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AL QUITAR EL CERROJO de su departamento, aquella fricción de metales<br />
perdura en el comedor hasta agotarse lentamente bajo el pálido susurro de la radio<br />
fuera de sintonía. Es la hora de las interferencias o del silencio.<br />
Deja las llaves sobre la mesada. Lava sus manos bajo el chorro helado. Es la<br />
hora del chorro helado o la sequía. Laura no ha respondido su saludo. ¿Él saludó?.<br />
Se refriega con el repasador, enciende la hornalla y busca la pava. La halla sobre la<br />
mesa ratona, frente a los ojos de la maestra.<br />
Quiere solicitársela pero se dirige él mismo hacia allí. Laura respira despacio,<br />
pero no serena. Tiene la cabeza aplastada contra el pecho y observa nada en la<br />
pared. Cúneo apresa el asa de la pava y en su paso contempla a esa niña, que es<br />
Laura. En ese corto viaje por delante de su pecho, le nota los ojos de vidrio caliente,<br />
desmoronándosele por los surcos. Laura llora sin hipo, la pared es su fragua lenta y<br />
manantial. Si él se colocara en línea recta hallaría en el fondo de su mirada tiesa un<br />
jardín de flores plegadas a mano, raídas en ese momento, campanitas chinas,<br />
lámparas sobre el agua. Un caleidoscopio, un brillo de cristal soplado, un perrito de<br />
souvenir. Pero echar mano allí equivale a invadir el íntimo secreto que ella comparte<br />
con eso que está más allá de la pared. Entonces pasa de largo. Se hace de la pava y<br />
ya. La coloca sobre el fuego.<br />
Laura llora, sin perturbarse. Es decir, sin perturbar un centímetro de piel. Como<br />
una Maiko de porcelana, tristeza pétrea e inverosímil. Cúneo conserva la calma.<br />
Piensa si esperar o. En ese lapso, la voz de la maestra, casi olvidada, le anuncia una<br />
rendición:<br />
– Ha muerto Ivy Templeton.<br />
Cúneo siente un breve y febril terror.<br />
Laura por fin cede y relaja el mentón. No lo mirará, seguramente, pero su nariz<br />
apunta al tapete de Jesenice.<br />
Con cautela, como si otra vida dependiera de ello, extrae de su regazo un libro<br />
de cubierta caoba y lo deposita en una esquina de la mesa ratona. Desbarata el<br />
charco de lágrimas con el lomo del dedo índice.<br />
Mientras bate el café, Cúneo la observa con incierta admiración. Incluso cree<br />
oírla repetir, esta vez sólo para ella, al quitar el señalador del libro, el nombre de la<br />
pequeña muerta. Ivy.<br />
Vuelve a la normalidad y a la cordura. Luego de desalojar los residuos<br />
lagrimales y sonarse la nariz para dispersar el mal desenlace, Laura aprovecha esa<br />
pausa para consultar a Cúneo.<br />
- ¿Leíste el libro que te regalé?<br />
Cúneo responde o no responde.<br />
– ¿Pero es interesante o es un fiasco? – insiste.<br />
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