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ebook (.pdf) - Guillermo Imsteyf

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observando el interior del cuarto oscuro y el aire se parece a esa frescura de brisa en<br />

la isla italiana.<br />

Podría traerse el recuerdo de los trebolares de Brujas ya que se permitió<br />

conmover de aquel modo con la gesta de Brabante o el paso de las tres vertientes del<br />

Iskur por la verde Sofía. Pero siempre sobreviene ella, la isla italiana, por una<br />

extraña consigna. Al cabo de un rastro de meses o años parece haber condenado al<br />

olvido las visiones de los mosaicos sibilinos y la búsqueda del Ala Dag en la neblina<br />

cuando el poniente sobre las cumbres del Tauro. Todo lo demás, incluso las<br />

menciones a la melánica tierra de Orsa, Mora y otras ciudades del sur desnudo y<br />

pálido, van acallándose misteriosamente, desapareciendo como los pequeños y más<br />

pequeños pechos de las suecas.<br />

Ahora está en el pasillo, en la arista de su cuarto, oscuro, ya no tanto pues,<br />

aunque el alambrado público ha automatizado su apagón, la aurora señala el<br />

principio de su trabajo. No hay verdadera escapatoria, sino con el tiempo, a esa<br />

situación lamentable de agonizar al paso de las horas sostenido en el marco de la<br />

habitación porque no puede dormirse sentenciado a un momento que quiere evitar.<br />

Suena el despertador, que es el implacable martillo del juez, y lo pone en la<br />

disyuntiva de conservar el trabajo o perder la cordura.<br />

Cuando se separa de la pared, nota la marca en su brazo, la sangre agolpada.<br />

Con la mano opuesta se soba un tanto mientras avanza por el corredor. El hueco de<br />

la puerta semiabierta del baño dibuja un paralelogramo cortado sobre la pared de<br />

enfrente. Cúneo lo mira de reojo, quizás una sombra pudiera escaparse, quizás una<br />

ráfaga, y no es que eso lo desconcertara, más bien sería perfecto, sería la esperanza<br />

de que aquello se fugó del lugar y que cuando él haga su ingreso ya no estará. Mejor<br />

si se ha ido para siempre.<br />

En cambio el paralelogramo se disuelve en los minutos y sólo deteniéndose por<br />

completo evitará asomarse a la puerta, pues aún con los pasos cortos algún día<br />

llegará. Y llega. Alcanza el espejo, apenas el borde esmerilado, entonces se le ocurre<br />

una idea y desvía la mirada hacia el otro rincón del baño. Las bisagras del botiquín<br />

dan hacia la bañera, piensa, pero no está allí lo que busca. Recuerda que ayer Laura<br />

trapeó el departamento. Sale despedido como un chico en persecución de su regalo<br />

de Reyes. Efectivamente, el palo del secador de piso estaba en el palier. Vuelve con<br />

él, blandiéndolo como un cruzado, y en el sitio oportuno se detiene. Lo toma por un<br />

extremo y con un certero zarpazo, desde la segura lejanía de la puerta, lo incrusta<br />

entre uno y otro borde, pega dos sacudidas, la primera resbala y la segunda cumple<br />

la tarea. La portezuela del botiquín ha quedado abierta y la cara del espejo da hacia<br />

una pared deshabitada. Puede Cúneo ingresar tranquilo y así lo estará hasta que<br />

note la hora, pero ha sacado una conclusión potente esa mañana: se asegurará cada<br />

noche de que la puerta del botiquín quede abierta.<br />

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