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ebook (.pdf) - Guillermo Imsteyf

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– Te lo dije, es bueno. – señaló Saavedra.<br />

Cúneo respiró. No entendía porqué había tomado el riesgo de transformar lo<br />

que hasta allí era una más que correcta entrevista de trabajo en una oportunidad<br />

miserable para obtener información estratégica.<br />

– Pues bien, si vos has sido franco Cúneo, dejame serlo también.<br />

Al joven abogado le extrañó aquél cambio de turno virado hacia Ballentin,<br />

aquella oportuna reclusión del jefe a un rincón.<br />

– A la empresa que representamos no le interesa negociar por una muy sencilla<br />

razón: el antecedente. Supuse que no se te iba a ocurrir, no porque te subestime sino<br />

porque, de tan evidente, resulta insospechado.<br />

Cúneo no se atrevió a mirar a Saavedra. Se limitó a ensancharse en su sillón y a<br />

contemplar las aletas de la nariz de Ballentin, que con cada palabra se abrían y<br />

cerraban, echando de vez en cuando unos espirales de humo blanco.<br />

– No le interesa sino ganar. Lisa y llanamente. Decisiones empresariales, viste.<br />

Demasiado emparentadas con estrategias de marketing. Hasta las últimas<br />

consecuencias. Tienen previsto no sé qué expansión en cuál área de desarrollo y<br />

parece que ahí es donde empieza a jugar el antecedente. Explotación minera y una<br />

puta cuestión rayana a la ecología…<br />

Ballentin encendió con el suyo el cigarrillo de Saavedra. Cúneo rechazó la<br />

oferta y llevó, por primera vez, una de las galletitas del plato a su boca. La masticó<br />

desapasionadamente. Ballentin confió en lo que tenía.<br />

– Los dudosos orígenes de la enfermedad de tu cliente, las condiciones del<br />

pabellón... A menos que tengas algo reservado para un dramático final, esto está<br />

terminado.<br />

Ballentin sonrió con la boca torcida, pero esta vez sin procurar complicidad.<br />

Cúneo se sorprendió ante tales revelaciones. Pensó que quizá aún desconociera los<br />

engranajes del flujo de la información. Alguna vez pensó que no había que decir<br />

nada, años después creyó entrever que había que decir un poco, ahora parecía que<br />

estaba permitido decir todo. Pero el descubrimiento se le desbarató como un castillo<br />

de naipes.<br />

Entonces fue que se levantó de golpe.<br />

Sin disimular el arrebato, buscó con frenesí la manija de su maletín. Estiró la<br />

mano derecha. Tras sendos apretones se dirigió a la puerta que no hacía ruido. Antes<br />

de llegar, oyó la voz del dueño de la habilidad para transformar en blanco las cosas<br />

amarillas, que articulaba un soez y desvergonzado:<br />

“No olvide comunicarse conmigo…”.<br />

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