barba<br />

quince días. blanca. gris. Dos cuartos tres cuartos un entero. Tarda más en dos<br />

cuartos que en uno, tres, uno. Vuelve y los hoyos para los anzuelos se empupilan<br />

más pequeñas hay grasas nuevas, fin de semana. Costuras, también nuevas ¿mujer<br />

del pescador?. Vuelve a tres, poco, hoyos empupilan más grandes, reloj de oropel.<br />

Hueso peludo en peor barra caliente no tan viscosa no menos viscosa jamás el<br />

diente cobre partido en barra si bigotes pecho celeste aureolas axilas pedal pedal<br />

pedal, caña horizonte y no verá nucas verá salmones provocándole. – Che, cómo<br />

amaga la primavera, viejo. Ayer andaba de camisa mangas cortas y mirame ahora,<br />

con saco y casi que me traigo una bufanda. ¿Te cambiaron el horario? Nunca nos<br />

cruzamos en el ascensor… Ah, estás con lo de Ballesteros.<br />

– ¿Y qué tiene que ver Ballesteros?<br />

– Je, Je – Barragán lo codea. – Escuchame, vos eras hincha de Lanús, ¿no?.<br />

– Ni era ni soy.<br />

– Puta madre, primera vez que los goleamos y no sé a quién cargarme. Me<br />

parece que Arizmendi era.<br />

– Arizmendi no es de ninguno. Es gallina por inercia, nomás. Creo que Lima es<br />

de Lanús.<br />

– Uh, al gordo lo desarmo.<br />

¡Clin! Hace el ascensor y ni bien la luz y el barullo del cuarto piso se insinúan,<br />

aparece de sopetón la figura de Silva, que quizá lo espera y no, a la vez.<br />

– Cúneo… – le dice y hace silencio, como si fuese suficiente.<br />

– Se me hizo tarde. – y rompe a la derecha de Silva, en recia dirección hacia su<br />

escritorio, sacudiendo el maletín.<br />

– Decime que por lo menos vas a pedir un artículo doce.<br />

Cúneo arruga la cara. La entrevista. Qué boludo. Pero no va a delatarse frente a<br />

la secretaria, se reserva la cacaraña y evita toda posibilidad de que ella lo asocie a un<br />

descuido. Que ella lo asocie, en definitiva, a lo que fue: un estúpido olvido. Se<br />

31


efugia en una serie de impulsos matinales (dejar el maletín, colgar el sobretodo,<br />

aflojarse un poco la corbata, sentarse).<br />

– Concertá otra. Cuando tengas las transcripciones acercámelas, a ver si<br />

ordenamos este quilombo de la instrucción. ¿Qué te dijeron en la clínica?.<br />

Silva sacude la cabeza, sabe que no hay crítica posible pero se queda ahí parada<br />

para decirle que obviamente ya concertó otra entrevista, que lo hizo pasados los<br />

primeros veinte minutos de la hora concertada para esta que se perdió. Le aclara,<br />

por las dudas, más bien por catarsis, que la entrevista era parte de la instrucción y<br />

añade que la clínica rechazó la solicitud del turno para Ballesteros.<br />

– Va a ser difícil que nos den pelota. Fijate cómo hacés.<br />

– Me fijo. – dijo Silva con tamaño desdén que pareció haber pronunciado las<br />

palabras luego de haberse ido.<br />

Por el ala norte de la oficina, cortándose en el gris amanecer escurrido a lo largo<br />

del ventanal, el avance parsimonioso de Arizmendi inició la seguidilla de saludos<br />

matinales. Las voces de aquellos que se ubicaban tras idénticos escritorios, frente a<br />

idénticos monitores, apelmazados bajo robustas columnas de libros y carpetas, de<br />

formularios y archivos, sonaron prolijas y en el murmullo todavía adormilado cada<br />

consonante recortó su cresta con precisión.<br />

De la voz del jefe volvió un quejido que de cacofónico se extravió en la<br />

abolladura de un papel viajando hacia un tacho de basura.<br />

– ¡Doctor! – dijo Cúneo desde su escritorio y se acercó a Arizmendi<br />

zigzagueando entre sillas desbordadas de goma espuma y archiveros torcidos y de<br />

cajones abiertos.<br />

Arizmendi no se detuvo y ya accionaba el picaporte de su despacho cuando<br />

Cúneo lo alcanzó – Discúlpeme que lo moleste – anticipó Cúneo y los ojos caídos de<br />

Arizmendi confirmaban con elocuencia que aquello era cierto – Es por el caso<br />

Ballesteros.<br />

– Caso…<br />

– Ballesteros. Necesitaría las declaraciones tomadas en circunstancias de la<br />

intervención a la fábrica. Sé que se hicieron notaciones referidas al estado oportuno<br />

de las instalaciones. Usted sabe, las notas hechas a posteriori no sirven de nada. Han<br />

debido modificar convenientemente el entorno.<br />

– Notas. No existen tales notas.<br />

Arizmendi había sentenciado aquello con tal desinencia que parecía<br />

impermeable a otra intención antes de encerrarse en su despacho, pero<br />

imprevistamente Cúneo se atrevió a colocar su cuerpo medio paso entre Arizmendi<br />

y la puerta.<br />

– Tenía entendido que…<br />

– No se hicieron notas de entorno de trabajo durante la intervención. Por otra<br />

parte, nada tuvo que ver ella con la situación de Ballesteros. Es mera coincidencia la<br />

proximidad de calendario. Si me disculpa doctor…<br />

– Otra cosa… – Cúneo sintió su piel trémula, sin duda no era el momento para<br />

seguir postergándole a Arizmendi la entrada a su despacho, al mismo tiempo debía<br />

iniciar de una vez por todas el orden de su caso – …y no lo molesto más. Las firmas<br />

de traslado, necesitaría algunas formas rubricadas para evitar esos retrasos.<br />

– Envíeme por Silva lo que requiera mi autorización.<br />

– Discúlpeme, ¿no habría que considerar la posibilidad de firmar una forma<br />

32


conjunta?<br />

– ¿Usted se refiere a un traslado absoluto de causa?<br />

El estallido del término “traslado”, luego la recomposición de la frase en su<br />

propio silencio junto al articulado “absoluto” como colofón, arrepintió a Cúneo, en<br />

principio, de haber abandonado su escritorio. Luego, de haberse levantado de su<br />

cama. Adornado con una mueca de incredulidad, Arizmendi debió pensar en una<br />

chanza tempranera y miró a su alrededor en búsqueda de alguna clase de<br />

solidaridad en la sonrisa de otros, pero cada soldado de las máquinas de escribir<br />

permanecía ajeno al desenfado.<br />

– Manténgame informado. Ahora, si me disculpa.<br />

Cúneo procuró girar velozmente y recomponerse de vuelta en su escritorio,<br />

artimaña para sintetizar ese diálogo a su mínima expresión y hacerlo desaparecer<br />

como vapor de agua.<br />

Silva volvió con dos recados. El primero, el horario para la nueva entrevista. El<br />

segundo, el traspaso de una llamada a su interno.<br />

Cúneo alzó el tubo celeste y la voz de Martina lo sacó con su sola resonancia de<br />

la cuestión Ballesteros.<br />

– Mi amor. ¿Cómo estás? ¿Qué hacés llamándome a esta hora?<br />

– Entro más tarde a la escuela, papi. Sabés, mañana hay acto.<br />

– Ah, claro. – entendió Cúneo tras el rápido vistazo al almanaque triangular.<br />

– La seño Mirta me eligió para cantar.<br />

– ¿Qué vas a cantar?<br />

– En el acto papá. La marcha del maestro.<br />

Cúneo rió por la nariz. Sin haberlo notado había echado su cuerpo hacia<br />

adelante y su mano izquierda viajaba por su frente, entre sienes.<br />

– ¿Cómo la pasaste ayer?<br />

– Bien.<br />

– ¿Jugaste mucho?<br />

– Sí. Nahír me tiró agua y yo embarré a Tomás.<br />

– ¡Pero es chiquito!<br />

– Sí, qué viva, pero Nahír es grande y a ella no le puedo tirar barro.<br />

Conocer las correrías de Martina mediante síntesis telefónicas llenaba de<br />

incertidumbre a Cúneo quien, en esa distancia de cordón espiralado, iba perdiendo<br />

con sorpresiva rapidez su capacidad, alguna vez natural, para darse cuenta de<br />

cuándo debía regañar, cuándo debía deslizar un consejo o una enseñanza, o cuándo<br />

debía sólo escuchar, en ese aterrador proceso por conservar la cabecera de la<br />

paternidad y no verse de pronto desplazado al lugar de un rechoncho tío lejano.<br />

Cuando la voz que emergía del parlante maduró de pronto, la espalda de<br />

Cúneo volvió a erguirse.<br />

– Cómo estás Cúneo. Escuchame, ¿podés llevarte a Martina mañana después<br />

del acto? Sabés lo que pasa, esta noche salimos a cenar con Julia, Hugo y los chicos.<br />

– No. Mano al vaso plástico. Oh viaje que te serenas, mares calladas. Alguna<br />

gente piensa que piensa. Bonita metáfora. Me acuerdo que me acuerdo que me<br />

quiero acordar de algo gracioso. Ve despacio. Uno de gallegos, uno de judíos. Marco<br />

Polo los dedos oh, que no llego, que no arribo a las costas del vaso. Vasovacío<br />

vasovacío vasovacío vasovas. Se parece a lo que dicen que tienen los nuevos<br />

yogures. Placer. Oí cómo suena en el barullo, cómo todavía flota en el barullo. Oí.<br />

33


Pausa. Primero pausa para oír mejor, para oír el segmento corto de la ene sobre el<br />

techo, muriéndose de frío en la ene alta, mayúscula, oí, tras la pausa. N. Se estira<br />

como reflexión de oligofrénico. La lengua va al paladar, clase uno. Extremo anterior<br />

del paladar, toca los incisivos. Toca la vertiente de los incisivos, de los dientes de<br />

conejos, los que se parten primero. Repitan conmigo, dudo que alguien tenga la<br />

misma libertad que yo para decir, para hacer la reflexión del idiota: N. Eso está bien.<br />

La mano llega con banderines gloriosos a las costas del bacilo. Dura todavía la<br />

reflexión del tonto. El tonto, placer de la tontería, tonto y la boca que O, mucho, que<br />

O, aliento de fumador. Tonto fumador, pero pausa primero, eh. Tonto Fumador.<br />

NNNNOOOO. Goooooooooozooooooooo. Pero por mil años. Sino gozo no. – Ayer<br />

fue feriado y me dijiste que habías quedado con tu hermana para que Martina pasara<br />

la tarde con sus primos. Accedí. Ahora me querés quitar un día del fin de semana.<br />

Giovanna tardó en responder a aquel reproche sin salida.<br />

– Es que se me juntaron las dos cosas. Y Martina está entusiasmada porque<br />

después de la cena los llevamos al Fantasy.<br />

– Dame con Martina. – dijo rascándose el lunar bajo su nuca. Dos frases y la<br />

comezón le abarcaba el área entera sin que ya pudiera divisarse un límite como el<br />

omóplato, los antebrazos, los codos. Le picaba todo. Recordaba el trabajo que iba a<br />

consumirle la mañana y no entendía por qué tenía que estar discutiendo una cosa<br />

que había sido resuelta de común acuerdo el mismo día de la ruptura. Pero de por<br />

medio, la nena de los moños lilas.<br />

– Hola pá. Bá, si ya te saludé.<br />

– Mi amor, ¿qué tenés ganas de hacer esta noche?.<br />

Anulando todo el ruido circundante, con su dedo índice incrustado en su oído<br />

libre, procuró no sólo escuchar sino interpretar con perspicacia las palabras que<br />

vendrían.<br />

– No sé pá.<br />

– Mamá me dijo que van a cenar con los primos.<br />

– Sí. Y con los tíos y con Ricardo. Y con el hijo de Ricardo.<br />

Cúneo acabó por tomar la decisión. Se mordió el labio para no saturar la línea con<br />

improperios. Le picaba hasta la planta de los pies. Iba a decir algo y se calló.<br />

Nuevamente iba a hablar y nuevamente se cayó. Se propuso olvidar que de los<br />

labios de su hija había manado aquel nombre. Se impuso olvidar durante la<br />

conversación el odio áspero hacia Giovanna.<br />

– Vos podés venir también, pá.<br />

Hábilmente acorralado, la única escapatoria era atentar contra el entusiasmo de<br />

su hija, oportunamente alimentado por la madre; podía ser él quien la llevara a los<br />

juegos pero Giovanna contaba con la alternativa de sumar a los hijos de su hermana,<br />

primos de Martina y desde siempre compañeros de infancia. Con impotencia debía<br />

aceptar que le resultaría imposible delinear de última hora una velada de similar<br />

atractivo. Había dos cosas que Cúneo aborrecía: una era pasar poco tiempo junto su<br />

hija y otra era que ella se aburriera estando con él. Definitivamente, con el ánimo<br />

que habían conseguido provocarle esa mañana, no estaba en condiciones de aceptar<br />

la invitación de su hija ni rechazar la solicitud de Giovanna.<br />

– Bueno mi amor, yo quiero que te diviertas así que andá tranquila con tus<br />

primos. Yo te paso a buscar mañana a la mañana por la escuela. Estoy con vos en el<br />

acto y después te venís conmigo ¿Sí?.<br />

34


– Sí, pá. Te quiero mucho.<br />

– ¿Hasta las nubes? – quiso decirlo sonriendo, aunque ella no lo viera.<br />

– No. Los aviones van por arriba de las nubes.<br />

Cúneo tragó saliva, Martina lo regresó con su madre.<br />

– Cúneo.<br />

– Está bien, me la llevo el sábado por única vez. Y después vamos a hablar de<br />

las cenas con Ricardo.<br />

– ¿Qué tenemos que hablar?<br />

– Que me parece que estás acelerando algunos procesos.<br />

– ¿De qué procesos me hablás? Ricardo es mi pareja y Martina está<br />

entendiéndolo bien.<br />

– Ricardo es hoy tu pareja. Pero hace unos días no lo era y probablemente<br />

mañana no lo sea. No me importa con quién o cuántos estás saliendo – Cúneo se<br />

felicitó secretamente por ese desprecio espontáneo – pero sí me importa quiénes le<br />

presentás a Martina.<br />

– Mirá, a mis relaciones…<br />

– Y si Martina entiende o no es una mera evaluación tuya basada no sé en qué<br />

carajo. Por otro lado, entender no significa aceptar y mucho menos significa que sea<br />

correcto.<br />

– A mis relaciones las manejo yo ¿está claro? del mismo modo que Martina<br />

maneja las suyas. Y con Ricardo se llevan muy bien. Él es conciente de la situación y<br />

toma debida distancia.<br />

– ¿Qué necesitás para darte cuenta, finalmente, de que para Martina él es una<br />

relación impuesta por su madre y de la cual no tiene escapatoria?. ¿Sería necesario<br />

que le diera vuelta la cara, que le tirara con juguetes?.<br />

– No subestimes a tu hija Cúneo, haceme el favor. Cuando no tolera algo lo<br />

expresa demasiado bien. Además, yo estoy atenta a no hacerle ningún tipo de<br />

imposiciones. Martina sabe que no tiene ninguna obligación para con Ricardo.<br />

– Volvés a sacar conclusiones por ella. Sos vos quien la niega, porque pasás por<br />

alto sus inquietudes.<br />

– Pasar por… mirá Cúneo… – el suspiro de Giovanna llegó agotado.<br />

Sin interés por dar tregua pero a plena luz de que la línea telefónica no<br />

permitiría ninguna solución, y viendo que de su alrededor le llegaban manos con<br />

papeles y carpetas y señas para que se apurara, Cúneo ensayó un final que no diera<br />

por concluida la cuestión.<br />

– Es muy pronto para que lleves un tipo a la casa. Y no vuelvas a bicicletearme<br />

cuando la salida sea con él.<br />

– Mirá Cúneo, Martina está en su pieza y con la puerta abierta. Estoy segura<br />

que escucha cada palabra. Este no es el momento. Después no quiere ni siquiera que<br />

nos hablemos por teléfono.<br />

– ¿A qué hora es el acto mañana? – tomó una lapicera y garabateó espirales<br />

sobre la fotocopia de una factura caduca – Está bien. – dijo, paso seguido estrelló el<br />

tubo del viejo teléfono para postergar velozmente el asunto. – ¡¿Qué querés Ibáñez?!<br />

El muchacho se encogió.<br />

– Hay quilombo en atención al público, Marta me mandó a buscarte.<br />

– Decile a Hinostroza que estoy con lo de Ballesteros, ¡si ella sabe bien!.<br />

– ¿Con lo de qué?<br />

35


Cúneo apilaba papeles sin mirarlo ya.<br />

– Vos decile que estoy con Arizmendi, que no me rompa las bolas.<br />

El chiquillo se retiró perturbado, rascándose la cabeza. La corbata parecía más<br />

ancha que su pecho.<br />

36


SILVA, apretada en el despacho general utilizado como depósito, comúnmente<br />

denominado “nido de secretarios” pues allí se veían obligados a compartir sus<br />

herramientas, apoyaba el auricular en su oreja y tras aplastar el cigarrillo en el<br />

cenicero, con la guía abierta en una sección, comenzó a escarbar los números en el<br />

disco del teléfono.<br />

– ¿Tenés para mucho? – le dijo alguien, otro secretario o algún cadete, desde la<br />

puerta. Silva respondió alzando los hombros.<br />

– Hola, buen día. Mire, la llamo para solicitar turno con algún especialista<br />

clínico, tendría que ser para el lunes próximo, a más tardar el martes. Sí, cómo no.<br />

Espero. – Con sus dientes quitó el capuchón a una lapicera y torció con esa misma<br />

mano la hoja que había dispuesto sobre la mesa – Ninguna obra social, es particular.<br />

Sí, cualquier médico. Con que sea clínico, claro. ¿Para el lunes? Perfecto. ¿A qué hora<br />

podrá ser?, si es a la tarde mejor. Bien. ¿Mi nombre? ¿Necesitan el nombre del<br />

paciente?. Pero le doy el mío. Está bien. – suspiró ella, abatida – Ballesteros, Luis.<br />

Espero. Estoy hablando desde Buenos Aires, por fav… – la voz parecía haberla<br />

abandonado. Silva mordió la punta del capuchón. – Sí, acá estoy. ¿Cómo? Pero si me<br />

dijo que tenía turnos para el lunes. Bueno, para el martes entonces. O con otro<br />

médico por favor, ¿cuál es el problema?. Ah, sorpresivamente la agenda se les llenó.<br />

Sin mediar despedida, presionó con el pulgar de su mano libre la campanilla<br />

del aparato. Masculló una sonrisa. Luego hizo correr las hojas de la guía hasta una<br />

nueva sección. Discó la larga secuencia numérica y la escena se hermanó con la<br />

anterior. Pensó en dar un nombre falso, pero la probable consecuencia era que una<br />

vez allá al gordo Ballesteros lo despidieran elegantemente tras identificarse.<br />

Luego de tres comunicaciones, las alternativas que restaban eran dos clínicas y<br />

el hospital local, este último descartado por anticipación por responder a intereses<br />

que, según cómo se acomodaran las piezas luego, podían enfrentarse a los suyos.<br />

Una de las clínicas estaba ubicada a doscientos kilómetros al este de la capital<br />

puntana.<br />

Ese fue el último número que el índice impecable de Silva marcó.<br />

– Para el lunes a primera hora… de acuerdo. El nombre del paciente es – Silva<br />

lamentó no conocer su segundo apellido, quizá de ese modo hubiese ganado aquella<br />

primera pulseada – Ballesteros. – dijo haciendo descender el tono de su voz. Del otro<br />

lado le oyeron perfectamente – Luis… Ballesteros, Luis.<br />

Tuvo lugar un silencio que hizo que Silva ganara tiempo y corriera las hojas de<br />

la guía hacia su próximo señalador.<br />

– Correcto – le dijo la voz de la otra punta, reiterando día, horario y nombre del<br />

médico y despidiéndola amablemente – Lo esperamos.<br />

– Gracias – dijo la joven secretaria al tono telefónico, pues ya le habían cortado.<br />

37


– Bien, algo menos. – suspiró mientras anotaba considerar las grabaciones de<br />

esas llamadas como objeto de expediente. La negativa de aquellos centros de salud<br />

había resultado manifiesta.<br />

Extrajo el número de Páez de una nómina de contactos frecuentes que pendía<br />

de la esquina de la ventana contigua. Se comunicó con él para comprometerlo en la<br />

cita de Ballesteros con el médico. Fin de la primera parte. Cerró la guía, devolvió el<br />

capuchón a su birome y abandonó el nido, que enseguida volvió a ocuparse.<br />

38


CÚNEO HABÍA QUERIDO COMUNICARSE con Saavedra en reiteradas<br />

ocasiones a lo largo de ese día, atragantándose de a ratos con la ansiedad, pero no lo<br />

había hallado ni en su oficina ni en su domicilio. Desde el juzgado no se atrevía a<br />

efectuar la llamada, entonces aprovechaba cada salida a buscar sellos o sacar<br />

fotocopias para inmiscuirse en algún locutorio. Temió que por algún motivo<br />

Saavedra que hubiese dejado la prudente directiva de negar su presencia.<br />

Se volvió hacia los objetos sobre su escritorio. Con una automática brazada hizo<br />

que el monitor apagado de su computador, espejo negro, apuntara hacia otro lado.<br />

Abrió la tapa de una carpeta curiosamente delgada entre tantos folios obesos. Las<br />

pocas hojas se transparentaban unas con otras. Era la instrucción del caso<br />

Ballesteros.<br />

Cúneo volvió a reprocharse duramente, escondiendo su voz en el murmullo<br />

rasposo del salón, por haberse permitido tropezar con tamaña estupidez. Solicitarle<br />

a Arizmendi el traspaso. De pronto se recordó aplastado en un pupitre, Derecho<br />

Romano, primer año, una elementalidad. Era un adolescente recién salido de la<br />

escuela secundaria, casi un niño, preguntándose por qué el profesor había hecho<br />

silencio tras una consulta sin tener la menor intención de oír la respuesta. Cúneo<br />

había picado el anzuelo, había respondido, entusiasmado, acto seguido el jefe del<br />

aula anunció el inicio de una nueva unidad, como si jamás lo hubiese oído, ni a<br />

Cúneo ni a nadie. Los más se sonrieron, los menos le tuvieron compasión. Aquel día<br />

se había dicho: “voy a sobrevivir”. Y esa mañana, frente a Arizmendi, la premisa se<br />

le resbaló.<br />

El humo gordo lo cacheteó de lado a lado. Eran los cigarrillos negros de Silva,<br />

cuya minifalda color azul y camisa blanca vestían un maniquí vulgar de mejillas mal<br />

coloreadas que sobre una planicie de yeso asemejaban a gotas de témpera<br />

derramadas. De su brazo izquierdo colgaba una cartera pequeña pero obesa que<br />

Cúneo imaginó llena de inmundicias. Un reloj de eslabones dorados y finos y una<br />

pulsera de piedras levemente amarillas adornaban sus muñecas. Ceñido al cuello<br />

llevaba un pañuelo que cruzaba a través de un prendedor oval de una joya<br />

semejante al jade y encastre labrado. Sobre aquellas piernas largas la trama de las<br />

medias lograba un bronceado uniforme. Los zapatos, de medio taco, no tenían<br />

hebillas ni detalles, salvo por una delgada cuerda brillante a lo largo del empeine.<br />

Un brazo rodeaba sus pechos elevando los implantes y haciéndolos aún más rígidos<br />

y el otro, con cuyo extremo sostenía el cigarrillo, apuntalaba el codo entre la mano<br />

del reloj, de la cual sobresalía sólo el pulgar, y la cadera. A modo de cinturón lucía<br />

una trenza de hilo peludo y colores oscuros. Sin ser un especialista, Cúneo consideró<br />

que aquella trenza era el único objeto que coartaba el diseño general.<br />

Silva soltaba su cabello casi siempre, sólo lo dominaba en rodete cuando en<br />

39


junta ante los jefes consideraba mejor no presentarse tan joven. Era imposible<br />

reconocer el color original del cabello, no obstante ella lo actualizaba regularmente<br />

ya que punta y raíz nunca disentían. Sus cejas eran finas y claras. Silva era casi–<br />

rubia. Poseía el mal hábito de pintar sus párpados, lo que la promovía a directora de<br />

escuela y resultaba pavoroso.<br />

A pesar del aplomo con que lo aguardaba, sus manos temblaban y en ese<br />

movimiento el nácar de las uñas desperdigaba estrellas por el aire. No lo miró ni una<br />

sola vez y así le evitó el disgusto de sus incisivos tiznados por la nicotina.<br />

Cúneo agrupó unos papeles, levantó el vaso de broches que se le había volcado,<br />

trasladó una libreta del cajón al portafolios, cerró ambos, se levantó de la silla,<br />

acomodó el nudo de su corbata, se vistió con el saco y tras aferrar los dedos a la<br />

manija del maletín, abandonó el escritorio siguiendo a Silva, que ya había ganado la<br />

puerta del ascensor.<br />

La tarde primeriza los aplastó contra el asfalto ardiente; Silva arrojó primero la<br />

colilla de su carmíneo cigarrillo a un desagüe y luego un insulto a los vientos que no<br />

corrían y a aquella humedad viscosa.<br />

Ambos secaron el repentino sudor de las sienes y a ella le dedicaron un silbido<br />

desde la esquina opuesta al que respondió con otro insulto.<br />

Detenida al borde de la vereda extendió un brazo, rechazó al primer taxi tras<br />

observar el rostro del conductor, al segundo tras una rápida conclusión de las<br />

condiciones del vehículo y aceptó de mala gana al tercero, seguramente al considerar<br />

que afuera siempre haría más calor que adentro, aún si el coche no tenía aire<br />

acondicionado.<br />

Cúneo se tocó la base del estómago, todo lo que había en su interior era un café<br />

bebido a las apuradas y dos o tres galletas de salvado que Laura había dejado sobre<br />

la mesada. Este era el momento habitual para su almuerzo y su cuerpo lo recordaba<br />

bien, pero no sólo se dirigían a una entrevista pactada por segunda vez, sino que<br />

sólo pensar en solicitarle un recreo a su compañera, que miraba hacia adelante<br />

fabricándose una tras otra nuevas caras de culo, era dar pie quizá a algún gritito de<br />

histeria y seguramente a que la tarde se estirara por demás.<br />

Cuando avistaron el puente Pueyrredón ambos estaban fuera de su horario de<br />

trabajo y Cúneo era el culpable. El silencio de Silva, la represalia.<br />

40


BALLESTEROS DESPARRAMABA SU BARRIGA en la felpa de un sillón<br />

estremecido. La vertía a ambos lados de sus propias piernas, a tal punto que Cúneo<br />

se vio en la solidaria obligación de señalarle que por favor no se levantara. Estrechó<br />

la mano sudada del gordo y notó el gesto despectivo de Silva.<br />

– Qué tal, Ballesteros. ¿Cómo va eso? – dijo Cúneo antes de sentarse, echando<br />

una mirada circular alrededor de la venda impregnada en yodo.<br />

– Ya no duele, por lo menos. Lo que sí me va a tener que gritar un poco.<br />

– No se preocupe, para eso estamos. – sin entender lo que había dicho,<br />

continuó. – Va a tener que viajar a San Luis, Ballesteros. – en su mano había un<br />

papelito rectangular con la fecha y hora del nuevo turno médico – Allí le van a hacer<br />

un estudio necesario para la confirmación científica de la lesión.<br />

– ¿Otro más, doctor? – el papelito parecía aún más pequeño entre sus dedos<br />

callosos.<br />

– Otro más Ballesteros. El primero es un chiste.<br />

El gordo asintió como si hubiese recibido una orden.<br />

– Las fotos… – murmuró Silva al oído de Cúneo.<br />

– ¿Eh?. Ah, sí. Un hombre de apellido Páez va a presentarse en la clínica. Le<br />

van a tomar unas fotografías, de su oído, de su pecho, según vaya indicando el<br />

médico. Si ve que están por despacharlo sin sacarle las fotos, por favor recuérdeselo<br />

al doctor. ¿Me entiende Ballesteros?.<br />

El gordo asentía automáticamente. Sus ojos, dos esferas opalinas con un breve<br />

cénit color marrón, se agitaban como su barriga, expulsados por la tiroides.<br />

– Algunas cositas quedaron en el tintero, Silva le va a hacer algunas preguntas.<br />

Es por el papeleo. ¿Trajo lo suyo? Correcto.<br />

Cúneo levantó ambas trabas de su maletín, un olor a oficina salió de entre los<br />

documentos y Ballesteros pensó que de esos papeles que revolvían los abogados<br />

emergía el olor de su hábitat. Luego pensó en su propio lugar de trabajo, en el olor a<br />

grasa, a aceite calcinado, y aquello le produjo nostalgia. Entonces retornó al salón<br />

donde estaba y al sillón donde se desparramaba y atisbó la cadena de pensamiento,<br />

del olor del maletín, a los motores. Pero no le alcanzó para sonreír.<br />

– Sí doctor. – respondió por reflejo. Un segundo después entendió cuál había<br />

sido la pregunta.<br />

– Mi recomendación es que no hable con el delegado. ¿Se han puesto ya en<br />

contacto? Bueno, se van a poner. Le puede resultar un poco violento, pero no<br />

sabemos para qué lado juega el sindicato. Si lo buscan, usted me llama. Pero no les<br />

diga nada Ballesteros, por favor.<br />

– Discúlpeme doctor. – la palabra parecía haberle salido antes de decidirse a<br />

hablar.<br />

41


Cúneo volvió con sus ojos al interior de su maletín y apenas le dedicó una<br />

conjunción extraña y animal de emes y jotas.<br />

– Eh… ¿qué pasó con?, discúlpeme doctor, pero ¿qué pasó con Arizmendi?.<br />

Cúneo lo miró a los ojos un instante y le respondió flojamente.<br />

– Arizmendi sigue siendo su representante, sólo que ha considerado oportuno<br />

designar a un equipo, a cuyo cargo estoy, para que su caso reciba la atención que<br />

merece. Pero quédese tranquilo, yo trabajo para Arizmendi y por lo tanto usted,<br />

legalmente, sigue siendo cliente suyo. Ahora Sil… – y se encontró con la mano de<br />

ella extendida y rozándole el pecho, con los papeles estáticos entre sus dedos –<br />

…voy a hacerle algunas preguntitas.<br />

Cúneo tomó las hojas precisamente ordenadas y comenzó la indagación.<br />

Por la ventana de ese roído edificio atravesaba la varilla enclavada de una<br />

cúpula aún más añeja que parecía rajar el cielo gris y la sangre eran las nubes negras<br />

y estiradas que se vertían sobre el horizonte, hacia el extremo oriental de la<br />

autopista. Cuando salieran, Silva y Cúneo descubrirían que la humedad de la<br />

primera tarde les había jugado un engaño y los abrigos que negaron al salir de<br />

Tribunales se convertirían en anhelos rencorosos.<br />

Ballesteros tenía las mejillas manchadas de negro, hombros fofos, nariz<br />

aplastada, una madeja plomiza por cabellera y una tos seca e impresionante que<br />

interrumpía a cada rato con un “perdón”, colocándose el puño cerrado frente a la<br />

boca.<br />

Respondía con evidente aprensión, consultándose en secreto si al hablar<br />

traicionaba a sus compañeros, a su gremio, a su madre o a su patria. Daba detalles<br />

de su sitio de trabajo con pasión, como si los listones de la línea de producción<br />

fueran los más exquisitos cortes del ebanista y los dientes de la sierra le hubiesen<br />

arrebatado la oreja con ternura. Esa imagen romántica de las máquinas grasientas y<br />

el galpón de chapas voladas no favorecía a su causa. Cúneo se lo explicó y el gordo,<br />

al asentir con un leve cabeceo, pensó que había vuelto a traicionar.<br />

El abogado entendió perfectamente que el problema mayor era la falta de odio<br />

por parte de Ballesteros, demasiado vulnerable a la soledad repentina y a tantas<br />

horas libres por día. Las caminatas por las avenidas, de la mano de sus colegas<br />

desocupados, habían aportado sustento a su ánimo, pero luego alguna disgregación<br />

tuvo lugar y allí estaba ahora el gordo, con la desesperanza helada como única<br />

propiedad. El primer desafío era, entonces, hallar el modo de canalizar esa<br />

depresión hacia un rencor vigoroso.<br />

– ¿Conoce usted las dimensiones del galpón?.<br />

– Tendrá unos quinientos.<br />

– Metros cuadrados…<br />

– Ajá.<br />

Cúneo lo cotejó mentalmente. Había una ancha diferencia con lo que constaba<br />

en el informe cedido por Arizmendi.<br />

– El aire que usted respiraba era nocivo, Ballesteros.<br />

Su abogado decía que en tantos años el aliento se le había cargado de partículas<br />

malas y él no entendía cómo cuernos iban a probar aquello, si el aire que se respiró<br />

fue de nadie, es de todos y no está más.<br />

– Y lo que le pasó a su oreja es consecuencia de su dificultad para respirar. Me<br />

dijo que había dos tolvas ¿no es cierto? y que a veces una de ellas estaba apagada.<br />

42


¿Sabe usted si le efectuaban mantenimiento?<br />

– Ramón se colgaba de vez en cuando y le pegaba unos martillazos. Ahí<br />

arrancaba.<br />

“Ramón”, se repitió Cúneo, pero lo descartó.<br />

– ¿Ramón cuánto? – se impuso Silva.<br />

– Castro. Pero se colgaba porque se colgaba, nomás. Él era tornero.<br />

Silva anotó el nombre de todos modos, dejando claro que entendía y compartía<br />

la estrategia de Cúneo de enfrentar al ex empleado de Coninea con lo que sabía de<br />

su propio ámbito.<br />

– ¿Sabe usted quién o quiénes eran los encargados de mantenimiento? –<br />

preguntó la abogada secretaria. Había encendido otro cigarro negro, quizá porque<br />

había previsto no hacer preguntas, y al poseer ocupadas ambas manos, una con la<br />

birome y otra con la carpeta que apoyaba sobre sus piernas, debió hablar por entre el<br />

filtro al modo de un marinero con su pipa colgando.<br />

– Había una empresa contratada para eso. Venían cada tanto con sus chalecos,<br />

pero le daban bola a la fresa nomás, o a los dientes o a la cinta.<br />

– No a las tolvas.<br />

Ballesteros arrugó la cara, abrió la nariz. Ese gesto le hizo toser. Luego del<br />

sacudón, con la mano mojada sobre los labios, puntualizó.<br />

– A veces nomás se subían.<br />

– ¿Tiene idea del tamaño de las tolvas, Ballesteros?<br />

– Serían más o menos así. – dijo el gordo separando sus manos y extendiendo<br />

pulgares e índices. – Poco más de una pizzera. Sí, pizzera y media sería, más o<br />

menos.<br />

Al describirlas le llegaron a la mente las astas lerdas y mugrientas de los<br />

ventiladores colgados a la altura de las ventanas perimetrales del galpón. El<br />

estruendo helicoide era monstruoso y sólo el zapateo de la fresa lo reducía a música<br />

de fondo.<br />

Ballesteros aportó lo que supuso acerca de filtros de mascarillas, luz ambiental,<br />

cascos, guantes, botas e higiene general.<br />

Cúneo murmuraba con mayor prolongación antes de iniciar cada pregunta.<br />

Una vez murmuró el tiempo suficiente para entender que no había más para decir.<br />

Miró las anotaciones propias y espió las de Silva. Parecía que ahora la primera parte<br />

estaba completa. Seguirían las investigaciones de campo, el estudio de la legislación<br />

particular, la definición de la estrategia y en base a ella la organización de los<br />

elementos probatorios.<br />

Suspiró con exageración y echó su silla hacia atrás para comenzar a irse.<br />

– Bueno Ballesteros. No falte al turno de la clínica, por favor.<br />

Su defendido le estrechó una mano mientras pensaba en cómo costearía ese<br />

nuevo viaje.<br />

Cuando se enfrentaron a la tijera negra del ascensor, el gordo, que venía un<br />

poco más atrás, les dijo:<br />

– Vayan ustedes nomás, yo espero a que vuelva.<br />

Silva no dudó y se inmiscuyó en esa pequeña cárcel móvil, pegándose al espejo<br />

del fondo. Cúneo hizo ingresar primero su maletín y luego su cuerpo. Al cerrar, el<br />

saco se le enganchó en una de las hojas de la puerta, hecho sentenciado a una<br />

blasfemia que se desparramó por todo el túnel.<br />

43


Silva ya tenía el dedo en el botón.<br />

– Dale.<br />

– Pará. Che, mejorá esa cara. – dijo Cúneo y se calló.<br />

Ballesteros, desde arriba, miró a los abogados ser tragados por la tierra, resopló<br />

y se estremeció en un escalofrío.<br />

Si no fuese por la inapelable brevedad de la cabina, Cúneo hubiese jurado que<br />

Silva había salido antes que él y lo esperaba en la vereda. Su onerosa colonia era un<br />

reguero invisible a la altura de los ojos.<br />

– ¡Aaahhh!, ¡la puta que refrescó!. Me voy a casa. ¿Vos qué te tomás? Yo me<br />

tomo el 84. – dijo mientras ubicaba cada botón del saco en su respectivo ojal.<br />

– No, ni en pedo me voy en bondi con el frío que hace. Me tomo un taxi.<br />

Silva se abrazó a sí misma. El pañuelo era un chiste de abrigo alrededor de ese<br />

cuello tan blanco como la camisa.<br />

Cúneo apretó los labios, más los dientes, que le sonaron como<br />

resquebrajándose.<br />

Por la presente, se solicita que por medio de, a los fines que se persiguen a este<br />

respecto, irresuelto conflicto, patrimonio heredado, sin otros particulares, con el<br />

objeto, sin el objeto, atentamente expone su parecer, expresa, quien suscribe,<br />

sucriptor, debajo, los abajo firmantes, en primer término, se requiere de, a saber, las<br />

siguientes condiciones, en vigésimo nonagésimo quíntuple término, su presencia,<br />

sito en Ameghino al mil, en la patria irreductible, edificio sito, oficina sita en edificio<br />

sito en patria inenarrable, en el conjunto de las actuaciones descriptas, tal como lo<br />

prevé, artículo constitutivo, se procede, en presencia, los abajo firmantes si me hace<br />

el favor, aquí y aquí, firma, aclaración, tipo y número de documento, razón por la<br />

cual, permítame advertirle, esta es su firma, perito caligráfico, obligaciones civiles,<br />

adquiridas e indelegables, orden constitucional, claro que no, muchas gracias, firma<br />

aquí, aclaración allá, a saber, dos puntos, Pedo, Bondi, Frío, Taxi, Diez y Minutos.<br />

Una pared rota, otra pared rota y más allá, el cielo, dado vuelta lo salva de la<br />

caída o dado vuelta lo empuja más en ella, entonces es la duda, entonces es quien lo<br />

salva. Cielo se abre distancia entre frase e incógnita. Tocarse, olerse, a saber, dos<br />

puntos, Taxi y/o Pedo, en consecuencia, a partir de elementos irrefutables, contarse,<br />

anotarse, Minutos, caballeros, ¿alguna objeción?, Diez, una imagen presentó la<br />

lejanía como una salvación; la nube, pendiendo de nada, como lo que es, nada,<br />

propósito a todo, menos a él. Por qué no a él. Vomita Bondi, a saber, dos puntos,<br />

Bondi, vomita como ella, gregaria detrás de nube, a saber, no de Nube, dos puntos,<br />

nube negra, gregaria vomita los términos del contrato. Gregaria de nube negra<br />

vomita lo que él puede vomitar, lo que él vomita, a saber, dos puntos, Pedo, e.g.,<br />

Bondi, Frío. Seguirán naciendo sin que se detenga en cada oportunidad a ver el cielo<br />

y salvarse. Frase escupida al vapor yerto, carnet, pertenencia al mundo, bajo sus pies<br />

grasa de autopista, socio de algo de lo que ahora desprenderse, a saber, dos<br />

centímetros de agua sucia y coraje para entristecerse por gregaria de la nube negra,<br />

por su pequeña vida y su más aún diminuto destino, por pronunciar frases como<br />

esa, voluntad a frasco, cáscara. Por la misma, se deja constancia que tanto más aguda<br />

su capacidad de compasión más pesados sus zapatos, frágil sueño lúcido, regreso de<br />

marioneta, superficie de la caja de cartón, pesebre viejo, teatro de títeres, extraño<br />

resultaba mirarla con estos, los ojos de gregario de nube gris, nada más que gris, a<br />

saber, no la Nube que salva, extraño pues allí gregaria no sugiere ni tristeza, mucho<br />

44


menos, ratifico, mi parecer, en base a los hechos, se procede a, piedad. Una mina<br />

como aquella enfrente pasea al perro o aquella carga a niño, quizás más,<br />

seguramente más. Y con la percepción de los cuerpos como femeninos y su, sentir<br />

otra vez canaleta bajo los pies; también cuando hacía hermanos encendedor pucho,<br />

ofrecía la caja. Impotente más no evito, por la presente, corruptora invitación de<br />

quitar cigarrillo, hacer hermanos pucho boca propia boca. Reprimenda madre – que,<br />

por otra parte –, lo de todos y sintiendo como ibídem, haciendo. Grito de<br />

contumaces, ardores contumaces, tabaco y brasa temblar, convencerse - tampoco era<br />

-, mucho menos, porque los demás o por aquello de lo social o cual otra cosa<br />

relativamente cierta y falsa, sino, dos puntos, a continuación lo que prosigue sin<br />

mérito a la parte, genuino placer, se debe a, posteriormente con fines exclusivamente<br />

a tales fines inhalación de polvo arena gris transparente gris de forma de lo que hay<br />

detrás, genuino y repetido por miles, mismo placer de miles, mismo acto, misma<br />

acción quitar de caja, luego arder, luego luego luego luego luego besar, luego luego<br />

luego luego luego luego aspirar, luego luego luego luego luego luego luego escupir.<br />

Bra casa. Fin. Oh, tan cerca del agua mugrienta oh que el cielo hecho para<br />

nadie. Menos para él, menos para él, luego luego luego luego luego luego.<br />

Ajá, verlas no las hace insignificantes. El cielo no tiene color, globo, abismal,<br />

oscuro, mas real mas irrealidad, la luz recorta las aristas del vacío que lo hincha.<br />

Resultando lo siguiente, arrojando los siguientes ibídem: nube borde que empieza<br />

donde termina. Lleno para los avezados, los fí tísicos, duda para los rock mánticos,<br />

locos.<br />

Venía diciendo Silva.<br />

- Aunque Coninea lo firmó, estuve leyéndolo y tiene un cierre dudoso que bien<br />

manejado puede pasar por caduco. Y estos lo manejan bien. - acabó por decir.<br />

– No, el convenio colectivo definitivamente no sirve porque además sus<br />

exenciones...<br />

– No la sustentaría en el convenio colectivo - reiteró Silva con senilidad.<br />

– no pueden aplicarse en Ballesteros. Y esa creo va a ser la directiva de<br />

Arizmendi, el setenta y cinco del contrato de trabajo. – ella asintió con el pucho en la<br />

boca – Si la primera instancia es nuestra, al doscientos doce.<br />

– No creo que Arizmendi reserve un segundo lugar para el Vélez Sársfield. Es<br />

que según cómo se muevan las piezas, entre ellas el acuerdo que proponga la<br />

empresa, quizás la ley de contrato de trabajo termine por dejarnos aislados.<br />

Demasiado grande el riesgo y claro está que aquí no se contempla la posibilidad de<br />

romper el espejo en el que no nos reconozcamos.<br />

Cúneo refunfuñó. No consideraba esa posibilidad. Y enmudeció. De pronto la<br />

metáfora. Luego dijo lo único cínico que se le ocurrió. Entonces Silva respondió, pero<br />

él no supo a qué.<br />

– No son nuestros, precisamente, los mejores recursos. Pero la relación entre<br />

esquizofrenia y espejo empieza y acaba en la cinematografía, Cúneo.<br />

– Adivino que las fábulas no son tu debilidad.<br />

– ¿Por qué no? – Silva pareció de pronto lastimada y lo miró por un instante a<br />

los ojos, como suplicándole retractarse.<br />

Frente suyo y bajo el símbolo rojo de la anarquía, unos adolescentes tomaban<br />

cerveza y algún otro oscuro brebaje mezclado en una botella plástica cortada al<br />

medio. Un zumbido breve e infinito caía desde la autopista con cada vehículo. El<br />

45


tema climático ocupó la escena. El camino hacia la avenida se acortó y un nuevo<br />

breve silencio se festoneó de bolsas de nylon danzando con el viento y latas de<br />

gaseosas aplastadas bajo las suelas.<br />

– Vas a tener que ensayar una cara para presentársela a Ballesteros. Probá con<br />

un personaje, una distracción…<br />

– Chst. – se quejó ella – Mirá si me voy a tomar el tiempo para que no me vea<br />

como no me molesta que me vea. Más bien debería pensarme una especie de trance<br />

mental, un desvío para evitar que toda mi atención lo agasaje. Que lo mínimo que<br />

deba dedicarle – pitó el cigarrillo – que entre. Lo demás – echó el humo – que quede<br />

afuera.<br />

– ¿Tenés una explicación o es una cuestión… encaremos para allá – señaló la<br />

avenida con el hombro y luego con el brazo estirado – digamos, de piel?.<br />

– Cúneo... – dijo Silva arrugando la frente y sacrificando sus globos oculares al<br />

aire de ese barrio viejo. - Dejate de joder. Con el gordo no se me cruza ni<br />

remotamente la audacia de pensar en pieles. Aquella justificación pelotuda de los<br />

negros por negros de mierda ha sido por mí superada incluso antes de la escuela de<br />

leyes.<br />

Cúneo se rió por la referencia de Silva a aquel sitio, la honorable escuela de<br />

leyes, donde se impone el deber inicial de encerrar dentro de algún marco legal las<br />

vulgaridades adolescentes. Es el primer indicio del síndrome de la superioridad<br />

catedrática, a partir del cual pueden cargarse los mismos prejuicios que el resto del<br />

mundo, pero con la certeza de andar avalados por la mismísima Constitución.<br />

– El juramento ético no ha abolido mi derecho, ni el de nadie, a la repugnancia.<br />

¡Por suerte!. Seguimos siendo así sujetos de conciencia.<br />

Cúneo esperó unos segundos. En ese tiempo arrojó la colilla a la calle y apuró<br />

hundir esa mano en el bolsillo de su saco. La otra mano, que portaba el maletín, latía<br />

de frío. Silva se hizo dueña de su lapso para agregar más. La avenida espiaba a una<br />

cuadra de distancia, desde el horizonte de neones reflejados en el rocío.<br />

– Estos son los que cuando se juntan se creen dueños del mundo, no son ni más<br />

ni menos que patotas y desde ese lugar, ni más ni menos, te patotean. Si no le vi la<br />

jeta al gordo, si no se la vi. “Lo siento, pero por acá no va a poder transitar, señorita.<br />

Estamos efectuando un reclamo. La invitamos a solidarizarse”. Si no se la vi en el<br />

último piquete de la ruta 3. ¡¿Por qué no metés tu reclamo en el culo del que<br />

corresponde y me dejás de joder a mí?! Mi vieja, con unos dolores terribles. Come lo<br />

que no debe, escupe rojo, come lo que debe, vomita amarillo. ¿Vos me ves a mí<br />

rogándoles? Dejate de embromar Cúneo, este es un lúmpen al que se le acabó la joda<br />

porque vino un hijo de puta más hijo de puta que él y lo cagó. Y te digo<br />

sinceramente que prefiero al hijo de puta que lo cagó, porque al menos puede rajarlo<br />

y sus vacaciones de tiempo indeterminado no se bancan con nuestro sueldo.<br />

Seguramente en la panacea de Coninea el gordo se pellizcaba la pierna para iniciarle<br />

juicio al Estado por accidente de trabajo.<br />

Los pasos sobre el pavimento húmedo componían una cadencia sinfónica<br />

partida amargamente en dos cuando algún automóvil rasgaba el charco<br />

interminable. Ella dijo algo que resultó tan musical como el resto. “Si no le vi la jeta,<br />

si se la vi, si se la vi, si las calo a distancia, a la distancia se las calo”.<br />

– ¿Viste cómo la vida es circular? Ayer se asignó el poder para prohibirme el<br />

tránsito por el país y hoy tengo que defenderlo. Y hoy tengo que defenderlo, se<br />

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asignó ayer, el poder para prohibirme. Te digo, Cúneo...<br />

Silva se detuvo poco antes de llegar a la esquina y dirigió su boca y su mirada<br />

directamente al rostro de él.<br />

– Por mí, que-se-ca-gue. Si lo rajan sin un peso me importa tres carajos. A mí<br />

me alcanza con que la instrucción, el procedimiento y, eventualmente, el alegato<br />

sean prolijos para ganar puntos con Arizmendi. Nos vemos el lunes, Cúneo.<br />

– Silva. – se apuró a gritar él.<br />

Ella apenas se detuvo en una instantánea en el umbral del taxi.<br />

– Eso de la esquizofrenia…<br />

Ella rió. Su sentido del humor le resultaba sorprendente.<br />

– Psicología de primer año, Cúneo. El problema es no tener donde mirarse.<br />

La última sílaba se retrasó de tal manera en la atmósfera aceitosa, que el flaco<br />

del maletín en la mano morada siguió oyéndola incluso mientras Silva y el auto<br />

pasaban por debajo de la calle aérea y zumbona. Se alivió porque su indignante<br />

perfume lo abandonara y le imaginó una tragedia sin saber por qué. Luego atravesó<br />

la senda peatonal y bajo el techo plástico del refugio se dispuso a esperar la llegada<br />

de la línea 84.<br />

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VIVIÓ, REPETIDA POR DOS, LA MISMA SITUACIÓN. Pasaron, un hombre<br />

primero, luego una mujer. El uno por la misma vereda, la otra por la de enfrente, y<br />

lo saludaron con un ademán generoso. La mujer añadió una sonrisa. El hombre<br />

cabeceó con alguna insistencia y antes de tomar la esquina pareció decepcionarse.<br />

Cúneo, con duda, les devolvió el saludo y dedicó la soledad ulterior al intento de<br />

reconocerlos. Escaló los peldaños del colectivo y luego de una tardía inhalación de<br />

aire, arrepentido de no efectuarla antes de ingresar, el abogado se aplastó entre<br />

barrigas y nalgas, codos y carteras. El habitáculo estaba deteriorado, la pintura<br />

descascarada, las chapas abolladas como con multitudinarios punzones.<br />

Cúneo mira por sobre el hombro de una pequeña aprendiz de monja o eso<br />

deduce él por la capa blanca y el paño rojo e inusual, cómo esta juega enrollando<br />

finamente su boleto. La panza de la joven, apoyada sobre el respaldo de la butaca, es<br />

todo su sostén, pareciera haberse desprovisto del temor a rodar por el pasillo y<br />

confiarse al ceñido conglomerado de gente. En verdad, es difícil que alguien pudiera<br />

caerse en ese interior abarrotado. Los dedos de ella hacen viajar el papel entre índice<br />

y pulgar de una y otra mano. Lo enrolla hasta convertirlo en un tubo casi sin<br />

diámetro y luego lo plancha cuidadosamente, con la paciencia de quien quiere<br />

devolverle su antigua e imposible tiesura. El papel se extiende y vuelve a enrollarse.<br />

Hipnotizado con esa secuencia, Cúneo despierta sólo para estirar una mirada hacia<br />

su reloj pulsera. No recuerda haber dirigido una orden a su cabeza para alzar la<br />

mano y exponerse a los números, pero se resigna de todos modos a la visión de la<br />

hora. Tampoco entiende para qué quiere saber qué hora es. Tal vez sea la exhalación<br />

de ese acto de acostumbramiento, el éxtasis del tic. Ello le da excusa a Cúneo para<br />

ocupar el tiempo reflexionando acerca del conjunto infinito de movimientos<br />

involuntarios que dominan al Hombre. De pronto no basta que el corazón lata sin<br />

pedir permiso o los pulmones se hinchen con independencia, o quién sabe el trabajo<br />

mucho más complejo de células y hormonas que trajinan sin pudor. El cuerpo busca<br />

cada día más libertades y un día se halla rascándose sin sentir comezón, tronando las<br />

costuras de las falanges, mojando los labios con la lengua, actitudes por completo<br />

inútiles, pero independientes, desprendidas. Mirar el reloj sin interés por el tiempo.<br />

El boleto de la chica se arruga otra vez. El autobús frena con violencia. Va a<br />

arrancar pero vuelve a frenar. De aquí para allá corren nítidos insultos. El chofer,<br />

cuyo rostro de betún Cúneo alcanza a través del espejo circular, mira con desprecio a<br />

quien desciende. Por la puerta trasera un rodete de lana blanca y tambaleante va<br />

desapareciendo. Alguien, por atrás, toma el brazo de la anciana y la auxilia en esos<br />

escalones que deben parecerle precipicios. El cuerpo encorvado no ha dejado aún el<br />

habitáculo cuando este renueva la marcha, furiosa.<br />

Cúneo aprieta sus ojos, el ámbito está por demás húmedo y una gota de sudor<br />

48


proveniente de algún cabello ha desembocado en un sitio que le provoca ardor.<br />

Luego del pestañeo, Cúneo tiene una visión atáxica. Repentinamente nada coincide.<br />

Ese ómnibus, la monjita, al atravesar la ventana su mirada encuentra luces que no<br />

deberían estar allí, calles que primero desconoce y luego recuerda, pero sin lograr<br />

hacerlas coincidir con su intención. Cúneo baja otra vez a mirar el papel entre los<br />

dedos de la muchacha. Ha vuelto a extenderlo y descubre entre las impresiones<br />

negras un número seguramente erróneo. Hurga en el bolsillo por su propio boleto.<br />

Lo extrae convertido en una ininteligible esfera. Las inscripciones están aturdidas,<br />

no se leen ni la hora, ni el día. Cúneo sacude la cabeza. El número que ha visto en<br />

manos de la chica coincide con el suyo propio. Para confirmar, no queda más que<br />

estirar el cuello hacia las luces delanteras del coche y encontrar el cartel encendido:<br />

114.<br />

En comunión con el momento en que se ha dado cuenta de que tomó un<br />

colectivo equivocado, observa en la calle una esquina precisa. Se mueve con apuro,<br />

avanzando hacia el final del pasillo. Por suerte alguien ha hecho sonar el timbre. A<br />

los empellones logra bajar y encontrarse, de a poco con algo más de memoria, en la<br />

calle de la dama.<br />

49


EL LUSTROSO LLAMADOR da impacto y devuelve a los oídos de Cúneo un<br />

eco agudo. Adosado al marco de la puerta, el botón del timbre eléctrico espera<br />

siempre por un dedo pronto. Pero ella sabe que Cúneo es el único que acude a la<br />

manija de bronce para anunciarse.<br />

Cúneo oyó los chanclos arrastrándose. Mientras las trabas interiores se iban<br />

desarmando una a una, dejó de preguntarse qué diría. Antes de que la madera<br />

blanca descubriera la prolija figura de la dueña de casa, Cúneo pudo oír un<br />

murmullo. Ella se estaría preguntando lo mismo que él. Sin embargo, esquivando la<br />

duda, lo recibió con una sonrisa genuina y permanecieron estáticos en el soportal<br />

hasta que él, después de ubicarle el mechón serpenteante detrás de la oreja, le<br />

mostró sus manos. Ella las miró, tomó lo que traían, y regresó a sus ojos, cándida y<br />

lasciva. Él se preguntó secretamente si poseería, también, el don de hablar con el<br />

estómago o desaparecer de un baúl bajo el agua. La dama comprobó la fragancia de<br />

las flores y luego las apretó contra su enorme pecho. Él detuvo el tiempo, después<br />

hizo el paso que los separaba y la besó apretadamente.<br />

Atados por la boca reptaron hacia adentro. Ella le mordió el labio y lo condujo<br />

como a un perro dócil.<br />

Cuando a Cúneo el hambre le informó qué horas eran, ya apagaba su colilla y<br />

olía el humo de otro cigarrillo. Antes había extendido las sábanas sobre su pecho y<br />

se había dormido. Y antes aún, había cumplido en besar el ombligo, tostado<br />

ombligo, redondo, limpio, siempre núbil y presto, perfecto ombligo de Sebastiana.<br />

50


LA PANTALLA DEL TELEVISOR convulsionaba en azules y verdes. Cúneo<br />

tomó el teléfono de la mesita de luz. Del otro lado le negaron nuevamente la<br />

presencia de Saavedra.<br />

Sebastiana interrumpe el calzado de sus jeans por la figura catódica de un<br />

senador que enfrenta un sinnúmero de micrófonos.<br />

– ¿Este cayó por lo de Keys?<br />

– Qué va a caer. – se queja Cúneo y cambia apresuradamente de canal. Un<br />

koala rasca la oreja de su cría.<br />

– Pará, volvé. Quiero ver.<br />

A pesar suyo, Cúneo restituye el noticiario. Sebastiana se sienta a los pies de la<br />

cama. Acto reflejo y los labios despegados y amargos secos. Sale la mentira, parida<br />

de los amargos, secos y se suspende blanca hacia adelante siempre, arriba o abajo<br />

apenas pero adelante siempre y nariz también, labios de la nariz también, adelante<br />

siempre primero en tres cuatro fibras de mentira bien definidas luego en espirales<br />

caóticos. Algunas mueren pronto, se esconden en el aire del aromaterapia, se<br />

disfrazan de verdades verdes con perfume a ella pero están ahí, agazapados<br />

mentiras, otras se perpetúan en hilos que no se vuelven nunca para verle los ojos a<br />

su padre, que sigue dale que dale pariendo y el genital se abrasa al ser chupado<br />

lascivia por amargos, secos, última resistencia de la brasa pataleo desesperación<br />

espinazo del paladar, succionados por un par de picaduras de serpiente o amasijos<br />

en saliva en campanilla en frenillo laguna saliva, masticados dejan de ser y pasan a<br />

ser. Mentiras nuevas, frescas caliente por la nariz unas y por los amargos, secos. El<br />

padre los olvida y el regalo de bautismo es presenciar cómo la madre muere, madre<br />

macho, madre fálica muere quemada por los intestinos, el padre despachado en la<br />

cama, espalda almohada, desdén porque para lo que han servido los hijos ya han<br />

servido. Y se van, desterrados, hijas mentiras, hijos mentiras que tropiezan con<br />

verdades y se esconden para quemarle los pulmones a padres, invisibles<br />

quemaduras que ellos no vivirán para saborear, pero se quemarán ¡malditos! que<br />

paren y olvidan despacio se quemarán, con las uñas las mentiras rasgarán tractos de<br />

aquellos, las paredes de los tractos de aquellos que no resistan el impulso ¡malditos!<br />

de ssssss para adentro y allí estarán las mentiras pertrechadas para tractos rasgar,<br />

escondidas en verdades con olor a la dama.<br />

– ¿Por qué dijo dieciocho? – consultó angustiada Sebastiana.<br />

– Porque cuenta a la criatura que no llegó. Una de las alumnas esperaba un<br />

bebé.<br />

Inmediatamente luego de responder, Cúneo se arrepiente de tallar ese gesto de<br />

amargura en Sebastiana. A pesar de la inacabable oferta de catástrofes, secuestros<br />

extorsivos, asesinatos en las calles, quema de colectivos, robos con ensañamiento,<br />

51


desnutriciones y abandonos, aquellas muertes juveniles activan en ella sabe quién<br />

qué interruptor y entonces la conmueven de especial modo. Cúneo se negaba a<br />

aceptarlo, más aún frente a ella, pero la tragedia de la discoteca Keys también lo<br />

perturbaba. Aquella lejana mañana, hacía ya nueve años, había despertado y hallado<br />

sobre la mesa de su comedor un ejemplar que informaba del suceso en su primera<br />

plana. Se desperdigaban las fotografías de los muertos y Cúneo asoció<br />

automáticamente esos rostros con sus propios compañeros de escuela. La noche<br />

siguiente tendría lugar su propio baile de graduación. Tras leer la noticia, Cúneo lo<br />

vivió pendiente de las cortinas, de los muebles, de las maderas. Había entrado en<br />

pánico con toda colilla que se precipitaba al suelo, que volaba sobre las ropas.<br />

A él tampoco lo conformaba la sentencia al muchacho ebrio. Los chicos seguían<br />

muertos, no habían logrado salir por ninguna parte, se habían quemado lentamente,<br />

apelmazados unos contra otros, la futura mamá habría rogado por su bebé, se habría<br />

ahogado ella también con el humo irrespirable, ¿habría extraviado su conciencia<br />

antes de morir o habría asistido con toda lucidez al desprendimiento de cada gajo de<br />

carne suya y del ingénito?.<br />

Cúneo cambió nuevamente de canal. El koala partía un fruto. Sebastiana volvía<br />

a quejarse cuando Cúneo se anticipó.<br />

– No hay nada para escuchar.<br />

– Hablaba el senador. ¿Qué tiene que ver?<br />

– Alguna declaración de solidaridad tardía, de satisfacción por el fallo.<br />

Cúneo hizo morir al control remoto en la triste curva de su barriga. Sebastiana<br />

terminó de vestirse.<br />

– Voy a calentar algo para comer - dijo, y desapareció por el vano de la puerta.<br />

52


UNA TARDE DE AQUÉL MISMO INVIERNO en la peatonal Florida, la figura<br />

ancha de Gonzaga, viejo compañero de facultad, lo embistió tras un puesto de<br />

diarios. Luego de años de desencuentro, el Gordo Gonzaga, que ya no era más<br />

gordo, lo invitó a arrimarse a alguna barra y compartir un trago. Sin alcanzar a<br />

tomar una decisión, Cúneo ya estaba sentado junto a él inclinando la botella sobre el<br />

vaso. Si bien no los kilos, Gonzaga conservaba esa risa taladrante que se soltaba con<br />

los comentarios más desabridos. Todavía cursaba materias en la carrera de Leyes<br />

pero, como nunca había dejado de hacerlo, continuaba sin perderse las cantinas y las<br />

farras que constituían, según su visión, las últimas señales de la juventud. Aquello<br />

de sentar cabeza era un no volver atrás, el abandono de la juventud era un punto sin<br />

retorno que de ningún modo tenía que ver con la edad.<br />

Promediando la segunda botella, Gonzaga ya había abundado en detalles sobre<br />

el proyecto para el fin de semana inminente. E inaugurando la tercer botella, lograba<br />

incluir a Cúneo en la lista de invitados.<br />

El sábado llegó, el solo encuentro con las escaleras esmaltadas en grasa de un<br />

sótano húmedo casi logra el prematuro arrepentimiento de Cúneo, que dedicó varios<br />

minutos a la expectativa de entrar. Se detuvo en el primer peldaño, asistiendo al<br />

paso de hombres y mujeres que al cruzarlo parecían urgirle a ingresar o abandonar<br />

el antro definitivamente. Esa última decisión creyó haber tomado cuando una<br />

cabellera oscura surgió del mainel y rompió el grave murmullo del patio con el fino<br />

golpecito de cadenas doradas colgando de su cintura. Una sola tela pigmentada de<br />

mil maneras abrazaba los enormes pechos y esos eslabones brillantes parecían haber<br />

sido puestos allí para reforzar aquél valle que se quebraría ante tamaña<br />

voluptuosidad. Debieron ser de puro marfil los huesos de esa media mujer que<br />

crecía desde el ombligo desnudo. Venía anticipada por un aroma a Mediterráneo y<br />

cuando, sin inclinarse ni dedicar nada del blanco de sus ojos, pasó delante de él,<br />

supo que iba escoltada por unos compases de aquellos asimétricos cantos que los<br />

beduinos dedican a las víctimas del desierto.<br />

No pudo haber mejor estambre para este polen y Cúneo cambió el musgo de los<br />

astrágalos por la danzante morocha que lo condujo atrapado en sus espaldas hacia<br />

los escalones corroídos. Esa misma noche quiso encerrar en su palma a aquella<br />

dama, como quien encuentra un primitivo guijarro indígena en la playa, y retirarse<br />

de allí con urgencia.<br />

La dama saludó a una docena de personas, cubrió sus mejillas con ósculos de<br />

machos hambrientos, le rozaron brazos de diferentes propietarios y su intimidante<br />

porte no pudo evitar que algunos dedos impúdicos aterrizaran sobre la cornisa de su<br />

cadera. Ella ahuyentó con los haces espinosos de sus córneas oscuras a los que<br />

pretendieron poblarle la piel sin su asentimiento. Luego se deslizó hacia la barra,<br />

53


parecía estar sola.<br />

Cúneo vio a Gonzaga repartiendo vasos y sudando tempranamente. Con<br />

destreza esquivó su mirada y se puso a salvo en un rincón hacia el cual los dientes<br />

del ahora flaco no destellaban, en cambio sí las formas onduladas de la morocha. No<br />

es que no supiera qué decir o temiera no atrapar convenientemente la atención de la<br />

dama. Ella se ubicaba más allá de toda mísera posibilidad humana de conquista,<br />

porque su perfil a punto de quebrarse sobre esa banqueta afortunada poseía el<br />

imperio de inhibir a cualquiera, su forma hacía deslizar el aire por una curva<br />

imprevista, inefable. Su sola presencia depositada allí, establecía en ese lugar el<br />

centro, el kilómetro cero. Cúneo decidió contemplarla desde la lejanía un tiempo<br />

prudencial. La certeza se le desdibujó, no era de odaliscas su aroma, sino que<br />

provenía de los cordones bizantinos del palacio Ducal. Había equivocado el rumbo<br />

al identificarla con las tramas translúcidas de los velos del oriente cercano, su piel<br />

blanca ahora le anunciaba que su patria era, en realidad, la isla sobre el Véneto.<br />

No había logrado decidirse por la primer palabra que pronunciaría, cuando la<br />

mano todavía pesada del ex gordo se le desparramó en el hombro.<br />

– ¡Cúneo!, ¡Viejo!<br />

El hálito espolvoreado de Gonzaga era firme prueba de que bebía desde hacía<br />

unas cuantas horas. Cúneo lo abrazó fraternalmente y lo invitó con un trago como<br />

recompensa por haber puesto delante suyo tamaña hembra. Gonzaga entendió de<br />

inmediato y lo llevó al lado de Sebastiana.<br />

Hechas las presentaciones, Gonzaga dijo algo más para dejar prudentemente<br />

algún tema de conversación flotando en el aire y con un ademán se retiró para<br />

perderse entre el humo y la muchedumbre.<br />

Sebastiana se había negado a creer en las casualidades desde hacía mucho<br />

tiempo atrás. Pero lo más importante para ella no era, contrariamente a la idea no<br />

sólo de Cúneo sino de la gran mayoría de sus contemporáneos varones, el primer<br />

vistazo, la primera palabra, sino las que les sucedían. No era el hola ni el verso<br />

inmediato sino lo que venía luego y Cúneo acertó en una tontería que le aseguró la<br />

disposición de la dama por el resto de la noche. Jamás tropezó con llamarla Tana y el<br />

esquivo completamente involuntario pero prodigioso de ese lugar común le allanó el<br />

bosque.<br />

Sebastiana era una estudiante crónica que transitaba por entonces una<br />

extenuada carrera de arquitectura. Trabajaba en el generoso estudio de su padre. La<br />

sola confesión de su apellido traía a la mente un sinnúmero de letreros callejeros.<br />

Vivía en una casa chata, blanca y robusta cedida en carácter de herencia anticipada y<br />

Cúneo sentía a menudo que toda fantasía de realización para Sebastiana residía en<br />

las mejoras que proyectaba hacerle a esos espacios. Un encolumnado acá propondría<br />

mayor vigor ¿qué te parece?, un segundo piso, un dormitorio gigantesco con<br />

ventanales hacia el oeste, a veces detalles centesimales como la moldura de una<br />

armilla o la orfebre terminación para una ménsula.<br />

No era gran cosa aquella edificación pues databa del período de soltería de su<br />

padre, quien en su mocedad había adquirido el terreno con sólo un ambiente<br />

estrecho que comenzó siendo toda la casa y terminó convertido en el cuarto de<br />

cachivaches. Pero Don Zyrianos había sido previsor y las bases que fijó al suelo<br />

podrían sostener tres veces La Torre de los Ingleses. Más tarde, con su título<br />

flameando y un noviazgo que lo mudó al palacete de sus suegros, abandonó aquella<br />

54


construcción, y hoy su hija pretendía sacar provecho de las gruesas vigas para<br />

levantar una o dos plantas más.<br />

Su madre era su molde, no sólo la sangre, la tesitura, también el abismo de sus<br />

ojos, la voluptuosidad y los labios llenos que vibraban con fiereza ante la voz<br />

poderosa salida sin esfuerzo. Sebastiana había nacido en Italia, como sus abuelos, sin<br />

embargo lejos del Véneto como había creído Cúneo la primera noche.<br />

Una fugaz visita a la península, coincidente con el parto – no obstante<br />

Sebastiana pensaba que nada había sido casualidad y que su madre había<br />

postergado el alumbramiento para homenajear la tierra próspera de su progenie o<br />

aliviarle a su hija el peso de la ciudadanía con una que valiese la pena – la había<br />

sentenciado a la rara experiencia de provenir de un lugar al que no conoció sino<br />

hasta los dieciséis años.<br />

Cúneo, hábil con las yemas y el discurso, agradable físicamente, dueño de una<br />

mirada esquiva y firme en los momentos oportunos, sabía simular y mentir<br />

caballerosidad. Con ello lograba que la dama sonriera genuinamente a su lado,<br />

aunque un abogado no parecía ser el mejor complemento para Sebastiana; alguien<br />

tan cercano a los papeles, las oficinas, el sedentarismo, el mohoso encierro, tan<br />

propenso a la barriga bajo el escritorio, a la corbata repetida. El regocijo esporádico<br />

de Sebastiana podía explicarse por la clara oscilación de Cúneo entre este y aquél<br />

otro lado; a pesar de suponerse excelente en lo que hacía, a veces parecía haber<br />

nacido para otra cosa y a la dama, cuyo caudal compasivo superaba las más<br />

pesimistas expectativas, esa dulce y triste resignación a su destino no la<br />

decepcionaba, por el contrario, le resultaba melancólica poesía.<br />

En la mesa oval del comedor, el enorme cuerpo de Sebastiana se posa, como si<br />

pesara lo mismo que una pluma, en una silla que la recibe fascinada, sin chistar<br />

siquiera.<br />

– ¿Te conté cómo quiero decorar el living?<br />

Cúneo asiente respetuoso. A cada pregunta responde con precisión. Recuerda<br />

con exactitud la casa. Aún sin estar allí puede hablar de los esquineros de cristal, la<br />

colección de objetos relucientes que Sebastiana engrosa al regreso de cada viaje y<br />

acomoda con meticulosidad en los estantes de madera o sobre el mármol del fogón.<br />

Recuerda nítidamente las barras de bronce en los vértices convexos de las<br />

contrahuellas, la porcelana tallada de la grifería. Se ha olvidado de tantos lugares y<br />

cosas, pero la casa de Sebastiana se encarama a su memoria, como una sanguijuela<br />

balsámica. Cúneo piensa que es por la música de esos ambientes, las notas de Aretha<br />

Franklin y Charles Aznavour mezcladas en el aire, las cuerdas de Santana y de Paco<br />

de Lucía o las frases etéreas de la New Age, esa melodía que parece nacer de<br />

ninguna parte y el sahumerio encendido que envía su humo de frutas también desde<br />

ninguna parte. O las telas de colores puestas a un lado de la ventana, los llamadores<br />

de ángeles que cantan su silencio misterioso con cada suave movimiento de la<br />

atmósfera. Esa casa le es irresistiblemente familiar, aún más que la suya, de la cual, a<br />

distancia y efectuando el máximo esfuerzo, recuerda sólo el living y nada más que<br />

en los ocasos.<br />

Luego de cenar los restos de un almuerzo recalentado y beber sendas copas de<br />

jerez, el abogado y la dama se zambulleron nuevamente bajo las sábanas. Pero tras el<br />

beso final en el vientre no encendieron esta vez el televisor ni consumieron colillas.<br />

Sólo se dejaron lamer por la delgada luna de setiembre.<br />

55


NADIE RESPONDIÓ a su balbuciente llamado.<br />

El sitio estaba manchado de colores. Los lienzos colgados en las ventanas<br />

tamizaban el resplandor de la mañana. Un hilo de humo ingresaba fino por la puerta<br />

y en mitad de la habitación se abría en espirales. El aroma de jazmines le produjo un<br />

ligero vahído que lo ocultó nuevamente bajo la almohada. Despertar en esa tienda<br />

oriental era transitar el intervalo entre el sueño, que iba ciñéndose en sí,<br />

desapareciendo hacia el último punto de luz como una estrella que muere, y la<br />

inminente vigilia, como en un suave desliz.<br />

Cúneo miró la piel azul de su pecho, verde hasta el antebrazo y violeta en su<br />

mano. Él y cada objeto estaba atrapado en la red de las telas. Un paño naranja se<br />

interponía entre los ojos y el sol que agobiaba el patio. El aire olía a zumo de frutas<br />

seco, un rocío suspendido que le quitaba nitidez a toda la escena.<br />

Una lengua de sábana esmeraldina cruzaba su abdomen y era toda su ropa.<br />

Rozó con sus pies un almohadón de borlas despeinadas y el rostro chino y pálido<br />

grabado en un alhajero le sonrió desde la cómoda berlinesa.<br />

La habitación era un raro heptágono. Se convertiría en octógono cuando la<br />

pared donde se apoyaba el mueble de la ropa fuera echada abajo. Para entonces<br />

debía haberse concluido la construcción de la segunda planta, asignada para la<br />

habitación principal.<br />

El conjunto provocaba una idea de sitio en eterna construcción. En su interés<br />

por convertir la casa en una especie de símbolo del retorno a lo esencial, Sebastiana<br />

desechaba materiales paridos por una excesiva tecnificación en beneficio de objetos<br />

de mayor nobleza. Por ejemplo, los burletes que adheridos a las puertas y ventanas<br />

aislaban los ambientes del polvo y el olor, no eran de la usual goma industrial sino<br />

de un compuesto de caucho que los orientales conjuran para los ristreles de sus<br />

barcas. Ningún tramo del articulado eléctrico poseía plástico. Madera de berembí<br />

laminada en prensa, estratos de piedra o fibras de caña comprimidas en mortero<br />

reemplazaban los materiales tradicionales. Decenas de catálogos proponían<br />

alternativas inquietantes. “¿Sabés que en Bassora los tintes para las paredes se<br />

consiguen con excrementos de animales? Se los alimenta con lo propicio para lograr<br />

el color buscado y se los hace defecar en lodazales que luego se cuelan.”<br />

Entre el rasqueteo de unas hojas en la ventana pudo percibirse un sonido que<br />

fue ganando lugar, un rumor salido tal vez de la misma brisa vernal. Era la voz<br />

calma, algo lejana, de Sebastiana, que entraba por el vano y se perdía en algunos<br />

rodeos antes de llegar a oídos de Cúneo.<br />

56<br />

5


Hablaba con alguien que no le contestaba.<br />

Sabiéndose despierto, se fregó los ojos con la palma de su mano y quitó con la<br />

uña la lagaña matinal. Se sentó en la cama y el frío del piso le resultó reconfortante.<br />

La habitación estaba húmeda y el calor se filtraba por cuchilladas. Luchó contra la<br />

laxitud de su piel, que parecía un jubón descosido a medio caer, logró trabar las<br />

rodillas y se vio finalmente erguido. Hizo dos pasos y en la intersección de los<br />

caminos hacia el baño y la sala, vio las piernas desnudas y recogidas de una mujer<br />

apretada contra almohadones. Culminó el giro para entrar al baño y lo hizo con<br />

aplomo. No había espejo.<br />

Con el rostro aún húmedo y el cabello arado por los dedos, surgió en la sala,<br />

donde la figura de la dama se completó en el exacto momento en que despedía a un<br />

interlocutor invisible y un breve pitido emigraba del teléfono inalámbrico. Apoyó el<br />

tubo en su falda y dio a Cúneo la bienvenida.<br />

Un pocillo y un plato con una tostada eran el centro de la mesa ratona delante<br />

suyo. Ella lo miró sostenidamente y luego dijo: “Hay té en la jarra”. Volvió a decir:<br />

“En la cocina”. Él sonrió, ya lúcido, y murmuró: “Supongo que tendrás café”. El té le<br />

hacía pensar en hospitales y convalecencias y creía habérselo dicho. Mientras batía la<br />

crema y esperaba por la llamada de la pava, la trompeta de Auguste Dillon se<br />

expandió con fluidez por los corredores. Volvió a la sala, dejó la taza humeante a un<br />

lado de la tostada y se ubicó en la misma hilera de almohadones. Sebastiana se<br />

limitaba a mirarlo y de vez en cuando sonreírle.<br />

– Los sábados a la mañana son iguales que cualquier otro día a la mañana<br />

¿viste?<br />

Cúneo no entendió lo que ella dijo. Al cabo de un silencio donde las notas de la<br />

trompeta transitaron un crescendo vigoroso aunque breve, Cúneo inició un dulce<br />

reproche.<br />

Sebastiana sonrió sin hacer ruido.<br />

– Por épocas me pongo más charlatana. ¿Te desperté muchas veces? Espero no<br />

haber interrumpido algún sueño placentero.<br />

Cúneo pensó de pronto en aquello. Se le presentaron unas figuras, unas luces,<br />

suficientes para tejer un relato con cierto sentido.<br />

Recordó que su madre tenía la costumbre de preguntarle, en torno al desayuno,<br />

qué había soñado. Cúneo, de pequeño, solía responder que no había tenido ningún<br />

sueño. Entonces su madre, con palabras balanceadas entre academia e instinto, le<br />

desnudaba aquella razón que sostiene que todo el mundo sueña, pues soñar es<br />

pensar dormido. Hizo falta esa verdad transparente para que él supiera que siempre<br />

había tenido sueños, sólo que no los recordaba.<br />

– Soñé... hace unos días soñé – empezó a contar Cúneo a Sebastiana – con un río<br />

cubierto de juncos. Un río sin arena, con pequeñas barrancas de arcilla roja. La<br />

arcilla estaba por todas partes. El río parecía playo, pero aquí y allá había remansos.<br />

Cúneo ya estaba completamente despierto. Sin embargo, al oírse, quiso callar<br />

para continuar oyéndose. Pero no logró que su boca dejara de temblar.<br />

– En la imagen que recuerdo – continuó Cúneo, mirando hacia un punto<br />

inexistente – el río se hace tres. Un brazo continúa recto y otro, y otro. – un pedido<br />

gaseoso de auxilio se deslizó sobre un paño de figuras vivas, tan vivas – Yo estoy<br />

dentro del agua. Un curso de río que corre bajo las ramas de un sauce llorón. Una<br />

pareja nos mira desde la costa. No estoy solo. No recuerdo su cara. No recuerdo la<br />

57


cara de la mujer con la que estoy.<br />

Aunque Sebastiana no creyó que él no conociera a la mujer del sueño, era cierto<br />

que Cúneo no recordaba los detalles interiores de aquella figura inventada. Para él,<br />

era una silueta, una especie de globo de hule. Sin embargo, retenía con nitidez el<br />

cabello castaño, luminoso, y la tez blanca.<br />

– El agua nos llega al pecho. Hacemos pie. Estamos abrazados y nos miramos a<br />

los ojos.<br />

Sebastiana oye. No sonríe. Toquetea su cadenita dorada.<br />

- Pero de pronto ella se escurre. De la nada, literalmente, desaparece entre mis<br />

brazos. Desaparece, el agua se la traga. Me arrebata una desesperación insoportable.<br />

Hundo mis manos en la arcilla, busco, grito. – y no me oigo, pensó. No lo dijo,<br />

porque pensar en gritar sin oírse le resultó demasiado espantoso – Aquellos que nos<br />

miraban desde la orilla acuden de inmediato. Yo cuento – y no me oigo, piensa. No<br />

me oigo pero sé cuánto hace que ella no respira, piensa. – Cuento los segundos que<br />

esa mujer no respira. Siento – semejante tontería, piensa. Soñar que se siente. –<br />

Siento terror, porque la toco con la punta de mis dedos. Es la arcilla quien se la<br />

devora.<br />

Sebastiana tiene las uñas ni muy largas ni muy cortas, pero impecables. Color<br />

del nácar. Brillantes. Un almohadón cede su borla despeinada a las uñas de su mano<br />

derecha. Sebastiana la rasca, la araña, la tortura, quiere salvarla de la arcilla. La<br />

mano izquierda, por el contrario, se ahorca con la cadenita dorada.<br />

- Saco mis dedos cubiertos de barro. Salen mis dedos, con un manojo de pelos.<br />

Si hundo mi otra mano, me hundo. Aquella gente de la orilla nunca llega. Tiro del<br />

cabello y ella va desgarrarse. Pero asoma. Y está viva, respira, y le veo los ojos como<br />

dos burbujas a punto de estallar en la superficie. Y aquella gente de la orilla nunca<br />

llega y mis brazos, agotados, ceden. Se resbala, vuelve a hundirse bajo esa arcilla<br />

inverosímil pero real, real. Ahogo mis dos brazos para buscarla, otra vez los dedos,<br />

las muñecas, hasta el codo, hasta el hombro. Ya no hay nada bajo el barro blando<br />

que revuelvo. Apenas con las yemas, toco algo, su cabello, pero no puedo. Y ese<br />

remanso que me fuga.<br />

Sebastiana supo que ese silencio era inapelable.<br />

Se miró a sí misma, a sus pies. Aflojó la mano del almohadón. Desenredó la<br />

cadenita.<br />

– Qué horrible historia. Despertar sin saber si pudiste salvarla.<br />

58


– EL MIÉRCOLES A LA NOCHE tengo una cena con amigos.<br />

Dicho esto, Sebastiana se refugió en una pausa desconcertante.<br />

– Me gustaría que vinieras.<br />

Cúneo arrugó el ceño. Se dio cuenta y quiso volver sobre sus pasos, pero ya era<br />

tarde.<br />

– Unos amigos… – dijo Cúneo, solamente para establecer una posta en el<br />

silencio.<br />

No pudo evitar conjeturar. Los encuentros con Sebastiana habían sido siempre<br />

casuales, motivados por ímpetus hormonales que hasta allí les habían coincidido.<br />

Sebastiana no era dada a permanecer quieta. Había iniciado siete carreras, entre<br />

universitarias y terciarias, bailaba tango y afrosalsa, estudiaba Reiki y Feng Shui y<br />

salía religiosamente a trotar, como se disponía hacer aquella mañana. Sin embargo<br />

Cúneo no conocía a ningún amigo suyo, a miembro alguno de sus muchos círculos<br />

sociales, con la sola excepción de Gonzaga, a quien no volvió a ver desde aquella<br />

fiesta en el sótano.<br />

Lo mismo de parte de la dama. Sebastiana sabía, porque podía olerlo, que él<br />

acababa de separarse. Eso era todo. Y que era abogado. Aquel sujeto que bebía café a<br />

su lado era un desconocido al que podía creérsele lo poco que enseñaba.<br />

Ninguno de los dos esperaba demasiado, pero de pronto esa insinuación.<br />

Cúneo alargó el sorbo de café.<br />

Aquella sorpresa tenía un tinte agridulce. Amar sigue siendo claudicar. Y él<br />

estaba seguro de que si en ese momento volteaba sus hombros iba a hallar a<br />

Sebastiana del tamaño de un botón, agitando la bandera blanca.<br />

Sin embargo, al gira, no encontró un botón, sino la misma hembra italiana que<br />

conoció en el sótano, poderosa, dueña del mundo.<br />

- ¿Dónde?<br />

- No sabemos todavía. Algún restaurante de Puerto Madero. A Lucía le gusta<br />

por ahí.<br />

Sebastiana no lo involucraría en una multitud, sin duda se trataba de una cena<br />

íntima, de pocas personas, es decir, de pocas parejas. Aquello le produjo escozor.<br />

- Te confirmo en la semana - dijo él.<br />

- No. - dijo ella. - Confirmame ahora. En la semana me llamás y te digo dónde.<br />

- Ok.<br />

Sebastiana no sonrió, pero se había aflojado. Cúneo ejecutó el último sorbo al<br />

café. Ella tuvo enormes ganas de darle un beso, incluso de abrazarlo, pero sabía que<br />

era inoportuno. Cúneo simuló no darse cuenta y miró el reloj. Se iba haciendo hora.<br />

Limpió su boca con la servilleta que estaba bajo el plato. Anticipándose a ese<br />

ademán de despedida, la dama se inclinó hacia él.<br />

59


– No voy a pasarte el peine, pero tampoco vas a salir así. – y le acomodó unos<br />

mechones dispersos. – Vos buscás que yo te haga esto. – dijo – ¿No creés en los<br />

espejos?.<br />

Cúneo se consternó.<br />

- No sólo sirven para figurarse el infinito - dijo la dama - sirven también para<br />

peinarse.<br />

60


AL DESENROLLAR EL CORDEL AMARILLO, miró su índice colorado<br />

volverse blanco con paulatina languidez. Después dedicó los ojos a su muñeca, que<br />

no tenía cabeza, ni piernas y le faltaba un brazo. Volvió a enrollar lentamente el hilo<br />

en el mismo dedo, que volvió a ser rojo y brillante. Ella y su muñeca descansaban en<br />

el cordón de la vereda. Martina conservaba esa muñeca por su precioso vestido de<br />

paño. Con la gorda fibra amarilla que había sido su cabello, espiralaba una y otra<br />

vez su dedo índice. El resto de la muñeca la tenía Cúneo en su mesa de luz. Martina<br />

lo había dejado allí.<br />

Sus lustrosos zapatitos de broche taconeaban el asfalto cubierto de polvo, un<br />

moño bien apretado sujetaba su cabello y su piel olía a limón. Sin notarlo, el ruedo<br />

de su vestido cuadrillé rozaba la hebra de agua mugrienta que corría cuneta abajo.<br />

Martina esperaba por su madre, que debía traerle su bolso marinero y que siempre<br />

la dejaba aguardando en la vereda.<br />

Ensayaba el himno a Sarmiento. Cuando repetía aquella línea acerca de razones<br />

luminosas en noches de ignorancia, los dedos de Giovanna se apoderaron de su<br />

antebrazo desnudo y la obligaron a levantarse. Martina no sabía cómo hacía su<br />

madre para cargar carteras, bolsas, abrigos, sombreros y bufandas, y al mismo<br />

tiempo aprisionarla y conducirla a ella, con prisa pero también con precisión, por las<br />

baldosas de su barrio y de la ciudad entera.<br />

Martina se distraía a menudo. Uno de sus más recientes logros había sido darse<br />

cuenta de que eso le sucedía casi siempre cuando tenía a su mamá muy cerca. Por<br />

momentos, fragmentos de su vida se borraban. De un lado pasaba a estar en otro, sin<br />

recordar el espacio intermedio. Era cuando entendía que se había entretenido con<br />

algo. Afortunadamente, podía recordar qué era lo que la había extraviado y a veces<br />

se reía por las cosas que entraban a su cabeza sin pedirle permiso. Entonces mamá le<br />

preguntaba “¿De qué te reís, mi amor?”. Pero otras veces Martina no se reía de lo<br />

que había estado pensando.<br />

En aquella oportunidad, cuando despertó, supo que estaba dentro de un taxi y<br />

llegando a su jardín. Decenas de pequeños cuerpos vestidos de rosa y azul<br />

pululaban en la vereda, la mayoría persiguiéndose unos a otros, por completo<br />

indiferentes a las ansiedades maternales por conservar la pulcritud de sus moños y<br />

guardapolvos.<br />

Martina buscó a su padre a través de la ventanilla. Apenas el coche se hubo<br />

detenido, la niña saltó del asiento trasero y se echó a correr por la vereda.<br />

Su madre gritó su nombre, pero Martina ya estaba abrazada a la barriga de<br />

Cúneo.<br />

– Hija. – tosió él – No tenés que bajar así de los autos…<br />

– Es que te vi, papi.<br />

61


Giovanna emergió del habitáculo con el bolso y los abrigos. Martina estiró un<br />

dedo y lo enganchó en uno de los bolsillos de su madre. Con la otra mano se ceñía al<br />

cinturón de su papá.<br />

– Hola Cúneo.<br />

– Entremos.<br />

– Llegaste temprano, papi – señaló Martina.<br />

– No, ustedes llegaron tarde.<br />

Giovanna sonrió con desprecio y meneó la cabeza.<br />

– ¿Me alzás? – la nena estiró los brazos a ese cielo suyo.<br />

– Martina, estás grande. – protestó la madre.<br />

Martina, en las alturas griegas, se metía los dedos en la boca y los hacía correr<br />

por sus bucles artificiales. El moño se aflojaba. Su madre entendía muy bien el<br />

desafío escondido, pero se limitó a arrugar un poco los labios y a mirarla a los ojos.<br />

El desconcierto de ese silencio incómodo encontró el relax en la llegada de una<br />

maestra pequeña. Sumergida en su desmesurado guardapolvo, se abrió paso con<br />

una voz aguda y melosa. Rozó la mejilla de Martina con su dedo joven y saludó<br />

cortésmente a los padres quienes, a cada turno, devolvieron el gesto haciendo subir<br />

y bajar la barbilla.<br />

– ¿Trajeron la ropita?. A ver si la mami nos acompaña vamos a cambiarnos.<br />

– Quiero ir con papá.<br />

– Mmm... los baños están ocupados por nenas y varones, pero en aquél aula<br />

van a estar cómodos.<br />

– Bueno – dijo Giovanna levemente abatida – entonces yo busco los asientos.<br />

La galería estaba colmada de gente y los cuerpos de Giovanna y la maestra no<br />

tardaron en perderse.<br />

62


GIOVANNA LEÍA UN PEQUEÑO LIBRO DE BOLSILLO, una novela de<br />

viajero. Sobre un lienzo deshilachado enlazaba sus piernas vestidas con jeans.<br />

Así la vio Cúneo por primera vez, bajo el refugio de una carpa canadiense y<br />

apenas iluminada por el pestañeo de un sol de noche.<br />

Aquella mujer estaba completamente sola en el mundo aquél y tardaba una<br />

eternidad entre una página y otra. De vez en cuando alzaba la vista y miraba al<br />

frente. Deslizaba el índice por encima de su nariz o refregaba los ojos con la base de<br />

la mano para retornar con delicadeza y lentitud al universo del guerrero, al<br />

escenario del crimen.<br />

Giovanna, que entonces no tenía nombre, hizo lo siguiente: luego de una frase,<br />

un capítulo, levantó otra vez sus antenas. Colocó el libro abierto sobre su falda y al<br />

cabo de unos instantes, sonrió. Sonrió para ella, nadie en el mundo hubo de<br />

enterarse de aquella sonrisa, salvo Cúneo, que echó un vistazo a los alrededores para<br />

confirmarse como único testigo.<br />

Una mañana después, Cúneo emergió del bosque y volvió a encontrarla. Esta<br />

vez no leía. Sus piernas colgaban de los maderos de un muelle desvaído. Otra vez<br />

estaba sola pero era sencillo imaginar que aquél tiempo de soledad era<br />

extraordinario. Giovanna probablemente viviera rodeada de gente.<br />

A cúneo no le interesaba realmente de dónde venían ella y sus compañeras, qué<br />

hacían en esa villa patagónica, qué estudiaba, si estudiaba, qué cuestiones ocupaban<br />

a sus padres, qué proyectos la distraían. Sin embargo, no pudo iniciar su<br />

conversación como hubiese querido, preguntando: “¿De qué te reías ayer?”.<br />

A su debido tiempo, Giovanna desató su lengua.<br />

– Me cuesta mucho leer. No por holgazana sino por distraída. – ella movía los<br />

labios suavemente – Leo una sola palabra y ya me escapé. Pero pareciera que no soy<br />

yo quien se escapa, es otro dentro mío.<br />

La mujer de cabello almendrado echó una carcajada. Breve fue la forma de<br />

burlarse de él y de su incredulidad.<br />

– Ahora estoy leyendo un libro que no recuerdo cómo se llama. – prosiguió –<br />

Hace como cuatro meses que lo llevo conmigo a todas partes y con suerte si leí un<br />

tercio. Lo peor es que si me preguntás de qué se trata... ¡qué sé yo!. No sé si me<br />

entenderás, pero si yo leo “una moharra asomaba sobre la fronda del sauce”, me<br />

detengo en el sauce, que probablemente se parezca al que visitábamos con mis viejos<br />

los fines de semana cuando nos escapábamos a las sierras. Solíamos recalar en el<br />

mismo curso de río, una playa angosta de rocas puntiagudas. Mis primos y yo nos<br />

lanzábamos desde una de las ramas menos podridas de un sauce que lloraba sobre el<br />

agua espumosa y transparente. Luego recuerdo las ampollas en mis pies debido a las<br />

piedras, o los helados de hielo seco que había que remojar antes de pasarles la<br />

63


lengua. Y recuerdo el regreso en el destartalado Citroën, en cuyo asiento trasero se<br />

apelmazaba la borregada. Veo a papá conducir lleno de agotamiento y a mamá<br />

cebándole los últimos mates. Después de ese delirio sacudo mi cabeza y me<br />

pregunto...<br />

– “¿Y las moharras?” – interrumpe oportunamente Cúneo.<br />

– ¡Claro! – festejó ella – ¿qué banderines? ¿qué moharras?, ¿qué cuernos estaba<br />

leyendo?<br />

– ¿Cómo le quedaba a mamá este guardapolvo?<br />

Martina sabe que ese guardapolvo fue una vez de su madre.<br />

– Nunca la vi usando este guardapolvo. – responde Cúneo, alisándole el<br />

vestido. – Y dejate el moño tranquilo. Seguramente mamá lo usaba antes de que yo<br />

la conociera.<br />

– Cuando vos la conociste, ¿mamá ya era vieja?<br />

64


FRENTE A UNA MULTITUD de globos perlados y bombillas de colores,<br />

acurrucado en una incómoda silla plástica, Cúneo observaba el escenario donde los<br />

niños habían iniciado las declamaciones.<br />

El salón era cúbico, las mitades inferiores de las paredes estaban lamidas con<br />

pintura lavable, el techo era bajo y las ventanillas rectangulares y largas. El amplio<br />

espacio se alivianaba con columnas de fustes cuadrados, rígidos. A los costados y<br />

por detrás aparecían las ventanas de las aulas, una pegada a la otra, progresando en<br />

una insoportable cadena de espejos. Cúneo sabía que estaba reflejándose por<br />

doquier. Por demás sabía que era imposible escapar a las superficies especulares en<br />

todo momento, intentarlo era un absurda pérdida de energía, pero al menos<br />

defendía su derecho a evitar que el Cúneo de los cristales encontrara los ojos de este<br />

otro, dueño de los olores y los sabores.<br />

Se procuró indiferente a los hermanos a sus espaldas, quiso concentrarse en<br />

aquellos pigmeos que en homenaje al gran padre del aula desfilaban vestidos de<br />

mineros, soldados, maestros y presidentes, y se interrumpían en los discursos<br />

provocando las extasiadas agitaciones de los padres. Pero un temblor le visitaba, una<br />

comunión de huéspedes inesperados le violó la piel. Ya era tarde. Al principio pudo<br />

disimularlo sacudiéndose en un escalofrío. Luego el aire se llenó de puntos y<br />

espirales, de círculos concéntricos como piedras al agua. Cúneo sabía que lo<br />

escudriñaban desde todos los cardinales, los cristales lo urgían a girar y encontrarse<br />

con su reflejo, en este, en aquél, en cualquier espejo. Provenía del vidrio un vacío<br />

hueco y helado que le golpeaba los hombros o la espalda, a veces era ardiente como<br />

el hálito de un dragón y casi podía oler sus propios cabellos chamuscados,<br />

abrasándose hasta los capilares, entonces el fuego le había penetrado. Lo tenía<br />

dentro y pronto lo sentiría viajando entre el cráneo y la duramadre, y dentro del<br />

cerebro, codeándose con las terminales eléctricas; apretó los ojos. El reflejo que le<br />

venía de todo el lleno circundante le saldría por la nariz, por la mirada, obligándolo<br />

a verse, a recomponerse en un cristal. Lo habrían, entonces, devorado. Iba a gritar.<br />

La escuela de su hija, la loggia vibrante de aplausos, el salón de actos, la incómoda<br />

silla, lo oirían gritar. Iba a salir corriendo como una niña despechada, tirándose de<br />

las mechas. Asustada. Eso era. Asustado. Asustado por el recuerdo. Vívido recuerdo<br />

que se hacía presente ahí, como una sombría opresión de dedos en el diafragma, una<br />

aguja pertinaz en el estómago, en el pulmón, más en el derecho, que latía como un<br />

neumático, abriéndose hacia afuera con todo el aire, ácido como la palabra matinal,<br />

luego los huesos, luego los músculos, feteados en lonjas irresponsables, finalmente la<br />

piel. Ahora él mismo se paría sin voluntad, insoportable tensión por mirarse. Aquél<br />

presente de patio de escuela, era su vívido recuerdo. Ese vívido recuerdo que luego<br />

olvidaba, porque olvidaba. Se iba el espejo y él olvidaba. O se iba él del espejo y<br />

65


olvidaba. Pero ese volver a salirse de sí cada vez que un espejo lo impelía a verse,<br />

cada vez con menos oportunidad para sobrevivir.<br />

Comenzó a ahogarse, a ponerse violeta, las piernas le temblaron. Entonces<br />

apareció Martina, ungida con la leche de su uniforme. Cúneo la bebió de un sorbo y<br />

las baldosas dejaron de moverse. Pero no estaba en su silla. El escenario había<br />

quedado a un costado, por encima de él, casi cayéndosele junto con los monigotes<br />

que zapateaban las tablas. Y Martina frente suyo, mostrándole los orificios de su<br />

nariz. Allá atrás, una silla vacía. La que él había ocupado. Y en sus manos, un<br />

extraño aparato a través del cual podía ver a su hija, en la cabecera del escenario,<br />

dominando el lugar. Un brutal estruendo. Madres y padres golpearon las palmas<br />

hasta el ardor, él también, mientras retrocedía para plantarse nuevamente a un lado<br />

de su silla.<br />

Giovanna no podía sobreponerse a sus lágrimas, secaba una y otra vez sus ojos<br />

con fruición y volvía a desparramarse el maquillaje para entonces retornar al<br />

aplauso feroz. La “marcha del maestro”, como su hija la había llamado, se inició con<br />

la voz de Martina para luego poblarse de las voces desafinadas de los padres.<br />

Que los acontecimientos tuvieran lugar adelante, redujo a Cúneo el riesgo de<br />

mirar a Giovanna. Pensaba angustiosamente en la última pregunta de su hija,<br />

insuficiente, sin embargo, para comenzar a responderse cuánto de su amor<br />

pertenecía al recuerdo que de ella tenía y cuánto a reconocer que alguna vez habían<br />

prometido cuidarse hasta la muerte.<br />

66


UNA AMABILÍSIMA SEÑORA DISFRAZADA DE ADOLESCENTE anunció la<br />

desconcentración del acto e invitó a los presentes a unirse al copetín. Por la galería se<br />

repartieron maestras munidas de bandejas y canapés, y copitas de alguna gaseosa<br />

transparente.<br />

Giovanna exageró una sonrisa para enmascarar la melancolía que toda empresa<br />

hedonista, por más primitiva que fuera, le provocaba, y dijo que no al canapé,<br />

adueñándose de un vaso.<br />

Cúneo aceptó ambos y simuló distraerse con un gordito revoltoso que tiraba de<br />

las trenzas de las niñas. Giovanna lograba parecer tranquila pero algo tenía que<br />

suceder pronto y acabar con la perpetuidad de ese silencio.<br />

A unos metros Martina conversaba animadamente con una compañera cuyo<br />

enormes lentes transformaban sus ojos en caricaturas. Ya vendría a romper el cuadro<br />

o a hacerlo todavía más intenso.<br />

Cúneo se sobresaltó cuando Giovanna expuso una tontería que podía haber<br />

obviado.<br />

– En el bolso hay una muda para Martina. Sé que en tu casa tiene ropa pero esto<br />

se lo compró la abuela hace poco y ella quería usarlo.<br />

Cúneo hincó los incisivos en el paté, luego corrigió la higiene de sus labios con<br />

una servilleta.<br />

– Con lo que pagamos podrían servir algo más delicado.<br />

– Pagamos para que no acuchillen a Martina en un aula, para eso pagamos.<br />

Por fortuna, Cúneo no entendió aquello como un temor repentino ante la<br />

amenaza de reducción de cuota alimentaria, sino como mera reafirmación de los<br />

objetivos familiares.<br />

Aquella misma señorita que les indicara el aula donde vestir a Martina vino a<br />

proponer una tregua. Llevaba el rostro pintado de rojo. Había participado de un<br />

sketch disfrazada de tomate y al pestañear, sus párpados empalidecían en mitad del<br />

rostro colorado.<br />

– Hola, los papis de Martina...<br />

– Así es. – Giovanna volvió a exagerar la sonrisa. Cúneo estiró su mano para<br />

estrecharla con la de la maestra.<br />

– Yo soy la señorita Susana y quería aprovechar este momentito para hablarles<br />

de Martina.<br />

Giovanna se olvidó por completo de su sonrisa y tuvo un súbito recuerdo de lo<br />

que era el miedo. Pensó en catástrofes imposibles, en agonías, en mutaciones. Vio<br />

proyectadas frente a sí representaciones vertiginosas de su hija involucrada en los<br />

más atroces acontecimientos.<br />

Cúneo apretó los labios, sabía de antemano que el gesto compasivo de la<br />

67


pequeña docente estaba a punto de colocarlo en un sitio que había previsto desde<br />

hacía tiempo. Ese momento había sido de esperar, a él no lo había tranquilizado que<br />

se postergara, claro tenía que esas cosas se producen antes o después. Para hacer<br />

frente a lo que se disponía a oír había procurado acumular entereza, sin embargo,<br />

nada podía evitar que las palabras que daban cuenta de la tristeza de su hija lo<br />

destruyeran.<br />

– Quería hablarles de Martina. – volvió a oír él sin saber si la frase había sido<br />

pronunciada otra vez o si se había largado a pensar todo aquello mientras la maestra<br />

se acercaba.<br />

La señorita hizo una pausa demasiado extensa, como aguardando una señal<br />

para proseguir. Advertida por el modo en que la madre se mordía el labio inferior,<br />

inició el detalle.<br />

– Como ustedes han sido los papis que menos hemos citado y por lo tanto con<br />

los que menos oportunidad hemos tenido de hablar, aprovecho que hoy visitan el<br />

jardín para comentarles algunas cositas.<br />

Aquella mujer llenaba los espacios entre palabras con una desmedida cantidad<br />

de aire. De vez en cuando un niño venía a tirarle del guardapolvo y ella lo ignoraba<br />

con destreza.<br />

- Me sorprende la madurez de Martina. - dijo. - No sólo a mí, a todas las<br />

señoritas. Tiene una velocidad de respuesta poco frecuente en chicos de su edad. Es<br />

lúcida y atinada ante nuestra solicitud y, lo cual no constituye dato menor, coherente<br />

ante sí misma. Su claridad en determinados planteos la ubican en un nivel de<br />

desarrollo cognitivo por encima de su grupo etario. Lo que a otros les cuesta mucho<br />

elaborar, ella lo expresa con sencillez. Se ve que está hiperestimulada. Es buena<br />

compañera, le preocupa la injusticia, hemos tenido algunas charlas con ella cuando<br />

considera que alguno de sus derechos o de sus compañeritos se vulnera.<br />

La mujer se detuvo como si le hubiese dado una puntada en la columna. Como<br />

si se hubiese muerto de repente. Los miraba a ambos, sin embargo Cúneo pensó que<br />

al hablar miraba a Giovanna, y Giovanna viceversa.<br />

Se tomaba una mano con la otra. Vino otro niño a sacudirle el bolsillón, pero la<br />

maestra conservó la vertical. Sonreía apenas, con una rigidez espantosa. Los ojos<br />

volvieron a latirle, como si recordara de pronto que había estado hablando.<br />

- Quería decirles esto para que se queden tranquilos.<br />

Giovanna asintió levemente. La maestra tomate continuó.<br />

- Martina ha manifestado a su manera que este año le ha propuesto obstáculos<br />

complejos...<br />

Giovanna dejó de asentir.<br />

- ... y eso me impone un mayor deber en informarles sobre las condiciones de<br />

su evolución fuera del ámbito que ustedes como padres conocen.<br />

La mujer que de pronto parecía inteligente despertó en una sonrisa que no<br />

mostraba los dientes. Se quedó observando a los padres de Martina por un período<br />

bastante largo. Giovanna se relajó y accedía complacida. De Cúneo volvía un<br />

asentimiento protocolar.<br />

– Muchas gracias – dijo Giovanna – nos pone... – errado el pronombre no le<br />

quedó otra alternativa que proseguir con urgencia – ...muy contentos.<br />

Iba a decir “orgullosos” pero a último momento le pareció una referencia por<br />

demás positiva hacia una labor en común con su exmarido y no era precisamente lo<br />

68


que hubiese querido oír de sus propios labios.<br />

– Muchas gracias. – repitió Cúneo haciendo uso de su ecolalia para los<br />

momentos que debían romperse con rapidez.<br />

La señorita tensó nuevamente la boca, recompuso la sonrisa y lanzó con una<br />

diplomacia que le quedaba al dedillo:<br />

– Bueno, si me disculpan, voy a hablar con otros papis.<br />

De la nada apareció Martina estrellando su nariz en la barriga de Cúneo. La<br />

copa dejó caer algunas gotas de gaseosa. Se había acercado justo después de que la<br />

maestra se retirara y eso no escapó a Cúneo, que comprendió por qué su hija no hizo<br />

ninguna pregunta.<br />

Giovanna resopló dos veces y volvió a distraerse tras una mirada nubosa al<br />

moño de su pequeña.<br />

El vapor del mediodía levaba sobre los pechos.<br />

Cúneo observó de reojo a su exmujer. Verla relajada tras las palabras de la<br />

maestra no le alcanzó para despreciarla. Tenía lo suyo propio en qué pensar. Su<br />

propio desprecio pegajoso.<br />

Esas hermosas palabras de la mujer tomate. Martina era un ser maravilloso.<br />

Lideraba a sus semejantes, no dudaba en responder, hilaba coherencia con premura.<br />

No pensaba en trenzas ni en vestidos sino en derechos adquiridos, y ocupaba los<br />

recreos volteando injusticias a cambio de peinar muñecas o saltar la soga.<br />

Martina envejecía con rapidez.<br />

69


LA NENA TOMÓ EL ABRIGO de los brazos de su madre con un arrebato.<br />

Cúneo ya cargaba el bolso y se dirigieron al portón de salida.<br />

– Bueno mi amor, portcandeio mana candeio que ño caia nuni cana que nui que<br />

nui que nuuuui candeio caaaaandeeeioooooo que nui candeio io io io tum<br />

tummmmmmmm tummmmmmtuntuntin tuntuntin tun mmm mm mm candeio<br />

candei o candei o candei o candei o noche que calla de día de día se calla que noche<br />

candeio que noche ioma ma ma nooo mate bien.<br />

Giovanna apretó el cuerpecito que se dobló hacia atrás. Los cachetes le<br />

quedaron colorados un buen rato. Al separarse, Giovanna le acomodó el cuello del<br />

guardapolvo, enderezó el moño, le acarició los ojos.<br />

Cúneo observaba desde la propicia distancia de la esquina.<br />

– Cuidate ¿sídos tres una hoja a ver esta así, bien grueso es lo que me aparece<br />

mastico es como una frazada, mondongo, toalla, dientes, ñac ñac ñiec hacen los<br />

cabellos y tres osos como dorados como oro Aristóbulo que guitarra con alas me<br />

duelen los dientes pero me duelen como no se puede que no duelan no mastica nada<br />

es mondongo es toalla que está en la cabeza, día chocolates, chocolatines en el piso,<br />

tabletas será eso que mastico de noche, de noche veo toallas, frazadas encontrá tu<br />

duende Aristóbulo?, cuidate mucho. – oyó Martina decir a su madre como si le<br />

estuviera enviando a algún destino pendular entre una antigua certeza y una duda<br />

actual, nacida de la oscuridad abatida sobre las cosas su padre – Te quay no señora,<br />

por acá la casa tan desordenada, si hubiese avisado que venía. No así no porque no<br />

soy tu hija Nahír porque no importa si unos pocos años más, hay mamás de todos<br />

años. Sírvase, qué paqueta, de la abuela, lo dice pero no somos abuelas pero somos<br />

señoras grandes, oímos música vieja, como cuarelas, como candeiosiero mucho ¿sí?,<br />

te quiero mucho. Mucho, mucho.<br />

Martina no respondió más que con un beso torcido.<br />

Quiso huir, pero por consideración a su madre no se apresuró al caminar.<br />

Cúneo la recibió en la esquina y la niña, como si fuera parte de una obra similar<br />

a la que había protagonizado minutos antes, ejecutó las acciones progresivas de<br />

volver su vista atrás y revolver con las manos pequeñas el aire del mediodía.<br />

La suma de metros hizo que Giovanna se olvidara de sí, era el momento en que<br />

Martina la veía como una completa extranjera y apenas si lograba reconocer aquél<br />

rostro en la memoria de su vida.<br />

Cúneo apuró los pasos. Pocas cuadras más y el mundo era diferente. Luego<br />

padre e hija se encontraron bajo el refugio de una parada de colectivos.<br />

A la nena de los bucles no le salía ni una palabra.<br />

70


LA MUJER DE CABELLO ALMENDRADO muerde su labio inferior y asiente<br />

mudamente cuando le hablan. Tiene los ojos de un color ámbar espesado con alguna<br />

clase de chocolate. A veces son brillantes y ciegan, como aquella tarde a Cúneo en el<br />

ruinoso atracadero. Otras veces se tornan negros y abstrusos. Ella suele responder<br />

“color del tiempo”, al explicar la misteriosa suerte que somete a su mirada.<br />

Acerca de Giovanna, Cúneo supo primero que veía en la acumulación de más<br />

de dos personas la razón ineludible para una simpática celebración. Después, que<br />

esa rara habilidad latía en su imaginario con destino de bien de uso y herramienta<br />

profesional. Finalmente supo que, sin embargo, ella cubría las apariencias gastando<br />

sus días en la cátedra de Economía de la Universidad de Buenos Aires.<br />

Poco antes de que Cúneo la conociera, Giovanna se reía de sus incertidumbres<br />

y aplazarse en las decisiones trascendentales parecía divertirla enormemente,<br />

refugiada en la certeza de que, llegado el momento, su talento la conduciría por<br />

camino seguro y a modo de bastón blanco.<br />

Su núcleo familiar se sintetizaba en las várices de su madre, un ama de casa por<br />

aceptación de reglas, y el acierto comercial de un padre relajado en los frutos de una<br />

empresa que no dejaba de exigir horas ni de retribuir vacaciones en la costa<br />

atlántica. El mayor de sus hermanos había ojeado la infancia tras el horizonte<br />

metálico de una silla de ruedas, condenado por su espina bífida a una rutina adulta<br />

de cirugías y ejercicios. Él y ese episodio, había creído Giovanna por mucho tiempo,<br />

la niñez prisionera y rodante, eran el aceite de su inquietud, la razón de su carácter<br />

sociable, que la llevaba de aquí para allá y le mantenía briosas aquellas ganas<br />

inagotables de conversar con la gente, de saludar y de mostrar interés. Cuando<br />

Giovanna paseaba a su hermano, las viejas la detenían a mitad de la vereda para<br />

sintetizarle penurias, los niños la martirizaban con caramelos y cuentos inéditos, los<br />

hombres y mujeres sucumbían bajo el código ambiguo de sus dientes de nácar y el<br />

ingrávido arrope de sus ojos. Compleja intervención de cuchillos y parches<br />

mediante, el destino luego se hizo redondo para el muchacho quien, una vez alzado<br />

sobre su cintura, finalizó estudios de grado y emigró para siempre.<br />

Traicionada, Giovanna se forzó a hermanarse con alguna figura alternativa.<br />

Eligió a su abuela materna, un poco por los relatos de que era capaz hilando sangre<br />

y lágrima, y otro poco por el atavismo metafísico de aquella alma que en su<br />

agujereada juventud había convertido en su hija a la madre de Giovanna, entonces<br />

una madeja de trapo abandonada en la puerta de su salita de primeros auxilios.<br />

Era cierto que con el cambio de musa Giovanna se había visto empujada a<br />

nuevas urgencias, a una más sofisticada obligación por aclarar su rumbo. La historia<br />

de su abuela, esa vieja solitaria que por instinto transformó en niña un cuerpo<br />

morado de agonía, la mantuvo alerta y lúcida por el período que medió hasta la<br />

71


aparición de Cúneo, su futuro marido.<br />

Cuando Cúneo le contó acerca de su vocación por las leyes, Giovanna no se<br />

sintió del todo decepcionada. Que de pequeña hubiese imaginado su vida con olor a<br />

hule y carmín para payasos, no quería decir que estuviera dispuesta a compartir ese<br />

delirio en la convivencia. Un abogado diluía la idea de la bohemia a cambio de<br />

portafolios de interiores rancios y manchas de tinta en los dedos, también cierto<br />

apego a las cosas que sin duda existen, pero fundamentalmente aportaba nutrición al<br />

espíritu práctico, el cual, como pocos, requiere ejercicio a diario. A decir verdad,<br />

cuando Giovanna lo oyó hablar de sí, se tranquilizó más que si hubiera afirmado ser<br />

o querer ser músico, poeta o psicólogo.<br />

Exactamente lo mismo y por todo lo contrario de lo que a él le sucediera<br />

cuando ella se retrató en sus fiestas y sus proyectos de libre empresaria. Para Cúneo<br />

era un buen primer paso y un alivio que Giovanna no fuese ni quisiera ser colega<br />

suyo. Y que no fuese psicóloga, para no panfletarlo según manchas de Rorschach,<br />

que no fuera artista ni se emocionara con el caqui, que no participara en alguno de<br />

los muchos rituales en los que se termina el día garabateado por bolígrafos u oliendo<br />

a medicamento, que no consistiera más que de una gruesa capa de risas y algún que<br />

otro patiecito con margaritas y regaderas de hojalata, o un armario con vestidos de<br />

caireles o jarras de greda, o Venus de estuco a pintar por mero entretenimiento.<br />

Era importante para Cúneo oír de boca de Giovanna que el apremio por<br />

madurar no le pasaba de largo y que se ocupaba de la necesaria y a veces ríspida<br />

labor de descubrir primero y luego legitimar socialmente su función, que compartía<br />

con él la elemental conciencia de la utilidad. Que servía para algo. Con ello, el afán<br />

lúdico de organizar fiestas, si no constituía fruto del árbol de necesidades creadas<br />

por el posmodernismo, servía al menos como una especie de amortiguador del<br />

instinto heurístico y sustituto del tabaco y del maquillaje, ya que Giovanna ni<br />

fumaba ni bebía y apenas si apaciguaba la palidez de sus pómulos con una caricia de<br />

colorete o delineaba, en ocasiones de histrionismo exacerbado, las comisuras<br />

exteriores de sus párpados con un delgado lápiz marrón.<br />

Un día Cúneo ofreció a Giovanna las llaves de su casa. Ella no aceptó, aquél era<br />

su espacio, su refugio privado y estaba dispuesta a respetarlo por encima de todo. La<br />

casa era un sueño personal, donde convivían ya demasiadas cosas que le pertenecían<br />

a él de manera unívoca, y no había lugar para otro mundo dentro de ese mundo.<br />

Cúneo se obstinó, la quería adentro. Ella continuó sin aceptar. Las paredes eran a la<br />

pátina según los gustos de Cúneo. Los muebles, los pocos y precisos muebles, eran<br />

fruto de una pulcrísima selección suya. Una casa en la ciudad de Buenos Aires, cuya<br />

superficie está por completo escondida bajo el cemento, es por lo menos un anhelo<br />

de profesionales añosos, sabía Giovanna. Puede ser también una sangrante conquista<br />

familiar o un afortunado objeto de herencia. Sin embargo, con menos de treinta años,<br />

Cúneo no sólo era propietario de una casa, aunque modesta y deslucida, en un<br />

barrio tradicional y cosmopolita, sino que había planeado e iniciado algunas<br />

importantes ampliaciones. Solía levantarse de madrugada, antes de tomar el<br />

colectivo para los tribunales, a rasquetear las marcas de humedad o lijar las<br />

molduras, a remover los canteros para sus bonsái, a limpiar las piedras del patio, a<br />

renovar los cables de tela chamuscada. Se aseó tres meses bajo el cabo de una<br />

manguera, con agua helada y en el patio, mientras el peón reconstituía la granulosa<br />

72


pared del baño. En el frente de la casa, Cúneo había colocado un cerámico brillante<br />

con su nombre y los números del domicilio, y un llamador imitación bronce y unas<br />

rejas con puntas de lanza.<br />

Entonces Martina se llamó al útero con prontitud.<br />

Inmejorable excusa para Cúneo para renovar su ofrecimiento. Bajo esas<br />

circunstancias, Giovanna aceptó la casa.<br />

Acordaron la fecha y dos meses después se casaron rodeados de sí mismos en<br />

la cubierta de un barco encallado en una playa de Tierra del Fuego. La arena helada<br />

y desnuda fue la sábana de su noche de bodas.<br />

73


HAY UN POLICÍA SIN GORRA, con jarreteras desteñidas, que lleva sus manos<br />

atrás y camina en lenta y silenciosa procesión. Juega a aplastar de un taconazo las<br />

latas de cerveza que se amontonan en las cunetas. Cuando apunta con su barriga<br />

hacia los comercios, aparecen hacia la calle el silbato y las esposas sujetas de alguna<br />

extraña manera a su ancho cinturón de cuero. De vez en cuando levanta sus ojos y<br />

hace el ademán de saludar a alguien que acorta la calle en diagonal o que se anticipa<br />

con prisa al cierre del supermercado.<br />

Es mediodía a pesar de las nubes. El ómnibus anuncia su arribo con un<br />

estallido de aire sobre la cinta asfáltica brillante de savia y abrumada de baches.<br />

Cúneo apresura a Martina por los escalones.<br />

– Ferreyra, cómo andás. – saluda al policía.<br />

– Qué hacés Cúneo.<br />

Tras ganarle unos pasos a la media cuadra que los separa de la casa de Elena, la<br />

voz de Martina rompe el silencio con discreción.<br />

– ¿Sos amigo de los policías?<br />

El pago chico expone sus postales añejas. Los olmos podridos que nunca caen.<br />

Las cucarachas que descienden hacia las bolsas que los perros han destripado.<br />

Balcones carcomidos que hacen sombra sobre las mismas puertas y las mismas<br />

ventanas de siempre. La chapa vibrante del transformador de corriente eléctrica les<br />

eriza el cabello al pasar, están también las bocas de agua y los remiendos incoloros<br />

de la vereda donde alguna vez cavaron para instalar el gas natural y otra vez<br />

volvieron a cavar para pasar las fibras ópticas de la televisión y el teléfono. La<br />

novedad la constituyen los semáforos y algún cartel plástico de calle que cambió el<br />

prócer del siglo diecinueve por un periodista de reciente fallecimiento.<br />

Esos espacios no laten demasiado en la memoria de Cúneo y por lo tanto no<br />

logran despertarle nostalgia, pero cada vez que regresa al barrio los objetos se<br />

reúnen y se cuelgan delante suyo como en un antiguo almanaque. Al llegar a la que<br />

siempre fue su puerta, las sepias se lanzan a su retina sin respeto ni orden, como si<br />

todo el pasado debiera restituírsele cada vez que frente al portero de bronce aprieta<br />

el botón que enciende la voz de su madre.<br />

Pareciera que la vieja no necesitara escuchar más que la respiración colada por<br />

la rendija del aparato. Apenas suena la palabra de su hijo, y las chancletas ya<br />

castigan el piso del corredor. Del otro lado de la puerta llegan las quejas. El calor ha<br />

engordado la chapa.<br />

– Ay, tengo tantas llaves que no sé… Ay, a ver esperame, ya va, eh…<br />

Martina y su padre ríen por el dulce desconcierto de la mujer.<br />

– Mamá, te vas a romper la cara. Por qué sos tan atolondrada. – la puerta<br />

todavía tiembla.<br />

74


– Hijo… – suspira Elena.<br />

Cuando cree que su éxtasis está completo, encuentra los ojos de Martina. La<br />

gruesa capa de humor lechoso empalaga sus párpados y no le queda más remedio<br />

que empezar a llorar. En silencio, acostumbrada y sin pudor, como lloran las<br />

abuelas.<br />

– Hija… – y sella el cachete rosado de una nena acostumbrada a que la saluden<br />

como si hubiese estado ausente por demasiado tiempo o como si estuviese a punto<br />

de fugarse para no regresar jamás.<br />

La muñeca se deja estrechar, hay algo en el olor de su abuela que la reconforta,<br />

un añejo como a jarabe de menta parecido a los caramelos mediahora que ella suele<br />

rescatar de sus alhajeros sin fondo.<br />

Elena vuelve a su hijo, alto, espinado, tal como ella lo ve. Lo abraza fuerte pero<br />

brevemente, para no avergonzarlo, y señala a ambos la puerta con una mano<br />

temblorosa de emoción. La columna que encabeza Martina avanza por el pasillo sin<br />

techo, espiada por las ramas del limonero vecino.<br />

– Sabés que este año no pude sacarle ninguno lindo. Todos abichados. Pasa que<br />

el viejo Fermín no lo cuida. – dice Elena para agregar al oído de Martina – Viejo, le<br />

digo, y yo qué soy ¿no?.<br />

Martina sonríe pero ha encontrado en el final de ese espacio angosto una cosa<br />

que siempre la distrae. No es una cosa en realidad, es un pequeño ser, un poco bello,<br />

que a veces pareciera no moverse pero que no deja de sacudir su cabeza en cortos e<br />

infinitos asentimientos. Cuando canta ha de abrir el pico, pero lo hace tan rápido que<br />

el piar pareciera sencillamente emigrar de su pecho.<br />

Al abrirse el patio atrapado por los brazos de la parra, Martina detiene su paso<br />

frente a la jaula redonda de barrotes despintados. Los adultos entran al comedor, de<br />

donde surge la incandescencia violeta del televisor.<br />

– Pero cómo no me dijiste que venían, así preparaba algo rico. El miércoles hice<br />

escabeche de pollo, tengo la fuente llena, esa que nos regaló ¿te acordás? la de vidrio<br />

blanco, que nos regaló Gracielita, agregamos unos tallarines, ¿eh?, con una salsita…<br />

Las voces dejan de llegarle o será que presta oídos sólo al canto de ese canario<br />

que siquiera la mirara. Tiene el pecho naranja, algunas plumas se le han caído.<br />

Martina recuerda que un amigo del jardín, dueño de una cotorrita que habita una<br />

jaula dos veces más chica que esta, le dijo que los pájaros se ponen muy nerviosos al<br />

vivir prisioneros y entonces se quitan, con el pico, una a una sus plumas. Ella iba a<br />

preguntarle por qué, cuando pensó qué otra cosa puede hacer un pájaro que pasa<br />

todos sus días, todos, en una misma caja. Se largó a pensar qué se quitarían las<br />

personas que viven en las cárceles. Se vuelven locas. Quizás los pájaros no se<br />

vuelven locos porque tienen plumas para arrancarse.<br />

Recordar preguntarle a papá.<br />

Aquella casa escondida, de patio con parra, de habitaciones altas, de puertas<br />

crujientes, de vidrios biselados y verdosos, de fotografías coloreadas a mano, de<br />

muebles gordos con patas cortas terminadas en rulos; aquella casa donde conviven<br />

objetos preciosos, una azucarera de plata labrada, cucharitas con arabescos, platos<br />

estampados con trenes, copitas de cristal azul; aquella casa en la que coinciden cosas<br />

olvidadas por el tiempo, pensaba Martina, era la jaula de su abuela.<br />

Por pensar en todo eso, no vio cuando el canario separó el pico para llenar el<br />

espacio con un canto breve que sin embargo se hizo terco buscando entre las hojas<br />

75


de la parra un orificio para huir hacia el cielo.<br />

Todo se pintaba de verde cada vez que una nube se corría. Por momentos, la<br />

brisa decretaba una lluvia luego vetada por tal repentina quietud que había que<br />

sacudir las manos para corroborar que el aire continuaba allí.<br />

Dentro de la casa, el televisor enmudeció de pronto. La voz ahora vertida por la<br />

radio cabía en dos habitaciones contiguas. Una porción de salame se multiplicaba en<br />

rodajas bajo el filo de un cuchillo, las aceitunas llegaron a la mesa dentro de un<br />

pocillo cerámico. Habían dos vasos y también un par de botellas de diferentes<br />

colores. Elena se limpiaba las manos en su delantal, el horno agobiaba aún más el<br />

clima de la habitación. Cúneo agregó un dado de queso al bocadillo de pan y lo<br />

extendió a su madre. Ella volvió a secarse las manos, lo recibió e hizo desaparecer en<br />

un pestañeo.<br />

– ¿De maestra?, se le hizo fácil el disfraz a la madre.<br />

– Sí, adaptó un viejo guardapolvos suyo.<br />

Elena se estiró hacia el último estante de la alacena. En el impasse se oyó un<br />

resoplido.<br />

– ¿De qué te reís?<br />

– Nada. No sé por qué me acordé. Al lado de Martina había un chico, el minero,<br />

me parece. – quitaba con sus dientes los restos de pulpa a un carozo mientras no<br />

terminaba de responderse cómo era posible que se acordara – que la miraba<br />

fascinado. Creo que a su turno olvidó lo que tenía que decir por mirar tanto a<br />

Martina.<br />

– Y... es mi nieta.<br />

– Es tu nieta. – repitió Cúneo, callando la verdad inapelable del parecido entre<br />

Martina y Giovanna – Y me reía porque recuerdo haber tenido un amor más o menos<br />

a esa edad. Quizás un poco más grande, siete, ocho años. Mi felicidad era mirarla,<br />

simplemente.<br />

La cuchara de madera recorría el perímetro de la sartén y una poca de ajo<br />

desaparecía en el espiral.<br />

– Mamá... - Cúneo recordó su convulsión en la escuela. Miró a su madre cocinar<br />

y pensó que si ella sabía tanto de escaleras y fortunas, tal vez podía responder<br />

alguna pregunta. - Mamá, ¿que pensás de los espejos?<br />

– ¿No sacaste fotos?<br />

– No tengo la máquina. Quedó en la casa.<br />

– ¿Se la dejaste?<br />

– No se la dejé. Está ahí.<br />

– Qué lástima.<br />

Estaba casi seguro de que la queja de su madre le había llegado desde el lugar<br />

que aún ocupaba, con el ombligo apretado contra la mesada y la boca alternando<br />

palabras con salsa. Pero al mismo tiempo estaba muy seguro de que ella se quejaba<br />

otro día y por otra cosa. Para forzarse al silencio, Elena agujereó los borbotones de<br />

tomate con un hilo fino de agua desde una pava de té. El caldo dejó de latir. Por los<br />

quicios entraba la voz de Martina que conversaba con el canario.<br />

– Ya está, mamá.<br />

– No, no está nada. No está nada. Y no me digas que ya está porque eso me…<br />

me incendia, mirá.<br />

Cúneo se hamacó levemente sobre la silla y se inclinó hacia afuera. Martina no<br />

76


oía otra cosa que su propio canturreo y las notas azarosas del llamador de ángeles.<br />

Volvió a su madre, aunque más al mantel de motivos ferroviarios.<br />

Ella repetía un insonoro “no entiendo, no entiendo”.<br />

– Ya lo discutimos mamá.<br />

– Es que no me, a ninguno mirá, ni a tu hermano ni a nadie, no nos cabe en la<br />

cabeza.<br />

– Hice lo posible, lo menos doloroso para Martina.<br />

– Ay hijo, por favor. – Elena estrujó las manos en el delantal dibujando un<br />

clavel rojo y desgarbado. – Mirá, que vos me hables de lo posible… – su madre tenía<br />

esa habilidad alquímica para mezclar lo blando con lo amargo, el consejo con el<br />

reproche – Cuando uno enfrenta una decisión, como mínimo dos cosas son posibles.<br />

– ahora apoya el traste sobre la arista de la piedra. Los brazos cruzados y el<br />

repasador como una catarata de colores que nace entre los pechos. – No me hables<br />

de lo posible sino de lo que elegiste.<br />

Pero él no dijo nada. Miraba los trenes como una penitencia.<br />

– Hablame.<br />

– ¿Qué querés que te diga, mamá?. – los ojos se mezclaron, pero sólo un<br />

instante. En situaciones como esa, los de Elena eran más tercos – Yo pensé en<br />

Martina. Y de eso no puedo arrepentirme. Pensé que para ella iba a ser más doloroso<br />

si tenía que, además, dejar la casa, su habitación, sus juguetes, sus cosas.<br />

– No me trates como a una bruta. – amenazó ella blandiendo el cucharón.<br />

Cúneo se arrugó.<br />

– No supongas por mí y no quieras ponerme en un lugar en el que no puedo ni<br />

estar de acuerdo ni dejar de estar de acuerdo. ¿Por qué tenía Martina que irse de la<br />

casa? ¿Y por qué te tenías que ir vos?.<br />

El aire le salió por la nariz, ofuscado. Bajó la cabeza, se tocó la barbilla.<br />

– Esa es tu casa, hijo.<br />

– Es de Martina.<br />

– Es tuya y de Martina. Pero tuya. La levantaste cáscara por cáscara sobre esos<br />

ladrillos podridos, minuto a minuto detrás del espantoso mostrador de la oficina<br />

que, encima, te postergó la carrera. Si vos podrías haber egresado mucho antes. Pero<br />

alternaste trabajo con estudio, sin necesitarlo. ¿Para qué? Para tener pronto tu casa,<br />

tu propio lugar. Y cómo caminaste hijo para encontrarla. Y cómo hablaste del patio y<br />

de tus árboles. Esa casa es tuya. Y parece que cada día te olvidás un poco de lo<br />

mucho que la querías. A mí me viniste a pedir la firma, también para el crédito que<br />

iba a pagar el crédito. Y si no fuese por mí, lo del papá te lo gastabas también y<br />

solamente en la casa. Decí que te convencí, que no sé por qué gracias a Dios me<br />

escuchaste hijo y te compraste un boleto de avión. Por lo menos ese gusto, mirá.<br />

Entonces me duele que te resignes a perderla. Que des por hecho que las cosas<br />

deben ser así.<br />

– ¿Con quién nos quedamos Rico y yo?<br />

– No compares, hijo. – volvió a blandir el cucharón y las gotas sazonaron el<br />

queso y el salamín – No compares.<br />

– ¿Por qué? Decime con quién.<br />

– Tu padre se fue, vos te separaste, no compares.<br />

– Pero ¿con quién nos quedamos?. Nos quedamos con vos, vieja. ¿Y en qué<br />

casa? En la nuestra, vieja, en la que crecimos y que era de la abuela.<br />

77


– Pero tu padre los abandonó a vos y a Rico y vos no abandonaste a Martina.<br />

Esa es la gran diferencia, por eso no compares.<br />

– Pudimos haber ido con él. Ya éramos grandes, mucho más de lo que es<br />

Martina. Podíamos elegir y nos quedamos con vos, porque el vínculo con la madre,<br />

mal que nos pese, es insustituible. Y no lo afirmo sólo ahora, ni me enteré al ver a<br />

Martina mamando de Giovanna, lo supe mucho antes, cuando el odio por papá se<br />

diluyó en un olvido impensado. La madre es la madre, eso quiero decirte. Y Martina<br />

debía quedarse con la suya.<br />

– ¡Eso no es cierto! – expugnó con la ambigua tensión de quien salva a otro para<br />

condenarse – Tu conclusión resulta de tu propia experiencia, hijo, que es bien<br />

distinta. – y ensayó una defensa – ¿Qué ibas a hacer? ¿Ir a vivir con aquella mujer<br />

extraña, llena de otros hijos? – el cucharón golpeó con la sartén para deshacerse de<br />

los grumos de especias. Elena bajó el fuego de la hornalla. – Con el predicamento<br />

además – dijo, tras un silencio brevísimo – de tener que arriar a tu hermano.<br />

– Vieja – concilió Cúneo – A ver, de verdad: ¿vos pensás que me hubiese ido<br />

con papá? ¿O que me hubiese sumado a Rico si, por algún inexplicable, imposible<br />

arrebato, él hubiese decidido ir con el viejo?<br />

– Lo que…<br />

– ¿Lo pensás?… ¿Sí o no, vieja?<br />

– Lo que pasa – logró reconstituirse Elena – es que tu padre hizo las cosas mal,<br />

demasiado mal. No dio tregua para nada. Se olvidó, así nomás, se olvidó que tenía<br />

familia.<br />

– Si las hubiese hecho de otra manera yo me quedo igual, mamá.<br />

– En cambio, ni vos ni Giovanna trasladaron el problema a Martina. Decidieron<br />

muy bien que esta era una cuestión más allá de ella.<br />

– Pero no se la trasladamos porque yo di el paso necesario al costado, mamá.<br />

¿O qué pensás que hubiese hecho Giovanna si pretendía quedarme con la casa y<br />

Martina?<br />

Elena encogió los hombros y arqueo la boca.<br />

– Todo hubiese sido bien distinto. A mí me quedaban dos alternativas, y vamos<br />

a estar de acuerdo: o creaba un conflicto de mierda, no para mí sino para Martina, o<br />

cedía en algo, y en ese “algo” preferí, sin duda, perder la casa. Vos misma lo dijiste,<br />

siempre hay dos opciones. Yo elegí quedarme con vos.<br />

– ¿Y por qué no dejaron que Martina eligiera?<br />

– Mamá, me parece que está escuchando... Hubiese elegido a la madre.<br />

– No está escuchando, en la galería no se oye nada de lo que se dice acá. Menos<br />

con el viento en la parra. – dijo, sin embargo bajó el tono de voz – No sabés qué<br />

hubiese elegido. No cediste sólo la casa, cediste a tu hija y eso va a mellarla de<br />

alguna manera. Para Martina es el papá el que se fue. Dejaste que se repartieran mal<br />

las cosas, como si fueses el culpable.<br />

A esa altura, Cúneo se había agotado. No sólo por sí mismo sino por su madre,<br />

exigida en ese esfuerzo de regurgitar su desconcierto. Calló. Llevó a su boca un dado de<br />

queso que no podría tragar. Elena cargó la olla con el chorro de agua de esa canilla que<br />

exacerbaba la paciencia; recta final para el almuerzo. El aroma a salsa española tomó<br />

posesión de todos los rincones.<br />

A Cúneo algo lo había dejado extraviado, un obstáculo que no podía aclarar, si<br />

bien sabía era extraído de la conversación que acababa de tener con su madre. No le<br />

78


preocupaba tanto la cuestión en sí misma, sino verse incapaz de recordarla. A su<br />

momento se había quedado pensando y debido a la vorágine de las palabras<br />

siguientes había tenido que dejarlo a un costado de su silencio.<br />

Le sucedía con frecuencia. Por ejemplo, caminar por cualquier parte y que de<br />

pronto algún indicio se disparara en el interior de su mente pero sin dejarse ver con<br />

claridad; podía tratarse de un compromiso nimio, susceptible de postergación como<br />

pagar una factura o comprar el diario, pero que tarde o temprano debía ser resuelto<br />

y entonces ese indicio pasaba a la antesala de su memoria. Seguía caminando,<br />

llegaba a la oficina o al departamento, incluso al jardín de su hija, hecho que por lo<br />

general focalizaba sus ánimos, y de pronto un chispazo volvía a recordarle que algo<br />

tenía que hacer. Hasta que no lograba devolverle la forma a aquél primer y viejo<br />

indicio, regresarlo a la galería, sacarlo del umbral y rentarle un cuarto en su lucidez,<br />

el hecho lo tendría maniatado para cualquier otra acción. Y así sería hasta que se<br />

acordara.<br />

Dos hilos de aceite y la gran olla sobre el quemador.<br />

¿Sobre qué había reflexionado y sobre qué no había tenido tiempo de concluir<br />

mientras su madre hablaba?.<br />

Los fideos habían sido quitados del frasco de vidrio y aguardaban<br />

amontonados como una cruz en espiral.<br />

– Si hubieses avisado, te los hubiese hecho caseros.<br />

A lo mejor piensa que era de esa conversación y en realidad se trata de algo<br />

más antiguo o de otro lugar. No. ¿Qué podría ser? ¿Dejar abierta la puerta del<br />

botiquín de su baño para poder entrar sin problemas? Qué ridiculez. Es casi lo<br />

mismo que prohibirle a Martina o a Laura que no toquen nada, que dejen todo tal<br />

como él lo ha dispuesto.<br />

No era eso. Sin embargo, reservar una nota mental para la cuestión botiquín.<br />

Era otra cosa. Las lagañas. Tampoco. Es inoportuno.<br />

– Sabés que mi alegría es recibirlos. Qué raro que no se haya aparecido la<br />

mocosita. ¿Desayunó bien…? Ah, cierto que desayunó con la madre. ¿Ves?, esa es<br />

otra cosa. Y mañana a la tarde ya la tenés que dejar.<br />

Claro, eso era: la casa. Cuando ella había tocado el tema de la casa. La manera<br />

que tenía su madre de asociarlo a aquella casa, como si fuese todo el logro en su vida<br />

completa, hacia atrás y hacia adelante. Pareció como si ella hubiese dicho “perdiste<br />

lo único, lo máximo, ya no conseguirás nada”. ¿Y qué es una casa, sino un objeto? Ni<br />

siquiera uno muy cercano a la nostalgia pues ni tiempo para disfrutarla. Cierto era<br />

que había caminado bastante, que había visado por horas mil hojas de clasificados y<br />

recorrido inmobiliarias de todas clases, que había estado conforme con el hallazgo,<br />

que había fantaseado con los bonsái, permutas de anticuario para la decoración y<br />

otras pequeñeces; el esfuerzo había existido, también, y cierto era que los<br />

madrugones en la oficina y las heridas en los dedos por las oxidadas carpetas<br />

colgantes hallaban justificación en ese edificio, esas paredes, eso que podía tocarse.<br />

Pues todo había ido a parar allí, pero qué desprecio, qué poca fe, su madre lo había<br />

reducido a una casa.<br />

Cúneo igual objeto. Si había sido una casa, ahora era un húmedo departamento,<br />

una comunidad desgarbada de cucarachas en la alacena, había sido tres y ahora era<br />

un solo ambiente, un cielorraso de yeso magullado con bombitas colgando de cables<br />

pelados. ¿Qué autoridad, qué derecho? Qué vieja podrida. Que pelearla, tenía razón.<br />

79


Que no resignarse, pero el mensaje largaba un tufo bien diferente al simple insuflar<br />

de la ira o de la voluntad, del reclamo por los derechos sobre el fruto del trabajo o<br />

del esfuerzo; las palabras de Elena manifestaban con demasiado impudor la alta<br />

desconfianza que le reservaba, la baja estima, la nada esperanza. Qué había hecho él<br />

para que sobre el verde paño de sus treinta lo vieran como una única cosa, anclado a<br />

un miserable logro que bien podría recibir el trato de un paquete de cigarrillos o una<br />

cerveza. O qué no había hecho. Qué había conseguido ser en ese período de vida,<br />

para él mismo aunque también para los demás. Bueno, para los demás ya sabía.<br />

Acababa de enterarse, su madre lo había descubierto. Una casa. Eso era todo. Una<br />

casa en Caballito.<br />

Cúneo igual casa. Qué le importaban aquellos viejos que sobre el filo de su<br />

muerte apenas si podían afirmar ser dos departamentitos en Palermo Viejo, uno para<br />

su cucha rancia y otro para renta, o un automóvil no demasiado viejo y una casa y<br />

un local para alternar quioscos con lavanderías, o un piso completo, por qué no<br />

sobre avenida Libertador, y una pensión decorosa por años inteligentemente<br />

usufructuados, o un par de vehículos y algún cheque bianual para viajes al exterior<br />

lejano. Qué le importaba su madre, obligada a congraciarse con su progenie y a vivir<br />

en la misma casa escondida en la manzana donde su abuela, donde su bisabuela. Él<br />

interrumpiría esa cadencia pero allí estaba Enrico, candidato natural para<br />

acompañar los fantasmas y perpetuarlos.<br />

Ser una casa. ¿Se le estaba pasando el turno para ser un infinita cantidad de<br />

posibilidades?.<br />

A tiempo para sentir el golpe en el respaldo de su silla. Giró y encontró la risa<br />

de Martina, estallando ante una travesura misteriosa. La tomó de las axilas y la<br />

recostó en su pierna. Los zapatos chiquitos parecían lunas en un microcosmos de<br />

soles de hebillas. Martina reía de tos con la panza ahuecada en la rodilla de su padre.<br />

Cúneo empezó a transpirar, ella sumaba gramos a la velocidad de un antílope. Vino<br />

la abuela a rescatarlo.<br />

– Venga para acá.<br />

Elena no podía abrir una tapa a rosca pero cuando se trataba de alzar a su nieta<br />

sus sesenta años parecían acumularse en sus antebrazos, en la carne colgante del<br />

húmero, en el estriado revestimiento del tríceps. Martina sobrepasó la cabeza de la<br />

vieja mientras oía “déle un beso a su abuela”, “muñequita preciosa”, “solcito de<br />

nata”, frases rescatadas de generaciones que Cúneo extraía de su arcón para<br />

completar: “Un moño a sus cosas y de noche se escapa”. Curioso es que si su madre<br />

no lo inicia, él no recuerda ni un verso.<br />

Con un beso en el cachete algodonoso que tarda en volverse a hinchar, Martina<br />

regresa a la superficie.<br />

– ¿No tenés hambre, corazón?<br />

– Mamá, que no coma porquerías que ya va a estar el almuerzo.<br />

– Pero un sanguchito de queso no es una porquería ¿No es cierto? ¿Te gusta el<br />

queso? ¿Querés que la abuela te lo prepare?<br />

Martina asiente con un dedo en la boca.<br />

Sus ojos ya le ganaban a la mesa. Como desde la tapia por la que se espía el<br />

patio vecino, Martina contemplaba un mantel impecable, una fuente oval de vidrio<br />

que suspendía fragmentos de pollo entre rodajas de zanahoria, sinnúmero de<br />

recipientes cargados de verduras, cremas blanca y rosada, palitos de salvado,<br />

80


galletas sin sal, aderezos, cada uno encima de su correspondiente servilleta de<br />

volados. Quiso acomodarse sobre una silla, esa revestida en cuero que acompañaba<br />

en el juego a la mesa ancha y rectangular, a una cómoda de cocina y a otras cinco<br />

sillas, pero Cúneo le detuvo el envión, “andá a lavarte las manos”.<br />

Camino al baño, Martina viajó por los cuartos. En todos ellos la luz era cansina.<br />

En esa casa el silencio moría a pasos del ruido. En una habitación aturdían las<br />

palabras, el estruendo de las herramientas de cocina, la risa de tío Rico, la voz alta de<br />

su padre, el volumen cada vez más intenso del televisor, sin embargo, al próximo<br />

rellano, al espacio contiguo a veces ni separado por marco alguno ni guarda de<br />

mosaicos, el aire cerraba sus fronteras a cualquier vibración, incluso a la de los<br />

propios pasos.<br />

Y el calor. Todo era una caldera, un frasco dejado al sol con apenas un agujero<br />

en la tapa. Nada quería cambiar en ese lugar. Los olores eran siempre los mismos.<br />

Martina no entendía cómo era posible que allí el tiempo se detuviese. El lavatorio,<br />

inmaculado. Nada de manchas marrones como en su casa, aunque el suyo al menos<br />

cambiaba: una cabeza de peluche hoy aquí, mañana la trompa de un oso<br />

hormiguero. En el baño de su abuela, en cambio, había una felpa en la tapa del<br />

inodoro que parecía nunca haber recibido a nadie. El botiquín sí, una cáscara de<br />

óxido afeaba la esquina del espejo y crecía cada fin de semana.<br />

El grifo crujió vejez, la nena se lavó las manos y regresó al comedor. Se sentó en<br />

su lugar habitual y el respaldo le creció sobre los hombros como las cumbres talladas<br />

de un trono real.<br />

– ¿Tío Rico?<br />

– Trabajando. – dijo Elena desprendiéndose el delantal – Lo que pasa es que<br />

ustedes no vienen los sábados y por eso te parece raro que no esté. Pero llega a la<br />

hora del mate.<br />

– Ah, pero nosotros después de la siesta nos vamos a la plaza ¿no, hija? – dijo<br />

Cúneo, perturbando a su madre.<br />

Martina asintió sin voz; masticaba. El ruego de Elena se deshizo como<br />

muselina.<br />

– Quedate hasta la tarde…<br />

– Otro día venimos a la hora del mate.<br />

Renunció. Sabía que Cúneo era sumamente meticuloso al repartir los tiempos y<br />

no convertía los suyos y de su hija en momentos de toda la familia.<br />

– Así que cantaste. Contame, mi amor.<br />

– La marcha del maestro.<br />

– ¿A quién se la cantaban? – examinó Cúneo mientras Elena construía una<br />

colina de fideos sobre su plato – No va a comer tanto, mamá.<br />

– A los papás.<br />

– Claro. A los papás. – defendió la abuela.<br />

– Ya sé, a nosotros nos cantaban en el acto, pero ¿a quién le dedican el Himno al<br />

Maestro? ¿Quién fue el Gran Maestro? ¿Quién fue el Padre del Aula?<br />

Martina encogió los hombros, sin vergüenza.<br />

– ¿El maestro Víctor?<br />

La abuela largó una carcajada. Cúneo quiso corregir y luego sumó su risa.<br />

– ¿Vos pensás que el Himno al Maestro es para el maestro Víctor? A Sarmiento,<br />

mi amor…<br />

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– ¡Pero quién es ese viejo pelado! Una figurita del Billiken. Para ella es más<br />

importante su maestro, el que se para frente al pizarrón todos los días. ¿No, mi<br />

amor?. ¿Y después qué hiciste?<br />

– Actué de maestra. La seño no me dejó estar en la feria de frutas.<br />

Cúneo recordó a la mujer tomate que les habló a él y a Giovanna y así regresó<br />

mentalmente a la escuela. Empezó a oír, como desde otra parte, la voz entusiasta de<br />

su hija contándole a la abuela que su papá era el que más fotos sacaba. “Parecía un<br />

muñequito viajando de un lado al otro”. El acto y la canción no habían quitado a<br />

Martina la oportunidad de ver a su padre arrodillado sobre los peldaños del<br />

escenario una vez, hacia los costados otra, entre bambalinas otra más, y clic, clic.<br />

- ¿No era que no tenías la cámara? - inquirió Elena.<br />

Cúneo no respondió porque no creyó que la pregunta fuese para él.<br />

Incorporó un tirabuzón de pasta a su tenedor. Los moños de su hija saltaban<br />

con los acentos del relato. No se exasperó mientras la oía, más que para tomar la<br />

decisión valerosa aunque teórica de recuperar su cámara réflex de casa de Giovanna,<br />

luego devolverle a Laura el trasto primitivo que le había prestado para la ocasión. A<br />

través de la cámara de Laura, entonces, era que había visto a Martina sobre el<br />

escenario, mientras los espejos lo asediaban.<br />

Cúneo se perdió recomponiendo fragmentos de su convulsión, acunado en el<br />

relato de su hija. Cuando despertó de su letargo, nada quedaba en la mesa. Martina<br />

la había abandonado, estaría durmiendo la siesta en la pieza de su abuela.<br />

Una nube de carbón, un manotazo de noche, dominaba el comedor, que<br />

sobrevivía en sus contornos gracias a la bamboleante luz de una lamparita naranja.<br />

La repentina oscuridad del día ha obligado a alguien, seguramente a su madre, a<br />

levantarse y llamar a las luces artificiales.<br />

Las voz de Elena va trayéndolo de regreso. Cúneo, sutilmente conciente de ese<br />

asincronismo, tarda en reaccionar. Habrán muerto allí los dos, sin mirarse siquiera,<br />

bajo el cono amarillo de la lamparita. Elena lava los platos con parsimonia, Cúneo<br />

huye con un ojo solo, bizco, por la ventana que da al patio que da al pasillo que da a<br />

la calle.<br />

- ¿Que qué pienso de los espejos? - responde Elena.<br />

La convulsión, la desmemoria, la conciencia que se le aparta de la carne. De<br />

nuevo en el pecho la sensación de aquella mañana de algo cercano por sucederle,<br />

algo final, último.<br />

- Hijo, el espejo guarda las cosas que no son.<br />

82


LA CASA SE VACÍA. Otra curiosidad que la describe es el modo en que las<br />

mismas dos voces que la llenan, la destierran luego a un silencio inapelable.<br />

Cúneo y Martina han cruzado la calle. Elena se quedará en el vano,<br />

arrullándose a sí misma, con las manazas perdidas en la gruesa lana del pulóver,<br />

hasta que los pierda de vista.<br />

Para que el sitio no le parezca un agujero negro que devora todo hasta el<br />

infinito, Martina inventa que aún escucha el canto del pajarito enjaulado trazando<br />

diagonales por el pasillo y no deja de sacudir la manito como colgándose del cielo;<br />

Cúneo, por el contrario, gira una sola vez para despedirse de su mamá. Y se repite<br />

que ya llegará Enrico, ya llegará Enrico. No logra deshacer a su memoria de un<br />

evento que se reitera con tan inevitable obstinación, tantas veces de la mano de<br />

Martina, tantas otras de la mano de nadie, dejándola sola, abandonándola a su<br />

merced como una cáscara, una corteza sin aserrín, como si se tratase de una muñeca<br />

de trapo vacía de estopa y cada día más deshilachada, empequeñeciéndolo a él en el<br />

centro de su visión, arremangándose una soledad que huele a reproche. Cuando está<br />

Enrico no tanto, pero cuando no está, Cúneo pestañea seguido y en cada pestañeo<br />

evoca sin voz el nombre de su hermano. Que su madre no quede sola, que no quede<br />

sola, sola otra vez.<br />

Ese segmento que conforman las calles Santa Rosa y Ramón Suárez, el tramo de<br />

Ingeniero Guerra al setecientos, donde un buzón de correos, rojo, asaltado de<br />

herrumbre y fuera de servicio duerme en una esquina, y los cajones de verdura del<br />

sórdido local de los hijos de Doña Valena se apilan en la otra; cuadra de viejos<br />

carteles a los que se les ven las tripas de tubos fluorescentes, de jeroglíficos de ranas<br />

otrora aplastadas en la banquina, de botellas junto a los olmos, vómitos y marquillas<br />

de cigarros ofrendadas por parroquianos desvelados a la salida de los boliches,<br />

cuadra de ventanas con rejas arabescas y dormitorios al aire, cuadra del ingreso<br />

auxiliar al colegio de los Salesianos, cuadra en penumbra, de ojos de sol entre<br />

follajes, cuadra de humedad, de guías telefónicas mojadas en los tachos de basura,<br />

cuadra sin rey, a no ser que algún cronista de rutinas quiera dar cuenta del extraño<br />

milagro de Don Ariel, que ya era viejo cuando era joven y ya sacaba a airear su<br />

panza cuando a Cúneo lo encomendaban a la verdulería con la hojita de los pedidos.<br />

Ese segmento entre calles, ese universo restringido, es el puente, de una esquina a la<br />

otra, donde la flagelación se decolora en compasión, en resignación, para licuarse en<br />

un olvido piadoso que irá a dormir hasta que el colectivo 96 vuelva a arrojarlo en la<br />

calle paralela el próximo fin de semana.<br />

Cuando el viejo se fue, él ya estaba en otras cosas, pensando en independizarse,<br />

en la casa propia, en hacer dinero, carrera, un veloz usufructo de su juventud. El<br />

acto de humo de su padre, entonces, le pareció una travesura de baldío que no le<br />

83


correspondía juzgar. Cumplió, claro, con el abrazo hacia su madre, con alcanzarle el<br />

pañuelo, pero rápidamente a otra cosa.<br />

Rico, en cambio, se había aventurado a sacar conclusiones, aparentemente<br />

convencido de que para algo valían. Hurgó por las causas primeras, enlistó teorías<br />

más oscuras y grotescas en su misión de desentrañar racionalmente un dilema que<br />

no era tal, pues su padre ya se había ido. Y no les había dejado muchas opciones.<br />

Desapareció, de buenas a primeras. Un día alguien preguntó “¿Y papá?”, otro<br />

respondió “No ha llegado”. Cien llamados a la ferretería, unas horas de angustia, un<br />

telefonazo a la policía, una mañana que se pegó a la noche, hasta que aparece un<br />

papel. Un trazo trémulo de lápiz que Rico arroja al centro de la mesa para luego<br />

decir a Cúneo y sólo a Cúneo: “Papá dejó esta dirección”, condenando a su madre al<br />

rincón más oscuro de la indiferencia. “Dice que podemos visitarlo cuando<br />

queramos”.<br />

Elena no ha visto a su esposo y han pasado más de diez años. Lo último que<br />

ella le dijo fue: “No prendas la luz apenas llegues a casa, porque no recuerdo si dejé<br />

el horno prendido, será posible.” El ómnibus desapareció por el ala oeste de la<br />

estación de Retiro. Ella iba a hacer un curso de repostería a La Plata. Elena lamenta<br />

no haber prestado especial atención esa tarde a los ojos del tipo aquél que la<br />

despedía inmóvil desde la plataforma y que, más allá de su advertencia, ya no tenía<br />

en mente regresar a casa.<br />

Cúneo habrá de aceptar que “abandono” es el único sustantivo abstracto que<br />

puede repercutir en su sinopsis familiar. Por lo demás, ha tenido una vida<br />

demasiado bajo control. El caso es que tampoco ha sido abandono a él, pues nunca<br />

de veras se ha sentido abandonado, más allá de algún reproche o reclamo hecho<br />

sobre el barranco de su adolescencia. Su madre es la verdadera dueña del sustantivo,<br />

Cúneo y Rico ahora lo entienden, tras una década de digestión, pero qué tentador<br />

resulta a veces apropiarse de aquella excusa para el dolor, de ese potente motor,<br />

afirmar: “fui abandonado, por eso soy esto”. Qué buen fundamento a las<br />

expectativas rotas, a proyectos borroneados o nunca escritos, al vacío inexplicable.<br />

Cúneo se da cuenta al instante: todos necesitan de al menos una abstracción que<br />

justifique seguir funcionando, un motivo, una frustración, cuando menos una<br />

aberración. Qué inmejorable pretexto el abandono, qué adecuada respuesta a su falta<br />

de logros, a su nada de conquistas, a su suicidio.<br />

A su madre también podría haberle resultado útil, pero llegó demasiado tarde,<br />

cuando todo en su vida había sido ya sentenciado. Sin embargo a Enrico sí le sirve el<br />

estigma y apenas sobrevive a la tentación de darle uso. Clavado detrás de un<br />

mostrador grasiento, expendiendo clavos por docena e instruyendo a solteronas en<br />

la reparación de portalámparas, Enrico se condena a várices con tufo a acetileno por<br />

una anciana y caprichosa negativa a ingresar a la universidad. Si al menos la hubiese<br />

trocado por una fuga de juglar, por una vida nómade, por lo menos trashumante por<br />

lo menos poética por lo menos dedicada a alguna clase de delirio, algún proyecto,<br />

alguna empresa individual, la patente de alguna inefable invención. Pero ni boceto<br />

ni guitarra ni drogas duras, apenas una regularidad de porros semanales y un<br />

diálogo autómata con una clientela monótona.<br />

Y solo. Para peor. Y viviendo con la vieja.<br />

Quizá por eso el espejo, cree ahora Cúneo. Un conflicto inventado, impuesto.<br />

Quizá por eso, para obligarse, para distraerse, para creerse preocupado. O mejor<br />

84


dicho, para preocuparse por algo indefinido, fuera de las leyes del objeto, su propio<br />

ápeiron oportuno y conveniente, ajustado a su talla, un ápeiron matinal, de<br />

merienda, de vermut, para la comezón, para creerse libre y atormentado, hecho con<br />

un poco de todas las cosas que no lo hacen sufrir, de todas esas cosas que no están<br />

ahí. No hay nada peor que creerse complejo y ser definitivamente simple. ¿Qué fue<br />

del destino de gloria que te presagiaste?. Se te acaba el tiempo para aparecer en el<br />

diccionario, Cúneo.<br />

85


CÚNEO SACUDE LA MANO y también un poco la cabeza, pero el<br />

chocolatinero no lo nota y pasa de largo. Martina le mira la camiseta manchada de<br />

grasa y de pronto le producen un poco de asco los chocolates que amontona entre<br />

sus dedos. Después siente culpa por el asco.<br />

– ¿Tendrá hijos?<br />

– ¿Quién?<br />

– El señor.<br />

– No sé, mi amor.<br />

– ¿Tendrá otro trabajo?<br />

– No sé.<br />

– Espero que no tenga hijos si no tiene otro trabajo.<br />

Cúneo mira a Martina y le sonríe con los labios apretados. Ella extrae un bollo<br />

multicolor de papeles de su pechera bordada de estrellas. El chocolatinero regresa<br />

con apaciguado entusiasmo.<br />

– Dame un chocolatín.<br />

– Son cinco por dos pesos.<br />

– Dame cinco, entonces.<br />

Cúneo recibe el vuelto y pronuncia un débil “gracias” que se pierde en lo poco<br />

del murmullo. Martina recibe de su padre la indicación de conservar el bollo<br />

multicolor de billetes.<br />

– Ahorralos.<br />

Martina devuelve el dinero a su pechera de estrellas y apoya el dorso de sus<br />

manos sobre la falda, las palmas hacia arriba y en su cuenco los chocolates. Los cinco<br />

paquetes forman una pirámide precaria que se derrumba en cada vuelta de esquina<br />

y en las paradas, y aunque ella no contrae los dedos, tampoco los deja caer.<br />

No los quiere mirar directamente. Le siguen dando asco. Están manchados, son<br />

viejos. Y le sigue dando mucha tristeza sentir ese asco.<br />

– ¿Cómo estuvo el Fantasy ayer, hija?, no me has contado nada.<br />

– Rebueno, pá. Nahír se subió a ese grandote que llega hasta el techo del<br />

shopping. A mí no me dejaron.<br />

– Claro que no. – Cúneo se relaja. Hasta último momento había pensado que la<br />

salida con los primos era un ardid de su ex esposa.<br />

– A Tomás tampoco, porque él es chiquito.<br />

– ¿A cuál te subiste vos?<br />

– A los aviones, pero a los que están en la parte de abajo. A los esquíes,<br />

también. A las motos. Al tragamonedas, que no se sube, se juega.<br />

– ¿Al tragamonedas? ¿No es muy aburrido para vos?.<br />

– No, está recopado. Podés ganar fichas. Yo no gané ninguna, igual.<br />

86


– ¿Después?<br />

– ¿Qué es el vértigo, pá?<br />

– Es lo que sentís cuando subís muy alto. O cuando vas muy rápido.<br />

– ¿Pero es lindo?<br />

– A veces sí, a veces no.<br />

– ¿Es como cuando te duele la panza pero no comiste nada?<br />

– Puede ser.<br />

– Para mamá es eso, pero para mí me parece que no, porque el juego de los<br />

aviones se llama “vértigo” y a mí no me dolió la panza.<br />

– Viste. A lo mejor mamá no se hubiera animado a subir a esos avioncitos.<br />

– No eran avioncitos, eran aviones. Ricardo nos compró helados para todos.<br />

Mamá se hizo la que no, que no, pero él igual nos compró. Total tiene plata.<br />

El ómnibus hace la circunvalación a la rotonda del Hospital Aeronáutico,<br />

Cúneo cruza el brazo izquierdo sobre la panza de su hija para menguar el sacudón<br />

centrífugo. Martina empezó a animarse e inició el péndulo con sus piernas,<br />

golpeando apenas el asiento delantero. Miró por la ventana. Y Cúneo la miró a ella.<br />

– ¿Querés que los lleve yo?<br />

– Bueno.<br />

Cúneo quitó los chocolates de la falda de su hija y supo la suerte que correrían.<br />

Miró hacia delante y algo le activó la cuestión Ballesteros, quizá el desborde rítmico<br />

de las nalgas del chofer por encima del asiento. Dudaba que el mismo lunes<br />

estuvieran sobre su escritorio los resultados de los nuevos estudios. Aquello le<br />

agobiaba. Y luego la inspección al taller. No esperaba dar con sorpresas en ese paseo,<br />

el área ya estaría prolijamente modificada al antojo de la patronal, pero el pensar en<br />

volver sobre Arizmendi para reiterarle la conveniencia de cotejar esa nueva<br />

inspección con aquellos estudios hechos algún tiempo atrás durante la intervención,<br />

le provocaba aún mayor fatiga.<br />

– Parece que hoy no vamos a poder ir a la plaza.<br />

– ¿Por qué no? Todavía no llueve.<br />

– Pero mirá las nubes, pá.<br />

– Si llueve nos quedamos en casa jugando al rompecabezas o a las damas.<br />

¿Trajiste las tareas?.<br />

– No. Tengo poquitas igual.<br />

– Hija… – se lamentó Cúneo. Ese olvido lo obligaría a devolverla más temprano<br />

el domingo.<br />

La esquina de la Seccional 9 queda atrás. La mochila de Mickey cuelga del<br />

hombro derecho de Cúneo, que con varios tirones intenta calzársela en la espalda.<br />

– Vamos.<br />

Levanta a su nena como si fuese otro bártulo. Una señora presiona el timbre y<br />

él lo agradece con una aneblada sonrisa. El ómnibus se detiene con descuido.<br />

Martina se entrelaza al cuello de su padre. Sus hombros huelen al hornillo de la casa<br />

de la abuela. La puerta se pliega y un machete de lejía helada les parte la nariz. En<br />

tres titubeos pisan el asfalto. Dos chocolates se caen y pierden en los peldaños.<br />

Son cuatro las cuadras que los separan del departamento. Un ritual es<br />

refugiarse bajo el toldo agujereado del quiosco y comprar caramelos de miel. Cúneo<br />

aprovecha, añade el diario.<br />

– ¿No lo habías comprado la otra vez?<br />

87


– ¿Al diario? Pero este es el de hoy.<br />

– ¿Pero no dicen todos lo mismo?<br />

– No, hija. Todos los días dicen cosas distintas.<br />

– Mamá dice que siempre dicen lo mismo. – y se le hincha el cachete con el<br />

caramelo.<br />

Llegan a la recepción. El portero los saluda apoyado en la columna y<br />

consumiendo un cigarro. Suben las escaleras. La puerta del departamento luce una<br />

calcomanía con caricaturas. Del caramelo que acaban de comprar, Martina rescata el<br />

envoltorio, le quita la lámina de goma y lo pega sobre la puerta, junto a la anterior.<br />

Cúneo destraba los dos cerrojos. El palier está un poco oscuro. Entran. Los recibe<br />

una factura de energía eléctrica. El departamento huele a encierro. En un principio<br />

Cúneo se molesta y luego supone que no ha pasado allí la noche anterior.<br />

Martina va a tirarse al sillón y encuentra sospechosos papeles de colores en la<br />

esquina de la mesa ratona. Se levanta y enciende la radio.<br />

– No anda para casét – le aclara su padre. Es lo mismo que le dice cada fin de<br />

semana.<br />

Martina mira por la ventana. Vuelve a desparramarse en el sillón. Aquél es un<br />

refugio de travesuras, de picazón, donde nunca hace frío y donde todo empieza y<br />

termina donde puede verse.<br />

Cúneo enciende la estufa. Quisiera darse un baño.<br />

– Buscá el juego que quieras, Marti.<br />

– Vamos a la plaza, mejor.<br />

– Dale. Andá a buscar la campera que dejamos en el ropero.<br />

Martina va hacia la habitación, y mientras descuelga la campera con cuidado<br />

para no mover el estante donde está el revólver de su padre, se toma el tiempo para<br />

observar el cuarto. Siempre nota que no está como ella lo ha dejado, nunca luce<br />

como el lugar donde viven ella y su papá. Eso la confunde un poco pero, sobre todo,<br />

la preocupa por su papá.<br />

Al volver a salir del edificio, el viento ha menguado. Martina encara hacia las<br />

hamacas. Cúneo se retrasa unos pasos y exhala vapor, con las manos en los bolsillos.<br />

Trae consigo el diario, a la altura del codo, apretado en la felpa del sobretodo.<br />

Escudriña unos cuantos bancos antes de sentarse. Elige uno libre de escupitajos.<br />

Abre el periódico de una sacudida. Se ha colocado de tal modo que el arenero donde<br />

está Martina le queda un poco lejos, hacia el monumento y algunos arbustos le<br />

obstaculizan la visión. Va a levantarse para dirigirse a otro sitio, pero su hija aparece<br />

de pronto en la base del tobogán, a pocos metros y sin árboles. Ha socializado con<br />

un grupo de niños.<br />

Levanta las hojas y desdeña rápidamente las noticias internacionales. En una<br />

página impar, bajo el rótulo de una solicitada, está la declaración del senador<br />

Zabala: “… a la vez con la plena conciencia de que nada restituirá a los hogares la<br />

presencia física de los seres queridos, hoy podemos aseverar desde el lado de la<br />

justicia, que ha observado su responsabilidad primera de echar luz sobre el trágico<br />

acontecimiento conocido como la Tragedia de Keys, que con la rúbrica dada al fallo<br />

en el que se halló culpable al principal sospechoso el caso está finalmente cerrado.”<br />

Cúneo resopla. Ha decidido dejar de leer y pasa la página. Pero la hoja sigue<br />

allí. “En días en que se produjera el incendio del local bailable, quien suscribe se<br />

hallaba a cargo del Poder Ejecutivo de la Ciudad de Pozos, cumpliendo con el deber<br />

88


asumido ante el pueblo.” Una decena de líneas más adelante, la firma. “A la<br />

ciudadanía de Pozos y al pueblo argentino, a su solicitud me dispongo. Gracián<br />

Andrés Zabala, Senador Nacional. Movimiento Lealtad por la Patria.”<br />

Al dorso, un artículo estrecho aunque a la cabeza, señala el visto bueno del juez<br />

federal para la continuidad del sumario a Santos Pereyra por la causa de<br />

enriquecimiento ilícito. Actual intendente de Pozos y otrora ministro de Urbanismo<br />

de Zabala, cualquier paso de acusación en su contra deberá esperar la nulidad de los<br />

fueros, para lo cual resulta imprescindible iniciar acciones de pedido de juicio<br />

político o aguardar el fin de su mandato.<br />

El pesado odio que Cúneo siente tras la lectura de la solicitada, llena sus manos<br />

de una fiera voluntad para el exordio. Quitó su lapicera del bolsillo y buscó el mayor<br />

espacio blanco dentro del periódico. Redactó el primer argumento entre el margen y<br />

un aviso de ofertas. Con él, Arizmendi debería ceder sin la más tibia oposición.<br />

Luego escribió el segundo borrador: Ballesteros estaba a salvo, los capos de Coninea<br />

desfallecerían a sus pies. El caso nunca le había parecido tan sencillo. Incluso si<br />

Arizmendi no cediera, incluso sin esas putas notaciones de entorno; eran<br />

demasiados los empleados despedidos en condiciones similares, la concatenación de<br />

testimonios en su contra constituiría una presión imposible de sostener para los<br />

patrones. El caso no tenía por qué llegar a instancias del tribunal ni el juez tenía por<br />

qué leer la declaración que Cúneo borroneaba a orillas de un crucigrama. Llegarían a<br />

un acuerdo de conformidad, disculpe usted Ballesteros, tome estos morlacos y<br />

mande nuestras bendiciones a su familia. Cuide sus pulmones.<br />

Poseído por un coraje que lo condenaba al éxito, Cúneo, extraordinariamente,<br />

deseó que en horas se hiciera lunes para acercarle a su cliente la buena nueva, la<br />

precisa antesala a su triunfo. Que aquellos ricachones inescrupulosos la pagaran, que<br />

la tos atrapada en el circuito respiratorio del gordo hallara compensación por tanta<br />

jornada servida a la sierra. En fin, que por una vez a los jefes se les cayeran algunas<br />

monedas, que si no Ballesteros antes que de siderosis iba a morir de hambre.<br />

Se sobresaltó con esa mención de la muerte. Contrajo los dedos y redujo el<br />

diario a un bandoneón anárquico. Un escalofrío lo recorrió de un extremo a otro:<br />

¡Martina!.<br />

89


EL PERIÓDICO CAYÓ AL BARRO. Cúneo envió su mirada desde los juegos<br />

hasta la glorieta, luego hasta los tenebrosos baños públicos. Otra vez hacia los<br />

juegos. Hizo tres pasos torpes, como un borracho. De repente la plaza estaba<br />

atiborrada de árboles y objetos que no permitían identificar nada. La tarde se hizo<br />

noche blanca, cubierta de neblina.<br />

Su recuerdo la había dejado al pie del tobogán pero allí sólo cavaban una mujer<br />

y su niño con una palita roja y un balde amarillo. Las hamacas se balanceaban, pero<br />

todas gracias al peso de completos desconocidos. Cúneo tomó el sendero de<br />

adoquines y fue hasta la calesita de manos, donde cuatro pibes se llamaban a<br />

convulsiones por el vértigo.<br />

Iba a gritar y un aviso íntimo le previno que ninguna palabra iba a salirle<br />

cuando abriese la boca. Pensó que vivía unos de esos momentos que no recordaba.<br />

Pensó que dormía. Pensó que estaba mirándose al espejo y para no darse cuenta se<br />

inventaba la plaza y los chicos e incluso la terrible fuga de su hija. Aceleró los pasos<br />

y giró sobre sí mismo. Se llevó una mano a la boca. Iba a echar su nombre al aire<br />

aunque supiera que todo era inútil, pues la habían secuestrado, se la habían<br />

arrebatado mientras hundía la nariz en un borrador ferviente. Se sintió un estúpido<br />

por dedicarse a redactar un exordio en medio de una plaza el único día de la semana<br />

en que su hija lo acompaña, estúpido por faltar a la tarea más bella y sencilla que<br />

pueda concebir nadie, no quitarle los ojos a la niña de los moños.<br />

Está completamente solo en su desesperación, en la esquina hay un agente de<br />

seguridad y un paseador de perros y de veras que la mujer a quien arrastra el<br />

rotweiller lo mira como si fuese un borracho. Y siente que va a vomitar..<br />

Vomita: ¡Martina!.<br />

Siente un tirón en su botamanga. Le vienen imágenes revulsivas de violadores<br />

y ogros bizarros en un cóctel que lo coloca como protagonista de todas las policiales;<br />

una ojeada al diario ha sido suficiente para un Buenos Aires devorador de niños y<br />

jovencitas. Otro tirón en el pernil, esta vez tan fuerte que su rodilla cede.<br />

– Papi, no te vayas.<br />

Prendida a la costura de su jeans, sobre el hilo del llanto, Martina lo mira con<br />

desconcierto.<br />

Él sabe que está en su baño, una madrugada cualquiera, mirándose al espejo,<br />

porque su hija le hace un reclamo fuera de lugar, le pide que no la abandone cuando<br />

él la está buscando. Va a alzarla y deshacerla contra su pecho pero el miedo toma<br />

otra forma.<br />

– ¡¿Dónde estabas, Martina?! ¡Te pedí que no te alejaras!.<br />

– Al lado tuyo, papá.<br />

Una trémula palidez la vence, como si una muerte la electrocutara.<br />

90


– En el banco…<br />

A Martina los labios le tiemblan, si no echa una bocanada a su estómago va a<br />

asfixiarse. Va a largarse a llorar. Entonces una mujer aparece entre la bruma. Una<br />

mujer que no está dispuesta a cambiar su rumbo. Y Cúneo es ese rumbo suyo.<br />

La mujer se oculta y vuelve a recortarse en la bruma. Cúneo la observa caminar<br />

hacia él como si la acción se repitiera. Martina teme, y ese temor le detiene el llanto.<br />

Nítida, la mujer se detiene a su lado.<br />

– Hola.<br />

La palabra le sale en sílabas, la sonrisa vibrante. Cúneo la tranquiliza,<br />

acariciándole las yemas.<br />

– Hola Laura.<br />

91


MARTINA LEVANTA SU CUERPO, pero nunca su mirada.<br />

– Hija, te presento a una amiga mía. Se llama L eeena, eena, aane, haana,<br />

maane, meena, me e e n a. Ya me lo contaste. Otro. ¿quién es ese señor?<br />

Azualarilloanco. Baate. Cuaarelas. Uma casa de areeena. Maane. Baaigo. Baigo al<br />

sueeelo. Caneela. Baaba. Me reeta, Martiina, cortiina. Geela. Tiina. Azualarillo.<br />

Cuareela, ¿de dónde sacaste? Cuareelas, cuarelas nueevas. Marilloeleeste. Jubeemos.<br />

Mientras loobo. ¿Señor eese?. Ronda donda redonda maanos. Cuicuidado. Laca<br />

calle. Las palabras mamalalas. Penipeni. Tencia cuarto. Sin televi sin teleevi. Sin<br />

tobógan sin tobógan. Peirro morde, plaza nega. Mamartina gelatina, ¿por qué no me<br />

lleivan? ¿por qué no peirdo? ¿por qué si me cuidan? Agustina Robertina. Como<br />

quieras ¿qué querés? Miel abejiinas. Piso mueeve. Piso abaajo. Pisó metal. Metal<br />

Izaado. Frío Queente. Piso mueeve. Si piso mueve, baigo al sueelo. Si piso mueve<br />

¿dónde baigo? ¿Por qué me cuidan? Ena eena. Ena gaande.<br />

– Hola Martina.<br />

– Dale un beso, Marti.<br />

– Dejala – susurra Laura. Martina oye.<br />

Sabe, porque la mira de reojo, que esa mujer no es rubia pero tampoco<br />

morocha, que es casi toda flaca, que lleva un pañuelo de colores tenues al cuello, un<br />

sombrerito negro inclinado a un lado, un pulóver de lana despeinada. Desde allí sus<br />

ojos parecen bonitos. Martina espera desmentirlo cuando deje de mirarla de reojo, si<br />

es que lo hace alguna vez.<br />

El frío hiere, Martina lo sabe en su misma piel, pero conserva sus cuclillas a la<br />

vera del banco.<br />

– Tu papi siempre me habla de vos, claro. Tenía muchas ganas de conocerte. Te<br />

traje un regalo.<br />

– A ver qué es, mi amor… - anima su padre.<br />

Sale un fantástico muñeco de trapo.<br />

– Espero que te guste.<br />

– Lo hizo ella misma.<br />

De un fugaz vistazo la nena sabe que el juguete le encanta pero sigue buscando<br />

en el suelo una brecha para perderse.<br />

– ¿Qué se dice, hija?<br />

– Dejala.<br />

– Gracias.<br />

– Después le ponemos un nombre si querés.<br />

– Vamos a casa. Pasemos a comprar unas facturas para la leche. – dice Cúneo<br />

iniciando el regreso y colocando a cada lado una mujer.<br />

Al entrar al departamento, oyen el cantito de Laura: “Más vale que se<br />

92


escondan.” Cúneo se ve en la necesidad de explicarle a Martina que Laura previene<br />

a los fantasmas cada vez que entra en un cuarto vacío. “Que no, que no le cuentes,<br />

que la vas a asustar con mis pavadas”, se defiende con pudor la maestra.<br />

Ahora Martina sabe de dónde han salido esos papeles multicolores que estaban<br />

sobre la mesa ratona. Ahora Martina reconoce los raros aunque dulces aromas que se<br />

respiran en la casa de su padre. Esa mujer los lleva en su ropa.<br />

Martina practica en la taza sorbos diminutos de leche. No la acabará nunca,<br />

tampoco ha tocado las facturas.<br />

– Ella es maestra de jardín – le cuenta su padre. Laura renueva el mate en la<br />

cocina – Le da clases a nenas como vos pero en una escuela que es más grande y con<br />

chicos muy pobres.<br />

Martina no habla. El hombre se hace de una hoja y de un marcador. Dobla el<br />

papel en cuartos, toma el marcador y se tuerce en complicidad con el rincón.<br />

– Juguemos al muñeco exquisito. – dice y le entrega la hoja plegada a su hija.<br />

Luego suspira mirando a Laura.<br />

– ¿Qué tal tu semana? – le pregunta en voz baja.<br />

Ella se compadece, le reconoce la tensión.<br />

– Nos vimos el jueves, Cúneo. Te puedo contar del viernes. Los padres<br />

llamaron a reunión para solicitar una extensión del turno de clases. En realidad no<br />

de clases sino para el comedor, que sólo funciona de mañana y media tarde. La<br />

historia de todos los años. Hace rato que iniciamos la gestión para que el comedor<br />

atienda de noche.<br />

– Ya está, pá.<br />

– ¿Me toca?<br />

Martina ha plegado el papel convenientemente para que su dibujo no pueda ser<br />

visto. Asoman sólo los extremos de la silueta.<br />

– No veas. – dice Cúneo y se refugia en su propio rincón para, a partir de la<br />

líneas de Martina, iniciar su propio trazo.<br />

El silencio rayado apenas por la radio deja un segundo solas a las mujeres.<br />

– ¿Cómo se llama tu jardín?<br />

– Jardín de la escuela John efe Kennedy – recita.<br />

- Ah.<br />

– Tomá. – reaparece Cúneo, transfiriendo las herramientas. Martina vuelve a<br />

ocultarse.<br />

– No fuiste a ver a Claudio ¿no?. - le pregunta Laura.<br />

– Iba a ir.<br />

– Te está esperando.<br />

Que espere, piensa él. Que se haga cargo de sus omisiones si ha decidido vivir<br />

al margen de los acuerdos sociales.<br />

Martina concluye su turno con rapidez e interrumpe a su padre justo cuando<br />

Laura le consultaba algo acerca de un libro.<br />

– ¿Esta es la última, no? - pregunta él.<br />

– Sí, el zapato y el sombrero. – aclara su hija.<br />

Cúneo garabatea, al rato dice “ya está” y pregunta “¿lo muestro?”. Martina<br />

asiente con la cabeza.<br />

Él despliega el papel y muestra la figura cuyo diseño han compartido. Es el<br />

momento donde Martina suele echar una carcajada fabulosa, como si se tratase del<br />

93


emate de un chiste siempre distinto pero igual de efectivo. Esta vez les ha salido<br />

una especie de robot cuadrado, con sombrero de cowboy y pantalones cortos. Lleva<br />

anteojos y zapatos de tacos. Pero Martina no ríe. Va hacia la habitación de su padre y<br />

desde allí lo llama.<br />

– ¿Me bajás las damas?.<br />

– Te las bajo. ¿No querés que juguemos al Pictionary?. Ahora que está Laura<br />

alguno de los dos te puede dictar las palabras.<br />

– No. Juguemos a las damas.<br />

La nena regresa al comedor y apoya la caja sobre la mesita ratona. La taza de<br />

leche cae al piso.<br />

– ¡Martina!<br />

Cúneo se apresura a salvaguardar la integridad del tapete de Jesenice.<br />

Demasiado tarde. Su borlitas han bebido de la chocolatada. Laura corre tras la rejilla<br />

seca. Cúneo refriega el piso.<br />

– Salí de acá, Martina, no ves que estoy limpiando. Ponete allá.<br />

La nena ensaya un puchero inverosímil. Inesperadamente se encuentra con la<br />

complicidad de Laura, que le guiña un ojo. La nena se lleva un dedo a la boca.<br />

– No te portes mal, hija. ¿Querés que vayamos a dar una vuelta por el<br />

shopping?.<br />

Martina no responde más que con un sutil cabeceo, sin quitar su dedo de la<br />

boca.<br />

– Bien. Nos pegamos un baño y salimos.<br />

Se sumergen pronto en la bañera. En el comedor, Laura lee una revista de<br />

artesanías en vela. Se oyen las risotadas y los palmetazos al agua. Cúneo ensaya un<br />

tango cuya letra no recuerda prácticamente nada.<br />

La mujer de la sala se distrae esporádicamente con los gritos desde el baño y<br />

abandona la revista por un instante. Esa niña le asigna una nueva dimensión al<br />

yuppie de la feria. Laura siente pánico. Pero su pánico no la extravía. Se sobrepone<br />

mirando hacia la gota, imaginando el vaivén del junco. Se halla, de pronto, en la casa<br />

de un extraño. La gota es el único indicio del hombre que conoce.<br />

Entiende que es justo que el miedo se le pegue y le recorra los conductos; el<br />

miedo debe quedarse ahí dentro un rato. Todo es raro mientras dura el escalofrío. El<br />

hombre de la bañera es otro. El que ella conoce no chapotea, hace un escándalo<br />

cuando ella abandona el toallón húmedo sobre la cama y no conoce canciones para<br />

niños.<br />

El escalofrío cede cuando la puerta del baño se desliza treinta centímetros y<br />

asoma el torso de Cúneo, esa mandíbula reconocible, ese pecho de poco pelo,<br />

vinculado a su memoria, que al estirarse para alcanzar un toallón la mira y le arroja<br />

un beso silencioso. Vuelve a meterse al baño y retornan las risas.<br />

La nena se niega a salir. El padre insiste, aparentemente sin resultado. Sale<br />

entoallonado, seguido por un torbellino de vapor. Se inmiscuye en la habitación.<br />

Laura parece la niña allí, sentada y estática, con las manos en las rodillas.<br />

Oye la dispersión del desodorante y unos gemidos de placer. Los resortes de la<br />

cama, los zapatos, la puerta del ropero. Sale Cúneo, finalmente, impecable en sus<br />

pantalones de gabardina negra y su camisa verde manzana. Ha colocado sobre ella<br />

un chaleco de hilo. Requinta el cinturón y prueba los bolsillos. Corrige la línea de los<br />

cuellos.<br />

94


Se inclina hacia ella. Laura ordena el breve cabello con sus yemas prodigiosas,<br />

dibuja la raya al medio y lleva algún ramillete detrás de la oreja.<br />

– Así. – dice apenas la mujer, que evita acariciarle las mejillas.<br />

Sorpresivamente él se queda cerca para mirarla un rato. Ella entiende esa<br />

pausa. Va a besarlo, pero lo aleja con un empujón en el pecho.<br />

Martina está parada a un lado de la puerta, apretándose como una virgencita<br />

en su toalla de heroínas, y los observa.<br />

Se bebe todo el aire, pero no dice nada.<br />

– Venga para acá, princesita – se apresura Cúneo, sobándose el golpe.<br />

Se levanta de un salto y la toma en brazos. La lleva en carrusel hacia la<br />

habitación y cierra la puerta con el pie.<br />

A poco de salir del edificio, Martina calla y de vez en cuando solicita a su padre<br />

que la cargue. La maestra jardinera se ha quedado sin trucos apenas a un par de<br />

cuadras del departamento. La nena no quiere cantar, ni jugar al veoveo, ni esforzarse<br />

en trabalenguas o adivinanzas. Se abraza al cuello de Cúneo y babea su camisa.<br />

Es el momento en que regresa al piso, castigada.<br />

Se deja ver el óvalo incandescente de la torre del shopping.<br />

Laura se rodea a sí misma y camina observando una línea sinusoidal en las<br />

baldosas.<br />

Hay una luna, en alguna parte, que despliega ese manto a la vez lóbrego y<br />

granuloso sobre la vereda por la que avanzan. La vereda de enfrente, en cambio,<br />

troca sus colores por el barato ámbar de las farolas en una ruidosa y aromática<br />

verbena de bolivianos.<br />

La nena lleva el cabello ondulado y juega cada tanto a estirarse los bucles con<br />

los dedos mojados. Vuelve al piso. Ella y Cúneo se detienen.<br />

– ¿Qué te pasa Martina? ¿Por qué te portás tan mal?<br />

Laura sigue caminando y se detiene a una distancia estratégica.<br />

Oye nada más que un murmullo quedo. Inclina un poco el hombro, sin<br />

despegar los talones, y los observa acercarse, nuevamente uno cargando al otro.<br />

– Vos sabés que me parece que tiene un poco de fiebre. - dice Cúneo.<br />

– ¿Sí? A ver.<br />

Martina se deja tocar la frente por el dorso de la mano de la maestra y luego<br />

por sus labios cerrados. Laura se queda allí. Luego se separa.<br />

– Me parece que sí – miente – ¿Por qué no vuelven a casa, le ponés un pañito<br />

frío y la dejás quietita un rato?. Le va a bajar enseguida.<br />

Luego besa rápidamente la cara del hombre, mientras le pellizca el antebrazo<br />

en un intercambio secreto. Besa la nuca deliciosa de Martina, que ante el pedido de<br />

su padre despega la nariz del hombro y estrecha una vacía sopapa en la mejilla de<br />

Laura.<br />

– Chau, preciosa. Todo va a estar bien ¿sabés?.<br />

Sin tiempo para darse cuenta, Martina ve cómo la bruja flaca es devorada en un<br />

suspiro por la boca del subterráneos.<br />

95


– TE QUEDÁS QUIETITA, MI AMOR.<br />

– Sí.<br />

– Entonces te acomodás bien del otro lado.<br />

Cúneo apisona el ventilador de mesa en el medio del colchón, entre dos<br />

almohadones rellenos de estopa. Extiende el cable hacia el pie de la cama y lo<br />

enchufa, mientras piensa cuándo fue que se le ocurrió proponerle aquella peligrosa<br />

tontería por primera vez. Ahora le divierte en tal medida que la exige siempre,<br />

incluso en invierno.<br />

Las aspas, rumorosas, inician su progresivo rebanar.<br />

Panza arriba, a un lado del aparato, Martina dibuja trazando oscuridad sobre<br />

oscuridad con su dedo índice; Cúneo oxigena, por primera vez en la semana, un<br />

ratito de calma sobre su colchón, sus sábanas.<br />

Se impone, en compañía de su hija, desterrar en absoluto los dimes y diretes del<br />

trajín, las órdenes y súplicas que le reverberan pertinaces. Trenza sus manos sobre el<br />

ombligo, que sube y baja sereno. Aguarda por la primer palabra, la primer pregunta.<br />

– ¿Y la India queda lejos?<br />

– Sí, queda lejos.<br />

– Cuánto.<br />

– Dos viajes en avión.<br />

– Vos fuiste, ¿no?<br />

– No. A la India no fui.<br />

– No se dice “la India”, se dice “India”.<br />

– ¿Sí?<br />

– Sí. Por ejemplo, no se dice “la Nahír” ni “el Tomás”. Se dice “Nahír” y<br />

“Tomás”.<br />

– Muy bien. ¿Quién te enseñó eso? ¿Mamá?.<br />

– La seño. Mamá también. ¿Y es verdad que no se puede comer carne de vaca?<br />

– ¿En la India?.<br />

– ¡Ah!, si vos no fuiste.<br />

– No fui pero sé. No se puede comer carne de vaca porque las vacas son<br />

sagradas para los indios.<br />

– ¿Qué es “sagradas”?<br />

– Santas. Algo así como dioses.<br />

– ¿Las vacas son dioses? Serán diosas.<br />

– Claro.<br />

– Para nosotros, las vacas también son saladas.<br />

– Eso es más cierto todavía.<br />

Martina arroja una carcajada fenomenal. Delgada, estridente, dulce melodía<br />

96


que entra por la nariz.<br />

– ¿Qué es sagrado para nosotros?<br />

– ¿Así como para los indios las vacas?<br />

– ¿Qué?<br />

– A ver… ¿Para los argentinos?<br />

– Sí.<br />

– Bueno, para algunos es una cosa y para otros otra.<br />

– ¿Para vos?<br />

– Para mí… vos.<br />

– ¿Yo soy una diosa? Pero no tengo poderes. - y hace el ademán de batir una<br />

varita mágica en la oscuridad.<br />

– Sí que los tenés.<br />

– ¿Me decís un poder?<br />

– Tu risa. Tu risa es poderosa, mi amor.<br />

– ¿Qué hace?<br />

– Felicidad, hace.<br />

Martina ríe cortito. Vaya a saber cómo se oyó “Felicidad” al otro lado del<br />

ventilador.<br />

– ¿Papá?<br />

– Sí, mi amor.<br />

– Si yo saco el techo, supongando que…<br />

– “Suponiendo”.<br />

– ¿Qué?<br />

– Se dice “suponiendo”.<br />

– Si yo saco el techo, supong…niendo que no hay otras casas arriba.<br />

– ¿Qué pasa?<br />

– ¡No!, nada, nada. No dije nada. Vamos a un suponer. Estoy en la terraza.<br />

– Estás en la terraza.<br />

– Pasa un avión.<br />

– Ajá.<br />

– Pasa un avión y no… y hay… a ver… ¿no se chocan? A ver…<br />

– ¿Qué te preocupa mi amor? ¿Las estrellas?<br />

– Sí. ¡No!.<br />

– ¿Si los aviones se chocan con las estrellas? No, Marti, las estrellas están<br />

muchísimo más lejos.<br />

– Pero si las estrellas son planetas. ¿No se chocan los aviones de nosotros con<br />

los aviones de ellos?<br />

– ¿De quiénes “ellos”?<br />

– ¡De los otros planetas!<br />

– Las estrellas no son planetas, son bolas de fuego. Enormes. No vive nadie en<br />

ellas. Son como el sol.<br />

– Sí, ya sé que es como el sol, pero nosotros vivimos en un planeta.<br />

– Sí. Pero no sabemos si en los otros planetas vive alguien.<br />

– ¿Sabés con qué se ven los planetas, papá? ¡con periscopio! Si alguien viene sin<br />

periscopio se lo puede chocar. Hay nueve planetas, ¿sabías? Me da un poco triste<br />

que no nos puedan ver.<br />

– Ya te dije que no sabemos si alguien vive en otro planeta.<br />

97


– Por las dudas.<br />

– Podríamos fabricar un semáforo grande.<br />

– Tan grande. ¿Por qué mamá no sabe manejar? ¿Vos sabés manejar?<br />

– No sé. No quiso aprender. Yo sí sé.<br />

– Pero no tenés auto.<br />

– No tengo.<br />

– Yo quiero aprender a manejar. Pero después, porque ahora soy chica.<br />

– ¿Y vas a tener un auto?<br />

– Sí. Blanco.<br />

– ¿Te gusta el color blanco?<br />

– No, es muy aburrido. Pero está bien para el auto. Así te ven. Por ejemplo, la<br />

mochila me gusta que sea de muchos colores porque no importa que no la vean,<br />

nomás que yo la encuentre. Pucha.<br />

– ¿Qué?<br />

– No podemos jugar al veo veo. Se ve todo del mismo color. ¿Por qué?<br />

– Porque si no hay luz no hay color.<br />

– ¿Sabés cómo se llama la energía del viento?<br />

– No.<br />

– Saca-agua. Por eso tenemos agua, porque la saca el viento.<br />

– ¿Ah, si?<br />

– Los molinos, se llama.<br />

– ¿Conocés un molino? ¿De qué te reís?<br />

– ¡Otra vez!<br />

– ¿De qué te reís?<br />

– ¡No!<br />

– ¿Molino? Molino. Molono. Melena. Malana. Milena.<br />

– En la revista vi un molino. Es como un ventilador gigante. ¿Vos te acordás<br />

cuando eras chico?<br />

– Algunas cosas.<br />

– Yo no.<br />

– Vos sos chica, mi amor.<br />

– Sí, pero no me acuerdo cuando era más chica. Mamá me dice que me hacía<br />

caca y no lloraba nada.<br />

– Nunca llorabas.<br />

– ¿Vos te acordás?<br />

– Mi amor, cómo no me voy a acordar. Yo estaba ahí. Siempre estuve con vos.<br />

– Ay, sí papi, es que no me acuerdo, te dije.<br />

– Para pedir la teta sacudías las manos como si quisieras tocar el techo, pero no<br />

llorabas.<br />

– ¿Eso está bien?<br />

– Más o menos.<br />

– Los bebés lloran.<br />

– Por eso. Con mamá nos preocupamos un poquito porque no sabíamos qué te<br />

pasaba.<br />

Silencio de Martina.<br />

– ¿Y qué me pasaba?<br />

– No supimos.<br />

98


– ¿Qué es “pimos”?<br />

– Su–pimos. Averiguamos. Nunca averiguamos qué te pasaba. No te gustaba<br />

llorar, me parece. Nada más que eso. Eras una nena muy alegre. Sos.<br />

– Me gusta ser alegre. Nahír es más, me parece.<br />

– ¿Sí?<br />

– Ella no se cansa.<br />

– ¿Vos te cansás de ser alegre?<br />

– Sí. Por ejemplo, ella se sube tres veces a los aviones. Pero el tío me dice que<br />

mi sonrisa es más linda.<br />

– ¿Qué tío?<br />

Silencio de Martina.<br />

Silencio de Cúneo.<br />

– ¿Papá?.<br />

– ¿Qué, mi amor?<br />

– ¿Sabés qué es diabólico?<br />

– ¿Qué?<br />

– Del diablo. ¿Te cuento un cuento?<br />

– Dale.<br />

– Pero no te vas a asustar. Vos sos grande.<br />

– Soy grande, claro.<br />

– Por eso. Mamá dice que los grandes se asustan más que los chicos.<br />

– Puede ser.<br />

– Había una bruja, que es una amiga del diablo, que vivía en una casa chiquita,<br />

en el bosque. Había pantanos. Tenía una lechuza, que es un pájaro, como mascota.<br />

La lechuza le decía “che, che” cuando venía alguien. Un día vino un príncipe. ¿Qué<br />

hacen los príncipes, papá?.<br />

– Son como presidentes de algunos países.<br />

– Mamá va a empezar a trabajar para hacer calculadoras en una fábrica.<br />

– Para hacer cálculos.<br />

– Ella hace eso. Vos mandás gente a la cárcel ¿no?.<br />

– No, hija. Yo defiendo gente.<br />

– El príncipe también, porque los príncipes son como soldados. Llegó a la casa<br />

de la bruja, un poco muerto por una guerra. Y la bruja se enamoró. Pasaba el día<br />

mirándose al espejo. ¿Viste que los espejos no miran a los vampiros? Pero a las<br />

brujas sí, y le decía que era la más linda. Pero el príncipe se enamora nomás de las<br />

princesas. La bruja le hizo creer que era una princesa. Se como disfrazó, pero sin<br />

traje. Así nomás, ¿entendés?. El príncipe creía que era una princesa, porque estaba<br />

medio muerto. Pero llegaron los amigos de él y le dijeron que era una bruja porque<br />

ellos la podían ver así como era. Tenía poderes para el príncipe, nomás. Pero para<br />

los demás no. Un nene de tres sabe leer, también. Por televisión lo vi. A mí algunas<br />

palabras me cuestan, yo cuento cuentos que me contaron, a veces no los leí. si la<br />

cabeza. Lo de adentro. Algunos pue, dicen que. Él, pero se calla, se la guarda.<br />

Encontraría qué, ahora bruja que sabrá es una porque vieja, sombrero negro y<br />

escoba. A ver, si aprieta, si los fuerte pero aparece misma brujita no vieja ni arru, si<br />

se enoró del príncipe por qué y con verru de los dibujitos en la nariz. Pucha. O una<br />

seño que dice o que más bien la mira, a rayas a cuadros, trama cruzada los ojos con<br />

que mientras dibuja en vez de un dibuja en vez de simple y nada más que tres rayas,<br />

99


en vez de, la seño mira, una A, no la conocerá, no la habrá visto, cómo que no, se ríe,<br />

se mira por dentro y se mira riendo de la seño cuando ella le dibuja una A en vez de.<br />

¿Si le? Pero antes inventar y ver del lado de adentro una cosa que no. No sea, nada<br />

pero que sea y ella sepa lo que sea porque si pregunta ¿qué es eso Martina? ella, eso<br />

tan raro que estás, poder decir, debe ella, bueno, a lo mejor no. A él le gustaría si<br />

sólo se largara a reír. ¿La bruja es sagrada? Porque tiene poderes. Y vos me dijiste<br />

que los que tienen poderes son como las vacas. A mí me parece que no son sagradas<br />

porque son un poco malas, un poco nomás porque al príncipe lo quería. ¿Y si<br />

pregunta? Va a preguntar. Hojas de limón, casa de muchos pasillos pero todos<br />

cortitos. Techos bajos. A él apenas le pasan la cabeza. Río de agua brillante en el<br />

cordón de la vereda. Una nena sola se acuclilla, sola la nena sobre el cordón y mira,<br />

péndulos, idénticos y tercos porque una y otra vez de acá hacia allá, péndulos sobre<br />

el río de brillante y sucia, primero aceite y después vidrio líquido como de botella y<br />

del lado de abajo cada piedrita grita su propio ahogo, piedrita de pavimento,<br />

piedrita negra como de goma. Una nena sola que toma una hoja grande, dedos regor<br />

pero cort pero todos junti que rehén una hoja grande que sofoca la cabeza bajo el<br />

vidrio, cielo apenas limpio. Olor a minuto anterior. A. Vapor enfriado de golpe.<br />

Costras marrones. Del árbol, mojadas. Surcos de agua, pero de la manguera,<br />

madrigueras violentas en la tierra, pero bien seca, pero bien seca y polvorosa.<br />

Volado para verlo habrá. El otro a caballo ni. Sobre los árboles. ¿De dónde sale esa<br />

luz de abajo?. Blanca, no puede ser tan. Zzzuuummm. Se distrajo.<br />

- Buenas noches.<br />

Ya estaba enfrente. Sin la verru, nada ¿quién es la más hermosa? y al sombrero<br />

se lo habrá visto como de esos de tela, no de cartón o piel de bicho, pero petisitos y<br />

redongos como hondos. Que me veas así, pero con los ojos nomás, y la escoba, hecho<br />

la lastimada se habrá, un bastoncito. Miel en una gota dura. Y este ruido de motor<br />

con aire en el pelo olor como a hamburguesa fría. Que usan las prin, vamos a la<br />

plaza. Tomar un helado. Las hamacas. Comprarte unas zapatillas. Pasear. Un rato.<br />

Por el centro. Por el shopping. Querés jugar a. El muñeco exquisito. Disfrazarnos.<br />

Grabarnos. Anda. No sé si. Me pare que. No muy bien. No anda más. Las damas. La<br />

maestra. Lunes martes miércoles viernes sábado domingo la viejita con una cebolla<br />

en la mano se vuelve a meter en la jaula. Cumpleaños. Si le viera ahora le vería un<br />

día que le falta. Va a preguntar. No podía estar atenta a que todos la vieran asá. Los<br />

otros qué tienen que meterse, si él se quiere quedar. Por ejemplo, mamá dijo un<br />

elefante, un poco raro, dijo. Martina dijo una ballena, sin cola, dijo mamá, con la<br />

cola para el lado que no se puede ver, dijo Martina que papá dice. Andá vos y ella<br />

va. Pone al lado y whisky, yo qué sé, relámpago, ahora voy, pero como de estruendo<br />

apagado, como tos de perro viejo, voy yo, papá dice y sale mamá, él entra. Al lado se<br />

pone, Martina quietita mi amor, whisky diciendo quietita todavía mi amor quietita<br />

todavía, mamá hace el relámpago ahora voy yo dice whisky papá andá que sale ella<br />

amasen relámpagos que salen andá quietita mi amor decí. De todas partes que los<br />

cumplas. Que si no soplás todas con un suspiro te morís un año antes. Si él quiso<br />

verla como un elefante o como una ballena, por caso, qué se tienen que meter. Está<br />

bien, ella tiene, eso no vale porque no le dice a él, ella es una. Es una foto en la<br />

mesita de luz. Chancleta tirada en la piecita de los cachivaches. No le gusta cómo<br />

mira. Parece enojada. Un bebé enojado. Pero no debe estar enojada sino sorprendida.<br />

Por la cosa que se pone papá delante de los ojos gotas duras de miel, supo después,<br />

100


pero ahí no sabe. Mira como enojada. Papá se ríe con esa foto. Cambiala, pero él<br />

porqué, me gusta, eras, chiquití, quichití, muchimí, yo también, y te gustaba tanto la<br />

aré. Premio castillo. No como la aré del jardín de adelante, le parece pero no se<br />

acuerda. Después con mamá y con las nubes pero él también porque la enoró sin<br />

avisarle, panza arriba, con las nubes en el patio.<br />

Vos me dijiste un poder que yo tenía. ¿Qué poder me dijiste, papá?<br />

Papá.<br />

¿Papi?.<br />

Se durmió.<br />

101


– ¿ESTÁS LISTA, HIJA?<br />

Martina mintió al asentir pues aún no terminaba de colgarse su mochila de<br />

Mickey. Cúneo la miraba flanqueando la puerta de salida.<br />

Esa parte de la representación se ejecutaba siempre en cámara lenta. Cúneo<br />

moría por encender un cigarrillo y aniquilar aquella grave ansiedad que le<br />

desprendía todos los órganos y se los amontonaba en la parte baja de la panza.<br />

Martina volvía acomodar su blusa dentro de la pollera y las tiras elásticas que<br />

sujetaban su pelo no lograban conformarle.<br />

Por la ventana, franjas de atardecer lamían las siluetas irregulares de la ciudad.<br />

Dentro del departamento aún no se habían encendido las luces pues el resplandor no<br />

terminaba de emigrar. Las paredes del comedor eran como de agua violeta, manchas<br />

de olas que subían y bajaban, a veces inesperadamente vejadas por el haz naranja de<br />

una farola que empezaba su labor. No había luna en ese rectángulo de Buenos Aires,<br />

pero sí tres estrellas. Y una luz de seguridad de una torre, que titilaba con terca<br />

simetría.<br />

Aquellas alimañas despreciables que se apropian de la noche y que poseen la<br />

enigmática propiedad de ser objeto y sombra al mismo tiempo, cortaban el cielo en<br />

vuelos torpes, posándose por un instante en alguna arista fuera del cuadro para<br />

luego volver a lanzarse, guiados por ojos ciegos y chillidos de auxilio, hacia otra<br />

arista diferente o hacia la cabeza de una gárgola derruida.<br />

Martina miró las fundas arrugadas de los sillones y secretamente deseó que<br />

nadie las planchara. Cuando volviera a su casa, su madre habría barrido su<br />

habitación, colocado los peluches sobre la biblioteca, recogido las hojas coloreadas y<br />

alisado cada pliegue de su cama. Un ejército de manos invisibles se ponía<br />

enérgicamente en marcha cada domingo para desbaratar el desorden que con tanto<br />

entusiasmo y dedicación ella construía durante la semana.<br />

Revisó de una fugaz palmada los bolsillos traseros de su falda y luego volvió a<br />

asentir.<br />

Su padre plegó el saquito sobre su antebrazo derecho y le ilustró el camino<br />

hacia la puerta. Ella pasó delante suyo y él miró cualquier otra cosa. Tanteando hacia<br />

atrás con sus dedos mayor e índice, activó el interruptor y dejó encendida una<br />

bombilla azulada. A su regreso hallaría candiles aromáticos en las esquinas, velas y<br />

otras bombillas.<br />

El palier los recibió a oscuras. Martina corrió al final del corto pasillo para<br />

apretar el botón rojo que golpea con su grito blanco las retinas, los caños de las<br />

102<br />

4


escaleras, las empuñaduras de las puertas, los pisos de granito.<br />

Tragan en un improvisado silencio los escalones triangulares que se abren en<br />

abanico y que mueren en un paño de piedra larga, a su vez interrumpido por la<br />

barra de bronce en la recepción de planta baja.<br />

No hay portero ese día. Cúneo batalla con la llave dentro de la insignificante<br />

ranura. Una mujer se suma a la espera. Sujeta en el extremo de una correa de cuero<br />

el frondoso cuello de un ejemplar adulto de San Bernardo. El perro combate su<br />

ansiedad babeando las macetas y echando al aire dos ladridos e igual cantidad de<br />

lloriqueos. Una anciana con bolsas de residuos en ambas manos completa la fila. A<br />

sus espaldas, Martina oye a las mujeres hacer una tímida premonición acerca del<br />

clima. Cuando Cúneo logra destrabar el cerrojo, un joven de cabello negro y brillante<br />

llega al trote por la escalera, haciendo tintinear como cascabel las cuatro botellas de<br />

cerveza. Se adelanta irrespetuosamente a las mujeres y se extravía primero en la<br />

tarde violeta y luego tras la esquina.<br />

Al cabo del pasillo que parte en dos al jardín delantero, el reflejo llama a<br />

Martina a buscar la mano de su padre. Sobre la cornisa que los separa del asfalto,<br />

ambos miran a izquierda y a derecha antes de lanzarse hacia la otra acera.<br />

Del piso superior del edificio que tienen encima surgen redondeles de colores<br />

que atraviesan los cristales, lo mismo que una estridencia grave y repetida y voces<br />

desencajadas y coros que pretenden acompañar la música pero a modo de una<br />

hinchada de fútbol. Cúneo recuerda a Giovanna. Toda fiesta le hace recordarla, le<br />

hace verla conversando en corrillos apresurados, deteniéndose a diez pasos para<br />

aclarar una u otra cuestión o regresar al corrillo anterior para repetir la necesidad de<br />

no olvidar tal o cual cosa o añadir una nueva. Llegó a confeccionarse un trajecito con<br />

esa tela de trama translúcida de la cual no recuerda nunca el nombre y que le<br />

ajustaba las zonas oportunas, de color esmeralda y vivos celestes, que acompañaba<br />

con una esclavina de hilos oscuros y dorados cuando el día se cargaba de plomo y<br />

savia.<br />

Con el trajecito para fiestas Giovanna volvía a conocerse, se le iluminaban las<br />

mejillas, se le erguía la nariz, le brillaban los ojos. Jugueteaba con la esclavina como<br />

si se tratara de la capa de un superhéroe. En realidad, todo lo que tenía que hacer era<br />

detenerse, apuntar su sonrisa y disparar. Luego las palabras se vertían solas, un hilo<br />

de agua que no tiene más que seguir la rendija. Con dos llamados telefónicos y un<br />

grito había resuelto el lugar, la comida y los invitados, entre los cuales estaban los<br />

que se harían cargo de la música, del cotillón y de algún espectáculo vivo. Poseía la<br />

habilidad de sintonizar con exactitud los perfiles de los concurrentes, quiénes debían<br />

ser invitados y quiénes no bajo tales o cuales circunstancias, y cómo debía<br />

compensarse a los relegados para asegurar su presencia en los próximos eventos. En<br />

primer año de la escuela secundaria había sido ella quien organizó la fiesta de<br />

bienvenida para su propia división, ante las bocas estupefactas de las maduras niñas<br />

del ultimo año.<br />

Torcía de un modo la cabeza, se frotaba de una manera las manos, daba tal<br />

forma a sus labios y entornaba los ojos en tales precisos momentos que no quedaban<br />

alternativas para la negación. Se terminaba aceptando con mansedumbre,<br />

convencido de que ese copetín resultaba imprescindible a los fines de garantizar el<br />

riguroso desenvolvimiento del mundo.<br />

Zigzagueaba entre los sexos con destreza, como quien recoge florecillas de un<br />

103


solo tirón. A ellas y a ellos les decía lo correcto, exactamente lo que querían oír y, por<br />

supuesto, jamás lo mismo.<br />

Las fechas conmemorativas del almanaque coincidían con su nombre. Día de la<br />

primavera, Día de los Enamorados, Halloween, llevaban a un costado la regla<br />

mnemotécnica: “llamar a Giovanna”.<br />

En agosto del último año escolar, con motivo de otro aniversario, fue que<br />

decidió uniformarse. La decisión tenía, claro, cariz de prosecución; “para eso no se<br />

estudia”, pensaba, debido a lo cual era imprescindible anticiparse y comenzar a<br />

cavar la trinchera.<br />

En la computadora de la empresa de su padre confeccionó sus primeras tarjetas<br />

de presentación. Dudó si colocar su apellido; “Giovanna” a secas parecía más cordial<br />

pero el solo nombre, debajo de la leyenda “organizadora de fiestas” en colores<br />

alegres, no desterraba la ambigüedad al servicio que proponía. Añadió su apellido y<br />

redujo el malentendido.<br />

Repartió con premura aquél rectángulo de cartulina entre compañeros y<br />

directivos. Destinó un buen número a vecinos y comerciantes del barrio. Con el<br />

correr de los meses debió emprender el diseño de nuevas tarjetas. Estas, directas de<br />

imprenta, exponían la leyenda corregida: no más “fiestas”, el hiperónimo adecuado<br />

y moderno era “eventos”.<br />

Cúneo tiró a Martina de un brazo para evitar el charco bajo la baldosa floja. A<br />

la nena le produjo cosquillas y rió tres veces cortitas y distintas. Llegaron a la parada<br />

de ómnibus y se detuvieron diez pasos detrás del poste. Apoyado contra él y<br />

auxiliado por anteojos de cristales perlados, un hombre leía un periódico. Detrás<br />

suyo, entre el hombre y Cúneo, dos señoras conversaban con tono de formalidad<br />

incómoda.<br />

Martina no había pronunciado palabra durante el trayecto hacia la parada.<br />

Cúneo giró y encaró al joven que atendía el quiosco. Pidió cinco chocolatines y<br />

caramelos de miel. Abonó con billetes para hacerse de monedas y luego ofrendó las<br />

golosinas a su hija. Ella miró los caramelos, los rechazó y permutó por los<br />

chocolatines.<br />

La nena dijo: “Gracias, pá”.<br />

Aún era temprano, pero en Buenos Aires las tardes de domingo se escurren en<br />

regresos en colectivo. Las horas de sol y de aire fresco se convierten en inmóvil<br />

paseo retaceado por los cristales salivados del ómnibus o cocinado en el hálito<br />

vaporoso de los túneles del subterráneo.<br />

Pasaron cuatro colectivos, dos de ellos con la misma numeración, pero ninguno<br />

servía a los fines de Martina ni de Cúneo, aunque sí a los del hombre del periódico<br />

quien, tras resbalar en el estribo y recomponerse, lo tomó. Las señoras ocuparon su<br />

lugar en el poste. Padre e hija ejecutaron dos pasos.<br />

Mitad porque no quería desairar con tanta frialdad a padre y madre, mitad<br />

porque el carácter práctico que le facilitaba las cosas cuando organizaba una fiesta<br />

era el mismo que le sugería no descartar otras opciones, llenó el formulario de<br />

ingreso y luego compró los apuntes para finalmente rendir los exámenes del ciclo<br />

básico universitario. Un año después se mezclaba, en los altos salones marmolados,<br />

con sus innumerables y desconocidos compañeros de la carrera de Economía.<br />

Los primeros cuatrimestres combinaron tedio con teoría ininteligible. Su<br />

relación con los números tenía historia, en cierta forma habían crecido con ella y<br />

104


jugueteado cuando escondida debajo del escritorio oía a su padre martillar la<br />

calculadora, murmurar resultados, gritar cifras con comas y decimales para que su<br />

mujer las memorizara. Desde los trece años había ayudado en la atención telefónica<br />

de la empresa y así, además de construir aquella sagacidad en la respuesta que<br />

ribeteó su carácter, supo de mudanzas, transportes, balances, transacciones e<br />

impuestos.<br />

Su mejor amiga la reclutó para que organizara su boda. Recordaba con ternura<br />

la manera que tenía de prever todo al detalle, de divertir y divertirse, de regular los<br />

ánimos lúdicos como quien sube o baja una perilla para adecuar un termostato.<br />

Promesa de juventud había sido que Giovanna estuviera al frente de su fiesta. Para<br />

tal fin contrató bailarinas árabes que accedieron de muy buen grado a combinar sus<br />

coreografías con las aguas danzantes emplazadas en el patio. Las bandejas de<br />

comida y tragos siempre estuvieron llenas, Giovanna correteaba por el salón<br />

actualizando a los mozos y despabilando al tipo que ponía la música; su vestido<br />

esmeraldino esquivó con destreza los derrames y la crema de la torta. Con la sonrisa<br />

refulgente, como si jamás sufriera el terrible estrés que le carcomía los huesos,<br />

terminó la madrugada apilando sillas y cargando con la cuenta de un evento que<br />

había superado los números iniciales. “Es parte del regalo, no te preocupes”, le dijo<br />

a su amiga, que no puso peros.<br />

Cuando conoció a Cúneo, deliciosamente atribulada entre alerces milenarios y<br />

murmullos de deshielo, se proponía poner coto a sus bamboleos. Era la primera vez<br />

que la disyuntiva se le presentaba con pragmática urgencia. O las fiestas o la carrera.<br />

A la cabeza del muelle llegó aquél joven que enflaquecía debajo de los<br />

pantalones de gabardina, diciéndole que conocía a un amigo dedicado a la misma<br />

actividad, que había oído de otros, que sabía que para eso que quería hacer ella sí<br />

existían institutos y carreras terciarias.<br />

Nada nuevo para Giovanna en realidad, y aunque el tipo se le arrimara con<br />

manifiestas intenciones de consumar el género, era todavía estimulante que no<br />

arrugara la cara ante la embestida “organizo fiestas”; era alentador que no volviera a<br />

repetir la pregunta, “sí, pero ¿a qué te dedicás?”.<br />

Volvió a Buenos Aires con renovadas inquietudes. Se inscribió en seminarios<br />

espasmódicos, desvió fondos de su carrera para otras cuotas y nuevos apuntes que<br />

teorizaban sobre la mecánica de las relaciones y el diálogo, la capacidad de<br />

liderazgo, el encauzamiento empresarial de las iniciativas. Conoció a los referentes<br />

locales de su ramo, cuya jerarquía indocumentada preveía rangos del estilo<br />

“relacionista público” o “manager de promoción no tradicional”. Al fin, el devenir<br />

social legitimaba su rara inclinación.<br />

En oportunidad de mudarse con su futuro marido a la casa de Caballito,<br />

organizó la fiesta de bienvenida. Cúneo temió que el brío acabara por aguarse<br />

cuando los globos de papel y las mangueras de colores del patio y el comedor, no los<br />

vieran más que a ellos dos y a sus padres, bailando un vals tímido o cruzando las<br />

piernas, abrazados a una copa, en los rincones. Sin embargo la casa se llenó. Había<br />

más gente de la que era posible imaginar en esos espacios cuando se los observaba<br />

vacíos. Los gritos y las risas se prolongaron hasta el mediodía siguiente. Los últimos<br />

se retiraron tras hacerle los honores a unos canapés recalentados. La casa quedó<br />

reducida a un alfombrado de vasos plásticos y serpentinas. Ante el silencio de<br />

pronto abrumador, Giovanna y Cúneo regresaron a su habitación a contemplarse,<br />

105


pues ya no existía cosa que pudiera distraerlos.<br />

En la pieza de los cachivaches, Giovanna vació un rincón e instaló su agenda,<br />

una vieja computadora que sólo servía para expandir las posibilidades de una<br />

máquina de escribir y un aparato para la recepción de facsímiles. A contramano del<br />

gusto de su marido, compró una mesita de pino lavado que cumplía la función de<br />

escritorio.<br />

Recibió dos llamados de su escuela, los mismos directivos de antaño que la<br />

recordaban con cariño. Organizó un matiné de cine y teatro y un desfile dominical<br />

de modas infantiles.<br />

Hojeó revistas de marketing personal para promoverse y expandirse, pues a<br />

pesar de la aparente distancia en el tiempo seguían convocándola las mismas<br />

personas para idénticos fines. No disfrutó de las bodas de ninguno de sus ex<br />

compañeros pues siempre estuvo del lado trasero del proscenio, entre bambalinas,<br />

coordinando mozos y cotillón. La actividad, sin embargo, continuaba divirtiéndola<br />

aunque redituándole solamente deudas. Debido a la demanda que producía su<br />

tercer año en Economía, a menudo se veía obligada a tomar atajos en la solución de<br />

inconvenientes prácticos y acababa resolviéndolos ella misma, tergiversando el fin<br />

de su tarea como labor de lucro y anteponiendo la perfección de la puesta en escena<br />

a su propio superávit.<br />

Cúneo regresaba de la facultad y la hallaba hundida en la gorda glucosa de su<br />

agenda, moviéndose a tientas bajo la luz rancia de su velador, discando el teléfono<br />

con un lápiz y balbuceando pedidos con agotada cortesía. Acto seguido regresaba al<br />

comedor y se inmiscuía en los libros de contabilidad y finanzas.<br />

Él ya estaba trabajando en los despachos de tribunales y al poco tiempo<br />

culminaría con sus exámenes. Había llegado Martina, recibida con entusiasmo y<br />

algarabía. Elena solía visitar a su nuera durante la semana. Conversaban largamente<br />

y cuando Cúneo volvía solía hallarlas entre abrazos o salteando turnos para cambiar<br />

a la beba.<br />

El flamante abogado procuraba añadir a su llegada siempre algún objeto.<br />

Alguna mesita ratona, algún estante esquinero, aunque más no fuera un adorno de<br />

oropel o el marco para una fotografía. Con esas pequeñas cosas creía ver a su mujer<br />

entusiasmarse y recuperarse. Pero ella regresaba cada vez con mayor turbiedad a sus<br />

apuntes de Economía. Con extrema facilidad engullía los tomos de Administración y<br />

con la misma extrema facilidad se aburría de ellos. Sin embargo le iba sucediendo lo<br />

que todos temen, para lo cual todos se preparan sin saber de qué modo se han<br />

enterado de que, efectivamente, aquello ha de sucederles en algún momento, si es<br />

que una mágica circunstancia no les evitó el suplicio a tiempo. Giovanna comenzó a<br />

sentir un incómodo pudor. Ese pudor de los adultos cuando echan la cabeza hacia<br />

atrás y se narran a sí mismos las anécdotas de su niñez o de su juventud y se<br />

encuentran con que, lejos de arrepentirse por los deseos y las fantasías sobre las que<br />

cabalgaban, les pesan como una agria traición.<br />

Cuando Cúneo lograba quitarla de ese brumoso ostracismo, ella resucitaba con<br />

una fiesta en la casa. Y vuelta los globos de colores y las lámparas chinas, las<br />

guirnaldas y las fuentes. Sacudía el polvo de su agenda y actualizaba los contactos.<br />

Diseñaba nuevas tarjetas donde añadía nuevas categorías, como el muy moderno<br />

término wedding planner. Pero luego sentía, también con renovada aspereza, que<br />

aquello de organizar fiestas era cosa de niñas o de mujeres muy acomodadas. Y ella<br />

106


no sólo no lo era, sino que se hallaba claramente retrasada, y por varios años, en la<br />

carrera contra la vejez y hacia la acumulación de capital.<br />

Por temporadas prestaba mayor atención a un curso de organización de<br />

eventos que a una carrera universitaria de prestigio como la de Ciencias Económicas,<br />

temporadas románticas donde imperaba un raro sentimiento de lealtad; luego se<br />

preguntaba “¿Qué carajo estoy haciendo?” y retomaba con desesperación la<br />

embestida por actualizar los requisitos de la universidad y abandonaba a sus<br />

desgraciados compañeros de aquél miserable edificio al que llamaban Escuela de<br />

Emprendedores. Pero a menudo el arrepentimiento la arrebataba demasiado tarde y<br />

el año estaba perdido por completo. Entonces, al momento del brindis del treinta y<br />

uno de diciembre, su vida quedaba resumida en retazos, en asignaturas pendientes.<br />

Apenas si podía mencionar a Martina y a su feliz matrimonio en su balance, pues<br />

nadie creía que ella pudiese ser sólo madre y esposa, demasiado distinto el lugar que<br />

se había reservado para los ojos de los demás. Lo peor de todo era que, a pesar de<br />

haber sabido organizar fiestas en otro tiempo, ya no tenía idea de cómo mentir.<br />

Un buen día Cúneo llegó a casa e hizo el ingreso de una manera sigilosa, de<br />

modo que Giovanna no lo oyó. En la habitación halló a Martina plácidamente<br />

dormida. En la casa reinaba un silencio vernal.<br />

Cúneo dejó su maletín en el sillón pero no se atrevió a llamar a su esposa, tan<br />

hipnótica resultaba la quietud. Primero corroboró la ausencia de ella asomándose a<br />

la cocina; un aroma lejano sobrevivía, suspendido y liviano, algo recientemente<br />

preparado pero no consumido. Luego propinó tres golpecitos a la puerta del baño.<br />

Al entrar no la había visto en el patio, quizás estuviese en el techo, tomando<br />

sol. Salió y estiró el cuello, pero ninguna silueta sobrepasaba la cornisa.<br />

Se acercó al cuarto de los cachivaches y en cada paso sintió un murmullo<br />

encajonado que se empecinaba. Alguien estaba allí dentro, pero no era Giovanna.<br />

Cúneo pegó su oreja a la puerta y oyó un batir de papeles.<br />

Hacía bastante tiempo que nadie, menos ella, entraba allí, a ese cuchitril<br />

disfrazado de fábrica de quimeras. Hacía bastante tiempo que no revisaba su agenda<br />

ni encendía su computadora. Al destrabar la puerta, Cúneo ya había identificado el<br />

llanto.<br />

Lloraba de una manera furtiva, como si no quisiera enterarse de que lloraba.<br />

Lloraba y a la vez buscaba apiadarse de su llanto, como un muerto que se pasa a sí<br />

mismo la mano sobre la cabeza. Lloraba sin miedo y sin vergüenza frente al mundo<br />

de los otros, como quien se despide, y era cierto pues cuando Cúneo entró y ella<br />

pudo verlo, no dejó de componer la misma escena, con los mismos compungidos<br />

sollozos y los mismos hipos. No había desesperación en su llanto, tampoco tristeza.<br />

Había una tremenda nostalgia.<br />

Cúneo se arrepintió de haber violado ese momento que no le incumbía, pero ya<br />

no podía salir. Se limitó a esperar. Descubrió una caja de cartón recién comprada, en<br />

cuyo fondo se amontonaban papeles de distintos colores y formas. Avistó, torcida<br />

hacia una esquina, la agenda de cuerina de su esposa. A partir de allí reconoció cada<br />

cosa que ella había apelmazado dentro de la caja y que continuaba agregando entre<br />

toses.<br />

Giovanna lloró unos minutos más. Al fin, cuando su garganta dejó de latir y<br />

hacer ruido, buscó, ahora sí con pudor, algo con qué sonar su nariz.<br />

Cúneo suspiró, se acercó y rodeó la cintura de ella tomándose de sus propias<br />

107


muñecas. Supo esa misma tarde que algo demasiado importante había cambiado en<br />

la vida de ambos. Y un oscuro pesar le cobijó. Aquél que le decía que había sido<br />

cierto lo que sintió apenas se acercó al cuarto de los cachivaches, antes de pegar su<br />

oreja a la puerta. Alguien lloraba allí dentro. Alguien que no era Giovanna.<br />

108


POR MÁS QUE SU EDAD LE SUGIERE EVITARLO, Giovanna no puede<br />

esperar su turno en un diálogo sin morderse la rosa cáscara de su labio inferior,<br />

igual que su madre. Y a veces se mira las manos sin saber por qué, las analiza al<br />

derecho y al revés, como si pudiera hallar en ellas algún indicio que responda<br />

alguna pregunta, por ejemplo, a por qué se mira las manos. Al igual que su madre,<br />

Martina tiene la nariz redonda, con dos aletas que pergeñan cavidades<br />

perfectamente ovoides. Los ojos son de Cúneo, es decir, el color de ojos, porque la<br />

línea de las cejas y el peso de sus párpados sin duda le vienen de Giovanna. Y el<br />

color de cabello. Su madre insiste en batírselo de esa manera, como lo lleva ella, y no<br />

hay cómo escapar al recuerdo de Giovanna cuando se ve a Martina de espaldas.<br />

La nena, que nació una mañana de paro general de transportes, que pesó poco<br />

más de tres kilos, que no llevaba por pelo más que una pelusa transparente y cuya<br />

madre, mientras contaba los dedos de sus manos y pies, no hacía otra cosa que llorar<br />

y dar vuelta la cara para no salir con esa facha en las fotografías que Cúneo tomaba<br />

desde todos los ángulos, tamborilea una secreta melodía sobre su falda.<br />

Su padre, a su lado, mantiene la vista al frente y la mano izquierda aferrada al<br />

asiento de adelante. El colectivo viaja emitiendo un bajo quejido, sacudiendo su<br />

corpachón abollado en las esquinas de doblemano. El pasaje está completo. Al<br />

fondo, un trío de jóvenes pálidos y barbudos conversan a los gritos y son los únicos<br />

que han debido viajar parados.<br />

Sin embargo, en la siguiente parada asciende una mujer de unos sesenta años,<br />

maquillada en demasía, cubierto su cuello con una chalina de pelo blanco y pesadas<br />

sus muñecas por sonoras pulseras de brillo multicolor. Tras quitar su boleto de la<br />

máquina echa un detenido vistazo al habitáculo. Encuentra a Cúneo y comienza a<br />

acercársele, al tiempo en que el colectivo reinicia la marcha sobre un bulevar sin<br />

árboles ni plazoletas.<br />

La mujer zigzaguea confiada a su mano derecha, mientras con la izquierda<br />

vuelve una y otra vez a reubicar sobre el hombro la correa de su cartera. Al pasar<br />

por la tercer fila, el hombre obeso que al subir casi pierde un tobillo, gira sobre sí<br />

para observarle las nalgas enfundadas en el pantalón negro. Un murmullo intenso y<br />

silencioso avanza de fila en fila siguiendo idéntico recorrido que el perfume dulzón<br />

y el taconeo desequilibrado de la mujer.<br />

Al llegar a la butaca que ocupa Cúneo, mira a este al ceño y aguarda, con cierta<br />

impaciencia.<br />

- ¿Me disculpa?.<br />

Cúneo acepta la pregunta y accede a mirarle los ojos grises y luego la boca roja.<br />

– ¿Cómo?<br />

La mujer señala a Martina con la punta chata de su nariz.<br />

109


– Supongo que la nena tiene menos de cinco años.<br />

– No entiendo. – miente Cúneo, contándose los segundos necesarios, primero,<br />

para traerse al lugar que su cuerpo ocupa ese preciso domingo en Buenos Aires,<br />

segundo, para evitar la representación de una escena de teatro urbano vulgar que<br />

debiera competir a conventilleras aburridas.<br />

– ¿Cuántos años tiene la nena?<br />

Martina no responde, aunque se ha puesto un poco ansiosa. Pero no puede<br />

dejar de solidarizarse con la perturbación de su padre, para lo cual cree conveniente<br />

hincarle los ojos en el centro de la nariz a esa vieja hedionda.<br />

– Cinco. – responde Martina.<br />

– ¿Ah, si? – regurgita la mujer, desviando su mirada hacia los bucles<br />

sobrevivientes – Entonces tendrás tu boleto.<br />

La nena no se amilana e infla el pecho.<br />

– ¿Qué es lo que necesita? Si la puedo ayudar en algo, señora… – avanza el<br />

abogado.<br />

– Nada menos de lo que me corresponde. Si usted me puede mostrar el boleto<br />

de la nena yo me quedo acá parada hasta que un asiento se desocupe.<br />

El resto del pasaje es testigo forzoso del diálogo de feria. A Cúneo aquello le<br />

causaba incluso más pudor que el descarado regateo en las callejas de Gibraltar.<br />

– Si no puede enseñarme su boleto debo deducir que la nena tiene menos de<br />

cinco años y por lo tanto usted no tendrá inconveniente en llevarla en su falda.<br />

– El boleto que hemos abonado y conservo, es el mismo que usted no tiene<br />

autoridad para solicitar.<br />

El rojo que sangraba cada poro de Martina no era de la misma consistencia que<br />

el que embotaba el rostro de Cúneo. Ella sudaba de rabia y si le diera alcance se<br />

prendería del cuello de esa señora y lo sacudiría hasta descascararle toda la pintura<br />

resbaladiza y grasosa; él olía a esa variante de vergüenza que posee todos los olores<br />

menos el propio, pero que de pronto salpica. En el intersticio de la ardiente<br />

conversación, Cúneo se preguntó si su madre sería capaz, algún día, de encabezar<br />

una revuelta de esa índole, si Giovanna, incluso Silva, si alguien que él conociera<br />

sería capaz.<br />

– Señor, no la haga más difícil. De lo contrario no me va a dejar más remedio<br />

que llamar al chofer. Él sí tiene la autoridad suficiente ¿verdad?<br />

– ¡Tengo cinco años!<br />

– Vos quedate tranquilita, hija. – Cúneo juntó las manos pequeñas y se las<br />

encimó sobre la falda.<br />

– Está bien, si así lo querés.<br />

La mujer giró en redondo y retrocedió la mitad de los pasos que había hecho<br />

para llegar hasta allí. Dibujó una diagonal en dirección al chofer, que se deshacía de<br />

la colilla de su cigarro a través de la ventanilla y abrazaba con un movimiento<br />

grotesco el enorme volante para penetrar con el coche en la intersección de las<br />

avenidas.<br />

Los tacos de la mujer se hundían en la goma del piso, arrugando un ruido que<br />

no podía oírse pero se hacía presente en los dientes y las uñas. En el camino, el señor<br />

del tropezón la detuvo tomándole impúdicamente del antebrazo. La mujer frenó con<br />

un brusco ademán. Con esfuerzo y entre sudores el gordo abandonó su butaca y se<br />

la ofreció con una reverencia de circo. La mujer accedió pero nunca volvió la cabeza<br />

110


hacia Cúneo ni hacia Martina.<br />

Al cabo de unos segundos nada parecía haber sucedido jamás y la realidad,<br />

seca y agónica, reclamaba a gritos una nueva anécdota.<br />

El colectivo pegó la última curva. La noche había caído por completo, sin<br />

embargo la ciudad no estaba oscura. Un brillante manto de niebla se suspendía por<br />

encima del asfalto, haciendo resplandecer y elevar las luces de los comercios, las<br />

farolas y los automóviles.<br />

Martina no se movió, esperó a que su padre le recitara. Cúneo tardó en volver<br />

en sí, no estaba prestando atención al paisaje. Pero la niña, aún al tanto de esa<br />

distracción, permaneció muda.<br />

– ¡Uy, hija!, ¡Dale que nos pasamos!.<br />

Cúneo dejó su asiento de un salto. El coche estaba prácticamente vacío. Unas<br />

filas más adelante permanecía la señora de los pantalones negros a la que Cúneo ya<br />

no recordaba. Martina aceleró el trámite y siguió la mano de su papá, que la llevó<br />

hasta el chofer.<br />

– La próxima parada, por favor.<br />

El conductor asintió con un cabeceo monosílabo y unos metros más adelante<br />

presionó el pedal de frenos, luego de virar el volante en el ángulo necesario y colocar<br />

el vehículo junto al cordón de la vereda. Padre e hija descendieron cuidadosamente.<br />

El rocío nocturno había humedecido los estribos.<br />

El barrio de Caballito sucumbió al silencio cuando el ómnibus desapareció. Los<br />

pasos de los cuatro pies fue la única música que los acompañó ese tramo de camino.<br />

La casa estaba a doscientos metros y tenía la luz del frente encendida.<br />

La reja crujió. Martina pisó el pasillo de lajas y tras ella su padre. La puerta<br />

volvió a crujir al cerrarse. En ese momento a Martina le hincaba una súbita urgencia.<br />

Corrió los últimos pasos y tanteó el picaporte, pero la puerta estaba con llave.<br />

Cúneo se negaba a mirar su casa. Las manchas de humedad, el jardín<br />

descuidado, su primer bonsái, a centímetros de la ventana, definitivamente muerto.<br />

Giovanna apareció en el zaguán, sus ojos ya apuntaban hacia el piso. Alzó a su<br />

hija y la hundió entre sus brazos. Saludó.<br />

– Hola Cúneo. Pasá.<br />

– No.<br />

Martina se chupaba el dedo y miraba para otra parte. Giovanna era feliz.<br />

Hamacaba a su hija y le murmuraba una canción.<br />

– ¿Cómo se portó?<br />

Cúneo sentenció el mismo cansado veredicto de todos los domingos a la noche.<br />

– Me voy. Chau mi amor.<br />

– Chau, pá. – dijo la nena estirándole un brazo flojo, con desdén y mostrando<br />

su mejilla rechoncha para que el hombre la agasajara con ese beso ruidoso.<br />

Cúneo giró en redondo y encaró hacia la reja chirriante.<br />

La abrió y cerró en un santiamén. Olvidó todas las cosas que podría haber<br />

dicho. Olvidó completamente, por ejemplo, pedirle a Giovanna que le devolviera su<br />

cámara fotográfica.<br />

Martina y su madre entraron en el comedor y de inmediato echaron el doble<br />

cerrojo a la puerta.<br />

La nena descendió de los brazos y emprendió una marcha silenciosa hacia su<br />

habitación mientras Giovanna le consultaba sobre los detalles de su fin de semana.<br />

111


Martina, sin responder, encendió la luz, cerró la puerta y se dirigió a la columna de<br />

cajones donde guardaban su ropa. Del fondo del cajón inferior quitó una caja de<br />

zapatos forrada con hojas de papel usadas, pintadas a mano. Se sentó al borde de su<br />

cama. Retiró la tapa y extrajo un paquete de menor tamaño. Quitó a su vez la nueva<br />

tapa y dejó la caja pequeña apoyada sobre su falda. Del bolsillo externo de su<br />

mochila sacó, pinzando cuidadosamente con sus dedos más largos, el papel<br />

aluminio de un caramelo de miel. Lo planchó colocándolo entre ambas palmas y<br />

ejerciendo una leve presión. Luego lo depositó sobre la pila que engordaban sus<br />

semejantes. Cerró la caja pequeña, luego la más grande y regresó todo a su lugar.<br />

Abrió la puerta, apagó la luz y abandonó la habitación.<br />

Cúneo caminaba las misma cuadras que minutos atrás recorriera con Martina y<br />

su Mickey.<br />

Resguardó sus manos en ambos bolsillos y chapoteó fatigosamente en los<br />

charcos de rocío. La neblina parecía evaporarse y los puntos de luz se transformaban<br />

en estrellas de infinitas puntas.<br />

Cúneo debía doblar en la siguiente esquina a la izquierda para tomar su<br />

colectivo de regreso, sin embargo se detuvo frente al tronco de un paraíso abichado.<br />

Se sentó en el cordón de la vereda y miró sus propios zapatos. Un ancestral llamado<br />

le indicó temblar y gemir.<br />

112


AL QUITAR EL CERROJO de su departamento, aquella fricción de metales<br />

perdura en el comedor hasta agotarse lentamente bajo el pálido susurro de la radio<br />

fuera de sintonía. Es la hora de las interferencias o del silencio.<br />

Deja las llaves sobre la mesada. Lava sus manos bajo el chorro helado. Es la<br />

hora del chorro helado o la sequía. Laura no ha respondido su saludo. ¿Él saludó?.<br />

Se refriega con el repasador, enciende la hornalla y busca la pava. La halla sobre la<br />

mesa ratona, frente a los ojos de la maestra.<br />

Quiere solicitársela pero se dirige él mismo hacia allí. Laura respira despacio,<br />

pero no serena. Tiene la cabeza aplastada contra el pecho y observa nada en la<br />

pared. Cúneo apresa el asa de la pava y en su paso contempla a esa niña, que es<br />

Laura. En ese corto viaje por delante de su pecho, le nota los ojos de vidrio caliente,<br />

desmoronándosele por los surcos. Laura llora sin hipo, la pared es su fragua lenta y<br />

manantial. Si él se colocara en línea recta hallaría en el fondo de su mirada tiesa un<br />

jardín de flores plegadas a mano, raídas en ese momento, campanitas chinas,<br />

lámparas sobre el agua. Un caleidoscopio, un brillo de cristal soplado, un perrito de<br />

souvenir. Pero echar mano allí equivale a invadir el íntimo secreto que ella comparte<br />

con eso que está más allá de la pared. Entonces pasa de largo. Se hace de la pava y<br />

ya. La coloca sobre el fuego.<br />

Laura llora, sin perturbarse. Es decir, sin perturbar un centímetro de piel. Como<br />

una Maiko de porcelana, tristeza pétrea e inverosímil. Cúneo conserva la calma.<br />

Piensa si esperar o. En ese lapso, la voz de la maestra, casi olvidada, le anuncia una<br />

rendición:<br />

– Ha muerto Ivy Templeton.<br />

Cúneo siente un breve y febril terror.<br />

Laura por fin cede y relaja el mentón. No lo mirará, seguramente, pero su nariz<br />

apunta al tapete de Jesenice.<br />

Con cautela, como si otra vida dependiera de ello, extrae de su regazo un libro<br />

de cubierta caoba y lo deposita en una esquina de la mesa ratona. Desbarata el<br />

charco de lágrimas con el lomo del dedo índice.<br />

Mientras bate el café, Cúneo la observa con incierta admiración. Incluso cree<br />

oírla repetir, esta vez sólo para ella, al quitar el señalador del libro, el nombre de la<br />

pequeña muerta. Ivy.<br />

Vuelve a la normalidad y a la cordura. Luego de desalojar los residuos<br />

lagrimales y sonarse la nariz para dispersar el mal desenlace, Laura aprovecha esa<br />

pausa para consultar a Cúneo.<br />

- ¿Leíste el libro que te regalé?<br />

Cúneo responde o no responde.<br />

– ¿Pero es interesante o es un fiasco? – insiste.<br />

113


Hay una noche de la que Cúneo a veces se arrepiente. Aquella cuando le<br />

preguntó a Laura: “Bruck, ¿Qué pensás de los espejos?”. Ella se recogía el pelo y lo<br />

miró de repente, con la hebilla en la boca. “Los espejos”, dijo, “No tengo idea. Que<br />

son un algo maravilloso. Pero no sé nada. Que significan muchas cosas. Pero no sé<br />

nada. Que son mágicos o algo así. Que nos conceden la gracia de mirarnos adónde el<br />

cuello no llega y que eso no es poca cosa.” No sabía nada, según ella, pero nada<br />

lograba detenerla desde entonces. Había dicho: “Que es la puerta a los mundos<br />

secretos de Erik y de Alicia, que el coronel de Gabo se hace de uno cuando vende el<br />

gallo.” Se quedó trenzando la mirada en el techo, con la hebilla en los dedos. Había<br />

agregado algo como: “Que el Popeye de Faulkner se refleja en uno en la primer<br />

escena de Santuario. Bueno, es un arroyo, pero es un espejo. Que Joyce lo pone en<br />

manos de Mulligan junto al cuenco de espuma, el jabón y la navaja. No sé nada de<br />

los espejos, Cúneo, pero te averiguo. Te juro que te averiguo.”<br />

Y ese entusiasmo volvía en oleadas.<br />

– En fin. - dijo Laura esta vez - No es para romperte la pelotas, estoy<br />

conversando. ¿Vas a ir a ver a Claudio?<br />

114


UNA VEZ, una de las primeras veces, Laura invitó a Cúneo a la exposición de<br />

un amigo. Ese amigo resultó ser Claudio. Un loco lindo, según Laura; un<br />

zaparrastroso que se cree pintor, según Cúneo.<br />

La cita fue en un garaje bañado a la cal en el barrio de San Telmo, oloroso y con<br />

lámparas verdes colgadas demasiado bajo.<br />

Laura gritó para prevenirlo, pero Cúneo no supo a tiempo a qué se refería y al<br />

entrar golpeó su cabeza con una de las lámparas.<br />

– Deben estar bajas – concluyó su advertencia inútil – para apreciar este tipo de<br />

pinturas. La luz perjudica la estabilidad de los colores. En realidad – le confesó luego<br />

al oído – es porque no consiguió un salón de techo más alto.<br />

En el sitio había ocho personas exhalando vapor, repartidas en dos galerías.<br />

Laura señaló a Claudio y le tomó el pelo por la manera en que estaba vestido.<br />

– Parece un espantapájaros. Es un loco lindo. Vení que te lo presento.<br />

Tomó del brazo a Cúneo y lo paseó por la galería, mientras ella saludaba a<br />

todos los presentes. Al llegar al pintor, Laura lo estrechó en un abrazo que el flaco le<br />

retribuyó con unas palmadas huesudas en la espalda.<br />

– ¡Negrito! ¡Qué pinta!<br />

– Este traje es definitivamente una mala idea. A la corbata la tiré a la mierda.<br />

– Te presento a un amigo. Cúneo, él es Claudio, autor de estas maravillas.<br />

– Qué tal, encantado.<br />

– Un gusto.<br />

– Estás desde tempranos, negro. Se te nota en los ojos. ¿O estás nervioso? – dijo<br />

Laura pellizcándole un cachete como si fuese su sobrino.<br />

– Nervioso no, flaca. Estoy inflado por la inoperancia de esos sujetos a los que<br />

cualquier encargo les queda grande. Vuestras heridas fosas nasales habrán<br />

denunciado ya la baranda a ácido muriático. Anoche limpiaron las paredes. Anoche,<br />

¿podés creer?<br />

– Tranquilo, negro. Quién te dice que no le hace bien a las pinturas.<br />

– Yo soy quien te dice que fijás la vista por cinco segundos y llorás sin entender<br />

razones.<br />

Laura se balanceaba sobre sus talones y espiaba por detrás de sus hombros.<br />

Jugaba con los dedos a la altura de su ombligo. De pronto avisó a Cúneo con un<br />

susurro y elaboró un giro inesperado. Se alejó para formar un triángulo con unas<br />

lesbianas.<br />

Cúneo permaneció estático, con las manos en los bolsillos. Quedó solo con el<br />

pintor, que llevaba un brazo cansado y el otro iba y venía con el cigarrillo.<br />

El rumor aserraba en oleadas. El estrépito de la puerta de calle se hizo cada vez<br />

más habitual. Del salón entraban y salían, a veces los mismos personajes, a veces<br />

115


distintos. A Cúneo empezó a producirle tedio aquella anulación de diálogo. Pasó<br />

una señorita con la bandeja de los tragos y él se sirvió uno, sólo para innovar en los<br />

movimientos de su cuerpo.<br />

– Así que tuviste problemas con el salón. ¿Lo alquilás? - rompió Cúneo.<br />

– Eso es lo peor. Si lo alquilara estaría más tranquilo. Me lo presta un amigo.<br />

No me cobra nada pero me tengo que ajustar a sus improvisaciones.<br />

– ¿Firmaste un contrato de cesión?<br />

– ¿Un contrato para no pagar? Si me apurás te digo que te creo que hay<br />

contratos para eso.<br />

– Siempre es conveniente resguardar la palabra. Y lamentablemente, el único<br />

soporte válido es un documento firmado por ambas partes. Además, eso te hubiese<br />

permitido mayor dominio de los tiempos.<br />

Claudio recibió la tarjeta personal de manos de Cúneo y la guardó de<br />

inmediato en su bolsillo trasero.<br />

– Cualquier cosa que necesites, algún tipo de asesoramiento...<br />

Para emprender la retirada, una alternativa era ver los cuadros. Preguntó a<br />

Claudio por dónde debería iniciar el recorrido de la muestra.<br />

- Como vos quieras, como más se te antoje.<br />

– Porque tengo entendido que hay todo un significado en el circuito propuesto,<br />

¿proxémica se llama?<br />

– Puede ser. Pero la verdad es que no me llevo nada bien con los organicistas.<br />

Vos hacé la tuya acá dentro, que nadie va a enchufarte ninguna infracción por<br />

mandarte en contramano.<br />

Cortando el hedor surgió de improvisto una línea fileteada de aroma a jazmín.<br />

Claudio sonrió apenas, de alegría o de alivio. Una pelirroja altísima, que esquivaba<br />

con gracia las lámparas verdes, sombreados sus ojos por pecas diminutas, ojos del<br />

color de las lámparas y cuerpo enfundado en pollera larga que tapaba las sandalias,<br />

blusa blanca y saquito de lino bajo una rara esclavina oscura, vino contorneándose<br />

con una sola cuestión entre cejas. A Cúneo le costó creer que esa cuestión fuese el<br />

ridículo personaje de traje abombado. Pero lo era, y el flaco ni se esforzó por llegarle<br />

a la boca cuando ella humedeció la suya con lascivia, con una lengua que vio todo el<br />

barrio. El beso excitó a la concurrencia completa y el escuálido como si nada.<br />

Entonces Cúneo fue hacia las galerías a ver los cuadros que tan poco le<br />

interesaban.<br />

De la terrible comunidad de gritos de colores, el abogado rescató tres pinturas.<br />

Una, porque le resultó extremadamente pésima. O sea, más pésima que la gran<br />

mayoría, del tipo “cualquier pendejo puede hacerlo”. Otra, porque era plagio a uno<br />

de esos cuadros que representan el modelo de una escuela y que se replican en todas<br />

las enciclopedias. Y la tercera, la más cursi de todas. Por algo la habría colgado al<br />

fondo del cuchitril. No tenía nada que ver con sueños rem ni con despertares ni<br />

resacas ni convulsiones ni colapsos sifilíticos; se trataba de una simple y delgada<br />

franja verde, congelada en el espacio. Empezaba gruesa en la arista izquierda del<br />

marco y finalizaba a tres cuartos de la tela en un vértice sutilmente declinado. Ese<br />

vértice paría otra figura. Una elipse regordeta y elástica, que se combinaba, sin<br />

bordes, con el corte longitudinal de un cono. El extremo de ese triángulo se unía<br />

agónicamente a aquel otro vértice. Francamente parecía que ni se tocaban, pero se<br />

tocaban, pues una figura – la verde y horizontal – sostenía a la otra – celeste y<br />

116


vertical –, le tendía la mano para que no se extraviara por detrás del marco inferior,<br />

acción que la condenaría a huir de la vista del espectador.<br />

Aquél junco prolongando la vida de una gota de lluvia era de un realismo<br />

perturbador y Cúneo no va a confesarse que en principio pensó que se trataba de un<br />

verdadero objeto de la humedad del recinto.<br />

117


LAURA VUELVE A INSISTIR. Al menos eso parece, una insistencia y no una<br />

primera vez.<br />

A través de la ventana llega el resplandor eléctrico de la ciudad batiéndose en<br />

el cielo negro endémico de nubes de aquella noche de domingo. En el comedor pesa<br />

un aire de ricos aromas. La borra del café, aunque fría, sigue lanzando su perfume,<br />

igual que la yerba apretada en la calabaza cada vez que el río aéreo le llega desde el<br />

pico de la pava. Ella, probablemente, además haya encendido algún sahumerio.<br />

Tiene los ojos aún rojos, los párpados algo hinchados, vestigio del efecto Ivy.<br />

Mientras sorbe calla, pero mientras no, o canta o recita un poema, o vuelve a insistir<br />

a Cúneo sobre el libro.<br />

Él tiene la nariz hundida entre las carpetas que ha extraído de su maletín.<br />

Capítulo XI, artículo 254, Contrato de Trabajo, Disposición Común, trascripción<br />

literal. Retiro voluntario, reducción de personal por absorción de empresas,<br />

liquidación de patrimonio, prosecución de dumping. Precedentes: el Estado contra<br />

Brahmin S.R.L., causa Nº 280034/99. Patología: Asbestosis. Fallo: recurrencia en<br />

tercer grado ante la Cámara Nacional de Seguridad Social: Brahmin S.R.L. compelida<br />

a indemnizar en treinta y cinco mil doscientos dólares con cincuenta y cinco<br />

centavos de dólar (sin apelación, fallece querellante).<br />

Está Laura, que no jode demasiado, a pesar de sus lagunas y desvaríos, de su<br />

insensato mecanismo de diálogo y de sus amistades; que gusta de fornicar en<br />

cantidad y es dúctil y permisiva, a la vez jinete y muñeca; que llena los otros lados<br />

de la casa, ocupa el otro sillón, utiliza la otra taza de café, entibia los otros<br />

almohadones, enciende las otras luces, produce los otros ruidos.<br />

Gregorio Cecci contra Colita S.A., causa Nº 92071/00. Patología:<br />

Neumoconiosis del tipo nodular – sale una flecha en lápiz: mica y caolín. – Fallo:<br />

obligada la talquera a reconocer que las condiciones de planta – flecha y pregunta,<br />

en lápiz: ¿Coninea tiene molino? – han constituido causa de la fibrosis pulmonar.<br />

Indemnización en primera instancia: doscientos quince mil ochocientos dólares, con<br />

veintitrés centavos de dólar. Apelación. Indemnización en segunda instancia:<br />

noventa y un mil ochenta y un dólares con tres centavos de dólar. Apelación ante la<br />

Cámara de Regulación de Contratos con Empresas Privatizadas. Cesión de deber en<br />

el cumplimiento de normas de seguridad. Indemnización en tercera instancia: diez<br />

mil quinientos veintidós pesos, con quince centavos de peso – el monto se ajusta a<br />

cotización actual del Banco Central.<br />

Un hilo de viento hamaca la lámpara de techo. Es brisa fresca, renovadora.<br />

118<br />

3


Cúneo deja los papeles, para echar la cabeza hacia atrás. De su flequillo cae sudor.<br />

Queda sobre sus piernas el Digesto Normativo de Siniestralidad Laboral, señalado<br />

en la página doscientos treinta y siete.<br />

Laura viste aquella remera que ha teñido anudando sogas y que es cortita y<br />

tiene los bordes rasgados y que descubre su ombligo; esa sola pieza que Cúneo<br />

amaría convertir en jirones, pero calza tan bien en la señorita que sería pecado<br />

privarse de la provocación. Aún así, difícilmente el abogado pueda resistir el frenesí<br />

y quitársela despacio esta noche.<br />

Los términos de resolución de las últimas causas afines describen una curva<br />

descendente y, con sus pormenores, en su gran mayoría han resultado favorables a<br />

los querellantes. Basta con que Ballesteros no se muera, basta con que no pida<br />

demasiado, basta con que esté dispuesto a esperar y a negociar. Una casita, un<br />

audífono, un tratamiento.<br />

Diez minutos han pasado desde medianoche. Ballesteros, los análisis, ir<br />

mañana a la fábrica. Pareciera que el expediente hubiese adquirido vida propia y el<br />

mecanismo de recolección de evidencia se hubiese puesto en marcha con la sola<br />

mención.<br />

Pero está Sebastiana. Terrible morocha. Terribles bucles negros – pero negros –,<br />

hasta las nalgas, casi. ¿Por qué no pensar que Sebastiana es lo que necesita?. De<br />

hecho lo es. La tana constituye, en efecto, un escalón superior en la escala de<br />

evolución, su vehículo propicio para comenzar el aferro, para ventilar esa delgada<br />

fibra de hilo que lo separa del suelo, para desprenderse de la cuestión espejo, por<br />

ejemplo. Y lo espera el miércoles.<br />

Laura, frente a él, con sus piernas entrelazadas, cebándose mates en soledad y<br />

ojeando una revista de pedagogía infantil, parece que ha vuelto a hablar. ¿Qué<br />

libro?, se pregunta Cúneo.<br />

119


EL ORDEN GENERAL DE LA HABITACIÓN es desaliñado.<br />

La persiana de plástico está trabada a media altura. Hay que abrir el rollo y<br />

desencajarla. El riesgo que la operación implica, además de no saber cómo cerrar<br />

luego el cajón, es la entrada intempestiva de murciélagos.<br />

La ventana no tiene cortinas. Cúneo se ha acostumbrado a que, sobre todo a<br />

partir de septiembre, el amanecer le dé en los ojos.<br />

La cama es de dos plazas. Viste el colchón un juego de sábanas verde manzana,<br />

con motivo de hojas de teales; sobre ellas, un cubrecamas tejido por la mano de doña<br />

Elena combina cuadritos de idéntico tamaño y colores diversos. Hay tres almohadas.<br />

Dos de ellas dentro de la misma funda. La tercera, rellena de estopa, ha caído por<br />

allí, arrojada al azar.<br />

Hacia la cabecera se observan, sobre la pintura blanca, marcas hechas con<br />

lápices, crayones y tizas, y dibujos en témpera sobre hojas de papel reciclado.<br />

Una mesa de luz flanquea la cama en el borde que da a la ventana y al paisaje<br />

de San Cristóbal. La mesita es de pino, laqueada con un mediocre barniz. Sobre ella<br />

reposan tres objetos: un vaso de vidrio blanco y culo grueso, un velador que se<br />

sujeta gracias a una pinza al borde de la tabla, y un portarretrato que entre sus<br />

láminas sujeta a presión una fotografía de Martina.<br />

Esa imagen fue impresa hace poco más de un año y muestra a la niña sentada<br />

en una playa de la ciudad de Necochea. Lleva un sombrero de tela rosa a cuadritos,<br />

de ala de volados. En su mano sostiene un rastrillo de plástico color rojo, roza su<br />

pañal el balde azul que le regalara su tía Norma. La nena agita sus dedos hacia<br />

adelante, como si señalara a su papá, que la mira a través del lente de su cámara<br />

réflex. Dibuja un mohín difuso y equívoco, entre risueño e incrédulo. Los cachetes<br />

brillan a pesar de hallarse bajo el reparo de una sombrilla de la cual puede<br />

observarse solamente la sombra que proyecta. La fotografía ha sido disparada a<br />

cuarenta y cinco grados de elevación, circunstancia que transforma en fondo al suelo<br />

de arena naranja. A los pies desnudos de Martina se abre una excavación leve, de<br />

lecho marrón oscuro, como si dentro de ella hubiesen vertido recientemente un<br />

chorro de agua. Finalmente, en cercanías del ángulo superior derecho, asoma el<br />

extremo delantero de una pieza de calzado, una ojota de goma, que pertenece a<br />

Giovanna, madre de Martina. Con excepción del nácar en su dedo gordo, toda su<br />

anatomía se halla situada fuera del cuadro.<br />

A los pies de la cama corre un pasillo de aproximadamente sesenta centímetros<br />

de ancho. Sobre su pared se reconocen dos tonos, determinados por la diferente<br />

exposición del blanco a la luz y a la suciedad. Mientras que la mayor parte es gris y<br />

opaca, un rectángulo delimita una fracción brillante, limpia. Es el sector donde,<br />

hasta hace cuatro días, colgaba el espejo oval y biselado, de marco de cedro, que<br />

120


Cúneo rescató de la casa que ocupaba junto a su esposa Giovanna y Martina, hija de<br />

ambos, en el barrio de Caballito.<br />

El ropero se abarrota de trajes, sacos, camisas y corbatas. La mitad de ellos se<br />

encuentran en impecable estado. Hay un sector de perchas especialmente destinado<br />

a la ropa que utiliza Martina cada vez que visita la casa, por lo general los fines de<br />

semana y días feriados. Un estante, por sobre el barral, da lugar al revólver que<br />

Cúneo solicitara a su hermano Enrico en oportunidad de mudarse a aquél<br />

departamento en ese barrio hasta entonces desconocido.<br />

En la alzada del placard, tras las puertas desvencijadas, se amontonan dos<br />

bolsos y la mochila que utilizara Cúneo en su viaje por Europa, tres cajas apiladas y<br />

rotuladas, de arriba a abajo: “Libros, Derecho”, “Libros, Actualizaciones 2000” y<br />

“Revistas, Botánica”.<br />

Una de las puertas inferiores del ropero conduce directamente a una columna<br />

de seis cajones, todos ellos repletos y dos de ellos abiertos. Entre los que están<br />

cerrados, uno lleva trazado en el frente la letra eme mayúscula, en color rosa.<br />

Sobre el piso se cuentan dos pares de calzado. Uno de zapatos del tipo mocasín,<br />

otro del tipo clásico, acordonado, color negro. Hay también un tercer par, de<br />

pantuflas. El último mueble que resta mencionar es una pequeña cómoda que posee<br />

tres ruedas en su base y que está dispuesta, en esta oportunidad, entre uno de los<br />

bordes de la cama y el ropero, a modo de segunda mesa de luz.<br />

La cómoda posee un estante, un tercio más cercano a la tabla superior que al<br />

piso. En él se distinguen trozos de una muñeca que corresponden a una cabeza, un<br />

brazo y dos piernas. Sobre la parte más alta del mueble se observa, en una esquina,<br />

un resaltador grueso color amarillo y sobre el centro una pila de cinco publicaciones:<br />

en la base, un ejemplar encuadernado en tapas duras – obsequio de don Renato,<br />

padre de Cúneo – de la Constitución Nacional de la República Argentina. Sobre ella<br />

el Código Civil, de tapas rojas. Luego, una revista aplastada y abierta en el capítulo<br />

sobre el control de crecimiento del palo borracho.<br />

El cuarto libro en la pila es una antología que bajo el título sinóptico de<br />

“Fábulas” combina el esfuerzo de Esopo e Iriarte.<br />

Finalmente, en la cima, cerrado y señalado a dos tercios con una lonja prolija y<br />

decorada de tela arpillera que luce el aforismo “Leer es sacudir el polvo y, por lo<br />

tanto, un acto de valentía”, reposa un ejemplar ni muy gordo ni muy flaco de un<br />

libro cuya tonalidad externa dominante es el celeste agua y que expone en su<br />

portada el fotomontaje de una mano penetrando en una sustancia líquida que no<br />

traza ondas. La mano no atraviesa aquella gelatina sino que al introducirse se<br />

reproduce a sí misma, naciendo de la otra mano y orientada en sentido exactamente<br />

opuesto.<br />

El libro, en su primer hoja, tiene la siguiente dedicatoria: “No te ganes, por<br />

favor. Lau.”. La autora de la monografía es una tal Anastassia Jügengan; el sello<br />

editorial, cuyo logotipo, redondo y dorado, reproduce el vaivén helicoidal de una<br />

serpiente de humo, lleva por nombre “Cenizas, ediciones del nuevo milenio”.<br />

Gracias a letras de irregular tamaño, dispuestas y superpuestas<br />

anárquicamente, el lector sabe que el título de la obra es, por fin: “El ancestral<br />

enigma de la duplicación de los cuerpos” y el subtítulo: “Un acercamiento a las<br />

connotaciones filosóficas del espejo”.<br />

121


A inferir por la posición del señalador, el volumen no ha sido completamente<br />

leído por su actual poseedor. En su interior se han efectuado numerosas marcas y<br />

anotaciones marginales a fin de resaltar tramos de su contenido.<br />

En lo que es dominio de la postportada, se halla subrayado, con dos líneas y en<br />

lápiz, el término: “Ancestral”.<br />

Hacia adelante:<br />

(Página 10, subrayado con tinta azul): “el más enigmático objeto de la<br />

creación”.<br />

(Página 23, resaltado con fibra amarilla): “Herramienta siniestrada para saciar,<br />

no sólo el ansia de vacío ontológico que al racional subyuga, sino propósitos de más<br />

baja envergadura.”<br />

(Misma página, misma fibra): “… brujas de feria y sus bolas de cristal, gitanas y<br />

el surco de saliva, etcétera. Reciclaje de esas viejas prácticas, con fines terapéuticos,<br />

resulta el Psicomantium: 'experiencia regresiva de aprehensión o recuperación<br />

afectiva' (Barco, H. Temple, GoldenStone, 1997); sugestiva elipsis espacio temporal<br />

mediante la cual un sujeto se interna en un cuarto lóbrego frente a la única cosa, el<br />

espejo, y alcanza, en completa soledad, la imagen del ser querido, fallecido o lejano.”<br />

(Página 39, resaltado con fibra amarilla): “Portal del inconsciente.”<br />

(Misma página): “ventana a un estado de conciencia más profundo.”<br />

(Página 51, subrayado, con tinta azul): “dimensión de la sospecha cartesiana.<br />

Pone frente a los ojos el terreno donde habita la duda, donde todo, sin excepción,<br />

debe ser puesto bajo la lupa. La pregunta '¿Y si todo fuera un sueño?' puede verse<br />

respondida tras el cristal: el mundo del otro lado es la morada del genio maligno.”<br />

(Página 64, subrayado con tinta azul): “ 'Imaginar que veo mi imagen detrás del<br />

espejo [...] es hacer bastante misterioso el uso de los espejos durante tantos siglos en<br />

que la óptica no había sido inventada. La verdad es que el hombre ve al principio su<br />

imagen “a través” del espejo sin que la expresión tenga aún la significación que<br />

adquirirá ante la inteligencia geométrica' (Merleau–Ponty, Hachette, 1976)”.<br />

(Página 69, resaltado con fibra amarilla): “El espejo es la primer sala del mundo<br />

simbólico.”<br />

(Misma página): “Cualquier otro símbolo de la realidad, más o menos<br />

complejo, dirige la razón siempre hacia el mismo o los mismos significados. En toda<br />

ocasión un concepto es llamado por una construcción semántica y aunque esa<br />

construcción se modifique, en virtud de la relación actual significado–significante, el<br />

uno se hallará indefectiblemente vinculado al otro. El espejo, en cambio, llama a<br />

todos los significados posibles. Su construcción semántica permanece inalterable,<br />

pero su contenido no sólo es actual, sino atemporal' (Diccionario Semiológico,<br />

Lumma, A. y Grazciano, F. Dynamo, 1995)”. El término “atemporal” se halla,<br />

además, subrayado con doble línea en lápiz.<br />

(Página 99, subrayado con tinta azul): “conduce al mismo Michel Foucault<br />

(1927–1984) al deber de señalar que 'El poder es un juego de espejos. Dueño de él, es<br />

decir, poderoso, es aquél que logra mantenerse en el centro' “.<br />

(Página 103–104, distinguido entre llaves): “hallazgo o fortalecimiento del<br />

verdadero Yo. Surgen, en contraposición, innumerables figuras poéticas para<br />

sostener que no será a ti mismo a quien encuentres en el reflejo, sino a un extraño, a<br />

una sombra“<br />

122


(Página 113, subrayado con tinta azul): “El espejo es la manifestación física y<br />

concreta de lo absoluto. Pongamos en él FE, tengamos de él IDEA o lleguemos a él<br />

por deducción matemática, lo absoluto es un componente imprescindible para la<br />

conciencia. Y esta sólo puede conectarse materialmente con aquél mediante contados<br />

mecanismos. Por encima de todos se sitúa el espejo”.<br />

(Página 134, subrayado con tinta azul): “permiten afirmar que fue el espejo el<br />

sustento material, el áncora de observación para el desarrollo teórico al servicio de<br />

su célebre 'Crítica de la Razón Pura'. El fenómeno del conocimiento, puesto a<br />

batallar con las manifestaciones perceptibles de la realidad, se confunde con el ser<br />

estático del Para–sí y reduce el anhelo del sujeto cognoscente. Sin embargo, aún si no<br />

consideramos superada la dicotomía del accidente frente al imposible En–sí<br />

kantiano, la alternativa nos lleva sin más remedio a colocar al espejo y a su propio<br />

fenómeno (el reflejo) en la frontera de esta relación, pues espejo y reflejo (lo que<br />

podríamos asociar a En–sí y Para–sí indistintamente) sin ser la misma cosa conducen<br />

al mismo anonadamiento; por lo tanto el fenómeno del conocimiento, dedicado a<br />

indagar sobre el espejo–reflejo, se enfrenta a dos alternativas irreconciliables: o se<br />

conoce ambos o no se conoce a ninguno de los dos. La superación de esta relación<br />

dialéctica se bifurca. Todo y el espejo o el espejo y la Nada.”<br />

(Página 175, subrayado con tinta azul): “corrientes filosóficas de arraigo<br />

milenario le confieren poder de Creación. Esto explica su ausencia en los hogares y<br />

monumentos de aquellas culturas para quienes los espejos constituyen competencia<br />

divina, corriendo la misma suerte que la fotografía, la plástica, la pintura. Aquello<br />

que 'reproduce' o 'representa' busca equipararse con Dios, se convierte en un<br />

irresponsable y desautorizado exégeta.”<br />

(Página siguiente, distinguido entre llaves): “una serie de recomendaciones<br />

instrumentales para el uso y disposición de los espejos, en función de su virtud para<br />

hacer circular, no sólo la luz y crear ilusión de espacio, sino las vibraciones y la<br />

buena energía. 'El espejo no debe estar sucio, ni roto, ni ser de dudosa calidad,<br />

tampoco se recomiendan espejos biselados, ni grises pues distorsionan la figura y<br />

con ello no sólo el campo etéreo sino la concepción que el sujeto posee de sí. […]<br />

Aquellos que se destinen a la percepción de la propia imagen o al aseo no deben<br />

colocarse ni muy por encima ni muy por debajo, de modo que parcelen el cuerpo o,<br />

fundamentalmente, cercenen la cabeza.[…] Los espejos que se dispongan<br />

especialmente en dormitorios deben poseer forma circular u ovalada puesto que el<br />

campo vibratorio que existe a nuestro alrededor, nuestro aura, es de forma esférica.<br />

Jamás un espejo debe orientarse de modo que refleje al durmiente. Al igual que el<br />

cuerpo, el alma busca descansar todas las noches y ese tipo de colocación propicia la<br />

reproducción de las energías vibratorias del espejo, lo que puede causar insomnio,<br />

debilitamiento y un estado de sueño antinatural. Si de todos modos estuviera<br />

ubicado frente a la cama se recomienda por la noche cubrirlo con una sábana o<br />

manta.' (Los objetos del Feng Shui, Waszali, W., Cenizas, 1999).<br />

(Página 177, subrayado): “reflejar (lo que fuera: un paisaje, un sujeto, un jardín)<br />

conlleva trasladar esa cosa.”<br />

(Página 181, subrayado en lápiz): “puerta dimensional.”<br />

(Misma página): “dotan al espejo de ciertas propiedades para captar o archivar<br />

información.”<br />

(Página 197, resaltado con fibra amarilla): “sociología moderna como<br />

123


construcción del mercado materio–afectivo, el mismo que crea necesidades en<br />

prosecución del consumo, para erigir al objeto como realidad monovalente. En ese<br />

contexto los objetos exigen al sistema su propia reificación. El espejo debe su auge a<br />

la creciente supremacía de la imagen.”<br />

(Página 225, resaltado con fibra amarilla): “El mismo equipo de investigación<br />

del MIPs sostiene, y aclara, que no sólo existen patologías psíquicas<br />

indefectiblemente asociadas a la angustia existencial que provoca el espejo (la<br />

paranoia esquizofrénica es quizá la más representativa de dichas patologías) sino<br />

que es dable afirmar que innumerables trastornos de orden fisiológico responden a<br />

la misma aversión y preocupación.” El término “esquizofrénico” figura subrayado<br />

con triple línea.<br />

(Página 226, resaltado con fibra amarilla): “los investigadores no se permiten la<br />

aventura de inferir las causas de tal deslumbramiento, que coloca al hombre en un<br />

sitio de tamaña indefensión. Las teorías, a tal efecto, y como nos hemos encargado<br />

de probar en el presente trabajo, son innumerables.”<br />

124


FRESCO DIBUJO DE RULERO, desaparece. Hombre con percha, Santa Fe.<br />

Glup. Gorda a punto de morir tropieza estribo. Barras todas sucumben en manos<br />

gorda a punto de morir. Abismo no la lleva, así avenida Corrientes, glup, medallón<br />

apócrifo sin embargo lengua de papel. Cuarenta. Cuarenta y dos. Lata adiós<br />

mojarras idiotas batiendo palmas lata flecha que los deja batiendo pal pal pal palmas<br />

pat pat patadas lata flecha. Cuarenta y cinco. Ajj. Sal, cuenta negativa para los caños<br />

que ya se han ensalmuerado. Y ajj, sal rica, anfibio. Orto va viene viene se queda este<br />

le acomoda maletinazo. Sprays canelas ortos floreados pilos incandescentes de agua<br />

de sardinas. Traste bulto bulto bulto bulto traste tetas omóplatos omónarices<br />

omónucas. Gorro paz pupilas anzuelos en dos. Tres cuartos breves pinza a barra<br />

caliente vista a salmón provocador. Flaca fácil despachar pañuelo cuello flores.<br />

Exacerba barato, sequía gris materia. Flores.<br />

Pescador, maletinazo, flaca exilio trozo de alfombra para estos pies de este,<br />

tierra mía panza altura mentón pescador que vuelve a dos. Brujas hagan su labor.<br />

Codo segunda cervical. Codo hombro ñatazo oreja maxilar barra vertical. Preñada<br />

sucumbe. Cantos de éxtasis. Este quiere pero de acá no va a. Vibraciones fa latas<br />

otras flechas otras que sin ímpetu mitad de lengua de sol partida por guiones<br />

incansables entonces ahí latas sin ímpetu con cantos éxtasis. Bravucón yergue<br />

preñada. Vejestorio prismáticos verdes plena convulsión de rings. De ring canto ring<br />

éxtasis bailan prismáticos verdes, moscas sus ojos en jugo de uva ring y otra cosa<br />

otra voz sumada a la voz canto éxtasis para el bigotes afeitado. Odio de luz en<br />

paredes de la lata.<br />

Odios en to desde das par todas tes. Entonces jugo seco atmósfera de sardinas<br />

borra olas borra concéntricos bravucón, si él, ropero dos cuerpos, si él, menos<br />

preñada patas ropero viejo cortas casi sucumbe otra pero bravucón vean bravucón<br />

bueno. Fresco dibujo de ruleros golpea occipicio contra. Gorda y gordo y gordo<br />

gorda gordita números de estadísticas, principal causa hipertensión estadística<br />

completa en lata sardinas inflan y desinflan barrigas unas otras contra una y otra.<br />

Soldaditos charreteras hilos falso lujo acá y allá cana pierde gorra, preñada otra vez<br />

equilibrio, maestra rompe bolsillo crema de leche manchada leyenda fibrón “seño<br />

Mari”, rulos frescos muestran para qué están suben bajan anciana cadera de huesos<br />

porosos contra respaldo oscuro grasa brillante igual que ¿ninfas volaron?. Fugaz<br />

parpadeo dicen. Cuarenta y tres, sin oquedades dofón. Este aletea el maletín cuerda<br />

floja alfombra goma el sector mío no es mío pero volverá a mío. Caos de flores. Flaca<br />

correte. En un suspiro dicen vuelan. Ninfas vuelan, siempre a salvo. Desaparecen,<br />

licuadas, polvo. Transapariencias. Daño para otros pero ninfas. Ninfas como cajas.<br />

Pescador tu pinza poderosa en dos, caninos a salvo. Nariz a salvo. Parietales. Ninfas<br />

serán ninfas no crecen ni avejentan. Los cuerpos llenan las palabras cajas, los<br />

125


cuerpos abandonan las cajas palabras pero ninfas siempre ninfas. Pescador a salvo.<br />

Del impacto latas sardinas detuvo pedal pedal.<br />

Prismáticos verdes se opaca, canta éxtasis, coro en lata canta éxtasis bandoneón<br />

se aparta luz de sol. Ajj. Aire fresco. Un abismo. Preñada bañada en agua plata. Caos<br />

de flores. Dos abismos. Manos de bravucón canto coral de éxtasis. Bigotes afeitados<br />

no ruge nada. Odio de luz en paredes de la lata. Tres abismos para preñada.<br />

Compasión, sonreirá ella o la preñez a bravucón. Último abismo rengueando. Chau<br />

preñada, toca bandoneón, melodía discapacitada el aire bandoneón y sólo sal de<br />

nuevo, ajj qué rico, preñada chiquita en la calle, las brujas la arrebatan, lata se<br />

mueve.<br />

De pronto Cúneo supo dónde se encontraba. Con la soñolencia pegajosa había<br />

arribado hasta la trepanante rutina del juzgado sin entender el modo en que sus pies<br />

se habían movido para conducirlo por las calles y hacia el ómnibus.<br />

Se amargó sin elegir el momento: entendió por qué lo había llamado Saavedra.<br />

Por fin habría llegado a sus ojos su ligero pero vigoroso currículo. Haciendo caso<br />

omiso de las sugerencias de sus colegas más experimentados, incluso del mismísimo<br />

sentido común, Cúneo había insistido en el envío periódico de solicitudes a Lexos.<br />

Ahora podría decirles a todos que había valido la pena, que a veces hay que<br />

animarse a tentar un poco al demonio o al hado, si no fuera porque Saavedra no sólo<br />

había interrumpido la búsqueda sino que había decidido luego hacerse negar.<br />

Inmediatamente después de ese refusilo de pensamiento, Cúneo aceptó el tamaño de<br />

su estúpida conclusión. En qué vida Saavedra llamaría en persona a cualquier novel<br />

pretendiente de un puesto en su estudio jurídico, esa ridícula idea no podía ser sino<br />

resultado de un mecanismo reflexivo dañado a esas horas de la mañana, algo<br />

evidentemente peligroso para un abogado.<br />

Brizzio pasó delante suyo y le miró simpáticamente la frente. Pareció asentir y<br />

se perdió en la esquina de un despacho. Luego Barragán destapó la incógnita. Al<br />

encontrar a Cúneo puso la palma de su mano sobre su cabeza, guiñó un ojo y<br />

comentó.<br />

– ¿Cambio de look?<br />

Entonces Cúneo entendió que estaba despeinado.<br />

Barragán se retiró pero llegó Silva, quien con un gesto diminuto dio por<br />

concluida toda bienvenida y procedió a descargar sobre el pecho de Cúneo una<br />

interesante colina de papeles.<br />

– Para hoy, Cúneo. Ya tenés las firmas que necesitás.<br />

Silva abandonaba el sitio bamboleando su maletín y levantando polvo de sus<br />

zapatos cuando Cúneo lanzó su grito de auxilio.<br />

– ¿Vos a dónde vas?<br />

– Tengo hasta acá de cosas para hacer. Arizmendi me agregó otro trámite. Más<br />

inoportuno imposible. Es la catarsis por la declaración de Zabala, pero qué le voy a<br />

hacer.<br />

Al martillar la última palabra ya tenía una mano sobre el picaporte final. Con<br />

medio cuerpo afuera, la joven secretaria volvió a mirar a Cúneo.<br />

– Procurá tener a la tarde los puntos que Ballesteros tiene que verificar. Yo llego<br />

a tiempo para el encuentro con los representantes de Coninea y la visita al pabellón.<br />

Silva desapareció.<br />

Mientras ordenaba la parva de folios, Cúneo sintió la húmeda mirada de Lima<br />

126


por sobre sus cristales verdes. Había interrumpido el tipeado de algún documento<br />

para comentarle a su vecino de escritorio.<br />

– ¿Cómo va el pichón de Arizmendi?<br />

Con un soplido, Cúneo respondió sin entender, pero luego creyó entrever que<br />

ese comentario se asemejaba demasiado a un agravio. Sin perder la compostura,<br />

habló.<br />

– No creo ser el pichón de Arizmendi. Ni de nadie.<br />

– ¡Ja! – explotó el gordo sacudiendo la barriga y con ella el mueble entero.<br />

Cúneo continuó su marcha y se sentó.<br />

– ¡Pero no boludo!, ¡hablo de Ballesteros!. – dijo el gordo sudoroso a punto de<br />

estallar en otra carcajada. La contuvo ante la mirada perdida de Cúneo quien,<br />

inflamada su cara de pudor, partió el conjunto de carpetas en tres grupos y encendió<br />

un cigarrillo.<br />

Luego Lima no soportó y lanzó su risa acompañada de un empellón que<br />

levantó la mesa y arrojó al suelo un vaso plástico lleno de clips y lápices. El gordo<br />

silabeó algo más entre los espacios de aire que su risotada le permitía.<br />

– ¿Sabés qué pasó con Zabala? – Cúneo se apresuró a cambiar el rumbo sin<br />

quitar los ojos del papelerío desparramado y simuló interesarse en una hoja que no<br />

había leído. El infantil malentendido lo había acalorado.<br />

Lima fue controlando paulatinamente su agitación y volvió sus anteojos al<br />

norte de su nariz. También él regresó a sus papeles. Cuando hubo recuperado el<br />

ritmo y la temperatura, señaló:<br />

– No es que haya pasado algo, realmente. Viste cómo somos, estamos todo el<br />

tiempo transgrediéndolas, pero de pronto una formalidad no respetada nos ofende<br />

como chicos.<br />

Cúneo no entendió nada. Esa síntesis del comportamiento jurídico podía ser o<br />

preludio de una explicación inminente o corolario de un sobreentendido. Y<br />

evidentemente era lo segundo porque Lima empezó a murmurar un tango.<br />

– ¿Y?<br />

El gordo se inclinó hacia Cúneo y volvió a bajar sus anteojos para mirarlo por<br />

encima del armazón.<br />

– ¿Qué pasó con Zabala?<br />

La falta de todo rictus delator convenció al gordo de que Cúneo no le estaba<br />

tomando el pelo.<br />

– ¿En serio no viste el noticiero el fin de semana, no leíste el diario?<br />

– Dale gordo, ¿Qué pasó con Zabala?.<br />

Lima volvió el equilibrio a sus rollos de grasa y la vista a su máquina de<br />

escribir. Cúneo aguardó.<br />

– El viernes habló Zabala en los noticieros.<br />

Cúneo enhebró el hilo. Zabala era el senador que se mostraba en el cristal del<br />

televisor mientras él prefería al koala y Sebastiana, a un lado de la cama, volvía a<br />

vestirse.<br />

– Hace cinco días se conoció la sentencia a un pibe que inició un incendio, diez<br />

años atrás, en una disco donde murieron cerca de veinte personas. Catorce años le<br />

dieron. Zabala se hizo presente en el lugar, saludó a los familiares de las víctimas,<br />

declaró consternado a los medios y se esforzó por hacer notar que sobre el tema<br />

conocía bien. En aquella época él era intendente de Pozos, el municipio donde estaba<br />

127


Keys, el boliche incendiado, y esa aparición mediática tuvo el fin de autorreafirmarlo<br />

como uno de los principales promotores de la investigación y la búsqueda de<br />

responsables. El caso se cerró y él quiso estar allí para decir, “yo lo logré”.<br />

– ¿Y qué tiene esto que ver con formalidades rotas?<br />

– Quizás nada. Es probable que se me haya escapado como una reflexión para<br />

otro momento. El hecho es que el entorno de Zabala está siendo investigado por<br />

enriquecimiento ilícito, ¿lo sabés o tampoco lo leíste?<br />

– Santos Pereyra. – dijo Cúneo. El gordo asintió.<br />

– Y la aparición de anoche asoma como una maniobra por demás miserable<br />

para capturar la simpatía de la gente.<br />

Lima mantuvo su postura unos segundos, a la expectativa de alguna nueva<br />

pregunta, pero Cúneo dio por tierra esa posibilidad. Regresó en silencio a sus<br />

carpetas. Había sentido un nuevo agobio y no quiso continuar con lo que hubiese<br />

sido un fallido intento por hallar la verdadera esencia de la charla, debido a que<br />

Lima sólo había expuesto el inicio del tema pero aquella frase final, que terminó<br />

pareciendo una conclusión, era demasiado ingenua como para considerarla meollo<br />

del problema. Algo había detenido la alocución enérgica del gordo, algo que lo había<br />

desviado a un camino elegante. Quizá Lima había terminado por creerse el<br />

desconcierto que simuló Cúneo, aunque bastante distinta había sido la sensación que<br />

penetró en este último: la repentina posibilidad de que él mismo se viera<br />

involucrado en el asunto y que Lima había decidido que no resultaba conveniente<br />

darle a conocer sus reflexiones.<br />

¿Pero de qué modo podía Cúneo estar vinculado con la cuestión Zabala, con la<br />

tragedia de Keys?. De ninguna manera. Sin embargo aquella mención a la catarsis de<br />

Arizmendi hecha por Silva sugería otra cosa que la maniobra casi cursi de un<br />

funcionario público por perpetuarse en el poder o zafar de un sumario.<br />

Claro, Lima no trabajaba para Arizmendi.<br />

Luego tuvo la sospecha, mientras ordenaba a Mehana que le sirviera café sin<br />

azúcar, de que Lima había iniciado el diálogo con el fin subrepticio de extraerle<br />

información, pues él sabía que Cúneo sí trabajaba para Arizmendi.<br />

Volvió su mirada hacia el escritorio y no halló más que papeles. Tenía<br />

demasiado trabajo para hacer, instrucciones de cientos de causas distintas que se<br />

agregaban día a día. Y ahora, además, daban vueltas a la cabeza las “formalidades<br />

rotas”. Parecía que no podría moverse de allí en años.<br />

128


ARIZMENDI ALZABA LA MANO y la sacudía repetidamente. Cuando Cúneo<br />

lo notó creyó entender que estaba haciéndolo desde hacía varios minutos, pero no<br />

pudo saber por qué no lo había llamado levantando la voz.<br />

Veloz y con sigilo, tras ahogar la colilla en el vaso de café, se acercó a su jefe<br />

para luego entrar a su despacho.<br />

Se acomodaron ambos en las sillas correspondientes, Cúneo en un entablillado<br />

con un cojín en hilachas y Arizmendi en su poltrona de puntas arabescas. El jefe<br />

extendió al subordinado un cenicero de vidrio gordo. Cúneo rechazó el cigarrillo.<br />

No muchas veces había tenido la oportunidad de acercarse al fragmento de<br />

mundo obsequiado a aquella ventana. Supuso que desde esa altura los paisajes<br />

siempre serían distintos, los picos altos de la ciudad no lucirían igual con cúmulus<br />

celestes que con cirrus violetas, los cristales de las ventanas e incluso la cinta<br />

asfáltica que a menudo se muestra luminosa, será distinta cuando el sol los lame en<br />

su caída, y los pequeños vehículos y las cabezas en constante movimiento, deben<br />

combinarse siempre en algo nuevo, como una sombra chinesca en plena vuelo.<br />

Cúneo se percató del mismo objeto de siempre. La puerta de vidrio, esmerilada,<br />

de un reloj de manecillas doradas y número romanos. Debido al ángulo, él no podía<br />

verse en la faceta del vidrio ni en las cintas de metal de las agujas, la hora le llegaba<br />

de perfil, oblicua. Estaba a salvo.<br />

El escaso pelo de Arizmendi se movió, el jefe se incorporó y estacó los ojos<br />

grises en su empleado.<br />

– ¿Cómo va lo de Ballesteros, Cúneo?.<br />

No esperó respuesta, estaba al tanto de todo lo referido a la causa. Prosiguió.<br />

– He estado conversando con Silva, tengo plena confianza en ambos para llevar<br />

adelante la cuestión. Es una causa complicada, usted bien lo sabe. Han de superar<br />

los prejuicios que traban cada conflicto entre el Estado y las empresas privadas.<br />

– Eso es muy cierto, doctor.<br />

– Les he obligado a actualizarse en siniestralidad laboral, ¿eh?. Quisiera que me<br />

comentara qué opinión le merece. Con franqueza, por favor.<br />

Arizmendi era un tipo lo suficientemente ancho y firme, su cuerpo permitía<br />

entrever que, con sesenta y pico, no abandonaba una rutina exigente de ejercicios<br />

físicos y cierta disciplina alimentaria. Cúneo lo veía desayunando yogures y jugos de<br />

naranja, jugando al tenis, capitaneando el yate de millón y medio que anclaba en<br />

Puerto Madero y enfiestándose con adolescentes de a mil la hora. Su piel era<br />

rozagante. Cirugías mediante pero, además, gracias a la decisión oportuna de virar<br />

el rumbo de su vida en la dirección correcta y definitiva. Cuando sonreía, acto que<br />

no escatimaba, enseñaba unos dientes magníficos. En el despacho se decía que sus<br />

dos últimos molares eran de oro.<br />

129


– Pues bien, vea usted, doctor. Unida al examen médico efectuado a Ballesteros<br />

y que no hará otra cosa que certificar su afección, la reconstrucción de su rutina de<br />

trabajo logrará, confiamos, dejar en evidencia que dicha afección condujo,<br />

indudablemente, a la posterior mutilación de su pabellón auditivo.<br />

– Usted así lo cree, ¿verdad?<br />

Cúneo se extrañó. No supo qué determinaba esa pregunta.<br />

– Claro que sí. No hay dudas de que la afección pulmonar dificultaba el<br />

accionar de Ballesteros. Un testigo afirma haberlo visto toser tenazmente. Declara<br />

que en dos ocasiones debió alejarlo de la herramienta porque su tos lo ahogaba de<br />

tal manera que lo inclinaba peligrosamente.<br />

– ¿Por qué cree que Ballesteros no dejó constancia previa de su malestar físico?<br />

– Doctor, permítame señalar que la razón es muy fácil de deducir.<br />

Arizmendi, sin embargo, conservó la calma.<br />

– Pero usted entiende que el hecho de que Ballesteros haya decidido denunciar<br />

a la empresa luego de su alejamiento no lo favorece ¿verdad? Y entiende, además,<br />

que ese va a ser uno de los flancos apuntados por la otra parte.<br />

– Sin duda. Pero el juez no omitirá la circunstancia evidente de que Ballesteros<br />

siempre antepuso su necesidad de trabajar.<br />

– Confía en la sensibilidad del juez, entonces.<br />

– En su sentido común.<br />

– Está bien, en su sentido común. ¿Y cómo piensa apuntalar la relación entre el<br />

problema de salud de Ballesteros y sus condiciones de trabajo?.<br />

Cúneo volvió a extrañarse. Aquél parecía un interrogatorio demasiado aniñado.<br />

– Ballesteros trabajó por más de treinta años en esa empresa. No es difícil<br />

probar que un problema como el suyo, una afección pulmonar producida por<br />

inhalación continua de residuos de hierro, tiene que ver con su prolongada labor<br />

frente a la herramienta.<br />

Arizmendi no dijo nada pero se llevó una mano al mentón. Abandonó su<br />

poltrona y caminó trazando cortos segmentos en dos direcciones distintas. No estaba<br />

nervioso, parecía cotejar la capacidad de reacción de su secretario con las posibles<br />

argucias de los adversarios.<br />

Eso interpretó Cúneo y se felicitó por el trabajo desempeñado hasta allí.<br />

Vio a su jefe amagar con iniciar otra pregunta, lo supo por el arrepentimiento<br />

de sus labios; luego permanecer callado un tiempo más. Dio otro resoplido y<br />

finalmente se ubicó, de nuevo, frente a él y afirmó, con perceptible inquietud, como<br />

si algo pudiese quebrarse:<br />

– Cree usted que no hubo otro modo para que Ballesteros contrajera su terrible<br />

enfermedad.<br />

Cúneo arrugó la boca y el ceño. Miró la ventana. Masticó un pensamiento.<br />

– No lo sé, es decir, no lo entiendo.<br />

– Usted entiende.<br />

– Entiendo que esa enfermedad se produce bajo esas condiciones, según hemos<br />

recogido. No imagino otro modo que no tuviese que ver con sus tareas en Coninea.<br />

Arizmendi conservó la mano en el mentón y la observación sobre su secretario,<br />

para quien esa mirada resultaba insoportable.<br />

– Disculpe la desconsideración, no le he preguntado por su familia.<br />

– Se halla bien, gracias.<br />

130


– Me dijo que su padre era…<br />

Cúneo sabía que Arizmendi caminaba al borde del ridículo, apenas si debía<br />

estar enterado de que su padre vivía.<br />

– Comerciante.<br />

– Ah, mire usted. ¿Qué rubro?<br />

– Diverso. Tuvo una ferretería por mucho tiempo.<br />

– Tuvo ¿y ahora?<br />

– Ahora se dedica a la distribución de productos varios.<br />

– Un cuentapropista. De allí ha de haberse provisto usted de su capacidad<br />

emprendedora.<br />

– Le agradezco.<br />

– ¿Su madre?<br />

– Bien, muchas gracias.<br />

– Se dedica a…<br />

– Ama de casa.<br />

– Muy bien, la mejor tarea. Digo, no hay como tener a la madre segura dentro<br />

del hogar. Pero además usted tiene una hija, si no me equivoco.<br />

Cúneo se sobresaltó con aquella revelación.<br />

– Es cierto.<br />

– ¿Cuánto tiempo tiene?<br />

– Cuatro años.<br />

– Qué preciosura. La mejor edad. Uno llega a casa y la niña que corre a<br />

abrazarlo.<br />

Cúneo sintió aquél comentario como una mofa. Imposible de probar, sin<br />

embargo, y aún menos posible de sancionar, dadas las circunstancias.<br />

– Claro. – se limitó a musitar.<br />

– ¿Qué sabe usted de Ballesteros?<br />

Cúneo se relajó un instante.<br />

– Que tiene casi cincuenta y cinco años, a cumplir en noviembre. Que es<br />

oriundo de la provincia de San Luis; que está casado y tiene cinco hijos, uno de los<br />

cuales falleció en un altercado con la policía hace poco más de cuatro años. – hizo<br />

una pausa para seguir a su jefe, que deambuló por el cuarto hasta apoyarse sobre la<br />

arista de la ventana – Los demás corren suerte diversa. Las dos mujeres son<br />

empleadas domésticas y de los dos varones restantes sé que uno es empleado de una<br />

empresa de seguridad y que el otro fue desvinculado de Coninea, igual que su padre<br />

pero en la reducción posterior.<br />

– Ajá. Muy bien. – felicitó Arizmendi – Siempre es bueno conocer el entorno del<br />

cliente. Nunca se sabe por dónde van a hacer saltar la liebre. – luego fue el juez<br />

quien construyó la pausa, dentro de la cual dejó caer sus manos en el interior de los<br />

bolsillos – Ahora dígame, y vuelvo a solicitarle franqueza Cúneo: ¿Qué sabe usted<br />

de Ballesteros?.<br />

El joven abogado notó que aquella reunión imprevista se esforzaba por<br />

abandonar definitivamente el cariz matemático, exacto, que reviste toda<br />

confrontación de datos, donde lo relevante es lo que se tiene y puede probar y no lo<br />

que se supone. En cambio, sorpresivamente, su jefe volvía una y otra vez a<br />

preguntarle por lo que suponía.<br />

– ¿Qué sé de Ballesteros…? qué puedo decirle, doctor… – Cúneo midió sus<br />

131


palabras – Que es un pobre tipo. Discúlpeme el término…<br />

– Adelante, adelante. – animó Arizmendi.<br />

– …un laburante que dedicó su vida, mal o bien, a una empresa pasada de<br />

mano en mano cientos de veces y que finalmente lo aleja en el marco de la<br />

prescindencia, sin la mínima intención de asistir a su responsabilidad de<br />

compensarlo por los perjuicios ocasionados. Es decir, pretendiendo evitar el<br />

cumplimiento de su obligación legal. Eso es lo que sé, no mucho más, al menos en lo<br />

que a nuestro interés respecta.<br />

– ¿No mucho más?<br />

– Quise decir, es todo lo que sé.<br />

Arizmendi lo miró fijo y asintió en silencio.<br />

– ¿Y cuál es su pálpito respecto de la resolución?. Permítame que le insista con<br />

preguntas algo fuera de las formas.<br />

– No se preocupe, me honra.<br />

Cúneo eludió con otra lisonja el apuro por una respuesta directa y automática.<br />

Lo que su jefe hacía era nada menos que trasladarlo, aunque fuera en el plano de la<br />

hipótesis, a un terreno que le correspondía a él, empujándolo hacia una definición<br />

que nunca pensó en sus manos. Si en un capricho de café o en un blando intercambio<br />

con Silva pudo habérsele ocurrido especular sobre la justa recompensa para su<br />

cliente, el fruto de esa meditación, como el comentario sobre un partido de fútbol o<br />

sobre una mujer que se menea por la calle, no tenía la consistencia y menos la<br />

seriedad para ser presentado como si fuese documento de su verdadera opinión al<br />

respecto.<br />

Cúneo, durante los segundos que pudo hacer durar el rodeo, se criticó por<br />

aquella falta de perspectiva, por relajarse en ese aspecto que convenía unívocamente<br />

al titular de la causa.<br />

– En fin, creo que Coninea, como cualquier otra empresa, debe atención y<br />

cuidado a sus empleados, que son el motor para sus dividendos. Ballesteros debe ser<br />

indemnizado con justicia.<br />

– ¿Pero cuál considera usted que es la medida de justicia para este caso, dadas<br />

las variables?.<br />

– Para serle franco, doctor – ¿Qué le pasa a Arizmendi? ¿Qué quiere que le<br />

diga? Si al fin y al cabo la solicitud formal la va a construir él como se le canten las<br />

ganas. Y no será precisamente que vaya a tener en cuenta mi percepción personal del<br />

asunto – Coninea debe resarcir acabadamente a Ballesteros. Esa es mi opinión –<br />

Cúneo eligió el camino de la firmeza. Sintió que ya lo había elegido antes en ese<br />

diálogo y que retroceder le hubiese perjudicado – Y si me pregunta qué significa<br />

acabadamente…<br />

– Eso.<br />

– …pues que Ballesteros pueda volver a su casa, pero no a aquella en la que<br />

vive, que es un rancho, realmente doctor, usted la ha visto, sino a una que esté en<br />

condiciones de adquirir con el monto indemnizatorio, junto a una jubilación digna<br />

que le aliviane el resto de sus días, no necesariamente libre de ocupaciones, pero al<br />

menos con tareas que respeten la condición heredada – se atrevió a hacer las<br />

comillas con los dedos – de esos treinta años en la fábrica.<br />

– Muy bien, doctor. Y perdone nuevamente la intromisión pero ¿algún<br />

antecedente le consta? Me permito inferirlo por su descarnada exposición.<br />

132


¿Descarnada?. En fin, lo que más molestaba no era la elección del término,<br />

tampoco el matiz bufón con que Arizmendi actualizaba de tanto en tanto su<br />

condición de superior, tampoco era que intuyera – ¿o efectivamente conociera? – ese<br />

antecedente al que aludía con aparente ingenuidad, sino la real existencia de la<br />

anécdota. Pero Cúneo no había vomitado aquello como catarsis de revancha por lo<br />

que a su padre le sucediera en circunstancias, lejanas pero no borrosas, de su propia<br />

destitución del cargo de subjefe del galpón de herrajes.<br />

Una cosa no tenía que ver con la otra, pero para el mismo Cúneo era difícil<br />

aclarar hasta qué punto no existía tal relación. Derechos vulnerados, impresiones<br />

subjetivas sobre decisiones de terceros van a existir siempre – también arrojos al<br />

desamparo – y que a su padre no le hubiesen reconocido ni la mitad de los años<br />

dedicados no tenía la menor vinculación con la posibilidad de que a Ballesteros le<br />

sucediese algo similar. Aquello había sido el galpón herrero, propiedad de una<br />

dinastía ininterrumpida de turcos, y esto era Coninea, industria metalúrgica de<br />

producción federal. Que uno hubiese estado al borde de la muerte no tenía por qué<br />

ejercer influencia sobre la condición de un gordo con tos. Aquello había sido un fallo<br />

de la justicia, este era un proceso donde aún restaba conducir las pruebas<br />

rigurosamente para que el sistema inclinara la balanza.<br />

Arizmendi le produjo asco. Suponiendo que no conociera la historia de su<br />

padre, sospechar que sólo por experiencia propia se puede interpretar la necesidad<br />

ajena, sensibilizarse por el martirio de otro o simplemente defender lo que se cree<br />

correcto, no sólo echaba a la luz una mentalidad obtusa sino una liviandad<br />

descarada.<br />

– No le entiendo. – dijo y continuó, para dejar el asunto detrás – Pero<br />

definitivamente creo, doctor, que Coninea se encuentra en favorables condiciones,<br />

por demás diría, para responder por todos los años durante los cuales descuidó a su<br />

trabajador.<br />

– Bueno, creo que Ballesteros puede quedarse tranquilo con la gente que trabaja<br />

para él.<br />

– Le asiste el genuino derecho a la representación.<br />

– Por supuesto, hombre. Y discúlpeme por esta sesión que ha constituido un<br />

verdadero interrogatorio, pero creo que resulta realmente necesario el diálogo<br />

dentro del equipo. De una vez por todas debemos librarnos de la práctica<br />

posmoderna del solipsismo, que nos conduce a realizar las tareas por cuenta propia,<br />

con un profundo desdén hacia lo que otros pueden sugerir, la inquietud, la<br />

colaboración ajena. Se quiebran de esta manera los lazos de solidaridad cuando<br />

¡hombre! pateamos todos para el mismo lado. Pero ¡qué quiere usted!, si nos han<br />

educado con El Principito.<br />

Arizmendi súbitamente abandonó la ventana y acorraló a Cúneo entre su dorso<br />

y su mano izquierda extendida. Así lo arreó hasta la puerta, sonriéndole en todo el<br />

camino.<br />

– Manténgame al tanto de las novedades, cuando lleguen los exámenes,<br />

etcétera. ¿Hoy se reúne con los abogados de la otra parte?. Demás está decir que será<br />

usted quien nos represente allí. Cuenta con mi apoyo. Después me chusmea.<br />

Cuando finalmente logró extraerlo de su oficina, Arizmendi se encargó de<br />

vociferar ante toda la audiencia, haciéndose el distraído:<br />

– Buen trabajo, doctor.<br />

133


EL MURMULLO DE LAS OFICINAS le creció en los oídos como si de las<br />

profundidades del agua fuese emergiendo con lentitud. Mehana pasó delante suyo<br />

para despertarlo.<br />

– Fírmeme aquí doctor, por favor. Esto es para usted.<br />

Un sobre color blanco, tamaño treinta por veinte, con membrete en<br />

sobrerrelieve y letras azul oscuras, le llamó a la sorpresa.<br />

Pensó si debía molestar inmediatamente a Arizmendi. Luego, yéndose un poco<br />

del tema, reflexionó que al fin y al cabo con él no habían acordado un carajo en<br />

cuanto a cómo llevar la defensa y se suponía que para eso lo había llamado. En fin,<br />

había servido al menos para imprimirle confianza y ponerlo al frente, mientras Silva<br />

realizaba tareas de cadetería.<br />

Decidió leer él primero y en soledad los exámenes efectuados a Ballesteros.<br />

Entendió poco de ese despilfarro de nomenclaturas médicas, aunque lo suficiente<br />

como para aliviarse. Al fin el documento reunía las mínimas condiciones esperadas:<br />

“El paciente presenta síntomas respiratorios crónicos […] expectoración, disnea<br />

[…] efectuado pruebas de función pulmonar. […] óxido de hierro […] Siderosis.”<br />

Al dorso, pegoteado con cinta, un paquete menor, de unos diez por quince<br />

centímetros, contenía una especie de cartón.<br />

Eran dieciséis fotos, la mitad de las cuales reproducía pasajes del encuentro<br />

entre Ballesteros y su médico, cuya utilidad probatoria Cúneo descartó en seguida.<br />

La otra mitad publicaba, desde distintos ángulos, el rojo y negro cartílago, deforme,<br />

reducido a poco menos que la nada, de la oreja izquierda del gordo.<br />

Cúneo recibió un escalofrío, guardó las fotos en su maletín, echó llave y colocó<br />

el teléfono en su oreja. Pidió la comunicación y aguardó durante un lapso de cuatro<br />

timbres. Una voz afiebrada, que si pudiese olería a sudor, arrojó al otro lado de la<br />

línea un saludo poco convencido.<br />

– Ballesteros, el doctor Cúneo le habla. ¿Cómo le va?<br />

– Ah, doctor. Es usted. Discúlpeme, lo que pasa es que me andan jodiendo, vió.<br />

– ¿Cómo es eso?<br />

– Amenazas, vió.<br />

Cúneo lo oyó verdaderamente asustado.<br />

– ¿Quién lo amenaza?<br />

– No sé, alguno de la empresa, calculo.<br />

– O del sindicato, yo le dije, ¿recuerda?<br />

– No creo, doctor.<br />

– ¿Qué le dicen?<br />

– Traidor, que van a cerrar la fábrica culpa mía. Que van a dejar a mis<br />

compañeros afuera.<br />

134


– La mayoría de sus compañeros ya está afuera y los que quedan no son<br />

empleados, sino rehenes. Como usted lo era, Ballesteros. Dése cuenta.<br />

– Mi familia está nerviosa. Acá nos conocemos todos, vió. Mis nietos son chicos.<br />

El gordo no agregó más nada. A la lejanía podía entenderse una voz partida en<br />

pedazos, como procedente de una radio vieja o un camión de publicidad.<br />

– No arrugue, Ballesteros. Escuche, llegaron los estudios, todo está en orden.<br />

Ahora tenemos el documento que tantas vueltas nos costó. Aquí confirman su lesión<br />

claramente.<br />

– Qué bien, doctor.<br />

– Y las fotos, también llegaron las fotos. Más que bien, Ballesteros, póngase<br />

contento que no va a haber manera de zafar para sus antiguos patrones.<br />

– Si a usted le parece.<br />

– Me parece. Sea optimista.<br />

– Está bien, doctor.<br />

– Otra cosa. Apróntese para venir a la capital. Es muy probable que le<br />

solicitemos cotejar el estado actual del taller con la manera en que usted lo conoció.<br />

Aunque no hay fecha, es importante que usted esté dispuesto en todo momento. No<br />

seremos nosotros quienes retrasemos los trámites.<br />

– ¿Volver a la fábrica?<br />

– Así es.<br />

Ballesteros echó dos bocanadas gruesas de aire. Parecía que iba a decir algo,<br />

pero no fue así.<br />

– Bueno, le hago llegar un saludo. Y no le dé importancia a las amenazas. Es<br />

señal que cabalgamos.<br />

Se produjo un silencio, esta vez sin radio ni camiones, durante el cual Cúneo<br />

supuso que la comunicación se había interrumpido.<br />

– Bueno, doctor. – despertó el gordo.<br />

– Adiós Ballesteros.<br />

– Adiós, doctor.<br />

El abogado colgó y se dispuso a colocar en la balanza las ventajas y desventajas<br />

de esperar a Silva para efectuar la visita al pabellón.<br />

Si solamente consideraba que allí conocería a los abogados de la empresa,<br />

convenía irse sin más pues era la maniobra adecuada para que lo asociaran como<br />

vicario directo de Arizmendi. Pero Silva venía al pelo para realizar las notaciones<br />

sobre el lugar de trabajo. Esas nimias labores le iban al dedillo y a él le daban mucha<br />

fiaca.<br />

Sopesó la cuestión por tan poco tiempo que sin darse cuenta estaba en la calle,<br />

acomodándose el saco y solicitando un taxi con su mano derecha.<br />

135


BAJO EL ARCO DE ENTRADA, dos pasos antes del estribo, el guardia de<br />

seguridad le tomó los datos. Mientras el soldado confirmaba que estuviesen<br />

esperándolo, Cúneo leyó tres o cuatro veces las curvas doradas del cartel a su<br />

derecha. Eran planchas de metal lustrado, amuradas a un pedestal de concreto. A<br />

pesar de las tareas de mantenimiento podían divisarse los viejos carteles que dieron,<br />

progresivamente, diferentes nominaciones a la misma fábrica. El guardia regresó con<br />

sus papeles y alzó la barrera. Cúneo saludó con un cabeceo y avanzó por la calle.<br />

Le habían indicado un galpón de chapas al oeste de la garita. En el camino se<br />

cruzó con dos operarios enfundados en overoles naranja y un montacargas que<br />

restaba metros hacia un taller que escupía chispas. Algunos tramos de la calle habían<br />

sido recientemente repavimentados. Tras dos cuadras de caminata, un hombre de<br />

bigotes negros que calzaba casco, salió a su cruce con la mano extendida.<br />

– Doctor Cúneo, ¿verdad? Me asignaron para mostrarle la dársena tresefe. En la<br />

dependencia se encuentran los otros doctores.<br />

El hombre del bigote no era ni hosco ni amable. No sonreía y cuando ablandaba<br />

la cara el gesto parecía caérsele sin permiso. Cúneo pensó que tendría otras cosas<br />

que hacer y que seguramente consideraría la imposición de acompañar al enemigo<br />

como una especie de castigo.<br />

– Sígame, por favor. – dijo y empezaron a caminar hacia el este.<br />

– ¿El pabellón en cuestión no era un tal… – Cúneo corroboró su anotación en<br />

un rectángulo ajado de papel que extrajo de un bolsillo – trescientos cuarenta y<br />

cinco?.<br />

– Correcto. Esa era la numeración anterior de los pabellones. Antes se seguía un<br />

criterio de progresión simple, pero luego se tipificaron según tareas. Usted verá que<br />

en todos los pabellones los primeros dígitos se mantienen y los últimos se han<br />

reemplazado por letras. No sé si había venido antes a la fábrica…<br />

– No.<br />

– Ah, disculpe entonces. Además, con la apertura de la pileta de filtrado, hace<br />

tres años, los pabellones aledaños pasaron a ser llamados dársenas.<br />

Cúneo desconfió, por naturaleza. Quizá el hombre lo notó.<br />

– Por reglamentación, en los planos actuales cada construcción figura con<br />

ambas nomenclaturas.<br />

Una vez dentro iba a darse cuenta si le mentían. A pesar de las innumerables<br />

modificaciones que seguramente habían perpetrado, el espacio sería reconocible<br />

según la idea que había podido hacerse a partir de los planos a los que accedió junto<br />

a Silva.<br />

Arribaron a una construcción chata y de ladrillos, luego de bordear un hangar<br />

que producía un barullo aterrador. El hombre de bigote lo hizo pasar, abriéndole la<br />

136


puerta. Dentro estaban los abogados, claramente identificados por sus trajes oscuros<br />

y sus corbatas apenas salpicadas por las virutas.<br />

El hombre del bigote se censuró a un rincón, luego de pronunciar: “Aquí están<br />

los doctores”.<br />

Cúneo estrechó la mano de Artud primero y la de Ballentin después.<br />

Artud evidentemente era el titular de la defensa y Ballentin un acomodado<br />

asesor o secretario. La distancia estaba claramente determinada desde un inicio.<br />

Cúneo se preguntó si él llevaría a cabo sus presentaciones de modo igual de efectivo<br />

en presencia de Silva.<br />

Le invitaron con una silla y luego enviaron al hombre de bigote por una ronda<br />

de cafés. El operario enderezó su casco, por todo síntoma de malestar, y presionó el<br />

botón rojo de su radio.<br />

– Graciela, mandame tres cafés a la depe del tresefe.<br />

El primer comentario de Artud, que tamborileaba sobre la mesa de chapa y<br />

arrojaba una mirada desdeñosa a través de la ventana de acrílico, fue:<br />

– ¿Qué día de mierda, ¿no?. Lo peor es que te agarre acá dentro, vuelan las<br />

virutas como la puta madre con el viento este.<br />

Cúneo no se había percatado del viento. Se detuvo en los gemelos que brillaban en<br />

la muñeca de Artud. Eran magníficos, luego se preguntó silenciosamente para qué los<br />

traería a un acontecimiento tan ordinario. Quizá por pura ostentación. Ballentin, por su<br />

parte, distinguía su pecho con un traba corbatas de bordes amarillos y centro<br />

esmeraldino y facetado. Ambos eran hombres robustos, enteros. Olían bien. Eran<br />

jóvenes, tenían apenas unos años más que él. Llevaban la tez bronceada.<br />

Ballentin extrajo una cigarrera de cuero e hizo el ofrecimiento. Artud lo rechazó<br />

sin palabras y Cúneo aceptó para averiguar con qué clase de tabaco se estimulaba.<br />

En el filtro leyó una marca que había visto en alguna parte, pero fuera y muy lejos de<br />

Argentina. Ballentin iluminó ambos cigarrillos con un encendedor de bencina que en<br />

su tambor llevaba grabadas tres iniciales. Cúneo supo que el humo era tan amargo y<br />

de tan buena calidad que lo asqueó en la primera pitada.<br />

– ¿Te mandaron solo, Cúneo? – preguntó Ballentin.<br />

– No es bueno que el hombre ande solo. – recitó Artud.<br />

– Es cierto. – abonó el primero.<br />

– Más vale solo que mal acompañado. – se defendió Cúneo.<br />

– No me digas que te habían asignado un novato. Es lo peor.<br />

– El novato al menos te carga el maletín.<br />

– Entonces te asignaron una mina. – dijo Ballentin inclinándose para indagar<br />

con sus ojos pardos en el rostro un poco estupefacto de Cúneo.<br />

Artud acompañó la curiosidad sin dejar de echar todo el peso de su espalda en<br />

la silla.<br />

– Es lo peor, eso sí que es lo peor. Porque un pendejo, es cierto, al menos te<br />

lleva el maletín, pero las minas son más ariscas que la mierda.<br />

– Entonces hiciste bien en no traerla. A menos que haya sido un bombón… –<br />

Cúneo sintió el aliento meloso de Artud esperando la respuesta, como si le fuese la<br />

vida en ello.<br />

– Mejor que sea entre los tres – sugirió Ballentin –, que no tengamos que dar<br />

explicaciones a nadie, ni vueltas, ni nada. Las palabras nacen y mueren acá.<br />

A Cúneo le estalló una revelación, pero antes una profunda desdicha.<br />

137


Esos dos no tenían que dar explicaciones a nadie y vivían tan habituados a esa<br />

naturaleza que suponían que él tampoco debía darlas. Sin embargo, muy por el<br />

contrario, sobre él pesaba que cada palabra, cada tentativa de acuerdo, cada decisión<br />

debía elevarse al gran hombre del yate de millón y medio. Supuso que lo habían<br />

hecho a propósito para hacerlo sentir de esa manera, y juró venganza, cuando<br />

sucedió la revelación. ¿Por qué, al llegar, no se habían sorprendido de verlo a él y no<br />

a Arizmendi? ¿La secretaria se los habría adelantado? Se exigió recordar<br />

preguntárselo a Silva pues, de no haber ella abierto la boca, estos muchachos de<br />

negro contaban con algún muy buen contacto para informarse de las decisiones<br />

internas de su jefe.<br />

– ¿Cuánto creés que nos va a llevar esta cuestión? – le preguntó Ballentin.<br />

– ¿Qué cosa, concretamente?<br />

– Todo. O sea, desde acá hasta el final.<br />

– No sé, colega – confesó Cúneo – Sinceramente no sé, espero que termine<br />

rápido.<br />

– Lo que fuera, a mí no me va a cagar la temporada. Yo me las pico en enero.<br />

– Pero a ninguno de los tres nos la va a cagar, no tengas ninguna duda, Artud. –<br />

aseguró Ballentin.<br />

– Todavía estoy masticando la bronca porque el año pasado, con el asunto de la<br />

cementera…<br />

– Fuiste un pelotudo por presentar los papeles a tiempo. ¿Vos a dónde vas a<br />

esquiar? ¿O no esquiás?.<br />

– Sí, pero no habitualmente. – para responder a esa pregunta, Cúneo debió<br />

echar mano al único recuerdo que poseía de un par de esquíes. Había sido una tarde<br />

plomiza al pie del Balzano. Se dijo que no volvería a Argentina sin haberse colado al<br />

menos una vez en alguna de sus pistas.<br />

– Conviene ir haciendo las reservaciones, después llega diciembre y es un<br />

quilombo. – propuso Artud, mirando su reloj.<br />

– ¿A dónde ibas? – volvió a interesarse Ballentin.<br />

– No tenía un centro preferido. Ya te digo, el esquí no es mi recreo habitual.<br />

¿Ustedes? – a Cúneo le afloró una curiosidad autodestructiva.<br />

– A Aspen. No te jode nadie.<br />

– A pescar, entonces. – supuso Artud – ¿Vas a pescar?<br />

– Eso sí. – mintió Cúneo.<br />

– ¿Adónde?<br />

– A La Valetta. Es un lugar precioso. Hay un complejo de nahíres en el que me<br />

esperan todos los años.<br />

– Demasiado tranquilo para mí. ¿No te pegás un embole terrible?<br />

– ¿Pero qué embole, Ballentin? – defendió Artud. – Te hacés un chárter a<br />

Nápoles todos los fines de semana. Yo tenía un amigo que hacía eso, no sé si lo<br />

conociste al turco Mahuad, paraba, no en Malta sino en Sicilia, y se mandaba en<br />

chárter todos los fines de semana. Pero todos, eh. A Nápoles o a Roma. En menos de<br />

dos horas estás. Lleva una partuza el turco…<br />

– De todos modos yo trato de cambiar un poco la rutina porque si no me<br />

amargo. De repente estoy allá y me pregunto para qué carajo me vine. Me aburro de<br />

antemano, viste.<br />

– Es bueno cambiar un poco.<br />

138


– Tomá – dijo Artud, estirando la mano en la que llevaba su pesado reloj – Acá<br />

tenés un par de direcciones. Reservás la habitación por correo electrónico. Es seguro.<br />

Ellos se encargan de los medios de elevación, el equipo, todo. Por si querés volver a<br />

esquiar.<br />

– Bueno. – Cúneo tomó la tarjeta roja y azul, plagada de estrellas – Te<br />

agradezco. Por ahí nos vemos en Aspen.<br />

– Noooo – dijeron a coro – con colegas no quiero saber nada en vacaciones –<br />

completó Artud.<br />

Al abrirse la puerta los tres hombres callaron. Ingresó una señorita cargando<br />

una bandeja. Se acercó a ellos y saludó cortésmente.<br />

Uno a uno dejó los pocillos sobre la mesa y se retiró. A Artud le resultó difícil<br />

recuperar sus ojos. La mujer se los había llevado en sus nalgas.<br />

Ballentin se irguió frente a su taza. Cúneo hizo lo propio y en su movimiento<br />

volvió a descubrir al operario de bigote recluido en el rincón. Artud sacudía su sobre<br />

de azúcar cuando suspiró.<br />

– Bueno. A lo nuestro.<br />

Ballentin cooperó en la pausa reverencial.<br />

– ¿Así que le rebanaron la oreja, che? Pobre tipo, una porquería lo que le pasó.<br />

Pero ahora está bien, ¿no?<br />

– Anda. Con una tos del demonio pero anda.<br />

– Pero acá hacen las cosas bien, me parece ¿o no? ¿Viste el pabellón?<br />

– Todavía no. Calculo que ya habrán acomodado convenientemente las cosas. –<br />

dijo Cúneo permitiéndose una sonrisa.<br />

– Es gente seria, Cúneo. Tres países distintos ponen guita acá.<br />

– Para llegar a este tamaño la empresas suelen ajustar en algunas cosas. –<br />

aprovechó el abogado de Ballesteros.<br />

– ¿Te parece? Mirá, acá cada uno anda con su casquito, con sus botas, con su<br />

linterna.<br />

– Sigo sin ver barbijos. En fin, Ballesteros sufre una enfermedad muy<br />

embromada que tiene que ver con la aspiración excesiva de partículas de hierro. No<br />

queda otra, muchachos: Coninea lo hizo. Y ustedes estarán de acuerdo conmigo en<br />

que la cagaron en no avivarse a tiempo. Después el gordo se magulló la oreja y acá<br />

estamos.<br />

– Es cierto – afirmó Artud. Se interrumpió con un sorbo y luego prosiguió,<br />

mirando de reojo a su compañero – Lo mismo le decíamos a Brenton. Ustedes la<br />

cagaron antes y ahora nosotros tenemos que taparle los agujeros.<br />

Cúneo se permitió el relax. No era él quien debía continuar.<br />

– Te pregunto… – anticipó Artud, que había acabado su café – ¿Qué hay de la<br />

otra enfermedad de Ballesteros?<br />

Cúneo se heló.<br />

– Estarás al tanto de que aquí se le hicieron chequeos periódicos e incluso la<br />

nutricionista le recomendó una dieta.<br />

– Lo sé. Esos chequeos son obligatorios, y lo son para la empresa, no para el<br />

empleado.<br />

– Quiero decir, el compromiso de la empresa para con la salud de Ballesteros<br />

está formalmente cumplido. Y tenés razón, que los empleados presten atención a las<br />

sugerencias de los especialistas es cosa de ellos.<br />

139


Cúneo se rió. Aquello era una payasada.<br />

– Permitime preguntarte, porque me muero de curiosidad. – se inclinó<br />

visiblemente hacia Artud, desterrando al olvido al indignado Ballentin – ¿Cuál es la<br />

mágica pirueta mediante la cual pensás vincular la obesidad de mi cliente con la<br />

mutilación de su oreja?<br />

– Ninguna mágica pirueta, mi estimado Cúneo. Tu cliente es obeso. La<br />

obesidad reduce en un alto porcentaje la ductilidad muscular y con ella la capacidad<br />

de maniobrar efectivamente cualquier cosa, incluso las herramientas.<br />

– Así que por gordo…<br />

Artud conservaba la seriedad.<br />

– Y su respiración. En una persona excedida de peso el abdomen presiona su<br />

sistema y la frecuencia respiratoria puede hasta quintuplicarse. El flujo de aire llega<br />

inestable a las distintas partes del cuerpo.<br />

– ¿Viste cómo roncan los gordos? – Ballentin pensaba cobrarse el desaire.<br />

Cúneo tuvo que mirarlo – Nunca pensé que los ronquidos tuviesen relación directa<br />

con el tamaño de la barriga. A mi viejo había que empujarlo para que se despertara y<br />

se diera vuelta.<br />

– Es que pasa algo con el cerebro. En determinados momentos del día entra en<br />

un estado de disminución de oxígeno… Lo estoy explicando para el orto… – se<br />

sinceró Artud que se planchaba la corbata con una mano y con la otra hacía tintinear<br />

la cucharita en la taza.<br />

– Hipoxia. No tenés por qué saberlo en realidad, no sos obeso. Nosotros<br />

tampoco y por eso nos desburramos con la médica.<br />

– Este se acuerda de los tecnicismos, yo nomás me acuerdo de las piernas de la<br />

doctora, no sabés, una pendeja para partir. – evocó Artud.<br />

– Veintinueve.– farfulló Ballentin.<br />

– Y ya tiene un Máster internacional en no sé qué cosa.<br />

– Nutrición. Palabra santa en cuestiones de sobrepeso, grasas y todas esas cosas<br />

que uno va a seguir comiendo por más que sepa que le tapan las arterias.<br />

– Publica mensualmente no sé dónde. La cosa es que el cerebro – continuó<br />

Artud – eso chiquito, amorfo casi, que no se sabe siquiera si es gris, parece mentira<br />

pero además de ser el centro regulador del oxígeno para las demás partes del<br />

cuerpo, es, al mismo tiempo, uno de los órganos que más respira. La falta de aire…<br />

– Hipoxia. - volvió añadir Ballentin.<br />

– …es un recurso natural para echar el cuerpo a dormir y recuperar energías.<br />

Aunque, en condiciones que no vienen al caso pero que coinciden con el estado de<br />

Ballesteros…<br />

– Por eso te recomendamos indagar en el tema.<br />

– …claro que al teléfono de la doctora te lo doy después que me la pinche – dijo<br />

Artud sin sonreír –, ese mecanismo puede activarse repetidamente en distintos<br />

momentos del día.<br />

– Ajá, y la persona sufre vahídos, náuseas, etcétera. Incluso pérdida del<br />

conocimiento.<br />

– Ballesteros se desmayó varias veces, ¿verdad?<br />

– Sufrió accesos de tos que exigieron asistencia. – protestó Cúneo, con la voz de<br />

un niño.<br />

Afuera el viento corría con mayor fuerza. Una botella de plástico rodaba por el<br />

140


asfalto. Los gránulos de tierra golpeaban la ventana. El hombre del bigote, desde el<br />

rincón y entretenidísimo, sonreía con malicia.<br />

Cúneo, sin embargo, luego de la embestida, recordaba los elementos de su<br />

posición y oía con paciencia.<br />

– Muy interesante. O debería decir: muy ingenioso. Pero Ballesteros no inventa<br />

su otra afección. La siderosis existe – quizás estos, pensó Cúneo, no estuviesen al<br />

tanto de que finalmente una clínica puntana le había realizado los estudios – y no sé<br />

cómo piensan reducir la importancia de un diagnóstico certificado.<br />

Los abogados de la empresa se miraron. Apretaron los labios y se permitieron<br />

una pausa en la que cada uno parecía invitar al otro a responder. Ballentin avanzó:<br />

– La Siderosis existe y han de tenerla bien documentada ¿no es cierto?. Contra<br />

eso no se puede pelear, ni lo pretendemos, por Dios. Ese hombre está<br />

verdaderamente enfermo.<br />

Artud se echaba hacia atrás en risas contenidas. Le divertía sobremanera el<br />

cinismo de su compañero.<br />

– Nuestra preocupación es otra y aquí debemos ponernos de acuerdo, colega,<br />

pues nuestro fin primero y último es la verdad. Ballesteros sufre también esa otra<br />

terrible enfermedad, no habrá discusión al respecto, te lo garantizamos. Podés<br />

obviar el certificado. Pero ante tu posición permitinos recomendarte no dar por<br />

probado un hecho sobre el cual recaen más dudas que certezas.<br />

– ¿Y cuál es ese hecho? – apuró Cúneo, con algo de aplomo y con algo de tedio.<br />

– La vinculación entre Coninea y la siderosis.<br />

Cúneo rió.<br />

– Espero, colegas, que no consideren eso como una conclusión. No quiero<br />

pensar que me han tenido agarrado a mi butaca al pedo. Lo de la obesidad estuvo<br />

bueno para empezar, pero se acabó la emoción.<br />

Ballentin encendió otro cigarrillo importado y volvió a convidar a Cúneo, que<br />

esta vez lo rechazó.<br />

Sintió que alguna parte de su cuerpo transpiraba, pero sus adversarios<br />

permanecían como en una kermesse, esperando por las muchachas. Volvió a mirar<br />

los gemelos brillantes de Artud. A esa altura sabía que no los utilizaba con el fin de<br />

la ostentación, por el contrario.<br />

Cúneo tenía presente que aún no había visitado el pabellón, pero eso no lo<br />

amilanó. Confiaba en que de algún modo iba a probar que las condiciones de<br />

seguridad no habían sido las adecuadas.<br />

– Supongo que en mi inminente visita a la dársena tresefe, – el hombre de<br />

bigote asintió, a lo lejos – me encontraré con al menos tres docenas de tolvas. – bajó<br />

el volumen de su voz, haciendo una gracia – Espero que hayan sido prolijos y no<br />

hayan dejado marcas de las tolvas anteriores.<br />

– No conocimos el pabellón en tiempos de Ballesteros.<br />

– Tenemos entendido, dicen los papeles bá, que siempre cumplió con la misma<br />

estructura.<br />

– Pues si no lo conocieron se los describo. Un galpón de ochocientos cincuenta<br />

metros cuadrados, con máquinas atronadoras en su interior y un alto perímetro<br />

bordeado por ventanas que no podían abrirse. Para esa superficie, según Coninea,<br />

eran suficientes dos tolvas de poco más de noventa centímetros de diámetro.<br />

El hombre del bigote, al fondo, ya no sonreía. Cúneo continuó.<br />

141


– Quizá con máscaras de filtro se hubiese podido paliar esa situación, aunque<br />

dudo que algún especialista les avalara esa posibilidad, colegas. Siquiera eso, pero<br />

hete aquí que las máscaras que proveía la empresa eran barbijos comunes, del<br />

mismo tipo que utilizan las enfermeras. Sin hopcalite, ni óxido de cobre, etcétera. Y<br />

la concentración del contaminante, deducido por la cualidad de la herramienta, las<br />

dimensiones del espacio y el número de operarios, según los papeles bá, superaba<br />

con amplitud el dos por ciento tolerable.<br />

Cúneo se sintió triunfador, aunque no lograba perturbar el rictus ni de<br />

Ballentin, que había hecho señas por otro café, ni mucho menos de Artud, que a<br />

veces parecía no oírlo.<br />

– ¿Qué pica en La Valetta? ¿Sardina?<br />

– Qué rica la sardina albanesa. – se relamió Ballentin – Hay un lago del que se<br />

saca una especie rara, que vive solamente allí. – lo miró a la espera de información<br />

pero Cúneo no agregó nada más que un corto meneo de cabeza. Esperaba que por<br />

fin el encuentro perfilara alguna alternativa concreta de negociación y acabara la<br />

estéril exhibición de armas.<br />

Luego del primer sorbo de café, a Cúneo le extrañó la ausencia de palabras que<br />

insinuaran la posibilidad de un acuerdo que evitara el conflicto, la mancha en los<br />

antecedentes de la empresa. Acuerdo que no hubiese aceptado, de todos modos. La<br />

tajada tenía altas probabilidades de ser mucho mayor. Pero aquellos dos, o no<br />

estaban interesados en otra cosa que sus propios honorarios, o estaban realmente<br />

convencidos de ganar.<br />

– Ballesteros sigue viviendo en lo de siempre ¿verdad?<br />

– Que yo sepa.<br />

– Sobre Pellegrini y Mateson.<br />

– Sí, Pellegrini al mil y pico.<br />

– Linda zona – apuntó Artud.<br />

Cúneo conocía el domicilio de su cliente sólo por mención. Nunca había viajado<br />

a San Luis.<br />

– Linda zona porque se ven los cerros. El barrio es medio pesado. – comentó<br />

Ballentin.<br />

– El barrio es medio pesado, sí. Más que nada mugriento.<br />

– El hombre es un laburante. Si sus patrones reconocieran su esfuerzo quizá<br />

pudiese mudarse a un sitio más bonito. – aprovechó para apuntar Cúneo.<br />

– Claro que sí. Ballesteros es un hombre que puso su vida al servicio de una<br />

empresa. Más de treinta años, no es joda, che.<br />

– ¡Treinta años! – se compadeció Ballentin – Yo ni en pedo.<br />

– A vos te falta romanticismo, Ballentin. Ya te lo he dicho.<br />

– Lo que afea al barrio, aún más que la ruta que lo corta en dos, es la cercanía al<br />

parque industrial.<br />

– Pero no está tan cerca. – corrigió su compañero.<br />

– No está tan cerca, es verdad. Pero en esa zona se despliega el sector de<br />

servicios de la industria.<br />

– Dígame, Cúneo – Artud volvió a buscarle los ojos. – ¿Por qué se produce la<br />

afección que tiene Ballesteros?<br />

– Inhalación de óxido de hierro. - respondió Ballentin.<br />

– O sea partículas.<br />

142


– Acá parten los pelets ¿no? Los que antes venían de Sierra Grande. ¿Ese es el<br />

hierro jodido? – consultó Ballentin haciéndose el inocente.<br />

– Digo yo, esa porquería que usan para la soldadura industrial… ¿cómo carajo<br />

se llama?<br />

– No sé. – respondió Cúneo esperando a que Artud detuviera su carrusel.<br />

– Tiene hierro ¿no? Partículas, digo.<br />

– Tira un humo que es tóxico hasta el carajo. – aportó Ballentin.<br />

– En la zona donde vive Ballesteros, o sea, su domicilio legal, tengo entendido<br />

que existen talleres de soldadura. ¿No es ese el sector de servicios del parque<br />

industrial?. Pues bien, clarifiquemos la cuestión: según los asesores médicos a los<br />

que hemos acudido, la tal siderosis también puede producirse por la inhalación<br />

regular del humo del soplete.<br />

– Puede ser, Artud. Pero las condiciones de espacio abierto que presenta la vida<br />

en un barrio durante cuatro meses al año, que paso a decirte es una consideración<br />

desmedida ya que Ballesteros sólo iba a San Luis de vacaciones, no pueden<br />

equipararse a las condiciones de enviciamiento en una atmósfera tan particular como<br />

la del pabellón tres cuarenta y cinco durante los otros dos tercios del año.<br />

– Puede ser, mi estimado Cúneo. – Artud se levantó, planchó su saco y tomó el<br />

maletín. Su compañero, sorprendido, dejó su silla y lo imitó. – Pero que para tal fin<br />

será necesario que pruebes esa atmósfera particular a la que hacés mención.<br />

Mientras tanto, me parece que el taller a dos cuadras del domicilio de Ballesteros<br />

tiene más posibilidades de consagrarse como causante de su tos. Espero tengas<br />

suerte, Cúneo. Ha sido un gusto.<br />

Artud estrechó la mano con firmeza. Cúneo lo valoró e intentó devolver el<br />

gesto. Luego vino Ballentin, que aún no se acomodaba el saco.<br />

Los abogados de la empresa volvieron a despedirse, esta vez con un tenue<br />

cabeceo desde la puerta, y luego enfrentaron su despreciado viento.<br />

Cúneo se quedó flanqueando la banderola de acrílico. Aunque sus sienes<br />

galopaban, podía decir que salía airoso de su primer encuentro profesional a cargo<br />

de una causa. Fue cauto. Entendió que las cosas estaban repartidas con mucho<br />

equilibrio y que un estornudo podía cortar el hilo. Había que tomar distancia para<br />

sacar conclusiones pero se permitió confiar en el as que tenía en la manga.<br />

Debajo del casco amarillo, el hombre de bigotes lo aguardaba con los ojos<br />

pequeños y la cara de póquer.<br />

143


EL ATELIER DE CLAUDIO era una caja de esquinas mohosas, cuyos rincones<br />

se disimulaban detrás de atriles, lienzos sin bastidor y ajetreados taburetes<br />

remendados con alambre. A un lado de la ventana, una biblioteca de pie era el<br />

inestable descanso de pomos famélicos y latas resecas. Frascos que alguna vez<br />

supieron de mayonesa albergaban dentro de su agua plena de hongos a pinceles de<br />

dos y tres pelos. Había muchos libros. Una enciclopedia sin tapas formaba una pila<br />

de seis volúmenes bajo la cortina de mimbre. La pila perdía uno o dos libros cada<br />

vez que alguien pretendía hacerse de luz corriendo la cortina y los pateaba. Luego<br />

nadie volvía a acomodarlos, menos Claudio, fiel creyente en que la disposición<br />

espontánea de las cosas era a la vez la más funcional. Además, aquellos libros hacía<br />

mucho que habían dejado de ser objeto de consulta pues la cuarta edición de la<br />

enciclopedia – que Cúneo creía era “El tesoro de la juventud” – databa de 1952.<br />

Libritos de bolsillo, de bateas de saldo, alfombraban el sitio lindero al baño.<br />

Cúneo había hecho una vez el intento de leer en ese baño. Antes de entrar tomó un<br />

libro al azar. Posó las nalgas sobre el inodoro y al hacerse hacia adelante para apoyar<br />

sus codos en los muslos, dio con su cabeza en la pared. Ese porrazo le reveló una<br />

verdad: era imposible leer allí dentro. Irguió la columna haciéndose un poco más<br />

atrás pero debió traer las hojas tan cercanas a su vista que no lograba hacer foco en<br />

las palabras. Se hizo a un costado, quizás torciéndose a hacia la ducha pudiera<br />

establecer la distancia adecuada. No había ducha. Tampoco bidé. Sin embargo sabía<br />

que en ese baño Claudio y sus mujeres solían asearse. La respuesta llegó en un<br />

vistazo hacia el techo: la flor, unida al tanque de agua del mismo inodoro por un<br />

caño plástico, colgaba justo por encima de su cabeza. Correrse hacia el lavabo era<br />

otro imposible. Era lo único grande en esa prisión, gordo, tan robusto que no se<br />

entendía cómo aquél delgado pie de cerámica lograba mantenerlo arriba. No era<br />

posible leer, no era posible hacer casi nada en ese cuarto de baño. No obstante<br />

Cúneo había presenciado que de allí salían sin contorsiones hombres y mujeres<br />

comentando chismes y reflexiones.<br />

Suponía que Claudio leía de todo, eso no le sorprendería, de lo que no dudaba,<br />

pues él mismo se lo había dicho, era que jamás compraba un libro. Los que tenía le<br />

habían llegado por muy diversas vías. Herencia, intercambio o permuta; a menudo<br />

le pagaban un óleo o una xilografía con una buena cantidad de textos, o con música,<br />

lo cual lo reconfortaba como ningún otro pago aunque, claro, no llenaba su<br />

estómago.<br />

Ese tipo de decisiones definían bastante bien a Claudio, aunque no era un<br />

ácrata consumado se reservaba el derecho a seguir creyendo en alguna especie de<br />

orden mágico para las cosas y los contenidos, para los hechos, las presencias y las<br />

ausencias. Incluso los sonidos, también los olores.<br />

144


En cuanto a los olores, la humedad cabalgaba en aceites y acrílicos. Un<br />

sahumerio encendido en una esquina no hacía más que extraviarse en aquél ardor<br />

que crepitaba en los capilares de la nariz. Un olor que no era desagradable pero sí<br />

intenso, empalagoso. Aquél olor dueño de todo el espacio repartía justicia entre lo<br />

prístino y rancio – el edificio – y lo embrionario y flamante – las exhalaciones del<br />

espíritu y los siempre distintos tonos en los lienzos.<br />

El delgado colchón y la caja de zapatos, disfrazada de mesa de luz bajo una<br />

servilleta, se hallaban demasiado cerca de los atriles de modo que no pocas veces<br />

sobre las sábanas llovían salpicaduras de arrebato. Por lo general alguna mujer, que<br />

siempre funcionaba como compensadora del desorden, les arrojaba un pedazo de<br />

nylon o una bolsa de supermercado para evitarles el disgusto de más y mayores<br />

manchas.<br />

Aquellos ventanales quizá fuesen lo más importante de un lugar construido<br />

para el olvido o el desprecio. Ubicado en una esquina, el cuarto respiraba paisaje<br />

hacia dos puntos cardinales. Uno de ellos el oeste y por eso Cúneo se había visto<br />

embriagado en su primera visita.<br />

En invierno luego de las cuatro y en verano pasadas las ocho, se desplegaba<br />

sobre ese escenario vertical un espectáculo singular como un caleidoscopio de aceite<br />

y piedras. El atardecer barría el cristal de una punta a la otra tomándolo por<br />

sorpresa con manotazos arbitrarios de luz. Pinturas siempre nuevas sobre el mismo<br />

lienzo. La grasa del ambiente adherida al vidrio esparcía el color en líneas de brillo<br />

irregular, a veces algunas huellas digitales o la impresión de una nariz se descubrían<br />

en su contorno cuando el atardecer encandilaba la ventana. O el rastro de un<br />

mensaje escrito con el aliento. A esas horas los cristales y toda la habitación, adquiría<br />

tonalidades estrafalarias, manchas psicodélicas y efímeras, a veces febriles,<br />

transmutaban en las paredes e incluso el polvillo suspendido y el vapor de las voces<br />

se embebía en esa gelatina inasible.<br />

Sólo porque Cúneo hacía tiempo que no iba al atelier y pues no lo recordaba, no<br />

lo asemejó a la habitación de Sebastiana, que no era lo mismo, sobre todo debido a<br />

los aromas y a la suavidad de los contornos, pero sí parecido en cuanto a la reunión<br />

mágica del espectro visible.<br />

La entrada del edificio era lo más lamentable. Sólo uno de los cristales le<br />

sobrevivía a la hoja de la puerta, quieta porque la herrumbre la había fijado<br />

gravemente al suelo. La otra hoja, que se golpeaba en gruesas toses, tenía sus marcos<br />

cubiertos con cinta adhesiva. No tenía picaporte. La fiebre del tráfico de bronce lo<br />

aniquiló sin agonía. Misma suerte para la placa del número de calle. Claudio, en un<br />

acto que parecía no pertenecerle, había pintado un fragmento de azulejo y lo había<br />

colgado allí.<br />

En el soportal se acumulaba la basura mitad dentro y mitad fuera de las bolsas.<br />

Si se pervivía a ese hedor, sobre todo en el apogeo del verano, podía avanzarse hacia<br />

las escaleras.<br />

Tres contrahuellas, partidas en triángulos, era todo el mármol de esa antigua y<br />

otrora lujosa recepción. A Cúneo jamás se le hubiese ocurrido tomar el ascensor para<br />

llegar hasta el sexto piso. Restaba sin apuro los escalones y sin prestar atención al<br />

paisaje parchado de revoque y manchas de humedad. Siempre se inventaba algo<br />

para evitar que se le pegaran detalles y cuando quería acordarse se encontraba<br />

doblando el índice en el botón del timbre.<br />

145


Pero en aquella oportunidad, habrá sido llegando a la quinta planta, algo<br />

disipó su pensamiento vago e inútil. Algo que era un grito, más bien un sollozo y<br />

luego una batida de pies sobre las tablas sueltas del parqué. Se había encendido una<br />

luz. Miró hacia arriba y por el caracol de aire de la escalera encontró la puerta del<br />

atelier, abierta. Un segundo después entendió claramente el llanto de un adulto y los<br />

pasos se hicieron más vertiginosos y cercanos. Dos segundos y vio pasar a su lado,<br />

con el rostro bañado, apenas superando el pudor por dejarse ver así, a un hombre<br />

alto, no gordo sí robusto, de hombros anchos, de musculosa ajada y manos arañadas<br />

por costras de pintura. Al superarlo, Cúneo giró para observar sobre su omóplato<br />

derecho el tatuaje monocromo de la testa de un ave. Cuando pestañeó, el hombre ya<br />

había llegado al primer piso y su llanto continuaba estrellándose en las paredes<br />

como si estuviera aún en el palier.<br />

La escena había sido vulgar, un cuarentón de bíceps redondos tragándose los<br />

mocos; tanto que Cúneo rió sin timidez echando una carcajada que sin embargo no<br />

le ganó al sollozo en intensidad y permanencia.<br />

Restó el tramo que faltaba y no hubo necesidad de hacer vibrar la campanilla<br />

eléctrica pues la puerta continuaba abierta. Lo recibieron el ritmo sistólico de un<br />

blues a muy bajo volumen y la imagen lánguida, lavada, de una mujer vaciada en<br />

una silla. La mujer lo miró con tal desinterés pero al mismo tiempo con tal<br />

insistencia que lo perturbó. Tuvo que quitarle los ojos de encima. Era la criatura más<br />

bella, más intensa y más curiosa que había cruzado alguna vez delante suyo.<br />

Rápidamente buscó a Claudio para lo cual ejecutó un paso hacia el interior del<br />

atelier. Lo halló erguido, con el traste apoyado en un tablón. En su boca llevaba un<br />

cigarrillo, con su mano izquierda hacía girar una espátula dentro de un tarro de<br />

pintura que sostenía con su mano derecha. En un ademán veloz se deshizo, bien de<br />

la espátula o bien del tarro, y acercó un mate a sus labios, ubicando la bombilla en el<br />

resquicio que le permitía el cigarro. Chupó estrujando la yerba y en otro ademán<br />

automático lo devolvió a la mujer que debió moverse, separando la espalda de la<br />

silla.<br />

Vivía. Aquella mujer vivía. Lo había sabido desde el primer fulgor, aunque<br />

pareciera salida de una magnífica pintura.<br />

La mujer recibió el mate pero ya Cúneo no la vio pues Claudio, esa figura flaca,<br />

decadente, de barba dura y blanca, consumido en sus huesos, aquél sujeto al que<br />

podía notársele cada coyuntura, cada articulación, de piel hepática y cabello reseco<br />

como heno, atacó al aire.<br />

- Qué hacés Cúneo.<br />

- Ribolsi – dijo el abogado acercándole la mano.<br />

El saludo era un capítulo desagradable pues el pintor no se tomaba la molestia<br />

de contraer sus huesos. Estiraba la mano y la abandonaba en el aire, muerta.<br />

Los incisivos de Claudio no sólo eran completamente amarillos sino que habían<br />

adoptado la forma hemicilíndrica del cigarro, por esa razón Cúneo procuraba<br />

sostener la mirada en los ojos, oscuros y acuosos.<br />

Luego del saludo se limpió las manos, sin pudor, en un trapo todavía más<br />

mugriento pero al menos seco y oyó a Claudio decir: “Valeria”.<br />

La saludó también con la mano pero, claro, sintió una piel más fresca, prolija e<br />

incluso firme. Ella quizá sonrió, él conservó el rictus.<br />

Él dijo “Qué tal”, ella no dijo nada.<br />

146


Se instaló un silencio que no era incómodo, rasgado por los golpes de la<br />

cuchara de madera en las paredes interiores del tacho.<br />

Cúneo, que había vuelto sus manos a los bolsillos, echó a andar su mirada<br />

hamacándose sobre los talones. Los libros apelmazados en la puerta del baño, la<br />

enciclopedia bajo la cortina. Tuvo la sensación de que aquello debía serle familiar.<br />

Algunas señales, como el colchón bajo la tira de plástico, sin duda querían sugerirle<br />

que había estado allí antes. O la servilleta deshilachada sobre la caja de zapatos.<br />

Habían otras cosas que sin ser las mismas parecían nunca haberse ido. Imposible<br />

copiar los dibujos, menos en el estilo de Claudio, onírico y surrealista. Cúneo no lo<br />

recordaba pero el atelier cambiaba de dominante según parámetros imprecisos, el<br />

ánimo del pintor quizás, y si a veces de pared a pared podía observarse un degradé<br />

sutil desde el índigo brillante al magenta, otras veces eran variaciones del mismo<br />

tono tierra en sentido horario o un aparente caos de color que sin embargo hallaba<br />

sosiego en algún elemento conciliador, por ejemplo, una unidad de texturas mate.<br />

Las paredes estaban despintadas y descascaradas. Eran altas pero desde la<br />

mitad hacia arriba ya no había luz, ni de noche ni de día, y los atriles, los módulos<br />

de biblioteca y las pirámides de tachos y pomos obstaculizaban la visión del<br />

perímetro. Las verdaderas paredes, los verdaderos límites del lugar, eran los<br />

caballetes y atriles. Eso reducía considerablemente el espacio pero permitía que el<br />

aspecto de color lo propusieran las telas en las que oportunamente Claudio<br />

trabajaba.<br />

El blues se interrumpió de repente. La mujer, Valeria, se levantó con prisa,<br />

echando una puteada en voz alta. Sacó el casét y tras él la cinta enredada.<br />

– Te dije que andaba para el culo. – señala Claudio, que aprieta su colilla contra<br />

la base del cenicero.<br />

– Pero hacelo arreglar, negrito. Bueno, mirá lo que te pido…<br />

– Hay un casét que no se enreda. Está por ahí.<br />

– El de Brigante, sí, pero me tiene repodrida.<br />

– No, uno magnolia. El de Brigante se me quemó con el cuarzo.<br />

– Qué pelotudo. ¿Este?<br />

– Uno magnolia – dice Claudio sin mirar.<br />

Valeria lo inserta. El casét, que para cualquiera es amarillo, carga en pésimas<br />

condiciones con las voces de Serrat y Aute. Vuelve a su silla. Descarga con total<br />

parsimonia una porción de agua dentro del mate.<br />

Cúneo se pregunta si está allí o si todavía sube por las escaleras. Salvo porque<br />

recuerda haber estrechado esa misma tarde la mano de Claudio, podría pensar que<br />

nadie lo ha visto. Está arrepentido de haber respondido al llamado del pintor,<br />

siempre le hace perder el tiempo y al fin de cuentas no terminará jamás de ordenar<br />

su situación legal.<br />

Se ha distraído mirando una tela con una silueta marrón despeinada, se<br />

pregunta cómo pudo Claudio pintar una gota claramente reconocible aferrada a la<br />

punta de un junco real, idéntico a los que produce la naturaleza a orillas de<br />

cualquier pantano; cómo pudo aquél cuadro nacer en medio de un enjambre de<br />

delirios amorfos. Piensa Cúneo en la gota como un fideo o una rodaja de zanahoria<br />

que se distingue en medio de un vómito. Una obra diferente, un espécimen<br />

marginado, será por eso que fue condenado a convertirse en paga de honorarios.<br />

Reducido a objeto de transacción y obligado Cúneo a recibirlo a sabiendas que si no<br />

147


era con eso el flaco no podría pagarle jamás con otra cosa.<br />

Ante la profundidad de su distracción, Valeria ha debido romper su silencio.<br />

– ¿Querés?<br />

Cúneo se sobresalta. Da media vuelta y encuentra a la mujer estirando su mano<br />

y mirándolo a los ojos. No entiende qué es lo que desea. Por un momento piensa en<br />

cuentos de hadas. La mujer lo miraba de modo tan penetrante que creyó en una<br />

clandestina y vibrante provocación. Claudio no se enteraba de nada. Ante el<br />

estatismo, Valeria reiteró.<br />

– ¿Tomás o no?<br />

Descubrió entonces el espumoso y verde brebaje borboteando en la calabaza,<br />

aferrada a la mano blanca de la mujer.<br />

– Perdoname, estaba…<br />

Ella se vacía rápidamente en el sillón y mira para otro lado.<br />

– Ya estoy con vos. – dijo por fin Claudio, pero siguió corrigiendo el mismo<br />

vértice.<br />

Cúneo recordó de pronto. Se rió.<br />

– Che, ¿quién era ese que salió corriendo? Salió de acá, ¿cierto?<br />

Claudio pareció no oír, pero alguien chistó. Cúneo bajó para mirar a Valeria,<br />

que sonreía y que por primera vez compartía con él algo íntimo. Apretaba los labios<br />

y los ojos le brillaban. Pero no dijo nada. Nadie dijo nada. A Cúneo le molestaba no<br />

saber si había preguntado o si se había detenido justo en la frontera. Como la salsera<br />

española. Pero Valeria había reaccionado. Y Claudio parecía morderse la boca para<br />

no responder algo inoportuno.<br />

– Un estúpido. – dijo ella.<br />

– Nada. – censuró el pintor, que por primera vez giró para verla. Valeria se<br />

asustó.<br />

– Entonces salió de acá. Me parecía. Además, estaba todo mugriento de pintura.<br />

¿Qué le pasaba? Lloraba como un pendejo.<br />

Claudio movía la cabeza y subía los hombros como si con aquello pretendiera<br />

saciar la curiosidad del abogado.<br />

– Parecía que lloraba pero no puede ser, tremendo pelotudo.<br />

– Eso. – firmó Claudio que volvía a mirarlo a los ojos después del saludo –<br />

Tremendo pelotudo.<br />

– ¿Entonces lloraba? – echó una carcajada – Parecía una nena el marinero,<br />

corriendo con las manos en la cara. – dio medio paso hacia el pintor y le puso una<br />

mano en el hombro – No me digas que era alumno tuyo Ribolsi porque me cago de<br />

risa.<br />

Claudio hizo silencio pero se arrepintió inmediatamente. Demasiado tarde para<br />

evitar la precipitación de las cargadas de boca del abogado.<br />

– Decime que no era alumno tuyo, Ribolsi, haceme el favor. ¡Já! ¿Qué le hiciste?<br />

¿Lo mandaste al rincón? ¿Le pusiste las orejas? Era alumno tuyo, ¿no? Decime que<br />

no…<br />

Cúneo lo mira con los ojos apenas abiertos, llenos de lágrimas. Lleva el rostro<br />

colorado. Claudio pita su cigarrillo. Cede.<br />

– Es un boludo. No tiene idea de lo que quiere, menos va a tener idea de cómo<br />

lo quiere.<br />

– Pero ¿en serio lo hiciste llorar? No lo puedo creer. Contame, che.<br />

148


– Posmodernidad de mierda. - protesta Claudio, sin mirarlo. - Pero allá ellos.<br />

– ¿Qué te hacés problema, negro? – dijo Valeria.<br />

– Pero no me hago problema.<br />

Cúneo poseyó la definitiva certeza de que lo habían vuelto a dejar afuera.<br />

– Es que no me hago problema.<br />

– ¿Sabés lo que pasa, negro? El puto fenómeno de la globalización les hace creer<br />

que todo debe ser rápido, que pueden entrar mancos y salir pintores.<br />

– No estoy hablando de eso.<br />

Valeria calló.<br />

– Que se crean pintores cuando se les cante las bolas. A mí no me va ni me<br />

viene. En todo caso, le serán funcionales a esta sociedad de hamburguesas.<br />

– ¿Pero qué le hiciste al pibe? – arremetió Cúneo con un indeleble resabio de<br />

sonrisa. – Este era... este era el cuadro que estaba pintando el gordo… – y señala la<br />

delgada y peluda silueta marrón. Al volver a mirarla, le parece un florero<br />

inconcluso.<br />

Se para recto frente al lienzo. Lo escudriña, inclina la cabeza hacia ambos<br />

hombros, arruga la boca.<br />

– No está tan malo, che. Aunque parece inconcluso. ¿Tenía que terminarlo para<br />

hoy? ¡Será posible! ¿Me vas a contar lo que le dijiste al gordo para que saliera<br />

corriendo por las escaleras?<br />

– Es un ejercicio, Cúneo. Un ejercicio pelotudísimo. Le hago ver al pibe un<br />

objeto, cualquiera, y apago la luz. Le pido que pinte lo que acaba de ver.<br />

– ¿En la oscuridad?<br />

– En la oscuridad. Me hace esperar media hora. Me dice que todavía no, que<br />

todavía no. Hasta que le prendo la luz de prepo porque me tenía las bolas llenas. Y<br />

mirá lo que me muestra, pero qué pelotudo – señala la famélica silueta marrón con la<br />

punta del cigarrillo.<br />

Cúneo revisa detenidamente la figura. Podría decir algo ya mismo pero se toma<br />

el tiempo para cambiar de opinión, si fuera posible. Se aleja unos pasos y vuelve a<br />

acercarse. No sentiría pudor en otra ocasión pero, como no entiende la anécdota,<br />

aquella vez lo siente.<br />

– A mí me parece un jarrón. No sé cuál será el original ¿aquél? Bueno, para<br />

estar pintado en la oscuridad está bien, che. No quiero… – mira a Valeria en busca<br />

de solidaridad. Ella bosteza. – No quiero dudar del maestro, pero me parece que no<br />

es para tanto.<br />

– Bueno, ya está. – Claudio rasca con su uña la esquina de su lienzo. Se yergue,<br />

se toca los bolsillos, manchándose el pantalón, se limpia las manos con una rejilla,<br />

mira para todos lados. Busca algo pero se da tregua. – Voy al baño, primero.<br />

Aguantame Cúneo. – desaparece tras la puerta.<br />

Por el filo se lo ve sentarse en el inodoro. Cúneo se queda parado, con las<br />

palmas abiertas, como quien averigua si llueve. Cada vez más impúdica la<br />

indiferencia del pintor, que rara vez lo mira, como si no estuviera, que rara vez le<br />

responde, como si no lo oyera. Aquella vez, una más. Es una tomada de pelo<br />

explícita. Siempre ha sentido de parte suya un raro desprecio, al menos un<br />

indefinido reproche, como si le achacara que se equivoca pero jamás aclarara en qué.<br />

La mujer ha tomado “La rebelión de los tártaros” y cruzado sus piernas.<br />

Establece una relación tan íntima con las páginas que Cúneo no siente temor de que<br />

149


lo descubra mirándola.<br />

Es castaña, su antebrazo se pinta de dorado con la luz de la lamparita y su vello<br />

es transparente. Apenas un anillo en el meñique de su mano derecha, esa que pasa la<br />

hoja del libro. Y una cadenita de pequeñísimos fulgores rojos de la cual cuelga algo<br />

que no alcanza a ver. Quizás en el lóbulo derecho lleve algún pendiente, el izquierdo<br />

está desnudo. Una blusa blanca lleva un corazón tejido entre los senos, pechos de<br />

curva aguda arriba y obtusa debajo. No se distinguen los pezones, tampoco corpiño,<br />

lo cual completa una llanura de viento en la arena que se continúa en el vientre, en la<br />

cintura, exactamente donde finaliza la blusa blanca. Una línea de carne separa la<br />

arista de bordados del jeans tiro bajo. No lleva cinturón ni cosas en los bolsillos ni<br />

reloj pulsera ni maquillaje. Las uñas cortas, sus cutículas levemente heridas. La nariz<br />

es pequeña pero no redonda. Los ojos clarísimos, el cabello en media–cola, la boca<br />

corta.<br />

Sin levantar la cabeza alza los ojos y Cúneo se ve obligado a decir algo, pues le<br />

ha descubierto la contemplación.<br />

– Se pone fresco acá a la tarde.<br />

– Ajá.<br />

– Lo que pasa es que estos techos altos… ¿Vos a qué te dedicás?<br />

Se oye la descarga del drenaje. Un empujón y la puerta que se libra de su única<br />

bisagra y cae al piso, sacudiendo el polvo y levantando las hojas de diario. El ruido<br />

hace saltar a Valeria, que casi tira el libro, y se traduce en bocanadas de aire que<br />

vienen de todas partes para convertirse paulatinamente en un zumbido que se<br />

guarda en los tímpanos por un par de minutos. Los vecinos de abajo golpean tres<br />

veces el piso.<br />

Claudio levanta la tabla y la deja apoyada a un lado del marco. Valeria lleva el<br />

cabello detrás de su oreja, se afloja y pone de nuevo las páginas frente a sí. Cúneo<br />

mira los techos y el piso, no le extrañaría desaparecer de pronto y verse aplastado en<br />

planta baja. Todo el edificio tembló con la caída de la puerta.<br />

Claudio toma su campera y luego los puchos.<br />

– Ya vengo, flaca.<br />

Cúneo contempla con estupor la acción del ósculo a los labios relucientes de<br />

Valeria por parte de ese calvo que es sólo huesos, desvencijado, marchito en<br />

verrugas y con olor a jarabe.<br />

No entiende hacia dónde van ni sabe si regresarán, por consiguiente tampoco<br />

decide si debe despedirse de ella. Duda, “bueno, por si no nos vemos, un gusto” y le<br />

estrecha la mano.<br />

El abogado alcanza al pintor en el palier. Claudio hace un comentario que no<br />

alcanza a ser una pregunta. Luego, aparentemente, se compadece de algo. Cúneo<br />

vuelve sobre otro asunto.<br />

– ¿Cómo era eso del ejercicio en la oscuridad?<br />

– Una tontería, Cúneo. El pibe tenía que pintar lo que acababa de ver y se tomó<br />

casi una hora para reproducir un jarrón.<br />

– ¿Y por eso lo echaste a patadas?<br />

– Yo no echo a patadas a nadie, el que se quiere ir se va solo.<br />

– ¿Pero qué le dijiste?, Ribolsi, contame de una vez, me tenés como un pelotudo<br />

dando vueltas alrededor de esta tontería.<br />

– “¿Una hora para esta boludez?”, le dije, además ya venía medio caliente con<br />

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el tema de la exposición, el tipo que me cedió el local en un principio no me cobraba<br />

y después se le ocurrió que sí, puso un cuervo, me embargaron la mitad de las<br />

pinturas. Una hora para pintar un jarrón.<br />

– ¿Pero no era lo que le habías pedido?<br />

– No. Yo le pedí que pintara lo que había visto.<br />

– ¿¡Pero no me decís que le mostraste un jarrón!?<br />

– Claro que sí. Yo le mostré un jarrón…<br />

– ¡Y bueno!<br />

– Yo le mostré un jarrón pero no le pedí que pintara un jarrón.<br />

– Pero si le mostrás un jarrón y le pedís que te pinte lo que acabás de mostrarle,<br />

¿No se supone que te pinte un jarrón?<br />

– No se supone nada, Cúneo. Justamente por eso, no se supone nada.<br />

– A ver si entiendo, Ribolsi. Al pibe le mostrás un jarrón y le decís “pintá lo que<br />

te muestro”, lo cual es, evidentemente, un jarrón. Hasta ahí estamos. – Claudio<br />

mueve la cabeza pero el abogado no se interrumpe – Le apagás la luz y el pibe te<br />

pinta un jarrón. Ves el cuadro y le decís “No es lo que yo te pedí”. ¿Así fue?<br />

– No fue así.<br />

– ¡Estamos todos locos!. ¿No me dijiste que había sido así?.<br />

– Yo no le dije eso al pibe.<br />

Cúneo va a detenerse en el descanso de la escalera para dedicarle a Claudio<br />

una mirada que lo parta en tres, pero aquél sigue avanzando. Están en el tercer piso.<br />

– ¿Me estás tomando el pelo, Ribolsi? ¿cuál es la diferencia?<br />

Al oír ese veredicto, Claudio lo mira de reojo y sin piedad lo desprecia con una<br />

queja que más parece una confirmación.<br />

La pausa no dura nada. Claudio continúa su camino. Cúneo se siente<br />

francamente agredido y de un manotazo al hombro lo hace girar.<br />

– No me tratés como a un idiota, Ribolsi.<br />

La delgada longitud del pintor se planta frente al pecho enervado del abogado.<br />

El aire entre ambas narices es ácido y revuelto y toda impresión es que falta el<br />

aplauso de una mosca para que vuele la primer trompada.<br />

A Cúneo, los ojos acuosos, incoloros, del pintor, se le pegan más que las<br />

lagañas matinales.<br />

– Si tengo que explicarte cuál es la diferencia entre lo que te muestro y lo que<br />

ves, entonces sí sos un idiota.<br />

Cúneo todavía está parado en la escalera del tercer piso cuando oye a Claudio<br />

abrir la puerta de planta baja.<br />

151


CÚNEO LAMENTA haber ido sin su maletín. Evidentemente existe algún tipo<br />

de contrato, algún papel, algo que debe ser mostrado. Quizá Claudio le presente al<br />

dueño del salón o a algún testigo, cualquiera sea el caso habrá que tomar nota,<br />

nombre, números de teléfono.<br />

El humo del cigarrillo se eleva pocos centímetros y queda planchado sobre sus<br />

cabezas, como un paraguas gris espiralado. Avanzan una cuadra por avenida Mitre,<br />

región de autopartistas y mueblerías. El calor y la humedad han expulsado a los<br />

vendedores a la vereda. Un gordo se abanica con la óptica de un Renault 12.<br />

– Es acá.<br />

Claudio lo dirige por una recepción de mosaicos naranjas. En el techo una<br />

hilera de tubos fluorescentes, en las esquinas dos macetas anchas con palmeras y en<br />

las paredes, espejos. Claudio se detiene frente al ascensor y aprieta el botón, que se<br />

enciende en un triángulo rojo. Cúneo se toma la cabeza. Por el túnel se oye el paso<br />

del ascensor por cada planta. Baja a través de la rejilla un aire quemado, graso.<br />

Cúneo tiembla, sus dedos presionan sus sienes.<br />

Las paredes están vestidas con espejos. Los tres metros de pasillo le han<br />

provocado una convulsión que le vibra en el cráneo. En el rincón oscuro de la<br />

recepción está a salvo. Pero ¿dentro del ascensor? Esos cubos suelen llevar espejos,<br />

para ampliar virtualmente sus dimensiones. Se avergüenza de lo que va a decir, pero<br />

lo dice, es preferible decirlo que pasar el papelón de golpear las paredes, que vivir la<br />

horrible sensación que lo ataca cada vez que se refleja, mejor dicho, que nota que se<br />

refleja.<br />

Vamos por las escaleras, mejor. Por favor, por favor, pero Claudio, como en<br />

toda la tarde, no lo oye. Sigue creyéndose vaya a saber con qué autoridad. Lo peor es<br />

que ya no hay tiempo, el cubo ha golpeado la planta baja y la puerta se ha abierto.<br />

Un mundo de espejos está a punto de ofrecérsele como un obsequio irrechazable.<br />

Esa gente que lo empuja lo verá revolcarse como un enfermo y agarrarse de la<br />

cabeza, taparse los ojos como un niño, quizá gritar, quizás vomitar sus propias<br />

vísceras para cubrir los cristales y quitar de ellos la imagen que le arrebatan.<br />

La comunidad avanza y sólo Claudio y él permanecen fuera. Luego él solo. Por<br />

detrás de las espaldas se divisan las superficies brillantes, que reproducen luces,<br />

sacos, camisas, nucas, cabellos, hombros. Cúneo entra e inmediatamente gira para<br />

colocarse de frente a la puerta, que se cierra con lentitud.<br />

Ha cometido un error. Un espantoso error. ¿Y si el interior de la puerta es<br />

también un espejo? No ha hecho menos que ofrecerse desnudo frente al pelotón de<br />

fusilamiento.<br />

La puerta se va cerrando, el espejo se despliega, hoja por hoja, delante de sus<br />

ojos indefensos.<br />

152


Cerrarlos es un remedio insuficiente, sobre todo porque en cada ocasión<br />

descubre que le es más difícil evitar mirarse, mirar su reflejo. Ante la cercanía, no<br />

logra bajar los párpados, no puede cumplir su propia orden.<br />

Se desmaya. Al despertar, una pintura, un dibujo aguado, borroneado,<br />

reemplaza al espejo de la puerta. Allí está él, mirándose pero transformado en<br />

óvalos brillantes y grises. La chapa de aluminio de ascensor está deslustrada,<br />

cepillada rústicamente y su figura no puede reconocerse. Cúneo lanza el suspiro. Se<br />

ha salvado de milagro.<br />

Sale de allí despedido. Cuando recupera el aire, Ribolsi le grita desde el<br />

extremo del pasillo.<br />

Toca el timbre y golpea la puerta dos veces. Vuelve a tocar el timbre.<br />

– ¿Estará? – pregunta sin tener idea de quién se trata.<br />

– Sí, lo que pasa es que trabaja en el fondo.<br />

Vuelve a tocar el timbre.<br />

Claudio arroja el pucho al piso y lo aplasta de un pisotón. Los cerrojos se<br />

desarman.<br />

– Elsa.<br />

– Claudio. Pasá, pasen.<br />

– Permiso. Él es Cúneo.<br />

– Ah, qué tal.<br />

La mujer ensancha una sonrisa con cada asentimiento, va a besar la mejilla del<br />

abogado cuando este impone su brazo derecho y la palma abierta.<br />

– Qué tal.<br />

Se saludan con un apretón. La mujer tiene dos guantes de látex en su mano<br />

izquierda.<br />

– Bien, adelante, adelante. – cierra la puerta y da vuelta las trabas.<br />

Quedan involucrados en una sala provenzal, con una lámpara de vitral sobre<br />

una mesa de mosaicos que sostiene un reloj de péndulo plateado. Dos pinturas en<br />

cada pared del costado: un cisne con la cabeza hundida en el agua, un caballo a<br />

pleno trote con las cuatro patas en el aire, un juego de tazas de café entre las zarpas<br />

de un gato echado sobre la mesa y dos avutardas unidas por el pico gracias a una<br />

lombriz.<br />

Un aroma laxante viaja con la gordita simpática, que los conduce a través de la<br />

cocina y de otra habitación que parece dar a la calle.<br />

Una melodía, que Cúneo había comenzado a percibir desde el comedor, se hace<br />

clara y dulce. Es difícil saber de dónde proviene, los parlantes están bien<br />

disimulados en las esquinas. Es el lugar que mencionó Claudio, al fondo. Al verlos,<br />

una adolescente interrumpe el pincel en su grao de ostras, una mujer mayor detiene<br />

el torno de cerámica y un joven muchacho se refriega las manos en su delantal azul.<br />

Saludan a coro.<br />

El salón no es grande pero es confortable, las mesas y las máquinas se<br />

distribuyen adecuadamente, el piso está limpio, a pesar de las virutas y algún que<br />

otro conito de barro seco. Un ventilador silencioso renueva y refresca el aire. La<br />

pared del frente tiene ventiluces alineados como un gran tablero. Cortinas en la<br />

parte de afuera permiten tamizar el resplandor.<br />

La gordita flanquea la puerta como si diese bienvenida.<br />

Todo muy pintoresco, al pensar de Cúneo, que mecánicamente ejecuta un paso<br />

153


en reversa, con los brazos en los bolsillos. El olor a los aceites, el fino temblor del<br />

torno y el rasguño vibrante de la sierra caladora; la melodía descongestiva, las<br />

sombras curvas de las hojas que trepan al ventiluz, el rodeo vacío que le hace<br />

reflexionar que aquella tarde va condenándose, la gruesa dificultad en los canales de<br />

comunicación con el pintor y la migrañosa repulsión que esos ámbitos de ocio<br />

acrílico de solteronas y viudas le provocan, lo envían, por un lado, a huir sin<br />

demasiada cortesía y, por otro, a hilvanarse la cuestión primaria acerca de quién<br />

carajo será la gorda, si será la que le quiere cobrar el salón a Ribolsi, o si será su<br />

testigo, o será en quien ha confiado papeles fundamentales de una causa que podría<br />

resolverse con un par de cervezas.<br />

Levantando apenas su mano izquierda, Cúneo pretende llamar la atención de<br />

Claudio, que no responde y que parece en mitad de un extraño esfuerzo por no<br />

mirarlo.<br />

La gordita espera de él alguna conclusión, algún comentario vaya a saber<br />

acerca de qué. Cúneo le sonríe y luego la ignora dándole los hombros, pero ella no<br />

acusa el golpe y le sigue penetrando la nuca con sus ojos de cobalto. Lo propio hace<br />

él con Ribolsi, falsamente interesado en las bananas y los cuartos de sandía.<br />

Cúneo le chista dos veces, la primera se pierde bajo el paño rumoroso de la<br />

habitación, la segunda es claramente percibida por todos, incluso por el joven de<br />

delantal azul, embutido en el rincón de las enredaderas. Menos por Claudio, que<br />

reprime una y otra vez el envión de quitar la caja de cigarrillos del bolsillo trasero de<br />

sus jeans.<br />

– Bueno, eh… qué les parece si vamos a la cuestión… – Cúneo aletarga la sílaba<br />

final de una pregunta inconclusa.<br />

La gordita asiente con cierta inquietud, pero no abre la boca. Resignado, Cúneo<br />

se vuelve hacia ella.<br />

– No sé… ¿qué le parece a usted?.<br />

– Por favor, dígame usted qué le parece.<br />

– ¿A mí?. Bueno, pues, a mí me parece que sería conveniente sentarnos a<br />

conversar.<br />

La gordita pliega las cejas y busca apoyo en Claudio, que ha definitivamente<br />

refugiado sus manos en los bolsillos traseros de sus pantalones.<br />

– Eh… claro, cómo no. – se recompone hacia el abogado – Si usted quiere<br />

sentarse a hablar de los detalles. Usted conmigo no tiene por qué preocuparse.<br />

– No lo hago.<br />

– Por favor, discúlpeme. Ha sido torpeza mía. Di por sentado que Claudio le<br />

había dicho lo fundamental.<br />

– Por favor, Elsa. No quería pasarte por alto. – aparece el pintor.<br />

– Insisto en que ha sido mi error. Usted me ha visto con esa cara de<br />

desconcierto y yo no entendía… pero pasen por aquí, así conversamos tranquilos.<br />

Caminan de regreso por el pasillo y el rumor vuelve a convertirse en un<br />

parpadeo de aire a lo lejos. La gordita indica los almohadones pasteles de un sillón<br />

de mimbre mientras ofrece té y café.<br />

– Te agradezco, Elsa.<br />

– Tampoco nada para mí, no se preocupe.<br />

Los hombres se apoltronan y el mimbre cruje. Ella tira de una trenza y la luz se<br />

enciende, reproduciendo en el techo el dibujo del vitral. También se sienta, pero en<br />

154


el borde de la silla, como aprestándose a salir corriendo. Une sus manos sobre el<br />

regazo y vuelve a abrirlas en coincidencia con su primera frase.<br />

– Entonces no le has contado nada de nada. Podés fumar acá, si querés. Pueden<br />

fumar, digo.<br />

– Te agradezco. – responde Claudio, que en lugar de llevarse el tabaco a la boca<br />

se come la cutículas. – No me pareció correcto anticiparle nada, Elsa. En cambio sí<br />

me pareció adecuado que se conocieran para que vos misma le cuentes lo que<br />

consideres importante.<br />

– Está bien. – repite Elsa, quien con esfuerzo intenta dirigir su intención a ese<br />

hombre al que es tan difícil mirar a los ojos – Veamos, ¿su nombre, me dijo…?<br />

– Cúneo.<br />

– Cúneo. La verdad sea dicha, no creo que haya muchas cosas para explicar.<br />

– Yo quiero disculparme, no he traído nada, Ribolsi no me anticipó que habría<br />

una entrevista.<br />

– ¿Entrevista? Permítame distenderlo un poco. Llamésmosle charla. Aunque me<br />

han rechazado la invitación de un café, ese sería el verdadero tono de este encuentro.<br />

Por otro lado, para ser sincera, y discúlpeme por favor, simplemente no esperaba<br />

que fuese necesaria siquiera esta reunión. Quizá es porque yo soy muy “al natural”,<br />

como quien dice.<br />

– Sin embargo, y discúlpeme usted a mí, yo insisto en que sería útil que me<br />

pusiera, me pusieran ambos, al tanto de la situación. Sinceramente hubiese querido<br />

estar más preparado para tomar las notas del caso, pero ni una libreta he traído.<br />

– Comprendo.<br />

Cúneo percibía que su perplejidad no era efectivamente incorporada por la<br />

gorda, como si parte de las palabras que él pronunciaba fuera descartada o desviada<br />

sistemáticamente.<br />

– Claudio me habló de usted. Me anticipó que vendría a verme. Como ha<br />

pasado algún tiempo primero he pensado que se habría arrepentido, luego, al verlo,<br />

que estaría más al tanto de lo que esto se trata. Pero está bien si no, dejemos eso<br />

atrás.<br />

Claudio mira su reloj y sigue comiéndose las uñas. Estará pensando en la<br />

gacela que dejó cabalgando junto a los calmucos.<br />

– Como usted habrá visto, acá nos manejamos de manera muy sencilla, como en<br />

familia. De hecho, el taller se encuentra en mi propia casa. Nuestra manera de<br />

trabajar pretende canalizar la inquietud natural por expresarse. Es decir, en libertad,<br />

aunque, claro, con disciplina. Pero más allá de los horarios, usted puede entrar y<br />

salir del taller, tomar aire o prepararse un café, cambiar la música, reflexionar un<br />

rato. Yo le doy una tarea y le asigno un plazo, y usted la cumple a su modo. Una vez<br />

explicada la consigna y previamente desarrollada la técnica que corresponde, yo<br />

quedo a disposición de los alumnos ante cualquier duda.<br />

– Yo los voy a dejar. – dice Claudio y se levanta de un sopetón. Ya ha besado a<br />

Elsa y palmeado con poquedad los hombros del abogado. - Ustedes continúen.<br />

Conozco bien la salida.<br />

El abogado grita, sin pensar.<br />

– ¡Pará! – y corre a colocarse delante del pintor antes de que accione el<br />

picaporte – ¿Qué carajo pensás que estás haciendo? ¿Qué te pensás que soy? Estás<br />

equivocado conmigo.<br />

155


– Interpreté tu necesidad, Cúneo. Elsa es la persona adecuada para guiar tu<br />

interés. Estás siendo terriblemente descortés.<br />

Acto seguido, por sobre su cabeza, extendió un perentorio ademán de adiós y<br />

desapareció.<br />

Cúneo ya no lo vio, pues no veía más que el ardiente temblor con que el odio<br />

aturde del mismo amargo rojo cada objeto del mundo delante.<br />

156


LA SECRETARIA APESTABA A CARMÍN. Cada cinco minutos haría su<br />

escapada al baño para retocarse. Se cruzaron en el acceso y se saludaron con<br />

frialdad. Ella salía y Cúneo entraba.<br />

Arizmendi estaba medio paso fuera de su despacho; no lo vio y regresó a<br />

buscar alguna cosa.<br />

Cúneo se sentó en su escritorio, ese lugar que le era más familiar que algunos<br />

rincones de su propia casa. Enderezó el vaso con broches y bolígrafos y encendió la<br />

computadora. Corrigió el exordio en el que había estado trabajando durante el fin de<br />

semana, añadió algunos comentarios sobre la visita al pabellón e imprimió unas<br />

hojas. Halló en el directorio un sinnúmero de archivos, algunos pertenecientes a la<br />

causa Ballesteros, entre ellos la carta para la frustrada conciliación. Pensó si debía<br />

borrarla. Decidió conservar la copia y apagó el sistema. El monitor, ojo dueño del<br />

mueble, parpadeó desde la esquina y se sumió en la más chata oscuridad, delatando<br />

las huellas digitales sobre el cristal.<br />

La oficina vivía un momento de paz inusual. Era mediodía y la mayoría de los<br />

empleados había bajado a almorzar. Unos pocos desgarraban un sándwich en sus<br />

escritorios y bebían gaseosa con pajita mientras tecleaban en sus máquinas o hacían<br />

tronar los ganchos de los biblioratos. Cúneo había comido antes de salir del<br />

departamento y sufría una creciente modorra.<br />

Procuró despabilarse agitando su cabeza y refregándose los párpados cuando<br />

vio a su jefe salir nuevamente del despacho. Se detuvo para cerrar la puerta con llave<br />

y se encaminó hacia la salida. Lo saludó a la pasada y desapareció. Cúneo supuso<br />

que volvería, pues aún no le había hecho ninguna pregunta acerca de la visita del<br />

día anterior.<br />

Por aquella misma puerta, segundos después, Silva regresó meneándose junto a<br />

su maletín. Llevaba la minifalda de costumbre ahogada en el cinto de hilo trenzado.<br />

Quizás por notar que un rollo de grasa se esforzaba por respirar debajo de su blusa,<br />

Cúneo la vio más gorda. No venía fumando pero al colocarse a su lado inició el<br />

ritual. La piedra del chispero se crispó y el humo del tabaco negro lo estremeció de<br />

un cachetazo. Era imposible no saber que estaba con las nalgas apoyadas en la<br />

cornisa del escritorio contiguo, sin embargo Cúneo le prestó una famélica atención.<br />

Disfrutaba de la acre indignación que debía tener ella por no haberla aguardado<br />

para la visita a Coninea. Se había largado a imaginar todas las manifestaciones<br />

posibles del odio que debía hincharle las venas desde el momento en que regresó al<br />

despacho y no lo vio, inhabilitada ya para apresurarse y alcanzarlo.<br />

157<br />

2


Silva mantuvo su silencio. Pitó con paciencia y volvió a lanzar el humo<br />

pegadizo una y otra vez. Cúneo repitió:<br />

– Ya estoy con vos, Silva.<br />

– Tomate tu tiempo. ¿Comiste?<br />

Cúneo atendió a esa falsa simpatía y se colocó a la defensiva. Apiló unos<br />

carpetones sobre el estante metálico y descubrió a Silva distrayéndose con Barragán<br />

y luego con un cadete en unos comentarios que orillaban lo obsceno; ella rió con<br />

desmesura y brevedad, enseñando el tizne de sus dientes. Echó una mirada al lugar<br />

y se arrojó en un movimiento infantil para sentarse sobre la mesa, dejando las<br />

piernas cruzadas y colgantes. Luego, como si recordara algo de pronto, giró para<br />

comprobar la presencia de su maletín.<br />

– Arizmendi ya se rajó. – comentó, volviéndose hacia él.<br />

Siguió balanceando sus piernas. El taco a veces golpeaba la chapa.<br />

– Ningunos pichones, ¿eh? Artud y Ballentin, digo.<br />

- ¿Qué? ¿Los conocés?<br />

La secretaria asintió columpiando la cabeza en tramos largos.<br />

– Son unos hijos de puta. – sopló Silva. – ¿Viste qué bien la viven? Son unos<br />

hijos de puta. – repitió – ¡Ja! Y encima… – dijo con sorpresiva complicidad,<br />

echándose hacia él y tocándole el antebrazo. – Bá, encima. No tiene nada que ver<br />

pero ¿alcanzaste a ver a Arizmendi?<br />

– De pasada. Andaba con cara de culo.<br />

– ¡Y…! ¡Por lo de Zabala, Cúneo! – se exaltó haciéndolo parecer un desubicado<br />

– El viejo no termina de llegar y Lima se arrebata con una pelotudez. Pero mirá que<br />

es pelotudo el gordo, y le dice lo de la conciliación obligatoria y qué sé yo qué otra<br />

pelotudez.<br />

– ¿Lo del pibe que se quedó con la guita?<br />

– Ese. ¡Andaba con una fiesta el señor juez!. Por lo menos se le pasó la acidez al<br />

viejo podrido. Mirá que yo me doy cuenta cómo tengo que tratar a tales y cuales,<br />

pero ayer estuve a punto de mandarlo a la mierda. – la mujer apretó la colilla contra<br />

la lata dorada del cenicero.<br />

Cruzó los brazos sobre los pechos, levemente encorvada y sobre el escritorio de<br />

Lima.<br />

– Se engrana por pelotudeces. Parece mentira, un tipo con sus años.<br />

– ¿Pero qué cuernos le pasó?<br />

Cúneo sabía que Silva había logrado evadirse.<br />

– ¿Por qué formalidades rotas? – se oyó a sí mismo decir sin entender de dónde<br />

recobraba esa frase.<br />

La mujer lo miró ceñuda.<br />

– ¿Qué? – preguntó sin desentrelazar los brazos.<br />

– Que me cuentes lo de Zabala.<br />

Silva accedió. Había logrado enmendar su error de mencionar a Artud y<br />

Ballentin.<br />

– Zabala era intendente de la localidad donde hubo un accidente hace unos<br />

años. Se incendió un boliche. Murieron no sé cuántos pendejos.<br />

La secretaria pensaba, mientras batía esas bocanadas de palabras automáticas,<br />

en la conversación que habrían mantenido los tres abogados, en cómo habría<br />

resultado la visita al pabellón y, fundamentalmente, en cuál sería hoy la perspectiva<br />

158


de su compañero respecto de la causa. Aprovechaba que Cúneo estaba observándola<br />

para hacer lo propio con él e indagar en el temblor de sus ojos o en alguna otra parte<br />

de su piel que pudiera hablarle de su estado de ánimo, de su secreto.<br />

– La cosa estaba fría, congelada. En su momento se armó un revuelo bárbaro<br />

pero imaginate, esto pasó hace como diez años. Y ahora levantaron el avispero con la<br />

sentencia.<br />

Se estiró sobre la mesa para alcanzar su portafolios y corroborar el estado de la<br />

cerradura con desmesurada inquietud. Su voz se hizo más lejana. Cúneo se había<br />

erguido sobre el respaldo para oírla, colocando una mano en su bolsillo y apoyando<br />

la otra, que empezaba a tamborilear, sobre el revestimiento de aluminio del<br />

escritorio.<br />

- No sé cuánto le dieron al pibe y mucho menos sé cuánto de cierto habrá en las<br />

pruebas presentadas, a lo mejor hasta es verdad que era pirómano.<br />

Regresó con su cigarrera plateada, abrió la tapa y quitó un cigarrillo. Ofreció<br />

otro a Cúneo, que lo rechazó no obstante sufrir el reflejo de su propia ansiedad.<br />

Manoteó el bolsillo de su saco, que colgaba de la silla, y extrajo su cajetilla.<br />

– Lo cierto es que, sin duda, – dijo bajando el tono de voz – aquello desnudó el<br />

eslabón inicial de una real y aceitada cadena de cagadas.<br />

Silva propuso su ígnea colilla para enardecer el tabaco suave de su compañero.<br />

Él le agradeció con un cabeceo sutil al tiempo que suponía toda aquella conversación<br />

como el rodeo fatuo e incómodo hacia otras cosas muy diferentes. Pero ella no tenía<br />

nada que ofrecer y mucho que pedir y esperar, por lo tanto mantuvo su aplomo.<br />

– El incidente despertó, como se supone, alguna que otra intriga. Porque el<br />

moco del pibe jamás pudo haber desatado tal catástrofe. En realidad hay toda una<br />

historia detrás… – echó fuera el humo negro por su nariz.<br />

El muslo derecho se aplastaba contra el escritorio de Lima y el izquierdo lo<br />

pasaba por arriba, haciendo bailar el zapato en un vaivén nervioso. Puestos casi<br />

frente a su nariz, Cúneo descubrió la dimensión de los tacos.<br />

– … que acaba propiciando la magnitud de la tragedia. Pero vos algo tenés que<br />

saber.<br />

– Nada. Excepto que antes de Keys funcionaba en ese local el viejo almacén de<br />

Pozos.<br />

Cúneo no mentía. Su padre cargaba allí las mercaderías que luego distribuía en<br />

las provincias del norte.<br />

– Claro. No sabía que era un almacén pero sí que había otra cosa porque parece<br />

que todo empieza, justamente, con la venta del edificio.<br />

Cúneo se evadió. Pensó en cuánto hacía que no veía a su padre. Hizo el mayor<br />

esfuerzo para no responderse. En cambio, lo vio sentado sobre el cordón de la<br />

vereda, fumando como un escuerzo, con los pies hinchados de diabetes, el rostro<br />

blanco y los ojos salidos en pleno éxtasis hipoglucémico.<br />

– Urbanismo dio el final de obra y lo habilitan, sin reformas que consideraran el<br />

cambio de rubro. Y cuando el galpón se prendió fuego con los pibes hacinados<br />

comenzaron esas preguntas que deben hacerse antes.<br />

– Cae Zabala.<br />

– Digamos que toca a Zabala, pero evidentemente no cae, puesto que hoy es<br />

senador de la Nación.<br />

– Hay que incendiar un boliche para lograr una banca en el Congreso.<br />

159


– Es una moraleja pintoresca, pero yo diría que se necesita un poco más, a<br />

saber: un arquitecto dispuesto a firmar un final de obra…<br />

– Un secretario de Urbanismo que exima esa obra del contralor municipal…<br />

– Si le sumamos la causa abierta al entonces Intendente por enriquecimiento<br />

ilícito, es dable suponer que cierto porcentaje de las cometas, al menos de los<br />

cánones que aportan las habilitaciones comerciales, caían en sus bolsillos.<br />

– ¿Y las formalidades rotas?<br />

– ¿De qué me hablás Cúneo?<br />

No supo de dónde le venían esas palabras. No entendió qué voz pronunciaba<br />

esa pregunta. Le pareció estar oyendo a Sebastiana arrellanada en su sillón,<br />

bebiendo un sorbo de té y esparciendo su divina voluptuosidad en todo el campo de<br />

su visión. Pero no se trataba de Sebastiana sino de Laura, que le recriminaba otra vez<br />

no prestarle atención. No hablaba su madre, mucho menos Martina, aunque quizá sí<br />

su tía Norma, sobre algún asunto de hospital y los problemas cardíacos de su mamá<br />

que ni él, con sus estancados sueldo y ascenso, ni Rico, empeñando la ferretería<br />

entera, podrían resolver y entonces el corazón de su madre se estrecharía y las<br />

arterías se le freirían en grasa. Ni su viejo, a quien no ve desde hace cuánto.<br />

Tampoco Silva. ¿Silva?. ¿Es ella quien pregunta? ¡Pero si ella misma se lo ha dicho!<br />

¿Por qué le regaña con ese rictus que se asemeja demasiado al asco?.<br />

– Vos lo dijiste.<br />

– ¿Yo?<br />

La pequeña secretaria ejercita un repentino puchero y baja los ojos para mirar<br />

sus propios labios.<br />

– Bueno, supongo que se me adelantó algún pensamiento. Lo curioso es que no<br />

tengo idea qué quise decir. – y vuelve a girar, de pronto, para confirmar la presencia<br />

de su maletín – Cúneo – le dice al mirarlo – Es necesario que hablemos.<br />

El abogado conservó la calma. Se alisó la línea de botones de la camisa e inclinó<br />

levemente la cabeza hacia uno de sus hombros. Echó el último humo al exterior y<br />

aplastó la colilla, deteniendo su mirada en la pirámide de ceniza.<br />

Silva reiteró la embestida, conservando el mismo matiz de ruego.<br />

– De tu visita al pabellón.<br />

– En este papel… – dijo, estirándole las hojas que acababa de imprimir y de las<br />

cuales emergía un vaho estimulante – apuré un resumen al respecto. Es el que va a ir<br />

a las manos de Arizmendi. – Silva lo tomó con lentitud y desprecio – No hay mucho<br />

más de lo que podés imaginar.<br />

– Ninguna sorpresa ¿eh? – apuntó ella mientras echaba una lectura diagonal al<br />

pequeño montón de letras grises.<br />

– Ninguna, Silva. Tal lo previsto… – Cúneo colocó su pie izquierdo sobre la<br />

rodilla derecha en un movimiento que hizo chillar los goznes de la silla – …el<br />

pabellón trescientos cuarenta ha sido adecuado a la circunstancias y no conserva ni<br />

su nombre. O sea.<br />

Silva no dijo una palabra ni hizo ningún gesto. De pronto sus ojos se ocultaron<br />

tras una neblina de brillo blanco y su temblor se volvió más convulsivo que de<br />

costumbre. Cúneo pensó que necesitaba de manera urgente otro cigarrillo. Pero Silva<br />

no fue hacia su maletín, sino que continuó escuchándolo con una atención<br />

intimidatoria.<br />

– ¿Y qué dijeron Artud y Ballentin?<br />

160


– Hablé con ellos antes de visar el pabellón, lo cual me anticipó con claridad su<br />

postura.<br />

– ¿Negociaron?<br />

A Cúneo le sorprendió aquél comentario de su compañera, a tal punto que se<br />

asustó.<br />

– ¿Estás bien?<br />

– Sí. – respondió apresuradamente.<br />

– Claro que no. Digo, yo esperaba lo mismo. Pero quieren seguir. No entiendo<br />

por qué.<br />

– ¿Qué tienen?<br />

– Boludeces. Y de la más baja calaña. Hasta por gordo lo van a denunciar a<br />

Ballesteros.<br />

Silva no sonrió, pensando se trataba de un chiste.<br />

– Pero el pabellón, Cúneo…<br />

La notó con el carmín desplazado de sus límites y con los ojos pálidos salvo por<br />

algunas venitas hinchadas, y la máscara de maquillaje bordeando nítidamente la<br />

mandíbula, una muñeca decadente, trémula y apestosa a tabaco y todo aquél<br />

surgimiento le parecía repentino, como si alguien le hubiese tocado el hombro y en<br />

su distracción colocado aquella bolsa inflable frente a sus ojos, sobre el escritorio<br />

vecino, con las piernas ya no más cruzadas y perdiendo su vana elegancia. Y<br />

haciendo esas preguntas.<br />

– Olvidate del pabellón, Silva. ¿Qué pasa? Tiene diez tolvas de largo y cuatro<br />

de ancho. Las banderolas que antes estaban fijas, hoy son hermosas ventanas<br />

rebatibles. En el prolijo galpón no vuela una sola viruta y las paredes huelen a cetol<br />

fresco.<br />

Silva se estremeció, como si hubiese oído algo terrible e inesperado, pero nada<br />

de ello era cierto.<br />

– Claro, la estructura permanece inalterable. Según los planos nada ha<br />

cambiado.<br />

– Los planos. – dijo ella y fue a buscar otro cigarrillo. Su voz volvió a oírse<br />

lejana y gangosa durante el lapso en el que aplastaba su panza en la mesa. – ¿Y qué<br />

vamos a hacer?<br />

– Qué va a hacer Arizmendi, querrás decir.<br />

– Cúneo. – dijo y calló.<br />

– ¿O no era así?.<br />

Con histeria, Silva miró puntos perdidos en distintos rincones del salón de<br />

oficinas. Buscó a Barragán y lo halló canturreando y jugando al solitario en la<br />

computadora. Mehana hacía el recorrido de este a oeste, una y otra vez, cargando<br />

carpetas colgantes y vasos con café. El murmullo nacía del acceso principal y del<br />

nido de secretarios.<br />

Miró a su compañero.<br />

– Cúneo.<br />

El abogado notó en esa mirada que lo apelmazaba contra el respaldo, las<br />

siluetas circulares de dos lentes de contacto color celeste.<br />

– Vení.<br />

161


SILVA TOMÓ SU MALETÍN y de un salto abandonó el escritorio de Lima. Sus<br />

nalgas estaban dormidas, sin embargo avanzó con apresurado disimulo por entre las<br />

mesas, dirigiendo a Cúneo, que de un manotazo se hizo del saco y de su propio<br />

portafolios y que la siguió a lo largo del pasillo.<br />

Cruzaron el acceso y allí los invadió la correntada de voces. De pronto Silva<br />

abandonó su silencio, pronunciando en voz alta:<br />

– Zabala fue juez, Cúneo.<br />

Él hizo la cabeza hacia atrás, como recordando de golpe.<br />

– Por eso la calentura.<br />

– ¡Shhh! – dijo ella sin girar.<br />

Seguía caminando delante y Cúneo le seguía los pasos dentro de un mar de<br />

gente que nadaba con manojos de papeles, maletines casi idénticos, sacos doblados<br />

al antebrazo y cuellos transpirados.<br />

– Es una tontería pero tenés razón, también una “formalidad”.<br />

¿No lo había dicho ella?, pensó Cúneo. Pero luego regresó a su olvido: Zabala<br />

había sido hombre de la ley y en su declaración periodística se adjudicaba el éxito<br />

por encima de la tarea de la justicia.<br />

– Deslealtad.<br />

– Qué sé yo, Cúneo. A lo mejor sólo asume a rajatabla la división republicana<br />

de poderes. Y como ahora pertenece al Ejecutivo…<br />

– Qué puerco puede uno volverse por sobredosis de mármol. Dieciocho pibes<br />

se volvieron carbón y al tipo le ofende el desaire de un colega.<br />

Silva apretó el botón del ascensor. Viajaban ella, Cúneo, que no entendía<br />

adónde lo estaban llevando, y dos hombres trajeados y perfumados de sudor seco.<br />

La puerta se corrió haciendo desaparecer las altísimas columnas lustradas del pasillo<br />

central de los tribunales.<br />

El habitáculo era tan viejo que ni espejos había.<br />

Al abrirse nuevamente las puertas, el mármol había desaparecido. La pareja de<br />

hombres bajó para perderse en un corredor común y corriente y Silva y Cúneo<br />

subieron tres pisos más. Ella lo condujo por un pasillo en penumbras en el que se<br />

cruzaron con un grupo de ancianas escondidas detrás de sus anteojos y que parecían<br />

secretarias. Cúneo reconoció el lugar. Era el piso de los libros. Había subido allí<br />

contadas ocasiones, sobre todo en su primer año de pasante. Era la planta adonde los<br />

jefes enviaban a los cadetes y novatos a buscar archivos y carpetas mohosas.<br />

Silva echó un vistazo a ambos lados y quitó una llave de su bolsillo. Abrió la<br />

puerta que tenía enfrente, entró e hizo pasar al abogado. Encendió una lámpara de<br />

pantalla cónica de metal gris, muy similar a las de los garitos. Cerró la puerta y<br />

arrojó un suspiro.<br />

162


– ¿Qué vamos a hacer, Cúneo?<br />

La gordita parecía aplastada contra el piso. Dejó su maletín sobre una mesa<br />

debajo de la lámpara y sacó un cigarrillo de su envase plateado. Sobre el colchón de<br />

silencio marrón, el despertar de la llama se recortó con nitidez.<br />

– El sentido común nos queda, Silva. Los tipos piensan que pueden vincular la<br />

enfermedad del gordo a una porquería absurda.<br />

– Esto es importante. – balbuceó Silva.<br />

– Arizmendi puede llamar a algún otro empleado del mismo pabellón. Si el<br />

juez accede, al tipo no le va a quedar otra que declarar.<br />

– No quieren hablar, Cúneo.<br />

– Y la mutilación. Sin duda se produjo por la máquina que operaba Ballesteros.<br />

– Esto es importante. – volvió a murmurar Silva.<br />

Ella lo escudriñó y se enturbió cuando notó en él cierta pesadumbre.<br />

– ¿Qué tenemos, Cúneo? Decime la verdad.<br />

El hombre negó suavemente moviendo la cabeza.<br />

– Esto es lo que tenemos, nada más. O más bien: lo que tiene Arizmendi.<br />

– Pero esto es importante, Cúneo. Para mí, para nosotros, no para Arizmendi.<br />

El abogado la miró, el pellejo de su frente se plegó en arrugas.<br />

– Confieso que al principio – se anticipó ella – mi prioridad era sólo hacer<br />

buena letra. Suponía que una instrucción decente me bastaba. Al fin y al cabo soy<br />

nada más que una secretaria. Igual que vos.<br />

Cúneo se mordió la lengua.<br />

– Pero me doy cuenta que al viejo le importa un rábano la suerte de su cliente.<br />

Es un burócrata, un gris. Y esta es una inmejorable posibilidad para hacer lo que<br />

vinimos a hacer. No es un caso que podamos ganar... es un caso que tenemos que<br />

ganar.<br />

Cúneo se acodó en una biblioteca de la que provenía un efluvio de moho y<br />

sobre la que no quedaba espacio ni para un alfiler. Miró a su compañera<br />

descreyendo cada sílaba. El súbito interés por la suerte de aquél obeso que le cortara<br />

la ruta en su viaje a Mar del Plata era patético.<br />

– ¿Y por qué es tan importante?<br />

– Porque es importante para nosotros, ya te dije.<br />

– Claro.<br />

Cúneo manoteó su saco y descubrió que había dejado los cigarrillos sobre su<br />

escritorio. Hizo un gesto desmesurado a Silva, quien primero no entendió y que<br />

luego ofreció su cigarrera, pero no su fuego. El hombre se quedó con el rollo de<br />

tabaco apagado entre los dedos.<br />

Ella bajó la cabeza, sorpresivamente, sintiéndose descubierta.<br />

– Estuve mirando unas cosas… unos antecedentes.<br />

Cúneo se asustó.<br />

– Sabés que de vez en cuando me gusta hurgar en las estadísticas. – dijo ella<br />

simulando complicidad.<br />

Cúneo no se movió siquiera, pues realmente no tenía idea.<br />

– Hay antecedentes concretos. Después de la flexibilización, los juicios contra<br />

empresas privatizadas, con carátulas de siniestralidad laboral, disminuyeron<br />

vertiginosamente en cuanto sentencia favorable al demandante. Las razones son<br />

obvias.<br />

163


Silva pitó su cigarrillo mientras Cúneo conservaba el suyo, apagado y caído,<br />

igual que su brazo a un lado de la cadera.<br />

– Sólo en esta sala, todas las sentencias favorables, todas pero todas, eh, se<br />

adjudicaron, inmediatamente después, el favor del juez de Cámara.<br />

A Cúneo se le empezó a revolver el estómago. Sonrió con espanto y sin<br />

vergüenza; estiró su cigarrillo hacia la boca de ella para que de una vez le<br />

compartiera fuego.<br />

– Jurisprudencia de logia, podríamos llamarle.<br />

El hombre llevó el tabaco a la boca y chupó el humo como si fuese la última<br />

bocanada de su vida. Supuso que aquello no concluía allí y que aún había más para<br />

oír. Conservó la calma.<br />

– Pero es todo lo que tenemos, Silva, aunque se nos vaya el mentado ascenso en<br />

ello.<br />

– Ese es el punto, Cúneo. Vos mismo lo dijiste.<br />

– No quieren negociar.<br />

– Y no sé por qué puta razón no quieren negociar, no entiendo por qué no<br />

quieren darle al gordo un rancho para que se calle la boca. Pero quién te dice que no<br />

es mejor así. Vos lo dijiste y yo los conozco: Artud y Ballentin son unos hijos de puta.<br />

Si lo que tenemos es solamente la siderosis y la mutilación, entonces vamos cagados,<br />

porque el bufete que representa a Coninea tira cometas que da calambre. Y si han<br />

decidido continuar con el proceso…<br />

– Pero es lo que tenemos. – mintió Cúneo, reservándose la carta para sí.<br />

– Me extraña. – dijo ella con endiablada picardía.<br />

Por enésima vez en el día, Silva corroboró la presencia de su maletín. Luego fue<br />

hacia él y separó las trabas de ambas esquinas. Lo hizo todo con tal precaución y<br />

lentitud que consiguió que Cúneo se exacerbara.<br />

La tapa se abrió y dejó al descubierto una serie de cuadernos anillados. De<br />

debajo de la pila la mujer deslizó hacia el exterior una carpeta colgante color granate.<br />

La extendió sobre su pecho para enseñarle la carátula a él, que no alcanzó a leer su<br />

pequeño rótulo, y finalmente dejó que la tomara en sus manos.<br />

La sonrisa de Silva se hizo más ancha a la vez que nerviosa.<br />

Cúneo abrió la carpeta y se sintió derrotado.<br />

– ¿Cómo carajo…? – gritó en voz baja.<br />

– La carta en la manga. – dijo Silva, acertando en toda su dimensión, pues<br />

aquella había sido idea original de él. – Vos mismo lo dijiste, Cúneo. Y se lo pediste<br />

al burócrata de Arizmendi, que no te dio pelota.<br />

El hombre pasaba una a una las hojas para volver al principio y pasarlas otra<br />

vez, aterrado.<br />

– Pero acá están. – continuó – Con las firmas del juez de Cámara y todo.<br />

Arizmendi no puede negarse. – dijo enfáticamente.<br />

Cúneo revisó el oro que tenía en las manos, echando veloces ojeadas como si<br />

quisiera beberse de un suspiro todas las notaciones de entorno del pabellón<br />

trescientos cuarenta y cinco, efectuadas cuando la intervención.<br />

La gordita nicótica las había extraído, seguramente prestando algún favor<br />

oscuro al secretario general del archivo, jugándose el cuello por un bendito ascenso.<br />

– Arizmendi no tiene que saber nada hasta el fin de la instrucción. – dijo ella<br />

estirando su dedo índice y aproximándolo a su ojo.<br />

164


– Como si no lo supiera, Silva. Como si no lo supiera.<br />

– Hasta que se vea atrapado en la estrategia de Coninea y no le quede otra<br />

opción.<br />

La gordita, que sudaba un jugo frío y amarillo, temblaba de nervioso y<br />

contenido júbilo. Se le habían hinchado las mejillas y de cada rincón de su rostro<br />

caían gotas de maquillaje.<br />

– Como si no lo supiera. – volvió a decir él.<br />

Cerró la carpeta de tapas granates y la arrojó hacia la mesa. La sedienta mujer<br />

lo miraba a los ojos con firmeza. Él dio tres pasos y la apretó contra la alacena de<br />

cartones y hongos. Ella se libró de todo su aire en un resoplido ácido. Los eslabones<br />

de su reloj dorado tintinearon.<br />

Mientras subía su mano por debajo de la blusa, Cúneo se decía: “Siempre quise<br />

tocar a una con siliconas, siempre quise tocar a una con siliconas.”<br />

165


AL ABANDONAR EL EDIFICIO, Cúneo adquiere la plena conciencia de que<br />

aquél no es un último día para nada. Sin tener la menor idea de por qué; y en esa<br />

reflexión supone, sincrónicamente, que los últimos días, a menos que se sufran<br />

premonitorias agonías, no deben ser demasiado diferentes a los días corrientes.<br />

Aún huele al perfume aceitoso de Silva, a pesar de haber lavado su cara en el<br />

sanitario de Tribunales. “Una protuberancia apenas más rígida o menos maleable<br />

que la piel o el músculo, e impresiona saber que alguien ha decidido colocarla allí,<br />

por debajo de la carne.” Cúneo sufre un leve escozor ante lo que su memoria táctil<br />

recupera.<br />

La camisa perdió un botón en el frenesí y está completamente arrugada.<br />

Lamenta no haber llevado, como suele hacer en vísperas de la temporada estival,<br />

otra camisa de repuesto plegada en su maletín. Procura mantener cerrado el saco y<br />

la corbata lo más ancha posible. El calor suspendido en la humedad urbana se le<br />

pega a los poros, asfixiándolo. Cruza la senda peatonal hacia plaza De los Nativos y<br />

se detiene en medio de una plazoleta, parado como si fuese la aguja de un reloj de<br />

sol, con el maletín colgando del brazo derecho y alzando la muñeca del izquierdo. La<br />

jornada se le volvió vacía y piensa en una sola cosa, buscar a Martina. Pasar<br />

directamente por ella al jardín. Si tomara un colectivo en ese momento llegaría al<br />

horario de salida. Desde allí podría invitarla a tomar la leche, aunque regresar a su<br />

departamento acabaría con la tarde. Teme aburrirla, no tiene precisa idea acerca de<br />

si ella mira los dibujitos de la televisión o si suele encontrarse con alguna amiguita<br />

del barrio. Entonces lo mejor es diseñar un plan extendido. Llevarla una tarde al<br />

Tigre, por ejemplo, para calmar el calor, mojar los pies, navegar en los botes a<br />

pedales o pasar unos ratos en los juegos mecánicos. De ese modo su hija no se<br />

aburrirá. Pero es necesario conseguir un coche. El Tigre queda muy lejos y no es<br />

conveniente propiciar que la niña se agote y duerma en combinaciones de trenes<br />

antes de llegar a destino. Rico. Él podría prestarle el auto. Extrae el teléfono celular<br />

de su bolsillo mientras masculla una plegaria para que el vehículo se encuentre en<br />

condiciones. Va a marcar el número de la ferretería, luego duda y vuelve a<br />

preguntarse; esta vez, si será conveniente consultar primero con Giovanna o con<br />

Martina misma. Se responde, con algo de enojo, que no tiene por qué pedir permisos<br />

para llevar a su hija de paseo. Presiona las teclas correspondientes y pega el<br />

auricular a su oreja.<br />

– ¿Hola?<br />

– Tu hermano, che.<br />

– Epa.<br />

– Qué quilombo tenés ahí.<br />

– Estoy hasta las manos de gente. ¿Qué necesitás?<br />

166


– Que me banques el auto mañana. No, que sea para el viernes mejor, así<br />

aprovecho el fin de semana.<br />

– El auto.<br />

– Quiero llevar a Martina al Tigre.<br />

– ¿Cómo está la pendeja?<br />

– Bien, muy bien.<br />

– ¿Por qué no la llevaste el domingo?<br />

– Estuvimos el sábado.<br />

– Pero sabés que la vieja te espera igual el domingo, boludo. Avisá si no vas.<br />

– ¿Vas a tener el auto?<br />

– Tiene pinchada la bomba de agua.<br />

– Pero anda.<br />

– Te puede dejar a pata en cualquier momento.<br />

– Lo tenés, entonces.<br />

– Pasá a buscarlo, nomás. Ah, ¿estás usando el chumbo? Traémelo si no lo<br />

necesitás. Dos veces me afanaron la semana pasada. No le digas a la vieja. Van a<br />

venir de nuevo pero yo voy a tener con qué abrirles un tercer ojo.<br />

– Cuidado con eso, pelotudo.<br />

– Es defensa propia.<br />

– Te lo llevo el viernes.<br />

– Haceme el favor.<br />

– Nos vemos.<br />

– Chau.<br />

Presiona el botón rojo y regresa el aparato a su cinturón para volver a<br />

descubrirse proyectando una silueta recta y exagerada sobre el intenso solar de<br />

baldosas. De un tirón levanta el maletín y lo abre, dejando al descubierto las notas<br />

originales de la intervención al pabellón apiladas en el interior de una carpeta de<br />

tapas color rojo oscuro, el color del granate. Sonríe al traer a su memoria los rostros<br />

asoleados de Artud y Ballentin. Silva no ha de estar tan loca con aquello del ascenso.<br />

Cierra su maletín. Mira nuevamente su reloj. Tiene la tarde libre y vuelve a pensar<br />

en Martina. Decide ir a retirarla, de todos modos. Sea al menos para acompañarla<br />

hasta la puerta de casa. Será una buena oportunidad para anticiparle la salida del<br />

viernes.<br />

Camina hacia avenida Callao atravesando la plaza que hierve de gente y<br />

alborotando bandadas de palomas a su paso. Llega hasta la parada de ómnibus. Una<br />

larga fila de sujetos lívidos y ausentes lo separa del cartel. Comparte el tedio con la<br />

mitad de ellos durante veinte minutos. Llega un coche que desinfla sus frenos y el<br />

batallón comienza el ascenso presuroso. Cúneo desliza la moneda por la ranura,<br />

extrae su boleto y dentro del habitáculo cuida en abrazar el maletín contra su pecho.<br />

Avanza con esa contorsión hasta la quinta fila de butacas. Se detiene frente a un<br />

grandulón de camiseta blanca, apretado entre dos señoras de pelo pajoso.<br />

Inmediatamente a su izquierda descubre a una mujer con la mirada en el timbre de<br />

la puerta. Nota que del extremo de su mano cuelga un niño que a duras penas llega<br />

al ombligo del tipo de camiseta. Casi pegada al fondo hay una adolescente que saca<br />

su cabeza por la ventanilla. Lleva los cachetes morados y la lengua afuera. Todas las<br />

personas de la fila de asientos sobre la cual se apoya Cúneo, en su mayoría mujeres,<br />

se abanican con hojas de diarios, sus propias ropas o sus manos húmedas. Parece un<br />

167


vagón de ciegos, los ojos sin vigor, las miradas muertas, energías que se agotan antes<br />

de llegar a los cristales o al techo, como si toda aquella volátil comunidad hiciera el<br />

máximo esfuerzo por imaginarse en un lugar distinto y olvidarse del sopor y los<br />

turbios olores.<br />

Cúneo mira la hora en el reloj del grandulón. Llegará a tiempo para esperar a<br />

Martina.<br />

A través de los cristales invade la misma empalagosa crema amarilla de la<br />

siesta. El descanso se ofrece de a ratos, cuando el vehículo se interna en calles<br />

estrechas o rodeadas por rascacielos. Pero luego regresa a una avenida o un bulevar<br />

y adiós a la sombra y vuelta a la solana ardiente.<br />

Cúneo siente que pierde la conciencia de a ratos. Sufre la tentación de apoyar<br />

su cara en la tremenda espalda blanca del tipo, pero resiste. Sus párpados pesan<br />

toneladas no obstante alguna advertencia que proviene de su pecho le indica que si<br />

se duerme no va a despertar nunca más.<br />

En uno de esos cabeceos reconoce la esquina. Empieza a deslizarse como si<br />

fuese una lámina de papel o una hoja de lechuga entre rodillos resbaladizos, en una<br />

cadencia de perdones, disculpes, permisos; su mano surge desde el abismo y alcanza<br />

el timbre, que rasga la atmósfera con un eco lejano.<br />

Doscientos metros más tarde el colectivo vuelve a echar fuera los gases de sus<br />

frenos. La puerta se repliega como un bandoneón, dando un golpe feroz y metálico<br />

contra los caños y los estribos. Cúneo es escupido por la masa, sin embargo, el<br />

efímera vacío que su partida propicia dentro de la jaula se deshace antes de<br />

reanudar la marcha.<br />

Se sacude las perneras y vuelve a corroborar su esmirriado porte, reducido a<br />

una gran arruga. Acomoda su cabello. Centra el nudo de su corbata tomando como<br />

referencia el eje vertical que inicia su mentón, bate un poco la cabeza, aspira por la<br />

nariz y se huele las axilas.<br />

Cruza la calle. Escala los anchos peldaños de mármol de un edificio brillante.<br />

Un hombre corpulento, que viste uniforme con gorra, lo observa de reojo al pasar.<br />

Con delicadeza abre la puerta de vidrio y lo recibe la patada de un invierno artero.<br />

El hall está sumido en una atmósfera helada y azul. La señorita lo recibe con una<br />

sonrisa de dientes perfectos detrás de un mostrador y le indica un número y una<br />

letra.<br />

Se dirige al ascensor, presiona un botón que apenas cede y la puerta de metal<br />

lustrado se corre con suavidad. Dentro del cubo se oye una combinación lejana y<br />

laxante de pianos y flautas y se percibe finamente un aroma a hierbas de tina. Sobre<br />

el panel reproduce el número y la letra que le indicaran pero el ascensor no se<br />

mueve. Sin embargo, la puerta vuelve a abrirse dejando a la vista un pasillo distinto,<br />

de pisos alfombrados y macetas de porcelana con plantas de muy diversos tonos de<br />

verdes. Otra señorita, igual de exagerada que la anterior, lo recibe con urgente<br />

cordialidad.<br />

Cúneo repite un nombre.<br />

La joven toma un auricular y presiona una tecla. Asiente para sí y coloca<br />

delante de su uña roja un sillón de felpa ubicado en una esquina de luces color<br />

manteca. Cúneo agradece abultando su simpatía y allá se dirige. Sin flexionar la<br />

columna, se reclina levemente sobre la felpa, dejando su maletín a un costado y<br />

alisándose la hilera de botones de su saco mientras percibe en la distancia<br />

168


vibraciones oníricas de una música casi idéntica a la del ascensor.<br />

La inusitada paz y frescura de aquél rincón vuelve a producirle una leve<br />

modorra, sin embargo despierta en sobresaltos y experimenta fugaces oleadas de<br />

nervios, cada vez más continuas y apremiantes. Endereza el nudo de su corbata,<br />

descansa su mirada en unas letras doradas que repiten aquella leyenda frente a la<br />

puerta del ascensor. Sobre ellas se erige un logotipo dorado con franjas finas de<br />

metal azul. Cúneo piensa que el bajísimo nivel sonoro y la temperatura no se<br />

condicen con los fines y usos de aquellos salones y pasillos.<br />

Muy a lo lejos, como si de pronto oyera los latidos bajo su pecho, golpean pies<br />

sobre la alfombra. Alguien aparece a la cabecera del corredor, murmura unas sílabas<br />

a la secretaria y se pierde en una de las múltiples puertas que se cierran en soledad y<br />

con parsimonia.<br />

Cúneo mira la letra “X” cuyo diseño partido en cuatro sin duda querrá expresar<br />

algún significado, cuando oye otra de esas voces lejanas que esta vez parece<br />

nombrarlo. Una señorita de riguroso uniforme le ofrece una bandeja del tamaño de<br />

un disco, labrada con pétalos de flor o corazones, dentro de la cual reposa una taza<br />

de café con su correspondiente platito y un breve vaso de soda. Hay, además, un<br />

pote de edulcorante y dos terrones de azúcar. La mujer espera a que él se haga del<br />

pocillo y deposita el resto en una mesita de cristal sobre la que también se apoya un<br />

velador de pantalla de cristal translúcido. Cúneo vuelve a agradecer con cortesía y<br />

procede a disolver dos gotas de edulcorante en el oscuro caudal.<br />

Bebe en sorbos discretos y el hombre aparece. La puerta no ha hecho ruido al<br />

abrirse. Al verlo, Cúneo devuelve el pocillo a la bandeja con premura y se yergue,<br />

tomando el maletín de un zarpazo.<br />

El hombre le enseña sus cuidados dientes y su tez naranja y lo aguarda con la<br />

mano extendida.<br />

– El placer es mío. – dice alguno de los dos.<br />

Con una mano aún en el pestillo y la otra abierta en ademán de bienvenida, el<br />

hombre le permite pasar, mientras por encima suyo pronuncia unas pocas y joviales<br />

palabras a la secretaria.<br />

Sin tomar asiento aún, Cúneo ve a aquél señor ubicarse detrás del enorme<br />

escritorio de roble. Se inclinan simultáneamente, cada uno señalando el sillón del<br />

otro. Los ojos claros de Saavedra parecen acariciarlo, tibiamente reposado sobre sus<br />

codos en la tabla pulida, frotándose las manos una y otra vez hasta entrelazarlas.<br />

– Ya quería conocerlo. – le dice.<br />

Cúneo abrocha el botón de su saco e interrumpe la acción de cruzar las piernas.<br />

La poltrona es todo lo cómoda que puede ser pero él no halla la posición propicia y<br />

vuelve a inclinarse hacia el otro apoyabrazos.<br />

– Muy buenas. – comenta acerca de las referencias – Ya quería conocerlo. –<br />

repite el hombre con tal calma que si tuviese todo el tiempo. – ¿Encontró con<br />

facilidad el bufete?<br />

– Casi me paso, pero bien. Reconocí a tiempo la esquina.<br />

– Es que con la mudanza. Casi todos nos tienen aún en la 9 de Julio.<br />

– Pero esto está muy bien, muy bien. – dice el pequeño muchacho paseando su<br />

vista por las aterciopeladas paredes, los faroles empotrados en el techo, el gran<br />

ventanal, las impecables molduras, el fino mobiliario.<br />

– Aquello era mucho ruido, sinceramente. ¡Adelante!<br />

169


La muchacha de la bandeja corta la habitación con dos tazas nuevas y<br />

humeantes. Las reparte en cantidades iguales, colocando por debajo una servilleta y<br />

en cada periferia un platillo con tres galletas. Va a retirarse susurrando una<br />

formalidad cuando Saavedra la detiene con sólo erguir sus dedos mayores.<br />

– ¿Una gotita de cognac, de whisky?<br />

A Cúneo le lleva tiempo comprender lo que le dicen.<br />

– No, muchas gracias. – reacciona.<br />

Saavedra baja los dedos y la mujer desaparece.<br />

– El café es muy bueno. Pero relájese, por favor.<br />

Cúneo asiente y sonríe sin habérselo permitido.<br />

– Que sus referencias son buenas y de verdad que con una gotita de cognac…<br />

El joven decide no desairar al fundador de Lexos y se inclina hacia la taza para<br />

repetir el ritual del edulcorante, aún cuando su estómago le previene que no resistirá<br />

más que un corto sorbo de café. Lleva los nervios atados en la boca del abdominal y<br />

el aire serpentea entre sus tripas moviendo los intestinos arriba y abajo.<br />

Por un momento no se oye más que las cucharas en la porcelana y la música<br />

remota. Luego se agrega la madera chillando en un vaivén largo y partido. De ese<br />

cajón saca Saavedra una carpeta de contratapa negra y portada transparente. La<br />

conduce frente a sus ojos y la visita con fugacidad, simulando conocerla de memoria.<br />

La apoya de par en par sobre la mesa y a un lado de su café.<br />

Cúneo reconoce aquellas hojas y un lengüetazo de pavor le pega en la cara. Su<br />

dispepsia se agrava. Recuerda que es en esos momentos cuando debe tomar el<br />

oxígeno por la nariz y exhalar el residuo separando imperceptiblemente los labios.<br />

Una ijada en el costado derecho le interrumpe la operación y no logra evitar expresar<br />

el ardor con un guiño apretado. Saavedra parece no darse cuenta y lleva los ojos una<br />

vez más a la primer hoja del currículo a la vez que asiente doblando los labios hacia<br />

abajo.<br />

– Muy bien. – dice – Joven y con semejante experiencia. Egresado de la UBA,<br />

con buenas calificaciones. Accede por mérito a Tribunales provinciales durante el<br />

cuarto año…<br />

Cúneo quiere responder algo, más no fuera la refleja señal que el protocolo<br />

recomienda, pero su lengua no se mueve.<br />

– Aunque lo más importante, para mí – aclara, llevándose una mano al pecho–,<br />

son las referencias. Duro trajín ¿verdad? el de nuestros prosaicos Tribunales. –<br />

abandona definitivamente la carpeta y vuelve a trenzar sus manos – Una máquina.<br />

De rumores sordos y luces a medio encender, diría un colega. Uno sale de allí, se<br />

pega un baño y huele todavía a tinta. ¿Se ha dado cuenta?.<br />

Cúneo resopla por la nariz y ante la expectativa de Saavedra no puede más que<br />

llevar la mano a la corbata para regresarla a su centro.<br />

– Está bien. – dijo el hombre entronizado detrás de la tabla retinta – Muchos<br />

amigos. ¡De pronto uno ve las cosas que ha dejado atrás! ¿No le parece que el<br />

hombre posee esa capacidad que es a la vez de redención y martirio y que le<br />

derrumba ante los objetos y actos del pasado? Como un reflejo hacia lo ideal. Un<br />

invento permanente.<br />

– Es una tarea sofocante, de duendecito gris me atrevería a decir, pero que al<br />

final del día retribuye alguna satisfacción.<br />

– ¡Claro que sí, hombre! Claro que sí y a eso me refería. Pues usted es joven y<br />

170


ya lo nota. Ya le digo, es esa extraña “habilidad”, si me permite denominarla así, que<br />

permite rescatar lo bueno y echarlo sobre lo demás como un manto suficiente.<br />

Cúneo se sintió recompensado. El hombre reproducía una impronta elegante y<br />

jovial, de serio y melancólico entusiasmo.<br />

– Y no se trata de falsas gratificaciones, no señor. Uno de veras se construye a sí<br />

mismo como ser moral y así lo entiende en esa etapa que, diría yo, es necesaria. Sí, es<br />

necesaria – se repite extraviando los ojos como si le respondiera a alguien ausente –<br />

Discuto ese punto a menudo con mis colegas. La práctica dentro del sistema es<br />

necesaria. Lo edifica a uno, le coloca los pies en la tierra.<br />

El joven asentía en cabeceos cada vez más apasionados, a punto de batir<br />

palmas.<br />

– Debo suponer que usted entiende lo mismo, doctor. ¿Hace cuánto que ingresó<br />

a Tribunales? – Cúneo va a responder, pero Saavedra continúa tras echar un fingido<br />

vistazo al currículo – Seis años ya. Vaya. Cuénteme.<br />

– Lo comparto doctor, es una práctica que aún agobiante, a menudo carente de<br />

desafíos y sobre todo rutinaria, le permite a uno colocarse de frente a los problemas<br />

reales, digamos que es ese el sitio donde se conocen las palabras con las que habla la<br />

gente.<br />

Saavedra se paralizó, sus ojos celestes brillaron.<br />

– Lo ha expresado usted con exactitud. – abrió los ojos para hacer aquella<br />

afirmación más ampulosa – Con admirable precisión.<br />

Pellizcó el asa del pocillo y lo acercó con pausa a su boca, ejecutó un breve y<br />

mudo sorbo y cambiando algún rasgo indeterminado en su tono de voz, continuó.<br />

– Aquí todas las decisiones se discuten, no voy a jactarme de haber logrado la<br />

práctica pura de la democracia, pero usted confirma mi elección.<br />

Cúneo sintió un tormentoso mareo, no supo dónde se hallaba y por un instante<br />

creyó encontrar frente suyo las persianas de su habitación rasgando en hilachas el<br />

resplandor de la mañana. No podía ser tan fácil, no podía ser verdad. Sin embargo<br />

regresó y volvió a entender el lomo brutal de Saavedra echándose hacia el encuerado<br />

respaldo de su sillón.<br />

– No hay que perder de vista el objetivo: se nos escapó una curva y se nos fue la<br />

vida entera. Una tía me repetía eso a cada rato cuando iba a la universidad, “el<br />

objetivo, el objetivo…” Y es otra vez esa rara habilidad. Usted lo ha precisado, “las<br />

palabras con las que habla la gente”. Pero hay que estar advertidos acerca de las<br />

buenas cualidades pues pueden convertirse en defecto e incluso reducirnos a<br />

esclavos. ¿Usted sabe que el cine existe gracias a un defecto de nuestro ojo?. ¿Qué se<br />

le ocurre decir al respecto?<br />

– Gracioso defecto.<br />

– Gracioso, muy bien. Un defecto de gracia. Tan sutilmente separados defecto y<br />

virtud. Es que el hombre busca constantemente una guía, una luz, ya sea el<br />

conocimiento, la paz, la fe, mi tía diría “el objetivo”; al cabo de un tiempo le urge<br />

optar y lo hace por lo más claro que encontró en su camino. A eso lo transforma en<br />

blanco, aunque sea amarillo. El riesgo es vivir viendo amarillo.<br />

– Creyendo que es blanco.<br />

– Que las palabras con las que habla la gente son las que deben ser<br />

pronunciadas. No olvide usted el papel docente que jugamos en la sociedad. Creo…<br />

– construyó una pausa que a Cúneo le permitió oír al mínimo detalle los pormenores<br />

171


de su frecuencia cardiaca. En ese alto piso, alfombrado, amoblado con exquisitez y<br />

con olor a nuevo, no llegaba absolutamente nada del rumor callejero. – …que<br />

compartimos en esencia una misma visión de las cosas, doctor. Por eso lo he<br />

propuesto y por eso mismo voy a defender mi elección frente a la cúpula directiva.<br />

Tal y como se lo anticipé por teléfono. El llamado al deber no debe confundirnos,<br />

uno hace la experiencia dentro del sistema para comprender ciertos mecanismos que<br />

de otra forma… pero el sistema puede hacernos ver amarillo, usted mismo se ha<br />

delatado – Cúneo se sintió dulcemente culpable – al promulgar esa afirmación<br />

romántica sobre las palabras y la gente. A mí me honra haber participado y hecho mi<br />

aporte, y le confieso que hallo una interesante diferencia entre aquellos que nunca<br />

ejercieron en la actividad pública y nosotros. Les resulta complicado entender<br />

cuestiones que nosotros evaluamos con mayor claridad… – las palabras parecían<br />

amontonársele en ejemplos y sinónimos – …tenemos mayor capacidad de<br />

improvisación. ¡La gente agolpada en mesa de entrada constituye un vigoroso<br />

ejercicio para agilizar la mente y forjar el carácter!<br />

Saavedra cruzó sus piernas y brazos, el rostro distendido, propietario siempre<br />

de la situación. Todo su peso se desparramó en el cuero de la silla, haciéndola<br />

chillar. Luego añadió:<br />

– Se siguen apelmazando en la puerta ¿no?. Algunas cosas no cambian. Y<br />

gritan. – Cúneo asintió, apesadumbrado – Desde mi época hasta aquí sé que han<br />

agrandado el acceso, movido los escritorios pero algunas cosas no cambiarán jamás.<br />

Y el olor a la tinta. El ruido de las máquinas de escribir. Bueno, ahora están las<br />

computadoras, pero le digo que esos aparatos infernales llamados “impresoras”<br />

hacen un barullo tres veces peor, eh...<br />

La voz de Saavedra no terminaba de caer cuando un pitido encendió la luz<br />

verde del intercomunicador. El hombre llevó el auricular a su oreja para ordenar:<br />

“Que pase”.<br />

– Así es, mi querido colega. Esto es lo que le ofrezco – e hizo un ademán<br />

obsceno señalando con sus dos brazos extendidos el lujo de su oficina – Su todavía<br />

jefe me ha dejado excelentes referencias suyas.<br />

– Arizmendi. – pronunció Cúneo en medio del temblor que le produjo la súbita<br />

pérdida de la intimidad.<br />

– Arizmendi, claro está, viejo colega y amigo. Plena confianza en usted. Y<br />

nuestra conversación no hace menos que confirmarme que es un profesional joven<br />

de espíritu, competente, usted mismo habló de “desafíos”. Palabra que lo dice todo.<br />

¡Adelante!<br />

Cúneo experimentó el ansioso viaje que impulsa la desmesurada esperanza. Se<br />

vio en yates y en montañas, se vio caminando por Ankara y Estambul de la mano de<br />

Martina y un helado, y Sebastiana. Riendo y autos y su madre desgarrando su boca<br />

abierta al averiguar que él no era solamente una casa en Caballito.<br />

– Quiero presentarte… – dijo Saavedra.<br />

– Nos conocemos. - dijo Ballentin al entrar.<br />

172


CÚNEO Y BALLENTIN ESTRECHARON SUS MANOS.<br />

– Mejor aún. – festejó Saavedra, que volvió a arrellanarse – No creo que hayan<br />

trabajado juntos. ¿De la facultad?<br />

– No. – respondió Ballentin – Curiosamente nos conocimos ayer.<br />

– Estamos en el mismo caso. – acotó Cúneo para desbaratar dudas.<br />

– No me digan. – se sorprendió el hombre de los cabellos blancos.<br />

Cúneo dudó si debía volver a sentarse, pues Ballentin permanecía de pie. Su<br />

cabeza era una avanzada de piezas discordantes. No debía sorprenderle que Lexos<br />

representase a Coninea, pero sí debía sorprenderlo que no se hubiera enterado antes.<br />

Lo primero que se le ocurrió fue fregar esa “novedad” en la cara de Silva, pero<br />

inmediatamente después lo apremió una ruda reprobación, pues la secretaria, que<br />

manifestó conocer tanto a Artud como a Ballentin, debía saberlo.<br />

El abogado de Coninea vestía un traje impecable, atravesado con delgadísimas<br />

rayas de un color negro menos brillante. No llevaba maletín ni cualquier otra cosa en<br />

sus manos.<br />

– Entonces saluda a tu futuro compañero, Ballentin.<br />

– ¿Vas a trabajar acá?<br />

Cúneo apenas movió la cabeza. Al oír aquella frase, Ballentin perdió la<br />

almidonada rigidez, se acercó al borde del escritorio y apoyó una nalga. Cúneo<br />

ocultó su sorpresa.<br />

– Falta nada más que lo apruebe la comisión.<br />

– Pero si es el recomendado del doctor Saavedra… – Ballentin guiñó un ojo a<br />

Cúneo, como si se tratara de un infante, luego quitó un cigarrillo del estuche que<br />

estaba sobre la tabla de roble.<br />

– Hay una lista. – se atajó, por fin, Saavedra.<br />

– Cada jefe tiene su carta. – dijo Ballentin y volvió a guiñarle un ojo. Cúneo<br />

ocultó su irritación en un cambio de mirada hacia el hombre de canas.<br />

– ¿Y en qué causa…?<br />

– Ballesteros.<br />

– Coninea.<br />

– Expediente interesante. – aportó el jefe – Usted habló de desafíos, doctor.<br />

– Así es. Una causa con posibilidades.<br />

– Encuentra desafíos aquél que los busca, como diría un colega. En realidad,<br />

este podría ser uno más entre muchos litigios empleado–empleador. A Ballentin lo<br />

he visto muy entusiasmado. He leído el expediente, hay allí mucho jugo.<br />

– Puede ser. Aunque, si me permiten la franqueza, aún no comprendo por qué<br />

se mantienen en la disputa. – Saavedra y Ballentin sonrieron – Me ha sorprendido la<br />

actitud de la empresa de no negociar. No se me ocurre aconsejarles pero…<br />

173


– Te lo dije, es bueno. – señaló Saavedra.<br />

Cúneo respiró. No entendía porqué había tomado el riesgo de transformar lo<br />

que hasta allí era una más que correcta entrevista de trabajo en una oportunidad<br />

miserable para obtener información estratégica.<br />

– Pues bien, si vos has sido franco Cúneo, dejame serlo también.<br />

Al joven abogado le extrañó aquél cambio de turno virado hacia Ballentin,<br />

aquella oportuna reclusión del jefe a un rincón.<br />

– A la empresa que representamos no le interesa negociar por una muy sencilla<br />

razón: el antecedente. Supuse que no se te iba a ocurrir, no porque te subestime sino<br />

porque, de tan evidente, resulta insospechado.<br />

Cúneo no se atrevió a mirar a Saavedra. Se limitó a ensancharse en su sillón y a<br />

contemplar las aletas de la nariz de Ballentin, que con cada palabra se abrían y<br />

cerraban, echando de vez en cuando unos espirales de humo blanco.<br />

– No le interesa sino ganar. Lisa y llanamente. Decisiones empresariales, viste.<br />

Demasiado emparentadas con estrategias de marketing. Hasta las últimas<br />

consecuencias. Tienen previsto no sé qué expansión en cuál área de desarrollo y<br />

parece que ahí es donde empieza a jugar el antecedente. Explotación minera y una<br />

puta cuestión rayana a la ecología…<br />

Ballentin encendió con el suyo el cigarrillo de Saavedra. Cúneo rechazó la<br />

oferta y llevó, por primera vez, una de las galletitas del plato a su boca. La masticó<br />

desapasionadamente. Ballentin confió en lo que tenía.<br />

– Los dudosos orígenes de la enfermedad de tu cliente, las condiciones del<br />

pabellón... A menos que tengas algo reservado para un dramático final, esto está<br />

terminado.<br />

Ballentin sonrió con la boca torcida, pero esta vez sin procurar complicidad.<br />

Cúneo se sorprendió ante tales revelaciones. Pensó que quizá aún desconociera los<br />

engranajes del flujo de la información. Alguna vez pensó que no había que decir<br />

nada, años después creyó entrever que había que decir un poco, ahora parecía que<br />

estaba permitido decir todo. Pero el descubrimiento se le desbarató como un castillo<br />

de naipes.<br />

Entonces fue que se levantó de golpe.<br />

Sin disimular el arrebato, buscó con frenesí la manija de su maletín. Estiró la<br />

mano derecha. Tras sendos apretones se dirigió a la puerta que no hacía ruido. Antes<br />

de llegar, oyó la voz del dueño de la habilidad para transformar en blanco las cosas<br />

amarillas, que articulaba un soez y desvergonzado:<br />

“No olvide comunicarse conmigo…”.<br />

174


LE INCOMODÓ AQUELLA AUSENCIA DE VOCES y lo primero que pensó<br />

fue en cómo resolvería su peinado.<br />

La noche había sido fría y aún llevaba puesto el pijamas. La mañana era<br />

cenizas, el recuerdo sonoro registrado durante el sueño le indicaba que había llovido<br />

en la madrugada.<br />

No le gustó el olor de su habitación. Se sintió viejo y un poco enfermo. Tardó en<br />

levantarse, sus huesos chillaron. Quiso creer que era viernes y como se supo errado,<br />

evitó confirmarlo con el almanaque. Apareció en el pasillo, arrastrando las pantuflas<br />

y fregando sus ojos. En ese acto descubrió que debía tener ojeras porque sobre los<br />

pómulos sus yemas notaron un colchón de piel.<br />

Se rascó la cabeza y fue hasta la cocina para encender la hornalla. Los enseres<br />

sucios se desplomaron y golpearon unos con otros cuando quiso quitar una<br />

cucharita de debajo del montón. El olor del gas volvió a despertarlo. Luego el<br />

crepitar de la llama.<br />

Se asomó al comedor. La gota seguía allí.<br />

Se acercó hasta la ventana. En efecto, las baldosas del patio interior estaban<br />

empapadas. El portero rompía los charcos con un palo de secar mientras silbaba un<br />

tango o un bolero.<br />

Septiembre daba tregua en ese cielo de algodones iracundos. Sintió un breve<br />

escalofrío y se retiró de la ventana. Al pasar por la gota se detuvo un instante. Miró<br />

el junco, quieto, verde.<br />

Volvió a enterarse de que se había levantado cuando su pie tropezó con una<br />

tabla suelta en el falso parqué. Había visto algo, al pasar por la cocina, que debió<br />

advertirle del peligro. Sin embargo, en ese estado de ausencia no logró compaginar<br />

los hechos y avanzó hacia el cuarto de baño.<br />

Puso sus manos anchas y enteras sobre sus ojos para sosegar la modorra, y<br />

cuando las retiró entendió que lo que allá había visto era el palo del secador. La<br />

portezuela del botiquín estaba cerrada.<br />

Se encontró con una mirada que le examinaba cada poro de su cara abotargada.<br />

Con la estampida de sus latidos recobró la lucidez.<br />

Estaba viéndose en el espejo.<br />

¿Sería esa la primera mañana? No tenía demasiados fundamentos para afirmar<br />

o negar, los olvidaba a todos cuando su imagen se colocaba al frente. Podía ser la<br />

primera vez, en efecto.<br />

Una mañana idéntica se había despegado de una noche de sueños turbulentos<br />

175<br />

1


que seguían provocándole. No deambuló por el departamento como era su<br />

costumbre, no confirmó el paisaje por la ventana luego de colocar la pava sobre el<br />

fuego y fregarse los ojos, el comedor parecería más ancho con aquella pared libre de<br />

la gota, ¿llevaba pijamas?. En fin, no era la misma mañana pues aquella vez había<br />

llegado al espejo con un inmotivado entusiasmo, sin darse cuenta, sin proponérselo.<br />

Pero este miércoles, frente a la lámina de mercurio, combatía contra la modorra<br />

homicida, manteniendo los ojos en los ojos, a sabiendas. Pospuso el parpadeo, pero<br />

no podía eliminarlo. Al cabo de unos minutos le sangró la vista y le punzaron las<br />

sienes. Sus uñas se aferraban al lavatorio como si fuese a desmayarse o a salir<br />

despedido.<br />

Y fue entonces que descubrió una nueva cosa en la experiencia con su reflejo.<br />

Una vibrante energía, que lo expulsaba o lo atraía, un ventarrón venido de otra<br />

parte. Alguna cuestión hacía mover todas las cosas de aquél recorte de cosmos y él<br />

no tenía más remedio que moverse junto a todas ellas. Y poseyó la terca idea de que<br />

si soltaba el lavatorio el espejo iba a chuparlo o, en el mejor de los casos, lanzarlo<br />

contra la pared, contra los azulejos, contra la puerta, la ventana, en un torbellino que<br />

una vez desatado no proponía más alternativa que esperar y seguir esperando por<br />

una calma que quizá, alguna vez, llegara.<br />

Qué idiota, el palo del secador de piso, hasta ese día todo bien ¿qué había<br />

tenido que escurrir? ¿qué se había derramado en la cocina?. Ahora tendrá que llegar<br />

tarde a su trabajo, porque no va a permitir que su reflejo, que su copia, haga lo de<br />

siempre, vuelva a salirse con la suya en esa broma tétrica.<br />

Sus ojos son color miel, o arcilla, o mostaza. Su pupila se contrae y dilata, señal<br />

que se echa hacia atrás y adelante, balanceándose sobre las pantuflas como una<br />

aguja de metrónomo. Y otra cosa que descubre, o que vuelve a descubrir, que<br />

regresa a ese sector de su memoria que sólo tiene vigencia cada vez que se mira al<br />

espejo, es que no importa el tiempo, dispone de él como un océano, puede<br />

navegarlo, puede ahogarse, puede ir y volver de costa a costa en un nado peligroso.<br />

Y todo el agua, todas las cosas que le sucedieron están allí para decirle que existen.<br />

Entonces su padre desaparece y su madre se lanza al llanto como una carmelita pero<br />

él se va a Europa, a gastar zapatos y creerse aventurero con el boleto de regreso en<br />

su bolsillo, porque no quiere terminar con los pies amputados, con disciplina de<br />

insulina, atendiendo una ferretería o vendiendo porquerías al por menor, casa por<br />

casa, ni arrojado sin presente en una jaula cuidando de canarios y limoneros.<br />

Giovanna que no, que no, y luego que sí y se queda con todo; un buen día, en un<br />

paquete mal envuelto, deja sobre el canasto de calle su dignidad para que la retire el<br />

camión de basura, como si fuese una casa, una casa en Caballito, una nena<br />

cabalgando en la calesita, Martina, que no se estira para alcanzar la sortija pues no<br />

entiende el ritual. ¿Se conocieron cuando eran viejos? ¡No!. Eran todo lo que podían<br />

ser, eran pura potencia, eran el uno y el otro y el cabello almendra de Giovanna y la<br />

voz de soneto a medio evaporar, esa piel con olor a bombones de Bariloche, esa ninfa<br />

que se extraviaba entre moharras y caballeros al mando de un Citroën por las<br />

sierras. Y ese nado por el tiempo que propicia el espejo puede llevarlo también a la<br />

costa de lo que es, porque antes eran todo lo que podían ser pero ahora son lo que<br />

son; Laura, que no logra disimular, se ríe de él, de su aniñada intriga metafísica<br />

porque sabe bien que no se condice con su clase, con sus malabares de Constitución<br />

Nacional y Código Civil, luego sugiriéndole que comience con algo pequeño, un<br />

176


garabato, un borrador, y no habrá caso, la tela quedará abandonada y diáfana,<br />

porque él es esto que es, un tipo que ha decidido cargar portafolios y oler a tinta, que<br />

busca archivos mohosos y resuelve problemas, que es funcional, que aporta al<br />

desarrollo del sistema, que sirve, y por eso no tendrá sentido jamás aquél delirio,<br />

aquella faena imposible de esquivar espejos, rodeados de espejos está todo el<br />

mundo, hambrientos de sus propias imágenes están los pueblos, porque él está para<br />

administrar conflictos y no para crearse la fantasía de uno, entonces ¿por qué<br />

endiablada razón, cada vez que se retira, su reflejo lo sigue mirando?.<br />

¿Por qué al bajar la cabeza para refrescarla en agua, como sucedió la primera<br />

vez que lo notó, por qué al voltear a un lado para alcanzar la toalla o apagar la luz, el<br />

hombre detrás del espejo sigue observándolo, amo de ese rubor maléfico y de esa<br />

sonrisa sobradora, de esos gestos que están ahí, dibujados en esa cara idéntica a la<br />

suya y cuya presencia no puede comprobar por una cuestión más que lógica, pues<br />

cuando vuelve los ojos al espejo sólo se descubre a sí mismo, como debe ser,<br />

imitándose? Pero él sabe, como cualquiera sabe, cuándo le colocan los ojos en la<br />

espalda. Es un helado presentimiento, una horrorosa urgencia, como si un monstruo<br />

estuviese agazapado para echársele, y ese monstruo, cobarde, ruin, se oculta<br />

robando su forma detrás del cristal, se recompone en un Cúneo falso cuando el<br />

verdadero quiere enfrentarlo.<br />

Piensa Cúneo que si es él quien da fundamento a la imagen, como lo hace con<br />

su sombra, quien pone en marcha el mecanismo de la incógnita, será él quien<br />

encuentre el hoyo del laberinto.<br />

Su saliva sabe a hiel. Se inflige dos caudalosos tragos.<br />

“Tengo que acabar con esto”, dice entre burbujas.<br />

177


LAS AGUAS GOLPEAN contra el murallón. Esas aguas de adorno que<br />

devuelven al cielo las mil luces del paseo, los hoteles y los restaurantes. Luciérnagas<br />

que no se ahogan, que mueren y nacen dentro del calmo bailoteo de aquel líquido<br />

oscuro que a veces simula no estar allí.<br />

El olor del Río de la Plata se desvanece antes de la avenida y hasta la nariz de<br />

Cúneo no llega más que una floja caricia de carnes asadas y flanes con crema.<br />

Mira nuevamente su reloj, inclinado sobre la barandilla del dique. Vuelve a<br />

girar hacia la vereda y sobre el final del túnel de faroles divisa tres figuras de entre<br />

las cuales extrae aquella que le produce una calma satisfacción.<br />

Las dos mujeres avanzan flanqueando al hombre, haciéndose más grandes con<br />

parsimonia de tacos sobre la piedra y murmullos recatados. Cúneo se yergue, afloja<br />

el cuello y vuelve a abrochar el botón de su saco.<br />

Las figuras lo ven cuando están a pocos metros. El hombre y una de las mujeres<br />

disminuyen el paso, la otra se desprende del trío en un contorneo fabuloso y bien<br />

aprendido.<br />

Su cabello es un abismo y las ondas refulgen impecables. Lleva un vestido largo<br />

de muchas y muy livianas telas superpuestas que recortan las curvas de un cuerpo<br />

espléndido, alto, blanco. Huele a alguna especie extinta de flor que sólo en su piel<br />

renace. Al caminar cruza sus piernas trazando una sola línea y desde que lo halló<br />

pegado a la barandilla lo mira directamente a la boca como si ese horizonte le<br />

resultara acabado y pleno.<br />

Cúneo piensa que está a punto de morir. Conserva sus manos en los bolsillos<br />

del pantalón pero le urge llevarlas a su pecho para apretar el dolor.<br />

Los labios de la mujer vibran en una paz que provoca perplejidad, nada hay<br />

que los perturbe. El carmín ligero les otorga silueta de corazón, las cejas son<br />

deliberadamente finas y las pestañas son frágiles colmillos que rasgan el aire entorno<br />

a la mirada. Pareciera no necesitar parpadear, los ojos se humedecen con el mismo<br />

rocío que emerge del dique. Un mechón atraviesa ambos costados del rostro. La piel<br />

es de seda y se ve como seda, como un paño dulce de una sola pieza, y ella es una<br />

escultura que se rebeló contra su pedestal y se ha largado a devorar pasos. Por<br />

detrás, los brillos de la avenida la suspenden como en la visión solemne de una<br />

sacerdotisa que llega a reclamar por su libamen.<br />

A pocos centímetros, Cúneo cree verla avanzar sin que mueva los pies.<br />

Sebastiana le hace quitar sus manos de los bolsillos y las enreda en sus dedos,<br />

no lo mira ni por un instante a los ojos, lo besa y mientras dura el contacto con ese<br />

cálido apéndice del esplendoroso cuerpo, él aprovecha para recobrar por la nariz<br />

algo del aire que le falta y resucitar su corazón.<br />

El dolor de pecho se diluye poco a poco, la escena se hace material, ella se<br />

178


aparta y lo insta a moverse hacia la pareja que los aguarda.<br />

Cúneo extiende la mano hacia la mujer cuando Sebastiana pronuncia “Santa<br />

Lucía” y hacia el hombre de melena amarilla cuando dice “Bertolt”.<br />

Sebastiana reprochó su falta de curiosidad.<br />

– Así es, así me llamo. – afirmó la mujer con un relajado timbre de voz.<br />

Vestía un traje blanco que le quedaba exageradamente holgado. Dentro de las<br />

mangas se guarecían dos huesos famélicos. Las muñecas penetraban en pulseras que<br />

provocaban barullo a cada paso.<br />

– Bueno – se defendió Cúneo – he tenido ocasión de conocer otras “Santas” y la<br />

curiosidad fue saciada en su momento. Sé que en algunos lugares no sólo se<br />

apropian del nombre del santo sino también de su jerarquía. Lo siento. ¿Campiña?.<br />

– Huéscar. – apuntó la española.<br />

– Ah, claro. Hermosa. Pero has perdido el acento.<br />

– A veces me reprocho el poco esfuerzo por conservarlo. Aún más ahora, que<br />

has llamado a la villa “hermosa”.<br />

Cúneo aceptó el cumplido. Caminaron por el empedrado hasta una terraza<br />

bordada de luces. Escalaron los peldaños acompañados de un joven de levita que los<br />

guió hasta la ubicación elegida por el cuarteto tras una breve conferencia.<br />

Se sentaron en un balcón que daba hacia el dique y desde cuya altura era<br />

posible avistar una lengua de río. Cumplieron los hombres en retirar las sillas a las<br />

mujeres y colgarles los abrigos y pidieron un vino que Bertolt sugirió.<br />

En cada balcón había al menos una pareja sorbiendo un cóctel. En el centro del<br />

salón se abría un hoyo escalonado que daba hacia un escenario con forma de óvalo.<br />

Sobre él, atravesada por el haz naranja de un reflector a sus pies, tocaba la guitarra y<br />

cantaba una muchacha sentada en una banqueta. Detrás suyo, en la penumbra, se<br />

distinguía un pianista de pelo brillante y húmedo. La música tenía forma de jazz<br />

lírico aunque el género fue el primer tema de discusión en la mesa. Bertolt consideró,<br />

presumiblemente errado en la elección del término, que se trataba de candombe pop.<br />

Las mujeres rieron. Cúneo no se atrevió. El alemán tenía pinta de ser un perverso<br />

tímido, la cara turgente de aquél que puede ruborizarse por una tontería y al mismo<br />

tiempo concretar, como concretaba sin duda a juzgar por la obscena placidez de sus<br />

silencios y las impúdicas miradas a las carnes de las mujeres, las más<br />

desvergonzadas acrobacias con niñas desenfadadas. En su pecho descubierto y<br />

lampiño se cruzaban dos cadenas de oro a las cuales se sujetaban dos dijes de piedra.<br />

Cúneo alcanzó a entender el símbolo de una masonería de la que supo en Hannover.<br />

Para Lucía se trataba de una mezcla irreverente de flamenco con la composición<br />

muy vulgar de una zarzuela sin recitado. Sebastiana opinó que era una simple<br />

trovadora de feria que, colocada en un salón elegante, funcionaba a modo de<br />

extravagancia. Cúneo acordó en que el piano no tenía nada que hacer ahí detrás.<br />

El vino llegó y desapareció con vértigo en la lengua del alemán. En breve<br />

llegaron los discos de carne, aplastados sobre un charco carmesí, y las<br />

combinaciones estrafalarias de hojas de verduras y frutos. Sebastiana bebía de su<br />

copa un líquido que cambiaba el color delante de cada luz y dentro del cual se<br />

suspendían semillas y pulpas.<br />

– Cúneo trabaja para la justicia nacional. – se halló respondiendo la dama de<br />

turquesa.<br />

– ¿Ah si?. Un muy buen amigo trabaja en Bresson. – comentó Lucía.<br />

179


– Un bufete muy prestigioso. – dijo Cúneo.<br />

– No e muy buero. – farfulló Bertolt.<br />

– Tú lo recomendaste.<br />

– El megor de aquí, ero no e buero.<br />

– Las ostras sí están sabrosas. – murmuró Lucía lidiando con el jugo y su propia<br />

saliva – Me pasaron el dato de que las traen de Asia.<br />

– Mañana te vas a despertar en Londres y vas a tomar el vino que se te ocurra. –<br />

consoló a Bertolt Sebastiana.<br />

– Así que defiendes la ley para la Patria.<br />

Cúneo sonrió. Sebastiana le dedicó sus ojos oscuros y aguardó por su voz.<br />

– Sebastiana y yo solemos perdernos en los mercados de Fez. – continuó Lucía –<br />

Ella prefiere los de Marrakech pero a mí el regreso se me hace más largo y tedioso.<br />

Igualmente, no me va el estilo árabe ¿Tú que dices?.<br />

– Me vas a disculpar, pero como a ella…<br />

La dama festejó el piropo pegándole un beso a la mejilla.<br />

– A mí me provoca un no sé qué esa cuestión de los colores, de los materiales…<br />

– dijo Sebastiana – La manera que tienen los árabes para construir un universo de<br />

cosas intercambiables que son al mismo tiempo invaluables y únicas.<br />

– ¿Y tú de qué te reías? - retomó Lucía - ¿No hay acaso mucho de romanticismo<br />

patriótico en batallar día a día, ajustándose a los caprichos de los presidentes?<br />

– No me reía de eso. – aceptó jocosamente Cúneo y disfrutó lo que iba a<br />

permitirse decir – El abogado no defiende las leyes. Dudo que alguno se lo<br />

proponga, siquiera.<br />

Bertolt asintió con el mismo rictus mecánico.<br />

– Claro, ya lo sé hombre. – aceptó Lucía.<br />

– Ajá, ¿y cómo es que lo sabés? – reaccionó de pronto Sebastiana, inclinándose<br />

severamente hacia su amiga como reclamándole una anécdota olvidada.<br />

– Ay niña, como si no supieras que el profesional en leyes es el primer amante.<br />

Cierto es que aquí tenéis predilección por los psicoanalistas, lo cual es notablemente<br />

menos útil. – volvió a mirar a Cúneo – Y que no he dicho aquello de defender como<br />

si fuese una sentencia, sino más bien un latiguillo. No seas tan exquisito con el<br />

lenguaje.<br />

– Claro, porque los españoles y el diván son dos extraños en la misma tierra.<br />

¡Vamos!. – bromeó Sebastiana – Y yo jamás me enamoré de mi analista. ¡Qué horror!<br />

– Es que esta muchachita. – continuó Lucía todavía mirando a Cúneo –<br />

¿Alguien ha dicho enamorarse? Si hablo de profesiones no hablo de adolescencias.<br />

Cúneo acordó, en medio de un inesperado gesto de complicidad con la<br />

española.<br />

– El sexo responde a una fórmula que mezcla por partes iguales a la fisiología y<br />

a la conveniencia ¿He de explicártelo?<br />

– Y una pizca de traición.<br />

A Lucía le agradó el término, sin embargo arrugó el ceño.<br />

– Por supuesto. – se afirmó Sebastiana – Traición a sí mismo.<br />

La española balbuceó un silencio. La dama buscó refugio en Cúneo, que sólo<br />

devolvió un gesto de inescrutable adustez.<br />

– ¡Niña! ¿De dónde has sacado tú ese pensamiento?. Por otro lado, ¿quién<br />

asegura que el sexo importa alguna entrega?.<br />

180


Bertolt hinchó las mejillas y se agitó en una risa apenas contenida. Parecía<br />

excitarse tras cada palabra pronunciada por la española. Sebastiana aceptó la gracia<br />

en medio de un sorbo a su jarabe.<br />

– ¿Qué dirías tú, entonces? – retomó Lucía ante Cúneo - ¿Que las manipulas?<br />

– Imagínate qué triste y miserable concepción de la ley si hubiese que prever<br />

que alguien la defienda. El Derecho es un cuerpo orgánico, se basta a sí mismo y<br />

desarrolla su propio mecanismo inmunológico.<br />

– Se resuelve por sí solo. – sugirió la española.<br />

A Cúneo no le convenció el verbo y ensayó otro camino.<br />

– Prevé que las partes de un litigio tengan la alternativa de poner la misma ley<br />

a su favor. Y es ella quien resulta siempre beneficiada. Boca y bocado, como se dice.<br />

El legista es un manipulador que bien puede estar de uno u otro lado, la diferencia<br />

no la hace él, no es él quien comete los errores.<br />

– Pero es el legista el actor de la justicia.<br />

– ¡No! El Hombre es el objeto del Derecho, que es cosa bien distinta.<br />

Sebastiana asentía con crocante benevolencia mientras privaba a la galleta de<br />

una de sus diminutas esquinas.<br />

– ¿Y el sentido de la justicia? Digo, vosotros defendéis causas. Eso ha de<br />

guardar algún significado.<br />

En medio de la pregunta, Bertolt echó una carcajada que sumió a Sebastiana en<br />

un sobresalto. Lucía lo miró por un momento y luego volvió a Cúneo. Sin embargo,<br />

fue el alemán quien dijo lo próximo.<br />

– Ero a gusticia e una astracción, Santa. – la frase le resultó tan costosa que<br />

luego de pronunciarla tosió con gravedad.<br />

A Cúneo aquello le causó auténtica gracia. El gringo empezaba a caerle<br />

simpático en el ápice de su borrachera.<br />

– No existe la justicia. Quiero decir, lo justo o injusto es un valor que uno coloca<br />

sobre determinadas cosas según su concepción del mundo.<br />

– Eso está muy bien y muy frío, niño. – dijo Lucía – La soledad tampoco existe<br />

y hay tanta gente sola.<br />

Bertolt rió atragantándose con la pasta de alguna verdura. Su rostro tornó en<br />

un violeta peligroso.<br />

– Y la mirada. Eso es lindo. – recordó de pronto Sebastiana – Que no exista,<br />

pero que toque.<br />

– Considerar que la gente está “sola” es también una cuestión de valor. –<br />

prosiguió Cúneo.<br />

– Está bien, pero hay que acordar alguna base de existencia ¡si no acabaremos<br />

todos por desaparecer!. Supongo que el Derecho estima existente al sujeto. Y ello<br />

trae a colación tomar partido.<br />

– No debe ser así aunque así sucede, de facto. Y para corregir tal aberración<br />

existe la Carrera de Derecho, pues el legista no puede darse el lujo de asignarse el<br />

juicio universal. Es el primer vicio del que debe desprenderse.<br />

– O sea que a ti lo mismo te da defender a uno que a otro, al asesino que a la<br />

víctima.<br />

Lucía preguntaba con la misma laxitud que si se tratara del pronóstico para el<br />

día venidero o las tendencias en la moda, lo que quitaba tensión a una escena<br />

compuesta por grandes desconocidos.<br />

181


– Si para mí es lo mismo o no, pasa a tener importancia relativa. Puedo<br />

asegurar, sin embargo, que debiera ser lo mismo.<br />

Sebastiana efectuó el último asentimiento en sincronía con la sílaba final. Cúneo<br />

se sintió dilatado, ancho sobre la silla.<br />

Una corriente de aire se coló por la puerta. Los tres, salvo Sebastiana, se<br />

volvieron para observar el ingreso a la sala de un hombretón que vestía moño y<br />

sombrero de safari. De su brazo colgaba una adolescente maquillada al estilo de una<br />

viuda expectante. El hombrecito de levita quitó los abrigos de ambos y el sombrero<br />

de él, y los condujo a una mesa reservada en el rincón de los candiles.<br />

La noche concluyó por caer, hasta allí había sobrevivido un rezagado fulgor de<br />

crepúsculo, una franja celeste que señalaba la curvatura del planeta como queriendo<br />

abrazarse a la luna en cuarto creciente.<br />

Cúneo se felicitó por llevar aquél, su mejor traje, y la pulsera comprada en<br />

Amsterdam, cuando vio al alemán ojear la hora en su reloj de oro. Sentía un<br />

borboteante placer a la vez que una serenidad pasmosa. El piano sazonando la<br />

ceremonia de las copas heladas con frutas tropicales, el vaivén de las velas de los<br />

yates amarrados al dique, el presagio de canícula que había cedido y aquella brisa<br />

fresca que rodeaba la terraza donde se encontraban, bajo el danzante temblor de la<br />

luz naranja que caía y el aroma a Sebastiana, que podía estar en cualquier parte y sin<br />

embargo había elegido estar ahí.<br />

Sebastiana, la más hermosa figura de la creación, la bailarina del Mediterráneo,<br />

la princesa del mercado de telas, la dueña de los ojos que no acaban, que no brillan,<br />

que no reflejan, porque devoran. Cúneo gozó saberla suya y la miró con tierna<br />

lascivia, recorriéndola desde el frágil valle de su cintura, las frondosas cúspides que<br />

mansas se hinchaban y cedían según el ritmo del aire, hasta el cuello que permitía la<br />

caricia a un afortunado pendiente de dos rubíes, hasta la cabeza, redonda y blanca<br />

cabeza, ensortijada de lábiles crespones tan negros como sus ojos, la nariz perfecta,<br />

las aletas pequeñitas, la boca sana, dulce, que besaba y se retiraba, que se humedecía<br />

apenas, que sabía a ella, a ese zumo de ningún alquimista, a esa fruta no descubierta.<br />

Ella le retribuyó una mirada de dama antigua, como ocultando su rubor detrás<br />

del abanico. Entonces él volvió a mirarle las manos. Un único anillo, un hilo de plata<br />

forjando una serpiente a lo largo de su dedo. No se notaban los huesos en esas<br />

manos. Ni el vello, no había siquiera lunares. No temblaba. Las uñas gráciles y<br />

brillantes.<br />

No se excitó al mirarla, señal que la amaba.<br />

182


LA TERRAZA LOS RECIBIÓ con una brisa fresca e inesperada.<br />

Las mujeres cubrieron hombros con abrigos, se abrazaron a sí mismas y<br />

buscaron refugio bajo el arco de sus respectivos hombres. Los cuatro avanzaron por<br />

el empedrado del puerto.<br />

Las parejas fueron separándose motivadas por una rara fuerza centrífuga.<br />

Cúneo y Sebastiana caminaban detrás de Bertolt, que dominaba su borrachera con<br />

decoro, y Lucía, que sacó su plateado teléfono celular y lo alzó hacia su oreja.<br />

Al cabo de unos metros, la pareja de adelante se detuvo y la que venía<br />

persiguiéndola logró darle alcance.<br />

– Pedí que pararan aquí. – dijo Lucía.<br />

Sin añadir más palabras, esperaron sumidos en penumbrosos y agotados<br />

rostros. De vez en cuando se dejaban escapar rumores al oído que cortaban el<br />

golpeteo hipnótico del agua sobre el murallón.<br />

Dos autos oscuros se detuvieron sobre la playa.<br />

Lucía pegó un beso en el rostro de Sebastiana y se despidió de Cúneo con un<br />

apretón de manos. El alemán saludó a ambos desde la puerta del coche.<br />

La dama y el abogado hicieron su ingreso al otro automóvil y ella indicó como<br />

destino su propio domicilio.<br />

Al llegar, abrieron la puerta e ingresaron sin decirse nada. Sebastiana propuso<br />

regresar al zaguán a beber unas copas.<br />

Se sentaron ambos sobre los pretiles opuestos, mirándose a las caras. Ella se<br />

quitó los zapatos. Del interior de la casa había vuelto con un pote al que dirigía su<br />

dedo mayor y del que lo extraía envuelto en crema helada. Lo llevó a la boca<br />

repetidamente y entre gemidos, ante la pacífica contemplación de Cúneo, que se<br />

había desprovisto del saco, dejado a un lado del cantero y aflojado la corbata.<br />

La dama se estiraba a lo largo del alféizar con la espalda apoyada en la<br />

columna de mármol, permitiendo al vestido verterse hacia un costado y desnudar<br />

sus pantorrillas.<br />

Cúneo se inclinaba hacia adelante, con la copa entre las piernas abiertas,<br />

trayendo para sí los pantalones para que no le cincharan la ingle.<br />

– ¿Qué te parecieron?<br />

– El alemán es un impostor.<br />

– Completamente. Entiende todo, el muy bicho, pero se transforma en<br />

neandertal cuando tiene que decir algo. Y habla el francés a la perfección.<br />

– Cuida los negocios de su padre.<br />

– ¿Te lo dije? Sí. Cierra los contratos, es la letra y voz de la casa central. ¿Podés<br />

creer?. El viejo se hartó de andar, no se mueve de Berlín.<br />

– Y la huescarense, ¡qué trajín que carga, mi Dios! – dijo sacudiendo<br />

183


violentamente una mano en el aire.<br />

– ¡Cúneo! – reprochó la dama, interrumpiendo la lamida a su dedo.<br />

– A los cuarenta va a pedir basta. ¿Qué hay con el gringo?<br />

– Llevan sus años, con vueltas. Sucede que los dos son blancos móviles. El<br />

planeta les gira bajo los zapatos. Entonces por temporadas no quieren saber el uno<br />

del otro. Tengo la impresión de que van a terminar juntos, pero a los setenta.<br />

– ¿Y vos?<br />

Sebastiana no lo miró, pegó sus oscuras pupilas al llamador de bronce de la<br />

puerta. Dos palabras que querían decir otra cosa, que querían pasar de página, y ella<br />

como si hubiese oído al agua correr.<br />

– Yo…<br />

Hizo desaparecer la última porción de helado detrás de la breve rendija de sus<br />

labios, luego los limpió con la lengua, colorada y lisa, brillante de saliva y frío.<br />

Descansó el pote en su regazo.<br />

– Yo voy a oler toda mi vida a frutillas. Y voy a construirme un castillo ¿te lo<br />

dije?.<br />

Hizo bailar en el aire la punta de la cuchara, dibujando la silueta ilegible de una<br />

torre colorada y una bóveda de vitrales amarillos, un túnel abarrotado de arcos y<br />

ventanas al patio, con sus arbotantes y fuentes de hierro negro. Y una bandera, en lo<br />

alto de la aguja, hecha de tela de Marrakech.<br />

– Voy a esperar cien años para regresar. No. Voy a agotar las ciudades y los<br />

mercados. Voy a disfrutar de hombres y mujeres hermosas. Y a los cien tendré un<br />

niño, que va a patalear en un moisés de plata. Que no va a perpetuar nada y de cuya<br />

vida voy a desaparecer cuando empiece a preguntar.<br />

La embestida de la noche era parca, apenas un tenue empujón de tiempo, con<br />

su batallón dormido de minutos y segundos. Cúneo hizo malabares con ideas<br />

insonoras. Sebastiana había construido y desbaratado diez palacios imperiales. Sus<br />

demoledoras manos buscaban sosiego.<br />

– ¿Y los hombres?<br />

La dama oyó. Cúneo lo dedujo porque el silencio era tan frágil que se quebraba<br />

a sí mismo. Sin embargo esperó los cien años de su parto.<br />

– ¿Ves la seda? – Cúneo no le quitó los ojos de encima a pesar de que<br />

Sebastiana quiso inclinarlo hacia una lonja de tela que alzó con la mano que daba al<br />

vano – Pasó un hombre.<br />

El mundo de Sebastiana. Un cuarto lleno de gritos suplicantes, una masa de<br />

bocas abiertas que aturden al que se apiada, y ella cómodamente sentada al otro lado<br />

de la vereda.<br />

– ¿Ves cómo se mueven las hojas de aquel helecho?. Otro hombre. Y al llamador<br />

de ángeles ha de haberlo acariciado una mujer. Las cortinas del otro lado de la<br />

ventana. Hombres que vuelan, ahora mismo, entre mis rulos. ¿Quiénes creés que son<br />

los que levantan ventarrones en el patio o corren las nubes sólo por esa bendita<br />

manía de querer evitar que me entretenga con…<br />

Cúneo pensó: ¿La luna? ¿Iba a decir “la luna”?. ¿Se entretendría Sebastiana con<br />

la luna?. En cambio dijo:<br />

– ¿Hombres que pelean?<br />

– Que pasan. Que me lamen sin permiso. ¿Los paños de colores en mi<br />

habitación? Para distraer a los hombres que abultan mis sábanas y me roban una<br />

184


caricia por noche, los muy caraduras.<br />

– Te desean.<br />

– Me vejan. Alabado sea el incienso que me permite averiguar por dónde<br />

andan.<br />

– Para eso.<br />

– Claro. Y para cambiar el olor que me dejan. Aquel olor era mío y me lo roban.<br />

Yo te dije que siempre voy a oler a frutillas.<br />

Sebastiana miró por primera vez a Cúneo. Su intención estaba plagada de una<br />

voluble y misericordiosa ira. Él le devolvió la gentileza.<br />

– Cúneo. – dijo.<br />

– Mirá, tanita. – se anticipó – Yo estoy buscando.<br />

– Sí. – se apiadó Sebastiana, la mujer del cuerpo grande depositado como una<br />

pluma sobre el alféizar. La mujer de las caderas talladas y los huesos de marfil – Ya<br />

sé.<br />

El zaguán se cargó de un denso silencio. La ventisca arremolinaba y huía,<br />

fabricando penumbras y vacíos de aire en los cuales no podía nadie moverse.<br />

– Quiero la nube. Me doy cuenta. Que no me suelten el lazo pero que mis<br />

patitas queden colgando.<br />

– Y yo te aplasto contra el piso.<br />

– Quiero que sepas que si pienso todo esto es porque hemos recorrido camino<br />

juntos. Para mí es importante. - dijo Sebastiana.<br />

Para Cúneo, ese texto convertía a la dama en cosa y la vio precipitar de cara<br />

contra las baldosas del caminito. Rodó, rodó por la gramilla seca hasta la vereda y<br />

luego la calle. El pavimento la recibió como una gorda bolsa de residuos. Sangraba<br />

restos de yogures y yerba húmeda. Fideos de antenoche y esquirlas de salvado.<br />

Sebastiana calló.<br />

– Martina. – dijo Cúneo, permitiendo al nombre repetirse en las paredes – No<br />

querés esperar cien años. Querés que las primeras veces sigan perteneciéndote. –<br />

dijo, odiando en una agonía espantosa, pues no había nada que se pudiese hacer.<br />

– Sí. – sentenció la mujer de los bucles infinitos, lanzando una pértiga oscura a<br />

la miel de los ojos suyos, los del abogado, escurrido en un rincón del zócalo.<br />

Se miraron desconociéndose. Cúneo llegó a pensar qué debía decir para<br />

conquistarla. Pero había una agria desaprobación en la cara de ella, un súbito apuro<br />

por salir de allí, por desenmarañar el instante.<br />

La última palabra había logrado apelmazarlo a una llana coherencia. Dejó la<br />

copa a un lado y retiró su saco. Al erguirse, la brutal paradoja lo sacudió. La dama<br />

allá abajo, mirándolo de soslayo, con el pote de crema apretado en su regazo. Y él en<br />

la altura, con la enorme cabeza de rulos en posición para un pisotón.<br />

Hizo dos pasos con lentitud, alejándose. Dio media vuelta y halló la espalda de<br />

ella partida en dos por la columna.<br />

– Metete que soplan hombres.<br />

La dama no respondió ni se dio vuelta.<br />

Cúneo cruzó la portezuela de metal y se perdió en la calle lamentando con<br />

amargura haber dejado tan lejos pero tan lejos el último bocado a la lengua dulce y<br />

caliente de Sebastiana.<br />

185


DENTRO DE SU COMEDOR, Cúneo se recordó a sí mismo una mañana<br />

similar, en la que despertó de un sueño perturbador.<br />

Se fregó los ojos y quitó los residuos lagrimales. Su producción de lagaña había<br />

aumentado notablemente. Ensució un dedo y fue con otro hacia la esquina del ojo,<br />

impregnó la yema con la mucosidad gris y gelatinosa, y nuevamente cambió de<br />

dedo. Cuando tuvo todos los dedos pegajosos, se limpió las manos refregándose en<br />

sus propias palmas y pasándolas por el slip. Los objetos enfrente suyo comenzaron a<br />

definir sus aristas y vericuetos, entonces se dedicó a su nariz. Hizo viajar ambos<br />

índices por cada lado y arrastró con ellos la grasitud. Volvió a limpiarse en sus<br />

propias palmas. En cualquier otro momento su adormilada conciencia hubiese<br />

catalogado de vulgar y asqueroso aquél neolítico mecanismo de acicalamiento, pero<br />

todavía no era él quien se paraba dibujando una leve joroba, con los pies en ve corta,<br />

en medio de ese comedor repleto de minucias de colores, pedazos de cierto tipo de<br />

papel o tela y olores agrios. Aún era el hombre detrás de los sueños, el que se<br />

detiene sin voluntad en mitad de las calles y muere aplastado repetidamente, el que<br />

cae desde la cornisa sin haber nunca subido a esas alturas, el que elige a las<br />

muchachas dentro de una multitud y las lleva con una mano hacia su sexo para que<br />

le efectúen el delicioso beso. Todavía era ese que insiste en olvidar sus pantalones<br />

cuando va al colegio.<br />

Pero septiembre fue apurando su mañana y la luz pronto cegó los ojos del<br />

Cúneo al que de verdad duelen los pellizcones, que morirá una sola vez y al que le<br />

salen las lagañas. Fue olvidándose del Cúneo de los sueños a medida que un fino<br />

sudor le aceitó el cuello y luego los brazos.<br />

La humedad era altísima y el día posiblemente rompiera algún récord. El ruido<br />

urbano fue caracterizándose; al piso subieron bocinas, murmullos de motores y los<br />

grises ecos que se suspenden como niebla y que están hechos de alguna densa<br />

mezcla de voces, puertas, ladridos y sirenas.<br />

Cúneo exhaló un monosílabo ácido. Se rascó la cabellera y luego una ceja. Sus<br />

ojos hurgaban con desaprensión el montón de porquerías desparramadas sobre la<br />

mesita ratona y los sillones. Después se fijó en el extraño objeto que partía el cristal<br />

de la ventana en tres triángulos. Lo abandonó para mirar su reloj.<br />

Luego de avanzar unos pasos para correr la cortina y descubrir el cielo apenas<br />

adornado con pompones de algodón, giró para inmiscuirse en la pequeña cocina.<br />

Allí lavó su cara. Hizo algunos buches y escupió un agua naranja. Cerró la canilla y<br />

encendió la hornalla para colocar sobre ella la pava.<br />

186<br />

0


Volvió a girar para encontrarse con la gota, cada día más trémula y sin embargo<br />

más terca. La miró con la cabeza algo inclinada hacia el hombro.<br />

Quizá en primavera.<br />

Se apartó para conducirse, mirando el piso, a lo largo del pasillo. Al arribar al<br />

vano de la puerta aceleró sus pasos para introducirse rápidamente en la ducha.<br />

Cerró de un manotón la cortina y el agua se precipitó entre chillidos. Al salir no se<br />

preocupó, pues todo estaba cubierto de vapor. Envuelto en un toallón llegó a su<br />

pieza. Se colocó el calzoncillo y los pantalones, luego las medias y los zapatos. Para<br />

cuando llegó el turno de la camisa se sentía nuevamente agobiado de calor. Abrochó<br />

uno a uno los botones blancos y quitó el saco del perchero. Lo colgó de su dedo<br />

índice y, de regreso en el comedor, lo dispuso prolijamente sobre el sillón.<br />

La pava pitaba con frenesí. Cúneo apagó la hornalla, tras escoger el pocillo de<br />

siempre echó en él las dos cucharaditas de café instantáneo, un finísimo hilo de agua<br />

y la gota de edulcorante. Batió con perseverancia hasta hacerle nacer a esa pasta<br />

moca un color mostaza intenso. Volvió a la pava y la observó pacientemente<br />

mientras descargaba el caudal de agua y humo blanco. La pasta se infló en un<br />

amargo quejido de río lejano y brotó en una espuma semejante a la greda.<br />

A Cúneo el aroma le regocijó, no sólo en el olfato sino en la piel, en los vellos<br />

de su antebrazo. Dibujó un círculo con la cucharita y luego la retiró, dando dos<br />

breves golpecitos en el borde de la taza. Giró con el pocillo en la mano derecha y lo<br />

llevó a su boca.<br />

El living estaba hecho un despelote de objetos de colores y de esa otra cosa que<br />

partía la ventana en tres.<br />

Su barba había crecido, el rasgueo que producía en su palma le recordó la<br />

temporada europea. Había aprendido a afeitarse a ciegas, tomando las medidas con<br />

los dedos, desde el pómulo hasta la mandíbula, desde el mentón hasta el labio,<br />

desde el otro labio hasta el tabique de la nariz.<br />

Y a quitarse las lagañas, a confirmarse que ya no quedaban piedrecitas. A<br />

peinarse en dos pasadas, calculando la mitad del cráneo con sus manos apoyadas en<br />

los pulgares desde las orejas y uniéndose en el cenit. A lavarse la cara en la bacha de<br />

la cocina y con detergente para platos.<br />

Aún no conseguía hacer simétrico el nudo de la corbata en relación con la hilera<br />

de botones de la camisa. Nadie decía nada, sin embargo, y a él había llegado a no<br />

importarle.<br />

Pues entonces, el espejo no era un objeto imprescindible. Tal vez fuese sólo una<br />

palabra. Una palabra que aparece al menos una vez en todos los libros, pero nomás<br />

una palabra. Y claro, el hombre siempre escribe sobre sí mismo. Él compartía esa<br />

idea. El hombre habla siempre de sí y desde sí, y el espejo es la excusa propicia para<br />

el hombre, pues lo devuelve, le asigna carácter de cosa. Ya le habían dicho a Cúneo<br />

que el hombre no sólo tiene un cuerpo, sino que también es un cuerpo.<br />

Silva lo llamó al celular en el preciso momento en que subía al colectivo. Le dijo<br />

que Arizmendi no estaba y que ella se iba a hacer cosas mejores, pues hacinada en la<br />

oficina no favorecería a ninguna causa. Le formuló una pregunta anacrónica, Cúneo<br />

debió esforzarse por comprenderla dentro de la multitud de pasajeros y carteristas:<br />

si debían apelar al concepto de Enfermedad del Trabajo o al de Enfermedad<br />

Profesional, porque había una gran brecha entre los dos, la segunda hallaba marco<br />

integral en una ley y la otra exigía mayor imaginación. Cúneo iba a responderle que<br />

187


consultara con Arizmendi pero lo suplió preguntando si no era “Accidente” el<br />

término exacto. Ella le gritó ¡No! desde el otro lado, que Accidente lo iban a utilizar<br />

para la amputación de la oreja, que se acordara, que ya lo habían discutido. Pero es<br />

que estoy en medio de un colectivo abarrotado, Silva, no escucho nada y entiendo<br />

menos. Ella dijo que volvía a llamarlo para pasarle las novedades.<br />

Cúneo apretó el botón del timbre y descendió del colectivo una parada después<br />

de haberlo tomado. Si nadie iría a la oficina, si en Tribunales su jefe no lo requería,<br />

entonces él también podía cambiar sus planes.<br />

Intentó recordar qué línea de colectivos lo conducía a la ferretería de su<br />

hermano. Un taxi resultaría demasiado oneroso y la cena de anoche le había<br />

chupado lo último del sueldo.<br />

Cruzó la calle y se detuvo de golpe. Rico le había pedido el revólver.<br />

Volvió a cruzar la calle, esta vez en dirección contraria, caminó las mismas<br />

cuadras y se metió al edificio. Entró en su departamento. El aire rancio lo deprimió.<br />

Tuvo la vaga impresión de que alguien solía decir algo cuando entraba a un cuarto<br />

vacío. Fue hasta su pieza y abrió el armario.<br />

El revólver estaba sobre el fondo del estante, pegado a la tabla. Sacó el<br />

envoltorio de papel de diarios y lo deshizo.<br />

El cuerpo negro y opaco del arma se dibujó frente a sus ojos otra vez. Lo sopló<br />

para quitar la capa de polvo, brillaron las circunferencias doradas de los proyectiles<br />

en el tambor. Volvió a involucrarlo en el papel gris. Lo guardó en su maletín y<br />

aseguró las trabas.<br />

Cuando pisó la vereda tuvo la impresión de que lo hacía por primera vez y<br />

dentro de ese reflejo se movió hasta la misma parada de ómnibus. Esperó unos<br />

minutos consultando nervioso el reloj y luego se salió de la fila profiriéndose un<br />

insulto. Cruzó la calle y se dirigió hacia la boca del subterráneo.<br />

La cueva lo empalagó de sudores y aires quemados, insertó la tarjeta en la<br />

ranura y activó el molinete cuidando de llevar el maletín siempre delante y a la<br />

vista.<br />

Se paró en el andén junto a un millar de oficinistas y vendedores.<br />

Cuando el convoy vació los frenos y apartó las hojas de las puertas, Cúneo<br />

apresuró el paso sin proponérselo, llevado por la gigantesca ola humana. La<br />

ferretería se hallaba en un barrio apartado. Once estaciones después volvió a ver la<br />

luz de la mañana. Caminó las cuadras bamboleando el maletín y sin pensar en nada<br />

que fuese a recordar luego.<br />

El cartel descascarado se le apareció recortando el cielo.<br />

Con él hicieron su ingreso dos hombres de overoles azules. Su hermano lo vio y<br />

festejó su presencia con un cabeceo mudo.<br />

El primer obrero solicitó un juego de gubias para concreto. El segundo se llevó<br />

dos docenas de ménsulas y diez rieles de dos metros. Desapareció abrazado a las<br />

varas de metal y esquivando el marco de la puerta.<br />

Cúneo prestó escasa atención a la decoración del lugar. Suponía que la<br />

distribución seguía siendo exactamente igual. Se aproximó al mostrador. Los<br />

hermanos se saludaron con un beso. Rico lo había acercado hacia él colocándole una<br />

mano en la nuca.<br />

– ¿Qué hacés? Me dijiste el viernes.<br />

– ¿No lo tenés?<br />

188


– Está mugriento y lleno de cosas.<br />

– No importa. Me lo llevo hoy, que tengo el día libre. Te lo devuelvo el lunes.<br />

– ¿La vas a sacar a pasear?<br />

– Al Tigre.<br />

Enrico observó a su hermano de pies a cabeza, desvergonzadamente.<br />

– ¿Te estás cuidando, pelotudo? Mirá que el viejo…<br />

– Me estoy cuidando.<br />

– Te hace faltan dosis de Martina, entonces.<br />

– La paso a buscar hoy también.<br />

– Eso está bien. No te alejes de la pendeja.<br />

– No me alejo. Estoy todo lo que puedo. ¿Las llaves?<br />

Enrico hizo un barullo revolviendo tornillos y otras minucias dentro de un<br />

cajón. Su mano negra de grasa rescató un juego añejo de llaves y lo puso sobre el<br />

cristal. Cúneo las examinó con remembranza.<br />

– ¿Va a arrancar?<br />

– Sí. Lo piso de vez en cuando. Para despuntar el vicio. Vos… – Rico lo señaló<br />

con su índice gordo y curtido. Apoyaba su panza en la tabla que a su vez sostenía la<br />

vieja caja registradora – Más vale que te hagas una escapada el domingo y le lleves<br />

la pendeja a la vieja.<br />

– Sí.<br />

– La vieja los espera, pelotudo. Su vida se reduce a la visita tuya de los<br />

domingos, entendelo.<br />

– Esto sigue teniendo el mismo olor espantoso.<br />

– Es una ferretería.<br />

– Pero modernizate. Ponele más luces, parece una cueva.<br />

– Vendo tuercas, hermanito. El circo del marketing es tan impredecible que<br />

capaz que pongo un farolito y un sahumerio, y la gente no viene más.<br />

– Abrime el portón.<br />

– Tomate unos mates. ¿No me decís que estás al pedo?<br />

Cúneo apretó los labios y calló. El sitio no le agradaba, le traía demasiadas<br />

imágenes y voces de sermones inaceptables.<br />

– Un café. – accedió.<br />

Rico hizo un ademán y se internó en los fondos. Cúneo dio la vuelta al<br />

mostrador y lo siguió. La cocina era una tiendita separada del salón por tiras de<br />

plástico.<br />

– Ya sé. Hay olor a gas. Hay una puta pérdida no sé dónde.<br />

– En casa de herrero...<br />

Cúneo se sentó en la única banqueta. Rico preparó el café para su hermano y el<br />

mate para él. Luego se apoyó contra la mesada de aluminio.<br />

– ¿El Viejo?<br />

Rico arqueó la boca.<br />

– Está hecho bosta, me parece. No se cuida, fuma y sigue con los viajes.<br />

– No le quedará otra.<br />

– Que se pudra. Que Dios me perdone. Y que la vieja me perdone, que todavía<br />

lo sigue respetando.<br />

– Es un viejo…<br />

– ¿Y? ¿Me vas a decir, justamente vos, que los años demandan respeto? Mirá,<br />

189


hermanito.<br />

Rico dejó el mate de lata a un costado y volvió a señalarlo al entrecejo con el<br />

índice gordo y mugriento.<br />

– Vos sabés exactamente cómo fueron las cosas. La vieja lo tenía impecable…<br />

“¿Por qué justamente yo?”, pensó Cúneo. Pero no se atrevió a preguntar. Se<br />

sentía vulnerable esa mañana. Vulnerable desde anoche.<br />

– Lo cuidaba, le hacía los controles, todas las boludeces de la diabetes. El tipo se<br />

las picó, que se joda.<br />

La campanilla de la puerta sonaba cada dos por tres y Rico debía desaparecer<br />

detrás de las cortinas de plástico. Volvía y repetía:<br />

– Pero te estás cuidando, mirá que la peste del viejo…<br />

Desde la cocina, Cúneo oyó a ancianas preguntando por el precio de los clavos<br />

más baratos, a vagabundos solicitando dinero o sánguches, a tacheros o policías<br />

buscando alguna calle. Enrico entraba y volvía a salir, dejando en estado beligerante<br />

a las tiras de la cortina.<br />

El abogado acabó su café y esperó el momento oportuno para despedirse.<br />

Enrico lo condujo por el pasillo trasero que cruzaba el depósito de mercaderías hacia<br />

el garaje parcialmente techado con láminas de zinc.<br />

Bajo una montaña de aserrín se ocultaba el Fiat 1500 color bordó que fuera<br />

propiedad de la familia, adquisición primera del padre de ambos.<br />

Enrico desenredó la manguera y la conectó a la boca de aire. Le advirtió a su<br />

hermano que se apartara y escupió hacia la chapa furiosos huracanes delgados y<br />

penetrantes, que levantaron el aserrín dejándolo en suspenso durante algunos<br />

minutos.<br />

Tras un vistazo circular, Cúneo descubrió que a la goma trasera le faltaba<br />

presión. Mientras su hermano desaparecía nuevamente hacia el salón, él se dedicó a<br />

colocar la manguera en la válvula para engordar el caucho.<br />

Con una franela despejaron los parabrisas y el abogado echó una recriminación<br />

al notar el estado del habitáculo.<br />

Rico se disculpó.<br />

- Me dijiste el viernes.<br />

Cúneo miró su reloj manchado con virutas. Luego abrió la puerta provocando<br />

un quejido de goznes y apretó sus nalgas en el vencido tapizado de pana. Se aferró a<br />

la barra negra del volante y echó una mirada sobre el tablero, la radio y el torpedo.<br />

– En la gaveta. – señaló Rico. Cúneo la abrió con un golpe y halló los papeles.<br />

Acomodó el espejito retrovisor, para lo cual solicitó a su hermano la franela.<br />

– Quedátela. – le dijo y se la traspasó por la ventanilla – Mamá lo miraba al<br />

Viejo acomodar el espejito y recitaba:<br />

ese espejo siempre miente,<br />

me muestra linda de frente.<br />

No te piden permiso esas boludeces para quedarse en la memoria - dijo su<br />

hermano, alzando los hombros, deshaciendo con su bota su propia huella sobre el<br />

aserrín. - De pibe la cuchara me parecía la cosa más curiosa. La parte del hueco te<br />

hace ver al revés pero al revés. – graficó girando sus palmas en una y otra dirección<br />

– O sea, cabeza abajo. La cuchara vendría a ser el colmo del espejo. - se rió, solo. - La<br />

marcha atrás es abajo y adelante ¿te acordás? Te abro.<br />

Enrico pechó las hojas de chapas del portón, que se multiplicaron en quejidos.<br />

190


La salida trasera de la ferretería daba a una calle barrial poco transitada; sin<br />

embargo, antes de sugerirle el paso, se apostó en el cordón y miró hacia ambos<br />

lados. Luego regresó al garaje y dio la orden.<br />

El Fiat corcoveó y perdió su marcha. Cúneo insistió en la ignición, provocando<br />

al arranque unas bocanadas de aliento vacío y metálico.<br />

– Cebalo. Está frío.<br />

– Lo voy a ahogar.<br />

– Cebalo. – repitió su hermano, con suficiencia.<br />

La máquina regresó a la combustión y la carcaza echó a temblar. Al cabo de<br />

unos apretones al acelerador comenzó a avanzar, lentamente.<br />

Al llegar al portón aminoró. Rico se acodó en la ventanilla.<br />

– Resolví el tema de la bomba, pero el burro rompe un poco las pelotas. Si se te<br />

para vos tranquilizate, dale una, dos, tres vueltas que va a arrancar.<br />

– Nos vemos el finde.<br />

– Más te vale, pelotudo. Besos a la pendeja.<br />

Se despidieron con palmadas al hombro. El auto volvió a avanzar y volvió a<br />

detenerse, esta vez a orillas del cordón. Luego inició su marcha final por la calle de<br />

adoquines y baches.<br />

191


EN EL CAMINO HACIA EL JARDÍN DE INFANTES, ubicado en la frontera<br />

del barrio de Caballito, Cúneo hizo un desvío y se metió en un lavadero de autos. Se<br />

sentó en la cafetería a esperar. En principio ojeó pacíficamente el periódico,<br />

matizando la espera con un cortado y tres medialunas saladas. Luego se impacientó.<br />

Las horas corrían con premura. Terminó por enfadarse. Cuando el adolescente hizo<br />

entrega final de las llaves se las arrebató con furia y abolió la propina.<br />

El habitáculo olía a dulces artificios. Los asientos traseros eran amplios,<br />

imaginó a Martina jugando con muñecos y desparramándose junto a su risa camino<br />

a los muelles del Tigre. Pensó que nunca había llevado a su hija en ese auto. Pensó<br />

que su padre los llevaba a él, a Rico y a su madre todos los fines de semana cuando<br />

todavía iban a la escuela primaria. En el camino recordó algo de pronto y tuvo el<br />

ímpetu de frenar. Había olvidado dejar el revólver a su hermano. Estaba a su lado,<br />

en el maletín. Y se molestó con gravedad pues el descuido le obligaría a viajar con el<br />

arma a todas partes durante la tarde entera.<br />

Guardó la esperanza de llegar al jardín a tiempo, pero ante la visión de los<br />

portones supo de inmediato que no lo había logrado. El lugar estaba desierto. Un<br />

grupo de maestras se retiraba cuchicheando y sujetando bolsones.<br />

Se condujo hacia la avenida y tomó el camino a la casa de Martina.<br />

Había cargado combustible pero en el frenesí había obviado confirmar el<br />

funcionamiento de la radio. De la boca del pasacasét asomaba una carcaza plástica<br />

color blanco. La retiró, alternando su visión con el parabrisas. Era una cinta de Nino<br />

Bravo. La arrojó sobre el asiento y la voz edulcorante de una locutora llenó el vacío.<br />

Estacionó frente a la casa, que sólo mostraba maleza en el jardín delantero. Otra<br />

cosa que había olvidado con el apuro era comprar caramelos.<br />

Tocó el timbre, lo recibieron los cabellos almendrados de Giovanna y un mohín<br />

de sorpresa. Ella le permitió pasar y cerró la puerta tras de sí.<br />

– ¿Martina?<br />

– En la cocina.<br />

Cúneo se sintió doblemente molesto por no haber logrado retirarla a la salida<br />

del jardín pues eso le propiciaba aquella visita a esa casa de paredes infladas de<br />

humedad, sus queridos muebles sucios y maltratados, sus plantas quemadas, los<br />

pisos levantados.<br />

Lo que terminó por sumirlo en un acceso de rabia fue la voz que intercambiaba<br />

con Martina. Al abrirse la cocina halló a la nena de los moños garabateando rostros<br />

inverosímiles muy cerca de un hombre de costillares anchos, que usaba barba<br />

candado y cabello ensortijado. El hombre alzó la mirada y con él Martina, que al ver<br />

a su padre abandonó la silla de un salto y corrió hacia el apretujón.<br />

Cúneo la besó oprimiéndola contra su pecho. Mientras la cargaba oyó que le<br />

192


decían: “Mucho gusto”.<br />

– ¿Qué estás haciendo?<br />

– Dibujitos. Él es Ricardo.<br />

– Te pasé a buscar por el jardín, pero ya era tarde.<br />

– Ricardo me buscó. ¿No trabajás?.<br />

– Tengo el día libre, por eso…<br />

– ¿Te quedás?<br />

– No, mi amor. Te llevo.<br />

Giovanna los contemplaba flanqueando la puerta, con los brazos cruzados.<br />

– ¿A dónde?<br />

– No sé. ¿A dónde querés ir?<br />

– No sé.<br />

– Vamos a almorzar. ¿Almorzaste?<br />

– En el jardín.<br />

Cúneo no pudo notarlo pues se hallaba a su espalda, pero Giovanna gimió una<br />

húmeda tristeza.<br />

– Vamos a pasear, entonces. ¿Sabés qué?<br />

– ¿Qué? – preguntó la nena llevando un dedo a su boca.<br />

– Traje una cosa.<br />

– A ver.<br />

– De qué tamaño, preguntame.<br />

– De un caramelo.<br />

– No, mi amor. Me olvidé de traerte caramelos, pero ahora vamos y los<br />

compramos.<br />

– De un… ¡juguete!<br />

– Más grande.<br />

– De un perrito.<br />

– ¿Querés un perrito?<br />

– Anda hinchando con que quiere un perro. – señaló Giovanna desde atrás.<br />

– Más grande.<br />

– ¿Más grande que un perrito? Una persona. – dijo, notoriamente afligida.<br />

– No. Una ayuda: es tan grande como un auto.<br />

– ¡Un auto!.<br />

– ¡Sí!.<br />

– ¿A verlo?<br />

Cúneo la cargó hasta la ventana. Martina corrió las cortinas y pudo ver, de<br />

costado y alineado con la acera de enfrente, el voluminoso cuerpo del Fiat.<br />

– ¿Lo compraste?<br />

– Es mío. Y del tío Rico y de la abuela Elena. ¿Vamos?. Buscate la muñeca.<br />

La dejó sobre el piso pero la nena no se movió. Tenía el dedo en la boca y lo<br />

giraba imperceptiblemente en uno y otro sentido.<br />

– Cúneo. – Giovanna se acercó dos pasos – Martina quería ir al parque.<br />

– Está bien, vamos.<br />

– Pero quedó en juntarse con los primos. Vienen de Lomas. Lo están planeando<br />

hace varios días.<br />

La mujer dedicó una veintena de segundos a un silencio amargo. Se atrevió a<br />

añadir:<br />

193


– Me pediste que te lo dijera: van también los hijos de Ricardo.<br />

– No. – sentenció – Con más razón Martina viene conmigo.<br />

– Cúneo…<br />

– Yo a este tipo no lo conozco y mucho menos conozco a su hijos.<br />

El hombre de la barba candado se había acurrucado en un rincón de la cocina.<br />

Simulaba ver por la ventana hacia las plantas del patio.<br />

– Lo entiendo, Cúneo. Martina me habló de Laura.<br />

Él se paralizó. Hurgó con desesperación las imágenes compartidas por la<br />

maestra y su hija, la fecha, el lugar, los espacios por los que se movieron, las cosas<br />

que se dijeron, los objetos que intercambiaron. Una muñeca de trapo se apareció<br />

como una presencia tenebrosa.<br />

– Ella estuvo con nosotros un rato y se fue. Y no tiene hijos con quienes yo<br />

obligue a Martina a congeniar.<br />

– No me interesa. Pero quiero decirte que no podemos evitar que Martina<br />

socialice con nuestros círculos de afecto.<br />

– ¿De qué me hablás? ¿Qué afecto tenés por los hijos de este tipo? No quiero<br />

que le impongas relaciones que no puede comprender.<br />

– Cúneo.<br />

– Es una nena. A ver si te entra en la cabeza… y pensá un poquito más en lo<br />

que hacés.<br />

– Cúneo.<br />

Giovanna temblaba y esta vez Cúneo lo notó. No era miedo, al menos no era un<br />

miedo que él pudiese explicar con facilidad. Se mantuvo erguida en el mismo sitio,<br />

con los brazos cruzados y la mirada tiesa. Cúneo la contempló embebida de una<br />

palidez mortuoria. Descubrió, en su ahínco, que ella quería transmitirle alguna<br />

secreta información, que estaba haciéndole una especie de imposible gesto cómplice.<br />

Le estaba indicando el suelo, el piso de baldosas levantadas. Cúneo no comprendió<br />

pero la misma sugestiva labilidad lo condujo hacia el destino que ella exigía.<br />

Al pegarse la barbilla al pecho no halló el piso, como había previsto, sino a una<br />

nena de moños que se mordía furiosamente el dedo y que temblaba como una hoja,<br />

en pleno acceso de una fiebre de tragedias y dolores injustos, perfectamente<br />

intercambiables por risas, regalos, caramelos de miel.<br />

La nena no miraba a nada ni a nadie. Su convulsión era secreta, eran sólo para<br />

sí misma los caminos por los que andaría, el planeta de su cosmos privado al que<br />

daría vida.<br />

Martina sudaba un agua fría que le provocaba burbujas en la frente.<br />

Cúneo se agachó, desalentado.<br />

– Hija…<br />

La nena no lo miró.<br />

Cúneo se supo dueño de una habilidad poderosa y execrable: podía birlar la<br />

facultad del llanto. Porque su hija no lloraba y él hubiese matado para devolverle las<br />

lágrimas. Pero esa nena que balbuceaba borbotones de saliva mogólica no emitía<br />

ningún otro sonido más que el de las burbujas al romperse en su boca. El padre la<br />

tomó de los brazos y la sacudió nerviosamente porque parecía muerta. La madre<br />

temblaba quieta y muda, ahogada en un estupor febril, sin atinar a nada, sin mirar<br />

hacia ninguna parte; no aulló porque le habían cortado la lengua, pero debió aullar<br />

al presenciar cómo ese hombre sacudía a su hija como si fuese un plumero. Cúneo se<br />

194


sintió solo, como si todos fuesen cadáveres, como si el tiempo se hubiese detenido.<br />

Pero el sudor de la nena continuaba cayendo.<br />

– Mi amor. – silabeó con la subrepticia promesa de llorar él todo lo que ella no<br />

podía – Mi amor, mirame.<br />

Cuando la nena puso fin a sus ojos en el cuerpo agotado de su padre, Giovanna<br />

suspiró de a pedazos.<br />

– ¿Querés ir al parque con tus primos?<br />

La nena conservó su estatismo, la única diferencia era que ahora había algún<br />

indicio de vida en sus pupilas, un lejano grito, un umbrío reclamo de paz, una<br />

violenta voz que se hamacaba entre el ruego y la invectiva.<br />

– ¿Querés quedarte, mi amor?<br />

Lo único que Martina quería era ponerse de pie frente a su cajita de papeles de<br />

caramelos, brillantes papeles que guardaban por un tiempo el aroma dulzón de la<br />

miel; lo único que Martina quería era un perrito que tuviese cola ancha y peluda y<br />

que no mordiera y que fuese igual al de la tele; lo único que Martina quería era una<br />

plaza grande donde cupieran todos y saber si los semáforos gigantes que le<br />

prometiera su padre iban a poder servir también para detener a los cometas. Y como<br />

la pregunta no tenía nada que ver con lo que ella quería, siguió callando.<br />

– ¿Querés quedarte en casa, mi amor, para ver a tus primos?<br />

Como el aire que respiraba era el mismo que respiraba su padre, pues estaban<br />

demasiado cerca el uno del otro, se sintió ahogada. Y ese aire, que tenía el olor de la<br />

casa pequeña de su papá, sobre todo de la pieza de su papá, la pieza donde ella y él<br />

dormían los fines de semana, empezó a saberle a veneno, y quiso escapar de ahí. Se<br />

le achicó el pecho y el reflejo fue apretar aún más los dientes. Cúneo hubiese querido<br />

tirarle del dedo para que no se infligiera más daño, pero la prensa era tan dura que<br />

el remedio sería peor que la enfermedad.<br />

– Vos podés hacer lo que quieras, mi vida. Lo que quieras. Nadie va a obligarte<br />

a nada. ¿Querés ir al parque?<br />

Martina encontró su momento de inútil y olvidable felicidad. Una felicidad que<br />

era, en realidad, menos agobio. Movió la cabeza de arriba abajo, con ritmo marcado,<br />

indudable.<br />

Cúneo apretó los labios y Martina averiguó a los cuatro años lo que era odiarse<br />

a sí misma.<br />

– Está bien, mi vida. Está todo bien. Andá al parque. Disfrutalo. Jugá mucho<br />

¿sabés?.<br />

La nena se hizo más chiquita cuando él la llevó hacia su pecho y la hizo<br />

desaparecer en un beso a la frente, a las mejillas, a la cara entera.<br />

– Yo te paso a buscar mañana.<br />

Enderezó sus rodillas y Martina quedó abajo, nuevamente.<br />

Cúneo se apresuró a huir de allí. La nena pidió upa hasta la puerta. Él la cargó<br />

y la devolvió al suelo una vez en el zaguán.<br />

Al subir al auto, Cúneo supo de una urgencia que él mismo había presentido.<br />

Sin moverse de su asiento lo pensó una vez.<br />

Después miró su maletín.<br />

195


CORRIÓ EL AUTO hasta la próxima esquina. Giró a la derecha y estacionó con<br />

la trompa apuntando hacia la calle de Martina.<br />

Reclinó la butaca y bajó los parasoles. Aguardó. Cruzó los brazos sobre su<br />

pecho, más tarde los desató y comprimió el lado derecho de su cadera contra la<br />

pana. Tenía la tarde libre. Y tenía el maletín. Las gotas del desodorante que habían<br />

colocado los del lavadero, acababan por precipitar y humedecer con una viscosa<br />

película las manos, los plásticos, las alfombras. Las ventanillas estaban al tope y el<br />

aire volvía a ranciarse y a hacerlo sentir viejo. En los intervalos olía su hálito, cada<br />

vez con más consistencia de jarabe. Entonces por la esquina apareció el hombre.<br />

Caminaba con ambas manos unidas por unas llaves que luego condujo al<br />

bolsillo de su pantalón. Se detuvo en la esquina, espió hacia los lados. Cúneo se<br />

agachó, convencido de que el hombre había visto el auto pero no lo conocía; cruzó la<br />

calle. Avanzó en línea recta, comiendo cuadras y deteniéndose sólo una vez para<br />

comprar alguna cosa en el mismo quiosco a donde él iba antaño por sus cigarrillos.<br />

Quiso poner el auto en marcha. El burro de arranque le jugó una broma pesada<br />

devolviendo una exhalación de huecas toses disneicas. El ruido armónico del motor<br />

llegó luego de sordos ruegos e insultos descompuestos, escupidos por boca de<br />

Cúneo al espacio vacío. El automóvil avanzó con pereza por dos calles hasta<br />

enmarcar dentro de los límites del parabrisas la figura del hombre de barba<br />

candado.<br />

Se detuvo en una cabina telefónica. Quitó lo que había colocado en su bolsillo<br />

tras su paso por el quiosco y llevó el auricular a su oreja, apretándolo contra el<br />

hombro derecho. Estuvo allí por término de diez minutos. Cúneo debió pasar de<br />

largo, urgido por el tránsito. Al retomar la manzana volvió a hallarlo en el mismo<br />

sitio. El hombre colgó el teléfono y continuó la caminata, pero esta vez rompió la<br />

recta y viró por una calle perpendicular.<br />

El sol de la siesta cegaba las calles. Las nubes se habrían escurrido en alguna<br />

parte. El barrio se mostraba impertinente y concurrido. Familias enteras de<br />

comerciantes, promotores, repartidores de volantes, inmigrantes, pululaban<br />

sumiéndose en un vaporoso murmullo que emergía de todas las bocas al mismo<br />

tiempo, se alzaba apenas por sus cabezas y se sublimaba junto a la combustión de los<br />

coches, el gaseoso ácido de los puestos de comida, el humo de los cigarrillos.<br />

Su inverosímil persecución comenzó a enfrentar graves inconvenientes pues el<br />

tráfico era febril. Afortunadamente, el hombre ingresó en un estacionamiento y al<br />

rato emergió conduciendo un automóvil azul petróleo.<br />

El vehículo tomó por avenida Irigoyen, bulevar de los santafesinos y recobró la<br />

recta en Vía Piamontesa.<br />

Cúneo se supo solo. Su nariz ardía de sangre. El aire le entraba caliente.<br />

196


Conducía un vetusto automóvil, vivía en una porquería de departamento en una<br />

mugrienta periferia de la ciudad. Su mujer llevaba a un tipo delante de las narices de<br />

su hija y consumía su ansia de carne en la casa que era de él, en esa casa que<br />

fulguraba verdes bonsái y empeñosos muebles cuando él, y cuya tarjeta de<br />

presentación eran hoy un matorral de dientes de dragón y cardos de troncos<br />

imposibles.<br />

El auto se detuvo. Entonces el abogado desciende olvidando asegurar las<br />

puertas pero sin olvidar, de ninguna manera, el maletín. Corre sacudiéndolo por la<br />

vereda que termina en la calle y que termina en la plaza. Los árboles le dificultan la<br />

marcha, y los ancianos, y las palomas que se alborotan en truenos de plumas y<br />

excrementos y la otra calle y los escalones.<br />

En esa corrida, el calor va a transformarse en ríos que buscarán sus cauces en<br />

las arrugas de la cara, en los surcos de la nariz, en las cuencas de los ojos. Las gotas<br />

serán de gruesa y densa mermelada, como si no fuese sólo agua sino agua con algo,<br />

con pulpa o semillas o fibras; abarrotadas fibras del mango, que es pura fibra y<br />

carozo, o serán carozos. Puede ser también sangre. Lloverá sangre desde el cenit, o la<br />

famosa sangre en el ojo, o de la nariz. Será la sangre hirviente de la nariz, aquella<br />

que le convierte la inhalación en hilos de fuego. Pero llega el invierno prematuro y<br />

violento. Y la puerta de metal lustrado y la misma combinación de números y letras.<br />

El tipo lo hace pasar como si no tuviese tiempo para estupideces. Pues verá. Y<br />

se coloca detrás de su pretencioso escritorio.<br />

Cúneo lo mira y, paradójicamente, por primera vez encuentra en él a un<br />

hombrecito de insignificancia, a un desolado y desmembrado títere que con los hilos<br />

hechos galleta se decolora al fondo de un baúl.<br />

Esta vez no hay música. La pausa podría durar la eternidad.<br />

– ¿Un café?<br />

- No.<br />

– Dígame usted, entonces.<br />

– Usted ha dicho.<br />

– Sé lo que he dicho.<br />

– No. – se impone otra vez Cúneo, apretujando el maletín contra su barriga –<br />

No sabe lo que ha dicho.<br />

El abogado joven se florea con una sonrisa que muestra un solo diente, el del<br />

fondo. Ha de ser una muela. De las palmas de las manos aflora un sudor que le hace<br />

los dedos más grandes sobre la cuerina del maletín.<br />

– Voy a hablarle de su presuntuosa escalada al pilar del hierofante para creerse<br />

que lo ha sustituido sólo porque él duerme. Voy a decirle que el acceso al altar no lo<br />

convierte en nada. Me extraña, un hombre con su cultura. El altar no es más que un<br />

pedazo de piedra si lo pisa un hombre pequeño. Y sólo los hombres pequeños creen<br />

que copando el pedestal conquistan los cielos o la Historia. Usted cree que está por<br />

encima y lo único verdadero es su delirio de ascenso infinito; lo único cierto es que<br />

se gasta el aliento en una versión paupérrima del Sísifo.<br />

El tipo del escritorio de roble sonríe con pasmosa tranquilidad, como si hubiese<br />

oído cosas idénticas demasiadas veces. Cruza los brazos sobre su pecho y se echa<br />

hacia atrás en su caro sillón de cuero. Por detrás suyo, la ciudad capitula al pie del<br />

rascacielos; en esa aguja en cuya cabeza están los dos hombres, el crepúsculo verde<br />

toma lugar a través de las lonjas de cristal que rodean la sala. Enormes lonjas de<br />

197


cristal.<br />

La pausa no había durado mucho pero aquél señor desvergonzado lo apuró, vil<br />

intento para quebrar su aplomo.<br />

– Siga.<br />

– Pero se ha encontrado usted con quien exorcizará su… – no le salió la palabra<br />

adecuada. Calló. – maldición – dijo luego – Ha de olvidar su ilusión de connivencia<br />

universal, como si fuese dueño de la redención y el castigo. Su apetito ha de acabar.<br />

Apetito, sí – continuó Cúneo como si alguien le hubiese interrumpido – porque ha<br />

pretendido devorarme, se ha creído con el poder de convertirme en uno más de los<br />

bienes de su concupiscencia, ha creído que su flaca estructura de poder, la obscena<br />

amistad con Arizmendi, las penumbrosas conversaciones a mis espaldas donde<br />

barajaban el destino de sus púberes gregarios, habrá creído iba a tragarme también a<br />

mí. Pero voy a romper su invicto, doctor Saavedra.<br />

Cúneo deslizó el maletín de su barriga a su falda, colocándolo exactamente en<br />

posición horizontal, con las trabas hacia adentro.<br />

– ¿Quiere saber qué he venido a decirle? Que no soy un necio. Que he corrido el<br />

velo hipócrita de su generosa propuesta y descubro, no con sorpresa pero sí con<br />

indignación, que su compasivo convite oculta la condición de un favor miserable.<br />

¿Cuántos Conineas absueltos, cuántos rascacielos como este serán necesarios para<br />

ser suficientes? Y su tosca composición de personaje frente a la ménade Ballentin,<br />

“¡Vaya coincidencia, trabajan en el mismo caso!”. ¡Usted no quiere saber de dónde<br />

he venido!.<br />

Cúneo se puso de pie frente a Saavedra, repartiendo sobre la pared el<br />

resplandor verde del atardecer. Ya con el maletín sobre el escritorio, abrió la<br />

cubierta. Las trabas estallaron una, dos veces, quebrando el silencio con sus chillidos<br />

metálicos.<br />

– Confieso que he de madurar mucho aún. Confieso que sigo cayendo en<br />

trampas arcaicas. No sé si había por qué sospechar, y yo no lo hice cuando fue usted<br />

y no una pétrea telefonista quien se comunicó para ofrecerme afiliación a su<br />

laureado bufete. Pero el hilo debe cortarse por algún lado, ¿verdad?. Pues bien, he<br />

aquí su fusible.<br />

Cúneo echa su mano al interior del maletín. Saavedra aguarda su suerte<br />

paralizado en una pose blanca, lívida. Parece un muñeco sin terminar, una masa de<br />

hule con unos pocos cabellos.<br />

Cúneo sabe que si es lo suficientemente rápido, si ejecuta la acción con tal<br />

velocidad que le permita no darse cuenta, se hará dueño de su destino, más no fuera<br />

para acabar con él.<br />

Cuenta tres, en voz alta pues los oídos de un muerto no importan, alza las dos<br />

manos y tiene oportunidad de comprobar que el tambor posee cuatro balas.<br />

Alternativamente ve la orejuela del arma entre los ojos de su victimario, ahora<br />

víctima, y la ventana bañada en verde manzana y luego verde aceituna.<br />

El opaco cañón cabalga el éter, a una distancia de un brazo, y Saavedra no dice<br />

ni hace nada. Cúneo sabe que las cosas están sucediéndole mucho más lentamente<br />

que al resto del mundo y por ello entiende que lo que será un disparo para los<br />

demás, para él significará una vida completa durante la cual podrá absorber cada<br />

giro de la bala por cada segmento de aire, percibir con precisión el momento del<br />

impacto, el trazo del orificio, el flamante manantial de sangre limpia y ardiente, y<br />

198


podrá contar las gotas que se suspenderán durante horas en el aire.<br />

Cuando el martillo se retraiga emitirá un muy nítido clic que ordenará de modo<br />

distinto las cosas en su vida. Con los ojos abiertos y puestos en la orejuela, nota que<br />

el arma sube y baja en intervalos brevísimos. La amartilla y apresta su dedo índice<br />

sobre la curva helada del gatillo. Ha decidido golpearle allí, en el ecuador de la<br />

frente. Se reserva un fantástico presagio que le dice que cuando la bala estalle no se<br />

construirá de gemidos el resplandor, sino que será un ruido limpio, corto y ahogado,<br />

como un puño seco en el estómago.<br />

Una burbuja salada arde en su labio.<br />

– Saavedra. – pronuncia Cúneo con firmeza.<br />

El relámpago nace de todas partes, un sopor lo visita y abandona casi al mismo<br />

tiempo. El estallido le penetra el cráneo de lado a lado. Un huracán helado le cose las<br />

sienes en puntadas convulsivas.<br />

La primera bala da en la cabeza. La segunda sufre el efecto del envión y golpea<br />

en la clavícula. La tercera confirma que un arma pesa más cuanto más dispara e<br />

impacta en alguno de los rígidos músculos del pecho.<br />

Saavedra es un saltimbanqui sin hilos, con la cabeza echada hacia adelante,<br />

escupiendo jarabe por bocas nuevas. Al cuarto y definitivo proyectil lo recibe en sus<br />

manos, extendidas sobre el escritorio de roble. Muy bien, muy bien, pronuncia el<br />

saltimbanqui y en vez de desplomarse se yergue por delante de las lonjas de cristal.<br />

Cúneo se ha despojado del arma y con ella de su turno en el diálogo. Saavedra<br />

examina el proyectil con falsa indiferencia, posponiendo la ansiedad para un<br />

momento menos incómodo. No dice “Gracias” sino simplemente “Muy bien”.<br />

Cúneo se sonroja y estira los dedos como un niño a su chupete. Va a<br />

estrecharlos en un manojo de mármoles.<br />

Pero Saavedra, antes de retribuir el apretón, guarda con llave en un cajón de su<br />

escritorio la carpeta de tapas granates.<br />

199


LAURA QUITÓ EL CERROJO y antes de entrar al departamento cumplió con<br />

su costumbre de ordenar esconderse a los fantasmas de los cuartos vacíos.<br />

Aquella vez se preguntó por qué echaba a los fantasmas cuando, realmente, le<br />

fascinaría encontrarse con uno.<br />

Ella no lo sabía aún, pero esa tarde su ambigua fantasía iba a cumplirse.<br />

Entró al comedor con cierta dificultad pues cargaba con ambos brazos el<br />

pesado obsequio que había confeccionado para Cúneo.<br />

Cerró la puerta tras de sí con un talonazo, dejó caer primero las llaves sobre la<br />

mesa y luego descargó el obsequio con cautela.<br />

Bebió un respiro, puso sus brazos en jarra. Miró aquí y allá. Sintió olor a falta<br />

de luz y fue hacia la ventana a correr las cortinas. En el camino se encontró con la<br />

gota, el cuadro que Cúneo comprara a Claudio el día de la exposición y que ahora<br />

colgaba justo por encima del sillón.<br />

Antes de desnudar el vidrio que daba hacia el patio interno, Laura debió<br />

primero correr el atril que partía la ventana en tres, aquél atril que sostenía un lienzo<br />

apenas manchado. Las patas de madera hicieron un poco de ruido y tambaleó la<br />

paleta de acuarelas.<br />

Fue hacia el baño, se lavó la cara, regresó a la cocina, se preparó unos mates y<br />

se sentó a esperar. En pocos minutos se durmió sobre la mesa, abrazada al obsequio.<br />

Cuando despertó, la casa estaba sumida en una completa oscuridad.<br />

Levantó su cabeza y buscó algún reflejo gris al cual aferrarse. Un azulejo de la<br />

cocina devolvía la tenue luz que ingresaba por la ventana. Abandonó su silla, hizo<br />

dos pasos y estiró su mano hacia el interruptor.<br />

La luz golpeó su cuerpo. Cuando el blanco cachetazo dejó de arderle en las<br />

pupilas volvió a alzar la vista y sintió a la muerte hundirle el pecho.<br />

Cúneo estaba parado en el comedor, mirando hacia la gota, con los brazos<br />

colgando. Uno de ellos sostenía el maletín.<br />

Laura se preguntó qué hacía detenido frente a algo que no podía ser visto en la<br />

oscuridad. Y cuando la luz bañó la sala, tampoco se había inmutado. Lo llamó por su<br />

nombre en voz baja, temerosa de que cualquier sobresalto pudiera derribarlo al piso<br />

y partirlo en pedazos.<br />

Cúneo no respondió, Laura volvió a pronunciar su nombre y esta vez su voz<br />

sonó algo más aguda por efecto del miedo. Vio que de la mano que sostenía el<br />

maletín manaba un fino hilo de agua colorada. Parecía sudor y parecía sangre. Hizo<br />

el primer paso para rescatarlo pero él, al fin, habló.<br />

- ¿Cuándo lo supiste?<br />

Laura detuvo su impulso como si le pusieran una mano en la frente.<br />

Permaneció donde estaba, mirándolo de espaldas a ella.<br />

200


- ¿Cuando te diste cuenta? - volvió a preguntar sin quitar los ojos de la gota.<br />

Ella apresó el silencio, debió echarse hacia atrás y apoyarse en una mano contra<br />

la mesa para sostener la revelación.<br />

La noche era sentencia. Del patio interno provino un delgado remolino de<br />

primavera. Laura se abrazó.<br />

- ¿Y ahora no es un poco tarde?<br />

La pregunta de Cúneo se desarmó como una bandada, se deshizo en contacto<br />

con el aire. Como si no pudiese sobrevivir a la respuesta. Como si fuese una<br />

afirmación.<br />

Laura lo entendió así, pero Cúneo no aportó ni siquiera un suspiro. De la mano<br />

que apretaba con furia la manija de su maletín brotó un río de sangre.<br />

- ¿Por qué? - dijo Laura. Pero de inmediato supo que esa no era la pregunta que<br />

proseguía. - ¿Qué hiciste?<br />

Laura aguardó, pero lo único que vino por ella fue un bloque de helado<br />

silencio.<br />

Cúneo buscaba una respuesta en el cuadro de la gota. En esa pintura de escasa<br />

profundidad, casi sin fondo. Ese junco podía emerger tanto de una maceta como de<br />

una pradera. No existía línea que pudiera sugerir un paisaje, ni responder por el<br />

origen o la razón de la gota, si de nube o regadera. ¿Y delante? ¿Cuál es el mundo<br />

que le pasa delante? ¿De qué podría hablar la gota, si hablara? De Cúneo entrando y<br />

saliendo, cruzando para ver por la ventana, sentándose a tomar un café,<br />

sintonizando la radio, quitándose las lagañas. Ha de tener historias más antiguas<br />

que contar, la mano de Claudio dándole oxígeno, haciéndola florecer, algún vago<br />

recuerdo de los rostros sin nombre que se pasearon delante suyo en la exposición,<br />

recuerdo de voces de aclamación, desprecio, indiferencia. ¿Se habrá detenido<br />

Martina alguna vez a contemplar la pintura que compró su padre?. ¿Conocerá la<br />

gota a su hija? ¿Habrá dicho ella algo en su ausencia, se habrá animado a llorar?. El<br />

mundo de la gota es ese marco al que le han condenado. Y está allí, estática, sin ver<br />

más que las mismas cosas todos los días. Cúneo se desesperó. Una ventana, claro.<br />

¡Pero si lo había leído!. Por vez primera quitó los ojos del cuadro. Había encontrado<br />

la respuesta. Miró a todos lados y desconoció el sitio en el que se encontraba. El<br />

departamento se desvaneció para dar lugar a la galería del jardín de infantes. Cúneo<br />

se aparta de su silla de plástico para tomar la fotografía. Oye a la cámara emitir un<br />

chirrido mecánico, delimita el mundo de Martina a cuatro aristas. Acciona el botón.<br />

Primera luz. Luego desde las escaleras del escenario. Segunda y tercera luz. Entre<br />

bambalinas, donde obtiene al fin el favor de la niña, que mientras recita le dedica<br />

una mirada. Pues el tornasol en las ventanas. Como en la aguja verde de Saavedra.<br />

Se puso a amontonar todas esas imágenes dispersas que se empecinaban en<br />

golpearle la retina cada vez que quería acordarse de otra cosa. De su caminata<br />

europea sólo recupera el palacio de los Dogos, el Gran Canal. La agonía marmolada<br />

de Ca’D’oro. Cada mareo a orillas de cada lengua de mar. Agua, como en los charcos<br />

que alfombran el camino a su casa materna. En su escritorio, el monitor de la<br />

computadora. Abismal ventana. La casa de Sebastiana, a veces más nítida que su<br />

propia casa, plena de porquerías brillantes debido al afán de la dama por coleccionar<br />

rarezas de sultán. El despacho penumbroso de Arizmendi: allí estaba la puerta de<br />

vidrio, esmerilada en el contorno, del reloj de pared. Todo lo que su madre es hoy,<br />

una viejita sacándose un ojo por abrirle con urgencia, lastimándose las manos por no<br />

201


acertarle a la cerradura, pues el palastro de bronce del portero eléctrico. La<br />

momentánea agnosia cuando se aleja de los espejos.<br />

Ventanas, ventanas, espejos, ventanas. ¿Acaso no utilizan un espejo azogado en<br />

una cara para observar a los presos en un interrogatorio, a los insanos en un<br />

manicomio?. ¡El atelier de Claudio! ¿Por qué habría de recordar ese cuartucho de<br />

conventillo, con tufo a marihuana y aceites y basura podrida si no fuera porque una<br />

vez, una sola y puta vez, el ocaso transformó los cristales en rojos, calientes, ardidos<br />

espejos?<br />

La revelación lo alivió, sin embargo sus carnes no se movieron, continuaron<br />

tensas y verticales como si supiesen algo más que él mismo. Un relámpago le<br />

desinfló con sus rancajos de luz la parte más baja del vientre.<br />

Laura supo que era hora. Se recompuso y giró hacia la mesa. Tomó un envión<br />

sostenido por una bocanada de aire y levantó con ambas manos el objeto grande y<br />

chato que había dejado allí. Lo abrazó sobre el pecho. Emergió un aroma a hojas de<br />

menta. Dio un paso hacia Cúneo, luego otro. Echó los codos hacia adelante,<br />

apretando con sus dedos blancos la cosa perlada. La sostuvo así en el aire, con sus<br />

brazos temblando por el peso.<br />

- Cúneo - dijo una vez que estuvo a su lado, con el obsequio desnudo.<br />

En ello había Laura estado trabajando secretamente cuando recortaba cartones<br />

y hojas en la mesita ratona. Un marco de cartapesta pintada a la pátina con borlas de<br />

flores secas. El ingrediente principal había estado siempre oculto, para salvaguardar<br />

la sorpresa.<br />

Cúneo concluyó el giro en un espasmo. Sus manos se abrieron y tensaron, su<br />

maletín cayó.<br />

Laura sostenía un rectángulo de cosmos que apuntaba hacia el ángulo entre el<br />

techo y la pared, el renvalso de la puerta y después él. Duplicado, brillante, con<br />

aquél rictus de aterrada perplejidad, abriendo la boca como si no quedara aire y los<br />

ojos como si hubiese poco tiempo para acabarse las imágenes. Un perfecto cuadro de<br />

sí mismo.<br />

Con una violencia que no provenía de su cuerpo lívido y marchito, Cúneo tomó<br />

ambos lados del espejo, lo arrebató de un zarpazo y lo llevó sobre su cabeza.<br />

Llovió la voz de Giovanna. “El frío te adormece”, dijo con los pies colgando del<br />

muelle. Pues el lago, enorme espejo que atesora los más felices momentos junto a la<br />

mujer del cabello almendrado.<br />

Laura alcanzó a hacer un paso atrás y le vio el rostro en trance, los ojos<br />

venosos. Cúneo sentía que los órganos se le plegaban a su revés como un gajo de<br />

mandarina.<br />

La cartapesta maldita quema sus dedos y en un sacudón Cúneo se desprende<br />

del objeto del conjuro. El espejo vira con vértigo en un ángulo azaroso y se precipita<br />

contra el suelo. El cristal estalla en centenares de partículas azogadas. El ruido del<br />

marco de cartón quebrándose se extravía en mitad del trueno que convierte el vidrio<br />

en agujas casi líquidas, casi transparentes, que se hunden en las pieles, de Cúneo y<br />

de Laura, atormentada por el desconcierto. La sangre brota de cientos de poros<br />

abiertos con la violencia de la libertad. El suelo se inunda de jalea roja. Los cuerpos<br />

caen, chapotean, deshacen borbotones. No han logrado llevar sus manos a la cara<br />

para protegerse y han quedado ciegos.<br />

La mujer se sacude en una ciénaga.<br />

202


- Las palabras que te obligás a decir - la voz murió de repente. Renació luego de<br />

un duelo de exhalaciones de invierno. – y que no son tuyas. Pero de pronto me decís<br />

que sí y te venís conmigo. Esos oscuros delirios te salvan ¿me entendés? Tu<br />

presencia ceremonial, tu mano antes que el beso. Pero después ves la gota y algo<br />

cambia. Y te salvás.<br />

Cúneo acabó su mirada en una niña de cachetes colorados y henchidos que<br />

continuaba en el piso, rodeada de sangre. Los pechitos, los más pequeños del<br />

mundo. Los ojos marrones, dos cuevas que no podían vivir en esa penumbra.<br />

- Y te llevás la gota. Y la colgás en el centro para descifrarte. Y me preguntás si<br />

es posible que un espejo… si es posible ser el hombre que está detrás del espejo.<br />

Ella habló pero él sabía que ya era tarde. Se arrastró con las piernas rotas hacia<br />

el sillón que estaba frente a la gota. Alcanzó la pata y la echó hacia adelante de un<br />

manotazo.<br />

Si sólo recordaba lo que pudo contemplar a través de las ventanas que abren su<br />

oscuro mundo, si sus recuerdos se condecían con la presencia de espejos ¿cómo era<br />

posible que recordara con exactitud a la mujer que se ahoga en el mar de arcilla, si<br />

aquello había sido tan sólo un sueño?<br />

Se llamó estúpido, la respuesta había estado siempre ahí.<br />

Si la uña de agua determinara soltar la punta del junco ¿cuál sería su destino?.<br />

La madera del sillón se hizo más pesada que nunca, pero el mueble se retiró al<br />

fin después de chillar. La esquina entre el piso y la pared, justo debajo del cuadro,<br />

estaba mojada. Una aureola de agua ennegrecía las tablas del parqué.<br />

Giró para ver a la maestra y cantarle la victoria de su descubrimiento, pero se<br />

dio contra un cristal vacío que le acható la nariz. Quiso encontrarle el borde y<br />

asomarse por un hueco para gritar, pero no logró otra cosa que soldarse a sus huesos<br />

y a sus carnes cansadas, no pudo otra cosa que sentirse atrapado en una caja desde<br />

donde, sin embargo, pudo ver claramente a Laura recomponerse, limpiar las cosas<br />

del piso, saludar a los fantasmas y cerrar la puerta.<br />

203


‘Hombre detrás del espejo’<br />

Última revisión: 2008<br />

Novela, Ficción. 203 páginas / versión electrónica.<br />

Derechos Reservados <strong>Guillermo</strong> <strong>Imsteyf</strong><br />

www.guillermoimsteyf.com<br />

Permitida la libre divulgación total y/o parcial de esta obra.<br />

Se agradece notificar al autor<br />

ante cualquier uso público que se haga de ella.<br />

Prohibida la utilización de esta obra con fines comerciales<br />

sin previo consentimiento explícito del autor.

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