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ebook (.pdf) - Guillermo Imsteyf

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AL MORIR SU ABUELO, la resumida cuenta de sus bienes se distribuyó sin<br />

pleitos. La casa para su madre, el local de la ferretería para su hermano y un<br />

engrasado y sobrio motor de Rastrojero para él, que no dudó y a la primera lo<br />

intercambió por dinero, dedicando unos pesos al ahorro y otros a un pasaje de ida a<br />

Europa. Tenía veintiún años.<br />

El avión lo dejó en Madrid y de allí partió con su vida de inmigrante ilegal o<br />

mendigo a deshacer distancias. Se detuvo lo justo y necesario en cada sitio para<br />

agotar lo más significativo o recuperar dinero en oficios de lavacopas o barrendero<br />

de feria. Quería abrazar todo el continente, sueño que dio impulso a sus pies pero<br />

que se tornó agotador cuando se halló en condiciones de transformar la escala de las<br />

enciclopedias en dimensiones reales y concretas de cinta asfáltica y laderas de<br />

colinas.<br />

Trocó el Templo de Debod, viajero como él, por los techos de tiza de Lyon. No<br />

logró, pese a sus ruegos, que marinos lo incluyeran en las tripulaciones hacia la Gran<br />

Bretaña. Con cierto desaire abandonó Bélgica para recalar en Bonn. Acampó en las<br />

plazas de las ciudades mediterráneas mientras silenciosamente, al ritmo de las<br />

vasijas en las que cocinaba y calentaba sus tés y que pendían de su mochila, iba<br />

ganando el norte, alternando en peonías. Ató una bandera enhiesta en la cúspide del<br />

continente cuando arribó, tras meses de marcha, a la ciudad de Gamvik y heló sus<br />

pulgares a la salida de Tanaf. Del fiordo, y luego de la península, cortó hacia el sur,<br />

procurando no visitar las mismas plazas, hasta el próximo destino circundado con<br />

fibra en su arrugado mapa. Se enamoró perdidamente de Sofía, aunque no podía<br />

recordar absolutamente nada de ella, luego le fue infiel con las costas de Grecia para<br />

saltar a la bota italiana y conocer la indeleble, insoportable, empecinada.<br />

Quiso encontrar el aire Scorsese en los empedrados de Palermo y Mesina pero<br />

apenas descubrió que todo se reducía a sugestión cinematográfica nadó a Malta.<br />

Hacia el otro lado, Ankara le sonreía con la boca torcida recriminándole, lo mismo<br />

que la mítica Estambul, haber sido resignada a algún viaje posterior.<br />

Cientos de edificios, casas bajas, arboledas, callejuelas lo habían visto pasar. Su<br />

diario de viajero desbordaba de renglones limpios. Solamente tres fechas con<br />

entusiastas descripciones en las primeras cinco páginas, después breves síntesis con<br />

nombres de ciudades junto a un par de selectos adjetivos. La travesía, concebida en<br />

un inicio para sentir el olor verdadero de la libertad, ese gusto exquisito por el<br />

desarraigo voluntario, aunque también un poco para el tamizado espiritual,<br />

encendió luz, a medida que sus pies se ampollaban, sobre algunos de sus rincones<br />

desconocidos. Caminó, aprehendió imágenes, triunfó sobre la jaqueca ante las<br />

lenguas, compartió yerba con rostros singulares y anónimos, descubrió sones<br />

anárquicos, voces partidas, llantos melódicos que en un principio le irritaron pero<br />

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