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ebook (.pdf) - Guillermo Imsteyf

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Conducía un vetusto automóvil, vivía en una porquería de departamento en una<br />

mugrienta periferia de la ciudad. Su mujer llevaba a un tipo delante de las narices de<br />

su hija y consumía su ansia de carne en la casa que era de él, en esa casa que<br />

fulguraba verdes bonsái y empeñosos muebles cuando él, y cuya tarjeta de<br />

presentación eran hoy un matorral de dientes de dragón y cardos de troncos<br />

imposibles.<br />

El auto se detuvo. Entonces el abogado desciende olvidando asegurar las<br />

puertas pero sin olvidar, de ninguna manera, el maletín. Corre sacudiéndolo por la<br />

vereda que termina en la calle y que termina en la plaza. Los árboles le dificultan la<br />

marcha, y los ancianos, y las palomas que se alborotan en truenos de plumas y<br />

excrementos y la otra calle y los escalones.<br />

En esa corrida, el calor va a transformarse en ríos que buscarán sus cauces en<br />

las arrugas de la cara, en los surcos de la nariz, en las cuencas de los ojos. Las gotas<br />

serán de gruesa y densa mermelada, como si no fuese sólo agua sino agua con algo,<br />

con pulpa o semillas o fibras; abarrotadas fibras del mango, que es pura fibra y<br />

carozo, o serán carozos. Puede ser también sangre. Lloverá sangre desde el cenit, o la<br />

famosa sangre en el ojo, o de la nariz. Será la sangre hirviente de la nariz, aquella<br />

que le convierte la inhalación en hilos de fuego. Pero llega el invierno prematuro y<br />

violento. Y la puerta de metal lustrado y la misma combinación de números y letras.<br />

El tipo lo hace pasar como si no tuviese tiempo para estupideces. Pues verá. Y<br />

se coloca detrás de su pretencioso escritorio.<br />

Cúneo lo mira y, paradójicamente, por primera vez encuentra en él a un<br />

hombrecito de insignificancia, a un desolado y desmembrado títere que con los hilos<br />

hechos galleta se decolora al fondo de un baúl.<br />

Esta vez no hay música. La pausa podría durar la eternidad.<br />

– ¿Un café?<br />

- No.<br />

– Dígame usted, entonces.<br />

– Usted ha dicho.<br />

– Sé lo que he dicho.<br />

– No. – se impone otra vez Cúneo, apretujando el maletín contra su barriga –<br />

No sabe lo que ha dicho.<br />

El abogado joven se florea con una sonrisa que muestra un solo diente, el del<br />

fondo. Ha de ser una muela. De las palmas de las manos aflora un sudor que le hace<br />

los dedos más grandes sobre la cuerina del maletín.<br />

– Voy a hablarle de su presuntuosa escalada al pilar del hierofante para creerse<br />

que lo ha sustituido sólo porque él duerme. Voy a decirle que el acceso al altar no lo<br />

convierte en nada. Me extraña, un hombre con su cultura. El altar no es más que un<br />

pedazo de piedra si lo pisa un hombre pequeño. Y sólo los hombres pequeños creen<br />

que copando el pedestal conquistan los cielos o la Historia. Usted cree que está por<br />

encima y lo único verdadero es su delirio de ascenso infinito; lo único cierto es que<br />

se gasta el aliento en una versión paupérrima del Sísifo.<br />

El tipo del escritorio de roble sonríe con pasmosa tranquilidad, como si hubiese<br />

oído cosas idénticas demasiadas veces. Cruza los brazos sobre su pecho y se echa<br />

hacia atrás en su caro sillón de cuero. Por detrás suyo, la ciudad capitula al pie del<br />

rascacielos; en esa aguja en cuya cabeza están los dos hombres, el crepúsculo verde<br />

toma lugar a través de las lonjas de cristal que rodean la sala. Enormes lonjas de<br />

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