ebook (.pdf) - Guillermo Imsteyf

preocupaba tanto la cuestión en sí misma, sino verse incapaz de recordarla. A su
momento se había quedado pensando y debido a la vorágine de las palabras
siguientes había tenido que dejarlo a un costado de su silencio.
Le sucedía con frecuencia. Por ejemplo, caminar por cualquier parte y que de
pronto algún indicio se disparara en el interior de su mente pero sin dejarse ver con
claridad; podía tratarse de un compromiso nimio, susceptible de postergación como
pagar una factura o comprar el diario, pero que tarde o temprano debía ser resuelto
y entonces ese indicio pasaba a la antesala de su memoria. Seguía caminando,
llegaba a la oficina o al departamento, incluso al jardín de su hija, hecho que por lo
general focalizaba sus ánimos, y de pronto un chispazo volvía a recordarle que algo
tenía que hacer. Hasta que no lograba devolverle la forma a aquél primer y viejo
indicio, regresarlo a la galería, sacarlo del umbral y rentarle un cuarto en su lucidez,
el hecho lo tendría maniatado para cualquier otra acción. Y así sería hasta que se
acordara.
Dos hilos de aceite y la gran olla sobre el quemador.
¿Sobre qué había reflexionado y sobre qué no había tenido tiempo de concluir
mientras su madre hablaba?.
Los fideos habían sido quitados del frasco de vidrio y aguardaban
amontonados como una cruz en espiral.
– Si hubieses avisado, te los hubiese hecho caseros.
A lo mejor piensa que era de esa conversación y en realidad se trata de algo
más antiguo o de otro lugar. No. ¿Qué podría ser? ¿Dejar abierta la puerta del
botiquín de su baño para poder entrar sin problemas? Qué ridiculez. Es casi lo
mismo que prohibirle a Martina o a Laura que no toquen nada, que dejen todo tal
como él lo ha dispuesto.
No era eso. Sin embargo, reservar una nota mental para la cuestión botiquín.
Era otra cosa. Las lagañas. Tampoco. Es inoportuno.
– Sabés que mi alegría es recibirlos. Qué raro que no se haya aparecido la
mocosita. ¿Desayunó bien…? Ah, cierto que desayunó con la madre. ¿Ves?, esa es
otra cosa. Y mañana a la tarde ya la tenés que dejar.
Claro, eso era: la casa. Cuando ella había tocado el tema de la casa. La manera
que tenía su madre de asociarlo a aquella casa, como si fuese todo el logro en su vida
completa, hacia atrás y hacia adelante. Pareció como si ella hubiese dicho “perdiste
lo único, lo máximo, ya no conseguirás nada”. ¿Y qué es una casa, sino un objeto? Ni
siquiera uno muy cercano a la nostalgia pues ni tiempo para disfrutarla. Cierto era
que había caminado bastante, que había visado por horas mil hojas de clasificados y
recorrido inmobiliarias de todas clases, que había estado conforme con el hallazgo,
que había fantaseado con los bonsái, permutas de anticuario para la decoración y
otras pequeñeces; el esfuerzo había existido, también, y cierto era que los
madrugones en la oficina y las heridas en los dedos por las oxidadas carpetas
colgantes hallaban justificación en ese edificio, esas paredes, eso que podía tocarse.
Pues todo había ido a parar allí, pero qué desprecio, qué poca fe, su madre lo había
reducido a una casa.
Cúneo igual objeto. Si había sido una casa, ahora era un húmedo departamento,
una comunidad desgarbada de cucarachas en la alacena, había sido tres y ahora era
un solo ambiente, un cielorraso de yeso magullado con bombitas colgando de cables
pelados. ¿Qué autoridad, qué derecho? Qué vieja podrida. Que pelearla, tenía razón.
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