ebook (.pdf) - Guillermo Imsteyf

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El poema que no digo, el que no merezco. Miedo de ser dos camino del espejo: alguien en mí dormido me come y me bebe. ‘Árbol de Diana’, Alejandra Pizarnik “ “
LA MUJER EN SUS BRAZOS resbaló por segunda vez. Se le reemplazó por la caliza y la arena, tan ávidas de agua como de ella; su boca, su nariz y sus ojos, nuevamente una añoranza. Sentía apenas en las puntas de sus dedos la cabeza ahogada en arcilla, y el cabello haciéndose cada vez más delgado, y al despegar Cúneo sus cortinas de fibras de leche, lo primero que halló fue la luz nubosa decantada en las persianas, proyectada en el techo, en una convulsión fugaz aunque exteriormente pacífica. Le descubrió los costados necesarios a las cosas que desde esa posición alcanzaba. Los costados necesarios para entender que yacía, que era una lonja de carne sudada e inerme con la vaga aptitud para preguntarse, sobre su cama, el exacto puñado de grados y olor, caudal de la tela, pegándosele a la espalda, dentro de una habitación que era, que esa apariencia de vida una revelación del desamparo y de la voluntad de lo diminuto, la suya. Permaneció quieto, detenido, forzándose a pensar que lo demás lo acompañaba en esa pausa y si el techo era todo horizonte posible, su mirada diluida aún en la soñolencia se empecinaba en buscar el regreso diagonal a ese río y a ese barro, porque la puerta hacia aquél mundo indudablemente estaba más allá de lo blanco de las paredes y la lamparita estática. Entendió tan de repente que no podría regresar, se dio perfecta cuenta tan de repente y tan de repente se angustió que quiso desafiar a su razón, darle tiempo al milagro para que se produjese y por eso pensó en no mover los dedos siquiera, así evitar que el contacto lo devolviese sin más remedio a este ambiente rancio, cubierto de un aire dos o más veces respirado. En principio hasta parecía coherente que esa impotencia se le atragantara, pero de a uno fue oyendo los sonidos de la mañana. Los vehículos, los árboles, filosos, brillantes, el roce del viento, desunidos como en un gotero; volvió a notar que respiraba, lo cual no hizo menos que alejarlo de su deseo del retorno. Un poco más agitado intentó regresar las imágenes a los lugares adecuados y así evitar el olvido, las caras, el río, había sauces, lo que él dijo a ella, lo que ella a él, y el barro fatal. Pero en suma lo que lograba era invadirse de un enojo inútil por el apresurado rescate de un lugar que no estaba preparado para abandonar. Antes de oír el arrullo de las palomas anidadas a un costado de la ventana, lo que definitivamente iniciaría el malestar diario y terreno, lanzó la pregunta a la habitación casi vacía con la convicción de un fiscal. Ahora que sobre la pared de enfrente comenzaban a proyectarse los pequeños óvalos de las persianas y que al haber roto el tiempo con la presencia de su voz todo el mundo se le vino encima con su bagaje de colores, ruidos y olores, se sintió perdidamente lejos del agua y de ese rostro que de tan desconocido, tan amado. La vejación de los estímulos, 1 7
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