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– Bien, algo menos. – suspiró mientras anotaba considerar las grabaciones de esas llamadas como objeto de expediente. La negativa de aquellos centros de salud había resultado manifiesta. Extrajo el número de Páez de una nómina de contactos frecuentes que pendía de la esquina de la ventana contigua. Se comunicó con él para comprometerlo en la cita de Ballesteros con el médico. Fin de la primera parte. Cerró la guía, devolvió el capuchón a su birome y abandonó el nido, que enseguida volvió a ocuparse. 38
CÚNEO HABÍA QUERIDO COMUNICARSE con Saavedra en reiteradas ocasiones a lo largo de ese día, atragantándose de a ratos con la ansiedad, pero no lo había hallado ni en su oficina ni en su domicilio. Desde el juzgado no se atrevía a efectuar la llamada, entonces aprovechaba cada salida a buscar sellos o sacar fotocopias para inmiscuirse en algún locutorio. Temió que por algún motivo Saavedra que hubiese dejado la prudente directiva de negar su presencia. Se volvió hacia los objetos sobre su escritorio. Con una automática brazada hizo que el monitor apagado de su computador, espejo negro, apuntara hacia otro lado. Abrió la tapa de una carpeta curiosamente delgada entre tantos folios obesos. Las pocas hojas se transparentaban unas con otras. Era la instrucción del caso Ballesteros. Cúneo volvió a reprocharse duramente, escondiendo su voz en el murmullo rasposo del salón, por haberse permitido tropezar con tamaña estupidez. Solicitarle a Arizmendi el traspaso. De pronto se recordó aplastado en un pupitre, Derecho Romano, primer año, una elementalidad. Era un adolescente recién salido de la escuela secundaria, casi un niño, preguntándose por qué el profesor había hecho silencio tras una consulta sin tener la menor intención de oír la respuesta. Cúneo había picado el anzuelo, había respondido, entusiasmado, acto seguido el jefe del aula anunció el inicio de una nueva unidad, como si jamás lo hubiese oído, ni a Cúneo ni a nadie. Los más se sonrieron, los menos le tuvieron compasión. Aquel día se había dicho: “voy a sobrevivir”. Y esa mañana, frente a Arizmendi, la premisa se le resbaló. El humo gordo lo cacheteó de lado a lado. Eran los cigarrillos negros de Silva, cuya minifalda color azul y camisa blanca vestían un maniquí vulgar de mejillas mal coloreadas que sobre una planicie de yeso asemejaban a gotas de témpera derramadas. De su brazo izquierdo colgaba una cartera pequeña pero obesa que Cúneo imaginó llena de inmundicias. Un reloj de eslabones dorados y finos y una pulsera de piedras levemente amarillas adornaban sus muñecas. Ceñido al cuello llevaba un pañuelo que cruzaba a través de un prendedor oval de una joya semejante al jade y encastre labrado. Sobre aquellas piernas largas la trama de las medias lograba un bronceado uniforme. Los zapatos, de medio taco, no tenían hebillas ni detalles, salvo por una delgada cuerda brillante a lo largo del empeine. Un brazo rodeaba sus pechos elevando los implantes y haciéndolos aún más rígidos y el otro, con cuyo extremo sostenía el cigarrillo, apuntalaba el codo entre la mano del reloj, de la cual sobresalía sólo el pulgar, y la cadera. A modo de cinturón lucía una trenza de hilo peludo y colores oscuros. Sin ser un especialista, Cúneo consideró que aquella trenza era el único objeto que coartaba el diseño general. Silva soltaba su cabello casi siempre, sólo lo dominaba en rodete cuando en 39
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