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hacia Cúneo ni hacia Martina.<br />
Al cabo de unos segundos nada parecía haber sucedido jamás y la realidad,<br />
seca y agónica, reclamaba a gritos una nueva anécdota.<br />
El colectivo pegó la última curva. La noche había caído por completo, sin<br />
embargo la ciudad no estaba oscura. Un brillante manto de niebla se suspendía por<br />
encima del asfalto, haciendo resplandecer y elevar las luces de los comercios, las<br />
farolas y los automóviles.<br />
Martina no se movió, esperó a que su padre le recitara. Cúneo tardó en volver<br />
en sí, no estaba prestando atención al paisaje. Pero la niña, aún al tanto de esa<br />
distracción, permaneció muda.<br />
– ¡Uy, hija!, ¡Dale que nos pasamos!.<br />
Cúneo dejó su asiento de un salto. El coche estaba prácticamente vacío. Unas<br />
filas más adelante permanecía la señora de los pantalones negros a la que Cúneo ya<br />
no recordaba. Martina aceleró el trámite y siguió la mano de su papá, que la llevó<br />
hasta el chofer.<br />
– La próxima parada, por favor.<br />
El conductor asintió con un cabeceo monosílabo y unos metros más adelante<br />
presionó el pedal de frenos, luego de virar el volante en el ángulo necesario y colocar<br />
el vehículo junto al cordón de la vereda. Padre e hija descendieron cuidadosamente.<br />
El rocío nocturno había humedecido los estribos.<br />
El barrio de Caballito sucumbió al silencio cuando el ómnibus desapareció. Los<br />
pasos de los cuatro pies fue la única música que los acompañó ese tramo de camino.<br />
La casa estaba a doscientos metros y tenía la luz del frente encendida.<br />
La reja crujió. Martina pisó el pasillo de lajas y tras ella su padre. La puerta<br />
volvió a crujir al cerrarse. En ese momento a Martina le hincaba una súbita urgencia.<br />
Corrió los últimos pasos y tanteó el picaporte, pero la puerta estaba con llave.<br />
Cúneo se negaba a mirar su casa. Las manchas de humedad, el jardín<br />
descuidado, su primer bonsái, a centímetros de la ventana, definitivamente muerto.<br />
Giovanna apareció en el zaguán, sus ojos ya apuntaban hacia el piso. Alzó a su<br />
hija y la hundió entre sus brazos. Saludó.<br />
– Hola Cúneo. Pasá.<br />
– No.<br />
Martina se chupaba el dedo y miraba para otra parte. Giovanna era feliz.<br />
Hamacaba a su hija y le murmuraba una canción.<br />
– ¿Cómo se portó?<br />
Cúneo sentenció el mismo cansado veredicto de todos los domingos a la noche.<br />
– Me voy. Chau mi amor.<br />
– Chau, pá. – dijo la nena estirándole un brazo flojo, con desdén y mostrando<br />
su mejilla rechoncha para que el hombre la agasajara con ese beso ruidoso.<br />
Cúneo giró en redondo y encaró hacia la reja chirriante.<br />
La abrió y cerró en un santiamén. Olvidó todas las cosas que podría haber<br />
dicho. Olvidó completamente, por ejemplo, pedirle a Giovanna que le devolviera su<br />
cámara fotográfica.<br />
Martina y su madre entraron en el comedor y de inmediato echaron el doble<br />
cerrojo a la puerta.<br />
La nena descendió de los brazos y emprendió una marcha silenciosa hacia su<br />
habitación mientras Giovanna le consultaba sobre los detalles de su fin de semana.<br />
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