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EL LUSTROSO LLAMADOR da impacto y devuelve a los oídos de Cúneo un<br />
eco agudo. Adosado al marco de la puerta, el botón del timbre eléctrico espera<br />
siempre por un dedo pronto. Pero ella sabe que Cúneo es el único que acude a la<br />
manija de bronce para anunciarse.<br />
Cúneo oyó los chanclos arrastrándose. Mientras las trabas interiores se iban<br />
desarmando una a una, dejó de preguntarse qué diría. Antes de que la madera<br />
blanca descubriera la prolija figura de la dueña de casa, Cúneo pudo oír un<br />
murmullo. Ella se estaría preguntando lo mismo que él. Sin embargo, esquivando la<br />
duda, lo recibió con una sonrisa genuina y permanecieron estáticos en el soportal<br />
hasta que él, después de ubicarle el mechón serpenteante detrás de la oreja, le<br />
mostró sus manos. Ella las miró, tomó lo que traían, y regresó a sus ojos, cándida y<br />
lasciva. Él se preguntó secretamente si poseería, también, el don de hablar con el<br />
estómago o desaparecer de un baúl bajo el agua. La dama comprobó la fragancia de<br />
las flores y luego las apretó contra su enorme pecho. Él detuvo el tiempo, después<br />
hizo el paso que los separaba y la besó apretadamente.<br />
Atados por la boca reptaron hacia adentro. Ella le mordió el labio y lo condujo<br />
como a un perro dócil.<br />
Cuando a Cúneo el hambre le informó qué horas eran, ya apagaba su colilla y<br />
olía el humo de otro cigarrillo. Antes había extendido las sábanas sobre su pecho y<br />
se había dormido. Y antes aún, había cumplido en besar el ombligo, tostado<br />
ombligo, redondo, limpio, siempre núbil y presto, perfecto ombligo de Sebastiana.<br />
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