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ebook (.pdf) - Guillermo Imsteyf

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– Es una moraleja pintoresca, pero yo diría que se necesita un poco más, a<br />

saber: un arquitecto dispuesto a firmar un final de obra…<br />

– Un secretario de Urbanismo que exima esa obra del contralor municipal…<br />

– Si le sumamos la causa abierta al entonces Intendente por enriquecimiento<br />

ilícito, es dable suponer que cierto porcentaje de las cometas, al menos de los<br />

cánones que aportan las habilitaciones comerciales, caían en sus bolsillos.<br />

– ¿Y las formalidades rotas?<br />

– ¿De qué me hablás Cúneo?<br />

No supo de dónde le venían esas palabras. No entendió qué voz pronunciaba<br />

esa pregunta. Le pareció estar oyendo a Sebastiana arrellanada en su sillón,<br />

bebiendo un sorbo de té y esparciendo su divina voluptuosidad en todo el campo de<br />

su visión. Pero no se trataba de Sebastiana sino de Laura, que le recriminaba otra vez<br />

no prestarle atención. No hablaba su madre, mucho menos Martina, aunque quizá sí<br />

su tía Norma, sobre algún asunto de hospital y los problemas cardíacos de su mamá<br />

que ni él, con sus estancados sueldo y ascenso, ni Rico, empeñando la ferretería<br />

entera, podrían resolver y entonces el corazón de su madre se estrecharía y las<br />

arterías se le freirían en grasa. Ni su viejo, a quien no ve desde hace cuánto.<br />

Tampoco Silva. ¿Silva?. ¿Es ella quien pregunta? ¡Pero si ella misma se lo ha dicho!<br />

¿Por qué le regaña con ese rictus que se asemeja demasiado al asco?.<br />

– Vos lo dijiste.<br />

– ¿Yo?<br />

La pequeña secretaria ejercita un repentino puchero y baja los ojos para mirar<br />

sus propios labios.<br />

– Bueno, supongo que se me adelantó algún pensamiento. Lo curioso es que no<br />

tengo idea qué quise decir. – y vuelve a girar, de pronto, para confirmar la presencia<br />

de su maletín – Cúneo – le dice al mirarlo – Es necesario que hablemos.<br />

El abogado conservó la calma. Se alisó la línea de botones de la camisa e inclinó<br />

levemente la cabeza hacia uno de sus hombros. Echó el último humo al exterior y<br />

aplastó la colilla, deteniendo su mirada en la pirámide de ceniza.<br />

Silva reiteró la embestida, conservando el mismo matiz de ruego.<br />

– De tu visita al pabellón.<br />

– En este papel… – dijo, estirándole las hojas que acababa de imprimir y de las<br />

cuales emergía un vaho estimulante – apuré un resumen al respecto. Es el que va a ir<br />

a las manos de Arizmendi. – Silva lo tomó con lentitud y desprecio – No hay mucho<br />

más de lo que podés imaginar.<br />

– Ninguna sorpresa ¿eh? – apuntó ella mientras echaba una lectura diagonal al<br />

pequeño montón de letras grises.<br />

– Ninguna, Silva. Tal lo previsto… – Cúneo colocó su pie izquierdo sobre la<br />

rodilla derecha en un movimiento que hizo chillar los goznes de la silla – …el<br />

pabellón trescientos cuarenta ha sido adecuado a la circunstancias y no conserva ni<br />

su nombre. O sea.<br />

Silva no dijo una palabra ni hizo ningún gesto. De pronto sus ojos se ocultaron<br />

tras una neblina de brillo blanco y su temblor se volvió más convulsivo que de<br />

costumbre. Cúneo pensó que necesitaba de manera urgente otro cigarrillo. Pero Silva<br />

no fue hacia su maletín, sino que continuó escuchándolo con una atención<br />

intimidatoria.<br />

– ¿Y qué dijeron Artud y Ballentin?<br />

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