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Volvió a girar para encontrarse con la gota, cada día más trémula y sin embargo<br />
más terca. La miró con la cabeza algo inclinada hacia el hombro.<br />
Quizá en primavera.<br />
Se apartó para conducirse, mirando el piso, a lo largo del pasillo. Al arribar al<br />
vano de la puerta aceleró sus pasos para introducirse rápidamente en la ducha.<br />
Cerró de un manotón la cortina y el agua se precipitó entre chillidos. Al salir no se<br />
preocupó, pues todo estaba cubierto de vapor. Envuelto en un toallón llegó a su<br />
pieza. Se colocó el calzoncillo y los pantalones, luego las medias y los zapatos. Para<br />
cuando llegó el turno de la camisa se sentía nuevamente agobiado de calor. Abrochó<br />
uno a uno los botones blancos y quitó el saco del perchero. Lo colgó de su dedo<br />
índice y, de regreso en el comedor, lo dispuso prolijamente sobre el sillón.<br />
La pava pitaba con frenesí. Cúneo apagó la hornalla, tras escoger el pocillo de<br />
siempre echó en él las dos cucharaditas de café instantáneo, un finísimo hilo de agua<br />
y la gota de edulcorante. Batió con perseverancia hasta hacerle nacer a esa pasta<br />
moca un color mostaza intenso. Volvió a la pava y la observó pacientemente<br />
mientras descargaba el caudal de agua y humo blanco. La pasta se infló en un<br />
amargo quejido de río lejano y brotó en una espuma semejante a la greda.<br />
A Cúneo el aroma le regocijó, no sólo en el olfato sino en la piel, en los vellos<br />
de su antebrazo. Dibujó un círculo con la cucharita y luego la retiró, dando dos<br />
breves golpecitos en el borde de la taza. Giró con el pocillo en la mano derecha y lo<br />
llevó a su boca.<br />
El living estaba hecho un despelote de objetos de colores y de esa otra cosa que<br />
partía la ventana en tres.<br />
Su barba había crecido, el rasgueo que producía en su palma le recordó la<br />
temporada europea. Había aprendido a afeitarse a ciegas, tomando las medidas con<br />
los dedos, desde el pómulo hasta la mandíbula, desde el mentón hasta el labio,<br />
desde el otro labio hasta el tabique de la nariz.<br />
Y a quitarse las lagañas, a confirmarse que ya no quedaban piedrecitas. A<br />
peinarse en dos pasadas, calculando la mitad del cráneo con sus manos apoyadas en<br />
los pulgares desde las orejas y uniéndose en el cenit. A lavarse la cara en la bacha de<br />
la cocina y con detergente para platos.<br />
Aún no conseguía hacer simétrico el nudo de la corbata en relación con la hilera<br />
de botones de la camisa. Nadie decía nada, sin embargo, y a él había llegado a no<br />
importarle.<br />
Pues entonces, el espejo no era un objeto imprescindible. Tal vez fuese sólo una<br />
palabra. Una palabra que aparece al menos una vez en todos los libros, pero nomás<br />
una palabra. Y claro, el hombre siempre escribe sobre sí mismo. Él compartía esa<br />
idea. El hombre habla siempre de sí y desde sí, y el espejo es la excusa propicia para<br />
el hombre, pues lo devuelve, le asigna carácter de cosa. Ya le habían dicho a Cúneo<br />
que el hombre no sólo tiene un cuerpo, sino que también es un cuerpo.<br />
Silva lo llamó al celular en el preciso momento en que subía al colectivo. Le dijo<br />
que Arizmendi no estaba y que ella se iba a hacer cosas mejores, pues hacinada en la<br />
oficina no favorecería a ninguna causa. Le formuló una pregunta anacrónica, Cúneo<br />
debió esforzarse por comprenderla dentro de la multitud de pasajeros y carteristas:<br />
si debían apelar al concepto de Enfermedad del Trabajo o al de Enfermedad<br />
Profesional, porque había una gran brecha entre los dos, la segunda hallaba marco<br />
integral en una ley y la otra exigía mayor imaginación. Cúneo iba a responderle que<br />
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