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ebook (.pdf) - Guillermo Imsteyf

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ARIZMENDI ALZABA LA MANO y la sacudía repetidamente. Cuando Cúneo<br />

lo notó creyó entender que estaba haciéndolo desde hacía varios minutos, pero no<br />

pudo saber por qué no lo había llamado levantando la voz.<br />

Veloz y con sigilo, tras ahogar la colilla en el vaso de café, se acercó a su jefe<br />

para luego entrar a su despacho.<br />

Se acomodaron ambos en las sillas correspondientes, Cúneo en un entablillado<br />

con un cojín en hilachas y Arizmendi en su poltrona de puntas arabescas. El jefe<br />

extendió al subordinado un cenicero de vidrio gordo. Cúneo rechazó el cigarrillo.<br />

No muchas veces había tenido la oportunidad de acercarse al fragmento de<br />

mundo obsequiado a aquella ventana. Supuso que desde esa altura los paisajes<br />

siempre serían distintos, los picos altos de la ciudad no lucirían igual con cúmulus<br />

celestes que con cirrus violetas, los cristales de las ventanas e incluso la cinta<br />

asfáltica que a menudo se muestra luminosa, será distinta cuando el sol los lame en<br />

su caída, y los pequeños vehículos y las cabezas en constante movimiento, deben<br />

combinarse siempre en algo nuevo, como una sombra chinesca en plena vuelo.<br />

Cúneo se percató del mismo objeto de siempre. La puerta de vidrio, esmerilada,<br />

de un reloj de manecillas doradas y número romanos. Debido al ángulo, él no podía<br />

verse en la faceta del vidrio ni en las cintas de metal de las agujas, la hora le llegaba<br />

de perfil, oblicua. Estaba a salvo.<br />

El escaso pelo de Arizmendi se movió, el jefe se incorporó y estacó los ojos<br />

grises en su empleado.<br />

– ¿Cómo va lo de Ballesteros, Cúneo?.<br />

No esperó respuesta, estaba al tanto de todo lo referido a la causa. Prosiguió.<br />

– He estado conversando con Silva, tengo plena confianza en ambos para llevar<br />

adelante la cuestión. Es una causa complicada, usted bien lo sabe. Han de superar<br />

los prejuicios que traban cada conflicto entre el Estado y las empresas privadas.<br />

– Eso es muy cierto, doctor.<br />

– Les he obligado a actualizarse en siniestralidad laboral, ¿eh?. Quisiera que me<br />

comentara qué opinión le merece. Con franqueza, por favor.<br />

Arizmendi era un tipo lo suficientemente ancho y firme, su cuerpo permitía<br />

entrever que, con sesenta y pico, no abandonaba una rutina exigente de ejercicios<br />

físicos y cierta disciplina alimentaria. Cúneo lo veía desayunando yogures y jugos de<br />

naranja, jugando al tenis, capitaneando el yate de millón y medio que anclaba en<br />

Puerto Madero y enfiestándose con adolescentes de a mil la hora. Su piel era<br />

rozagante. Cirugías mediante pero, además, gracias a la decisión oportuna de virar<br />

el rumbo de su vida en la dirección correcta y definitiva. Cuando sonreía, acto que<br />

no escatimaba, enseñaba unos dientes magníficos. En el despacho se decía que sus<br />

dos últimos molares eran de oro.<br />

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