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ebook (.pdf) - Guillermo Imsteyf

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Pero en aquella oportunidad, habrá sido llegando a la quinta planta, algo<br />

disipó su pensamiento vago e inútil. Algo que era un grito, más bien un sollozo y<br />

luego una batida de pies sobre las tablas sueltas del parqué. Se había encendido una<br />

luz. Miró hacia arriba y por el caracol de aire de la escalera encontró la puerta del<br />

atelier, abierta. Un segundo después entendió claramente el llanto de un adulto y los<br />

pasos se hicieron más vertiginosos y cercanos. Dos segundos y vio pasar a su lado,<br />

con el rostro bañado, apenas superando el pudor por dejarse ver así, a un hombre<br />

alto, no gordo sí robusto, de hombros anchos, de musculosa ajada y manos arañadas<br />

por costras de pintura. Al superarlo, Cúneo giró para observar sobre su omóplato<br />

derecho el tatuaje monocromo de la testa de un ave. Cuando pestañeó, el hombre ya<br />

había llegado al primer piso y su llanto continuaba estrellándose en las paredes<br />

como si estuviera aún en el palier.<br />

La escena había sido vulgar, un cuarentón de bíceps redondos tragándose los<br />

mocos; tanto que Cúneo rió sin timidez echando una carcajada que sin embargo no<br />

le ganó al sollozo en intensidad y permanencia.<br />

Restó el tramo que faltaba y no hubo necesidad de hacer vibrar la campanilla<br />

eléctrica pues la puerta continuaba abierta. Lo recibieron el ritmo sistólico de un<br />

blues a muy bajo volumen y la imagen lánguida, lavada, de una mujer vaciada en<br />

una silla. La mujer lo miró con tal desinterés pero al mismo tiempo con tal<br />

insistencia que lo perturbó. Tuvo que quitarle los ojos de encima. Era la criatura más<br />

bella, más intensa y más curiosa que había cruzado alguna vez delante suyo.<br />

Rápidamente buscó a Claudio para lo cual ejecutó un paso hacia el interior del<br />

atelier. Lo halló erguido, con el traste apoyado en un tablón. En su boca llevaba un<br />

cigarrillo, con su mano izquierda hacía girar una espátula dentro de un tarro de<br />

pintura que sostenía con su mano derecha. En un ademán veloz se deshizo, bien de<br />

la espátula o bien del tarro, y acercó un mate a sus labios, ubicando la bombilla en el<br />

resquicio que le permitía el cigarro. Chupó estrujando la yerba y en otro ademán<br />

automático lo devolvió a la mujer que debió moverse, separando la espalda de la<br />

silla.<br />

Vivía. Aquella mujer vivía. Lo había sabido desde el primer fulgor, aunque<br />

pareciera salida de una magnífica pintura.<br />

La mujer recibió el mate pero ya Cúneo no la vio pues Claudio, esa figura flaca,<br />

decadente, de barba dura y blanca, consumido en sus huesos, aquél sujeto al que<br />

podía notársele cada coyuntura, cada articulación, de piel hepática y cabello reseco<br />

como heno, atacó al aire.<br />

- Qué hacés Cúneo.<br />

- Ribolsi – dijo el abogado acercándole la mano.<br />

El saludo era un capítulo desagradable pues el pintor no se tomaba la molestia<br />

de contraer sus huesos. Estiraba la mano y la abandonaba en el aire, muerta.<br />

Los incisivos de Claudio no sólo eran completamente amarillos sino que habían<br />

adoptado la forma hemicilíndrica del cigarro, por esa razón Cúneo procuraba<br />

sostener la mirada en los ojos, oscuros y acuosos.<br />

Luego del saludo se limpió las manos, sin pudor, en un trapo todavía más<br />

mugriento pero al menos seco y oyó a Claudio decir: “Valeria”.<br />

La saludó también con la mano pero, claro, sintió una piel más fresca, prolija e<br />

incluso firme. Ella quizá sonrió, él conservó el rictus.<br />

Él dijo “Qué tal”, ella no dijo nada.<br />

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