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ebook (.pdf) - Guillermo Imsteyf

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no sólo no lo era, sino que se hallaba claramente retrasada, y por varios años, en la<br />

carrera contra la vejez y hacia la acumulación de capital.<br />

Por temporadas prestaba mayor atención a un curso de organización de<br />

eventos que a una carrera universitaria de prestigio como la de Ciencias Económicas,<br />

temporadas románticas donde imperaba un raro sentimiento de lealtad; luego se<br />

preguntaba “¿Qué carajo estoy haciendo?” y retomaba con desesperación la<br />

embestida por actualizar los requisitos de la universidad y abandonaba a sus<br />

desgraciados compañeros de aquél miserable edificio al que llamaban Escuela de<br />

Emprendedores. Pero a menudo el arrepentimiento la arrebataba demasiado tarde y<br />

el año estaba perdido por completo. Entonces, al momento del brindis del treinta y<br />

uno de diciembre, su vida quedaba resumida en retazos, en asignaturas pendientes.<br />

Apenas si podía mencionar a Martina y a su feliz matrimonio en su balance, pues<br />

nadie creía que ella pudiese ser sólo madre y esposa, demasiado distinto el lugar que<br />

se había reservado para los ojos de los demás. Lo peor de todo era que, a pesar de<br />

haber sabido organizar fiestas en otro tiempo, ya no tenía idea de cómo mentir.<br />

Un buen día Cúneo llegó a casa e hizo el ingreso de una manera sigilosa, de<br />

modo que Giovanna no lo oyó. En la habitación halló a Martina plácidamente<br />

dormida. En la casa reinaba un silencio vernal.<br />

Cúneo dejó su maletín en el sillón pero no se atrevió a llamar a su esposa, tan<br />

hipnótica resultaba la quietud. Primero corroboró la ausencia de ella asomándose a<br />

la cocina; un aroma lejano sobrevivía, suspendido y liviano, algo recientemente<br />

preparado pero no consumido. Luego propinó tres golpecitos a la puerta del baño.<br />

Al entrar no la había visto en el patio, quizás estuviese en el techo, tomando<br />

sol. Salió y estiró el cuello, pero ninguna silueta sobrepasaba la cornisa.<br />

Se acercó al cuarto de los cachivaches y en cada paso sintió un murmullo<br />

encajonado que se empecinaba. Alguien estaba allí dentro, pero no era Giovanna.<br />

Cúneo pegó su oreja a la puerta y oyó un batir de papeles.<br />

Hacía bastante tiempo que nadie, menos ella, entraba allí, a ese cuchitril<br />

disfrazado de fábrica de quimeras. Hacía bastante tiempo que no revisaba su agenda<br />

ni encendía su computadora. Al destrabar la puerta, Cúneo ya había identificado el<br />

llanto.<br />

Lloraba de una manera furtiva, como si no quisiera enterarse de que lloraba.<br />

Lloraba y a la vez buscaba apiadarse de su llanto, como un muerto que se pasa a sí<br />

mismo la mano sobre la cabeza. Lloraba sin miedo y sin vergüenza frente al mundo<br />

de los otros, como quien se despide, y era cierto pues cuando Cúneo entró y ella<br />

pudo verlo, no dejó de componer la misma escena, con los mismos compungidos<br />

sollozos y los mismos hipos. No había desesperación en su llanto, tampoco tristeza.<br />

Había una tremenda nostalgia.<br />

Cúneo se arrepintió de haber violado ese momento que no le incumbía, pero ya<br />

no podía salir. Se limitó a esperar. Descubrió una caja de cartón recién comprada, en<br />

cuyo fondo se amontonaban papeles de distintos colores y formas. Avistó, torcida<br />

hacia una esquina, la agenda de cuerina de su esposa. A partir de allí reconoció cada<br />

cosa que ella había apelmazado dentro de la caja y que continuaba agregando entre<br />

toses.<br />

Giovanna lloró unos minutos más. Al fin, cuando su garganta dejó de latir y<br />

hacer ruido, buscó, ahora sí con pudor, algo con qué sonar su nariz.<br />

Cúneo suspiró, se acercó y rodeó la cintura de ella tomándose de sus propias<br />

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