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ebook (.pdf) - Guillermo Imsteyf

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vagón de ciegos, los ojos sin vigor, las miradas muertas, energías que se agotan antes<br />

de llegar a los cristales o al techo, como si toda aquella volátil comunidad hiciera el<br />

máximo esfuerzo por imaginarse en un lugar distinto y olvidarse del sopor y los<br />

turbios olores.<br />

Cúneo mira la hora en el reloj del grandulón. Llegará a tiempo para esperar a<br />

Martina.<br />

A través de los cristales invade la misma empalagosa crema amarilla de la<br />

siesta. El descanso se ofrece de a ratos, cuando el vehículo se interna en calles<br />

estrechas o rodeadas por rascacielos. Pero luego regresa a una avenida o un bulevar<br />

y adiós a la sombra y vuelta a la solana ardiente.<br />

Cúneo siente que pierde la conciencia de a ratos. Sufre la tentación de apoyar<br />

su cara en la tremenda espalda blanca del tipo, pero resiste. Sus párpados pesan<br />

toneladas no obstante alguna advertencia que proviene de su pecho le indica que si<br />

se duerme no va a despertar nunca más.<br />

En uno de esos cabeceos reconoce la esquina. Empieza a deslizarse como si<br />

fuese una lámina de papel o una hoja de lechuga entre rodillos resbaladizos, en una<br />

cadencia de perdones, disculpes, permisos; su mano surge desde el abismo y alcanza<br />

el timbre, que rasga la atmósfera con un eco lejano.<br />

Doscientos metros más tarde el colectivo vuelve a echar fuera los gases de sus<br />

frenos. La puerta se repliega como un bandoneón, dando un golpe feroz y metálico<br />

contra los caños y los estribos. Cúneo es escupido por la masa, sin embargo, el<br />

efímera vacío que su partida propicia dentro de la jaula se deshace antes de<br />

reanudar la marcha.<br />

Se sacude las perneras y vuelve a corroborar su esmirriado porte, reducido a<br />

una gran arruga. Acomoda su cabello. Centra el nudo de su corbata tomando como<br />

referencia el eje vertical que inicia su mentón, bate un poco la cabeza, aspira por la<br />

nariz y se huele las axilas.<br />

Cruza la calle. Escala los anchos peldaños de mármol de un edificio brillante.<br />

Un hombre corpulento, que viste uniforme con gorra, lo observa de reojo al pasar.<br />

Con delicadeza abre la puerta de vidrio y lo recibe la patada de un invierno artero.<br />

El hall está sumido en una atmósfera helada y azul. La señorita lo recibe con una<br />

sonrisa de dientes perfectos detrás de un mostrador y le indica un número y una<br />

letra.<br />

Se dirige al ascensor, presiona un botón que apenas cede y la puerta de metal<br />

lustrado se corre con suavidad. Dentro del cubo se oye una combinación lejana y<br />

laxante de pianos y flautas y se percibe finamente un aroma a hierbas de tina. Sobre<br />

el panel reproduce el número y la letra que le indicaran pero el ascensor no se<br />

mueve. Sin embargo, la puerta vuelve a abrirse dejando a la vista un pasillo distinto,<br />

de pisos alfombrados y macetas de porcelana con plantas de muy diversos tonos de<br />

verdes. Otra señorita, igual de exagerada que la anterior, lo recibe con urgente<br />

cordialidad.<br />

Cúneo repite un nombre.<br />

La joven toma un auricular y presiona una tecla. Asiente para sí y coloca<br />

delante de su uña roja un sillón de felpa ubicado en una esquina de luces color<br />

manteca. Cúneo agradece abultando su simpatía y allá se dirige. Sin flexionar la<br />

columna, se reclina levemente sobre la felpa, dejando su maletín a un costado y<br />

alisándose la hilera de botones de su saco mientras percibe en la distancia<br />

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