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Cúneo apilaba papeles sin mirarlo ya. – Vos decile que estoy con Arizmendi, que no me rompa las bolas. El chiquillo se retiró perturbado, rascándose la cabeza. La corbata parecía más ancha que su pecho. 36
SILVA, apretada en el despacho general utilizado como depósito, comúnmente denominado “nido de secretarios” pues allí se veían obligados a compartir sus herramientas, apoyaba el auricular en su oreja y tras aplastar el cigarrillo en el cenicero, con la guía abierta en una sección, comenzó a escarbar los números en el disco del teléfono. – ¿Tenés para mucho? – le dijo alguien, otro secretario o algún cadete, desde la puerta. Silva respondió alzando los hombros. – Hola, buen día. Mire, la llamo para solicitar turno con algún especialista clínico, tendría que ser para el lunes próximo, a más tardar el martes. Sí, cómo no. Espero. – Con sus dientes quitó el capuchón a una lapicera y torció con esa misma mano la hoja que había dispuesto sobre la mesa – Ninguna obra social, es particular. Sí, cualquier médico. Con que sea clínico, claro. ¿Para el lunes? Perfecto. ¿A qué hora podrá ser?, si es a la tarde mejor. Bien. ¿Mi nombre? ¿Necesitan el nombre del paciente?. Pero le doy el mío. Está bien. – suspiró ella, abatida – Ballesteros, Luis. Espero. Estoy hablando desde Buenos Aires, por fav… – la voz parecía haberla abandonado. Silva mordió la punta del capuchón. – Sí, acá estoy. ¿Cómo? Pero si me dijo que tenía turnos para el lunes. Bueno, para el martes entonces. O con otro médico por favor, ¿cuál es el problema?. Ah, sorpresivamente la agenda se les llenó. Sin mediar despedida, presionó con el pulgar de su mano libre la campanilla del aparato. Masculló una sonrisa. Luego hizo correr las hojas de la guía hasta una nueva sección. Discó la larga secuencia numérica y la escena se hermanó con la anterior. Pensó en dar un nombre falso, pero la probable consecuencia era que una vez allá al gordo Ballesteros lo despidieran elegantemente tras identificarse. Luego de tres comunicaciones, las alternativas que restaban eran dos clínicas y el hospital local, este último descartado por anticipación por responder a intereses que, según cómo se acomodaran las piezas luego, podían enfrentarse a los suyos. Una de las clínicas estaba ubicada a doscientos kilómetros al este de la capital puntana. Ese fue el último número que el índice impecable de Silva marcó. – Para el lunes a primera hora… de acuerdo. El nombre del paciente es – Silva lamentó no conocer su segundo apellido, quizá de ese modo hubiese ganado aquella primera pulseada – Ballesteros. – dijo haciendo descender el tono de su voz. Del otro lado le oyeron perfectamente – Luis… Ballesteros, Luis. Tuvo lugar un silencio que hizo que Silva ganara tiempo y corriera las hojas de la guía hacia su próximo señalador. – Correcto – le dijo la voz de la otra punta, reiterando día, horario y nombre del médico y despidiéndola amablemente – Lo esperamos. – Gracias – dijo la joven secretaria al tono telefónico, pues ya le habían cortado. 37
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