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ebook (.pdf) - Guillermo Imsteyf

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galletas sin sal, aderezos, cada uno encima de su correspondiente servilleta de<br />

volados. Quiso acomodarse sobre una silla, esa revestida en cuero que acompañaba<br />

en el juego a la mesa ancha y rectangular, a una cómoda de cocina y a otras cinco<br />

sillas, pero Cúneo le detuvo el envión, “andá a lavarte las manos”.<br />

Camino al baño, Martina viajó por los cuartos. En todos ellos la luz era cansina.<br />

En esa casa el silencio moría a pasos del ruido. En una habitación aturdían las<br />

palabras, el estruendo de las herramientas de cocina, la risa de tío Rico, la voz alta de<br />

su padre, el volumen cada vez más intenso del televisor, sin embargo, al próximo<br />

rellano, al espacio contiguo a veces ni separado por marco alguno ni guarda de<br />

mosaicos, el aire cerraba sus fronteras a cualquier vibración, incluso a la de los<br />

propios pasos.<br />

Y el calor. Todo era una caldera, un frasco dejado al sol con apenas un agujero<br />

en la tapa. Nada quería cambiar en ese lugar. Los olores eran siempre los mismos.<br />

Martina no entendía cómo era posible que allí el tiempo se detuviese. El lavatorio,<br />

inmaculado. Nada de manchas marrones como en su casa, aunque el suyo al menos<br />

cambiaba: una cabeza de peluche hoy aquí, mañana la trompa de un oso<br />

hormiguero. En el baño de su abuela, en cambio, había una felpa en la tapa del<br />

inodoro que parecía nunca haber recibido a nadie. El botiquín sí, una cáscara de<br />

óxido afeaba la esquina del espejo y crecía cada fin de semana.<br />

El grifo crujió vejez, la nena se lavó las manos y regresó al comedor. Se sentó en<br />

su lugar habitual y el respaldo le creció sobre los hombros como las cumbres talladas<br />

de un trono real.<br />

– ¿Tío Rico?<br />

– Trabajando. – dijo Elena desprendiéndose el delantal – Lo que pasa es que<br />

ustedes no vienen los sábados y por eso te parece raro que no esté. Pero llega a la<br />

hora del mate.<br />

– Ah, pero nosotros después de la siesta nos vamos a la plaza ¿no, hija? – dijo<br />

Cúneo, perturbando a su madre.<br />

Martina asintió sin voz; masticaba. El ruego de Elena se deshizo como<br />

muselina.<br />

– Quedate hasta la tarde…<br />

– Otro día venimos a la hora del mate.<br />

Renunció. Sabía que Cúneo era sumamente meticuloso al repartir los tiempos y<br />

no convertía los suyos y de su hija en momentos de toda la familia.<br />

– Así que cantaste. Contame, mi amor.<br />

– La marcha del maestro.<br />

– ¿A quién se la cantaban? – examinó Cúneo mientras Elena construía una<br />

colina de fideos sobre su plato – No va a comer tanto, mamá.<br />

– A los papás.<br />

– Claro. A los papás. – defendió la abuela.<br />

– Ya sé, a nosotros nos cantaban en el acto, pero ¿a quién le dedican el Himno al<br />

Maestro? ¿Quién fue el Gran Maestro? ¿Quién fue el Padre del Aula?<br />

Martina encogió los hombros, sin vergüenza.<br />

– ¿El maestro Víctor?<br />

La abuela largó una carcajada. Cúneo quiso corregir y luego sumó su risa.<br />

– ¿Vos pensás que el Himno al Maestro es para el maestro Víctor? A Sarmiento,<br />

mi amor…<br />

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