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ebook (.pdf) - Guillermo Imsteyf

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vibraciones oníricas de una música casi idéntica a la del ascensor.<br />

La inusitada paz y frescura de aquél rincón vuelve a producirle una leve<br />

modorra, sin embargo despierta en sobresaltos y experimenta fugaces oleadas de<br />

nervios, cada vez más continuas y apremiantes. Endereza el nudo de su corbata,<br />

descansa su mirada en unas letras doradas que repiten aquella leyenda frente a la<br />

puerta del ascensor. Sobre ellas se erige un logotipo dorado con franjas finas de<br />

metal azul. Cúneo piensa que el bajísimo nivel sonoro y la temperatura no se<br />

condicen con los fines y usos de aquellos salones y pasillos.<br />

Muy a lo lejos, como si de pronto oyera los latidos bajo su pecho, golpean pies<br />

sobre la alfombra. Alguien aparece a la cabecera del corredor, murmura unas sílabas<br />

a la secretaria y se pierde en una de las múltiples puertas que se cierran en soledad y<br />

con parsimonia.<br />

Cúneo mira la letra “X” cuyo diseño partido en cuatro sin duda querrá expresar<br />

algún significado, cuando oye otra de esas voces lejanas que esta vez parece<br />

nombrarlo. Una señorita de riguroso uniforme le ofrece una bandeja del tamaño de<br />

un disco, labrada con pétalos de flor o corazones, dentro de la cual reposa una taza<br />

de café con su correspondiente platito y un breve vaso de soda. Hay, además, un<br />

pote de edulcorante y dos terrones de azúcar. La mujer espera a que él se haga del<br />

pocillo y deposita el resto en una mesita de cristal sobre la que también se apoya un<br />

velador de pantalla de cristal translúcido. Cúneo vuelve a agradecer con cortesía y<br />

procede a disolver dos gotas de edulcorante en el oscuro caudal.<br />

Bebe en sorbos discretos y el hombre aparece. La puerta no ha hecho ruido al<br />

abrirse. Al verlo, Cúneo devuelve el pocillo a la bandeja con premura y se yergue,<br />

tomando el maletín de un zarpazo.<br />

El hombre le enseña sus cuidados dientes y su tez naranja y lo aguarda con la<br />

mano extendida.<br />

– El placer es mío. – dice alguno de los dos.<br />

Con una mano aún en el pestillo y la otra abierta en ademán de bienvenida, el<br />

hombre le permite pasar, mientras por encima suyo pronuncia unas pocas y joviales<br />

palabras a la secretaria.<br />

Sin tomar asiento aún, Cúneo ve a aquél señor ubicarse detrás del enorme<br />

escritorio de roble. Se inclinan simultáneamente, cada uno señalando el sillón del<br />

otro. Los ojos claros de Saavedra parecen acariciarlo, tibiamente reposado sobre sus<br />

codos en la tabla pulida, frotándose las manos una y otra vez hasta entrelazarlas.<br />

– Ya quería conocerlo. – le dice.<br />

Cúneo abrocha el botón de su saco e interrumpe la acción de cruzar las piernas.<br />

La poltrona es todo lo cómoda que puede ser pero él no halla la posición propicia y<br />

vuelve a inclinarse hacia el otro apoyabrazos.<br />

– Muy buenas. – comenta acerca de las referencias – Ya quería conocerlo. –<br />

repite el hombre con tal calma que si tuviese todo el tiempo. – ¿Encontró con<br />

facilidad el bufete?<br />

– Casi me paso, pero bien. Reconocí a tiempo la esquina.<br />

– Es que con la mudanza. Casi todos nos tienen aún en la 9 de Julio.<br />

– Pero esto está muy bien, muy bien. – dice el pequeño muchacho paseando su<br />

vista por las aterciopeladas paredes, los faroles empotrados en el techo, el gran<br />

ventanal, las impecables molduras, el fino mobiliario.<br />

– Aquello era mucho ruido, sinceramente. ¡Adelante!<br />

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