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ebook (.pdf) - Guillermo Imsteyf

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– Hijo… – suspira Elena.<br />

Cuando cree que su éxtasis está completo, encuentra los ojos de Martina. La<br />

gruesa capa de humor lechoso empalaga sus párpados y no le queda más remedio<br />

que empezar a llorar. En silencio, acostumbrada y sin pudor, como lloran las<br />

abuelas.<br />

– Hija… – y sella el cachete rosado de una nena acostumbrada a que la saluden<br />

como si hubiese estado ausente por demasiado tiempo o como si estuviese a punto<br />

de fugarse para no regresar jamás.<br />

La muñeca se deja estrechar, hay algo en el olor de su abuela que la reconforta,<br />

un añejo como a jarabe de menta parecido a los caramelos mediahora que ella suele<br />

rescatar de sus alhajeros sin fondo.<br />

Elena vuelve a su hijo, alto, espinado, tal como ella lo ve. Lo abraza fuerte pero<br />

brevemente, para no avergonzarlo, y señala a ambos la puerta con una mano<br />

temblorosa de emoción. La columna que encabeza Martina avanza por el pasillo sin<br />

techo, espiada por las ramas del limonero vecino.<br />

– Sabés que este año no pude sacarle ninguno lindo. Todos abichados. Pasa que<br />

el viejo Fermín no lo cuida. – dice Elena para agregar al oído de Martina – Viejo, le<br />

digo, y yo qué soy ¿no?.<br />

Martina sonríe pero ha encontrado en el final de ese espacio angosto una cosa<br />

que siempre la distrae. No es una cosa en realidad, es un pequeño ser, un poco bello,<br />

que a veces pareciera no moverse pero que no deja de sacudir su cabeza en cortos e<br />

infinitos asentimientos. Cuando canta ha de abrir el pico, pero lo hace tan rápido que<br />

el piar pareciera sencillamente emigrar de su pecho.<br />

Al abrirse el patio atrapado por los brazos de la parra, Martina detiene su paso<br />

frente a la jaula redonda de barrotes despintados. Los adultos entran al comedor, de<br />

donde surge la incandescencia violeta del televisor.<br />

– Pero cómo no me dijiste que venían, así preparaba algo rico. El miércoles hice<br />

escabeche de pollo, tengo la fuente llena, esa que nos regaló ¿te acordás? la de vidrio<br />

blanco, que nos regaló Gracielita, agregamos unos tallarines, ¿eh?, con una salsita…<br />

Las voces dejan de llegarle o será que presta oídos sólo al canto de ese canario<br />

que siquiera la mirara. Tiene el pecho naranja, algunas plumas se le han caído.<br />

Martina recuerda que un amigo del jardín, dueño de una cotorrita que habita una<br />

jaula dos veces más chica que esta, le dijo que los pájaros se ponen muy nerviosos al<br />

vivir prisioneros y entonces se quitan, con el pico, una a una sus plumas. Ella iba a<br />

preguntarle por qué, cuando pensó qué otra cosa puede hacer un pájaro que pasa<br />

todos sus días, todos, en una misma caja. Se largó a pensar qué se quitarían las<br />

personas que viven en las cárceles. Se vuelven locas. Quizás los pájaros no se<br />

vuelven locos porque tienen plumas para arrancarse.<br />

Recordar preguntarle a papá.<br />

Aquella casa escondida, de patio con parra, de habitaciones altas, de puertas<br />

crujientes, de vidrios biselados y verdosos, de fotografías coloreadas a mano, de<br />

muebles gordos con patas cortas terminadas en rulos; aquella casa donde conviven<br />

objetos preciosos, una azucarera de plata labrada, cucharitas con arabescos, platos<br />

estampados con trenes, copitas de cristal azul; aquella casa en la que coinciden cosas<br />

olvidadas por el tiempo, pensaba Martina, era la jaula de su abuela.<br />

Por pensar en todo eso, no vio cuando el canario separó el pico para llenar el<br />

espacio con un canto breve que sin embargo se hizo terco buscando entre las hojas<br />

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