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ebook (.pdf) - Guillermo Imsteyf

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caricia por noche, los muy caraduras.<br />

– Te desean.<br />

– Me vejan. Alabado sea el incienso que me permite averiguar por dónde<br />

andan.<br />

– Para eso.<br />

– Claro. Y para cambiar el olor que me dejan. Aquel olor era mío y me lo roban.<br />

Yo te dije que siempre voy a oler a frutillas.<br />

Sebastiana miró por primera vez a Cúneo. Su intención estaba plagada de una<br />

voluble y misericordiosa ira. Él le devolvió la gentileza.<br />

– Cúneo. – dijo.<br />

– Mirá, tanita. – se anticipó – Yo estoy buscando.<br />

– Sí. – se apiadó Sebastiana, la mujer del cuerpo grande depositado como una<br />

pluma sobre el alféizar. La mujer de las caderas talladas y los huesos de marfil – Ya<br />

sé.<br />

El zaguán se cargó de un denso silencio. La ventisca arremolinaba y huía,<br />

fabricando penumbras y vacíos de aire en los cuales no podía nadie moverse.<br />

– Quiero la nube. Me doy cuenta. Que no me suelten el lazo pero que mis<br />

patitas queden colgando.<br />

– Y yo te aplasto contra el piso.<br />

– Quiero que sepas que si pienso todo esto es porque hemos recorrido camino<br />

juntos. Para mí es importante. - dijo Sebastiana.<br />

Para Cúneo, ese texto convertía a la dama en cosa y la vio precipitar de cara<br />

contra las baldosas del caminito. Rodó, rodó por la gramilla seca hasta la vereda y<br />

luego la calle. El pavimento la recibió como una gorda bolsa de residuos. Sangraba<br />

restos de yogures y yerba húmeda. Fideos de antenoche y esquirlas de salvado.<br />

Sebastiana calló.<br />

– Martina. – dijo Cúneo, permitiendo al nombre repetirse en las paredes – No<br />

querés esperar cien años. Querés que las primeras veces sigan perteneciéndote. –<br />

dijo, odiando en una agonía espantosa, pues no había nada que se pudiese hacer.<br />

– Sí. – sentenció la mujer de los bucles infinitos, lanzando una pértiga oscura a<br />

la miel de los ojos suyos, los del abogado, escurrido en un rincón del zócalo.<br />

Se miraron desconociéndose. Cúneo llegó a pensar qué debía decir para<br />

conquistarla. Pero había una agria desaprobación en la cara de ella, un súbito apuro<br />

por salir de allí, por desenmarañar el instante.<br />

La última palabra había logrado apelmazarlo a una llana coherencia. Dejó la<br />

copa a un lado y retiró su saco. Al erguirse, la brutal paradoja lo sacudió. La dama<br />

allá abajo, mirándolo de soslayo, con el pote de crema apretado en su regazo. Y él en<br />

la altura, con la enorme cabeza de rulos en posición para un pisotón.<br />

Hizo dos pasos con lentitud, alejándose. Dio media vuelta y halló la espalda de<br />

ella partida en dos por la columna.<br />

– Metete que soplan hombres.<br />

La dama no respondió ni se dio vuelta.<br />

Cúneo cruzó la portezuela de metal y se perdió en la calle lamentando con<br />

amargura haber dejado tan lejos pero tan lejos el último bocado a la lengua dulce y<br />

caliente de Sebastiana.<br />

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