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ebook (.pdf) - Guillermo Imsteyf

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Que no resignarse, pero el mensaje largaba un tufo bien diferente al simple insuflar<br />

de la ira o de la voluntad, del reclamo por los derechos sobre el fruto del trabajo o<br />

del esfuerzo; las palabras de Elena manifestaban con demasiado impudor la alta<br />

desconfianza que le reservaba, la baja estima, la nada esperanza. Qué había hecho él<br />

para que sobre el verde paño de sus treinta lo vieran como una única cosa, anclado a<br />

un miserable logro que bien podría recibir el trato de un paquete de cigarrillos o una<br />

cerveza. O qué no había hecho. Qué había conseguido ser en ese período de vida,<br />

para él mismo aunque también para los demás. Bueno, para los demás ya sabía.<br />

Acababa de enterarse, su madre lo había descubierto. Una casa. Eso era todo. Una<br />

casa en Caballito.<br />

Cúneo igual casa. Qué le importaban aquellos viejos que sobre el filo de su<br />

muerte apenas si podían afirmar ser dos departamentitos en Palermo Viejo, uno para<br />

su cucha rancia y otro para renta, o un automóvil no demasiado viejo y una casa y<br />

un local para alternar quioscos con lavanderías, o un piso completo, por qué no<br />

sobre avenida Libertador, y una pensión decorosa por años inteligentemente<br />

usufructuados, o un par de vehículos y algún cheque bianual para viajes al exterior<br />

lejano. Qué le importaba su madre, obligada a congraciarse con su progenie y a vivir<br />

en la misma casa escondida en la manzana donde su abuela, donde su bisabuela. Él<br />

interrumpiría esa cadencia pero allí estaba Enrico, candidato natural para<br />

acompañar los fantasmas y perpetuarlos.<br />

Ser una casa. ¿Se le estaba pasando el turno para ser un infinita cantidad de<br />

posibilidades?.<br />

A tiempo para sentir el golpe en el respaldo de su silla. Giró y encontró la risa<br />

de Martina, estallando ante una travesura misteriosa. La tomó de las axilas y la<br />

recostó en su pierna. Los zapatos chiquitos parecían lunas en un microcosmos de<br />

soles de hebillas. Martina reía de tos con la panza ahuecada en la rodilla de su padre.<br />

Cúneo empezó a transpirar, ella sumaba gramos a la velocidad de un antílope. Vino<br />

la abuela a rescatarlo.<br />

– Venga para acá.<br />

Elena no podía abrir una tapa a rosca pero cuando se trataba de alzar a su nieta<br />

sus sesenta años parecían acumularse en sus antebrazos, en la carne colgante del<br />

húmero, en el estriado revestimiento del tríceps. Martina sobrepasó la cabeza de la<br />

vieja mientras oía “déle un beso a su abuela”, “muñequita preciosa”, “solcito de<br />

nata”, frases rescatadas de generaciones que Cúneo extraía de su arcón para<br />

completar: “Un moño a sus cosas y de noche se escapa”. Curioso es que si su madre<br />

no lo inicia, él no recuerda ni un verso.<br />

Con un beso en el cachete algodonoso que tarda en volverse a hinchar, Martina<br />

regresa a la superficie.<br />

– ¿No tenés hambre, corazón?<br />

– Mamá, que no coma porquerías que ya va a estar el almuerzo.<br />

– Pero un sanguchito de queso no es una porquería ¿No es cierto? ¿Te gusta el<br />

queso? ¿Querés que la abuela te lo prepare?<br />

Martina asiente con un dedo en la boca.<br />

Sus ojos ya le ganaban a la mesa. Como desde la tapia por la que se espía el<br />

patio vecino, Martina contemplaba un mantel impecable, una fuente oval de vidrio<br />

que suspendía fragmentos de pollo entre rodajas de zanahoria, sinnúmero de<br />

recipientes cargados de verduras, cremas blanca y rosada, palitos de salvado,<br />

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