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ebook (.pdf) - Guillermo Imsteyf

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Se instaló un silencio que no era incómodo, rasgado por los golpes de la<br />

cuchara de madera en las paredes interiores del tacho.<br />

Cúneo, que había vuelto sus manos a los bolsillos, echó a andar su mirada<br />

hamacándose sobre los talones. Los libros apelmazados en la puerta del baño, la<br />

enciclopedia bajo la cortina. Tuvo la sensación de que aquello debía serle familiar.<br />

Algunas señales, como el colchón bajo la tira de plástico, sin duda querían sugerirle<br />

que había estado allí antes. O la servilleta deshilachada sobre la caja de zapatos.<br />

Habían otras cosas que sin ser las mismas parecían nunca haberse ido. Imposible<br />

copiar los dibujos, menos en el estilo de Claudio, onírico y surrealista. Cúneo no lo<br />

recordaba pero el atelier cambiaba de dominante según parámetros imprecisos, el<br />

ánimo del pintor quizás, y si a veces de pared a pared podía observarse un degradé<br />

sutil desde el índigo brillante al magenta, otras veces eran variaciones del mismo<br />

tono tierra en sentido horario o un aparente caos de color que sin embargo hallaba<br />

sosiego en algún elemento conciliador, por ejemplo, una unidad de texturas mate.<br />

Las paredes estaban despintadas y descascaradas. Eran altas pero desde la<br />

mitad hacia arriba ya no había luz, ni de noche ni de día, y los atriles, los módulos<br />

de biblioteca y las pirámides de tachos y pomos obstaculizaban la visión del<br />

perímetro. Las verdaderas paredes, los verdaderos límites del lugar, eran los<br />

caballetes y atriles. Eso reducía considerablemente el espacio pero permitía que el<br />

aspecto de color lo propusieran las telas en las que oportunamente Claudio<br />

trabajaba.<br />

El blues se interrumpió de repente. La mujer, Valeria, se levantó con prisa,<br />

echando una puteada en voz alta. Sacó el casét y tras él la cinta enredada.<br />

– Te dije que andaba para el culo. – señala Claudio, que aprieta su colilla contra<br />

la base del cenicero.<br />

– Pero hacelo arreglar, negrito. Bueno, mirá lo que te pido…<br />

– Hay un casét que no se enreda. Está por ahí.<br />

– El de Brigante, sí, pero me tiene repodrida.<br />

– No, uno magnolia. El de Brigante se me quemó con el cuarzo.<br />

– Qué pelotudo. ¿Este?<br />

– Uno magnolia – dice Claudio sin mirar.<br />

Valeria lo inserta. El casét, que para cualquiera es amarillo, carga en pésimas<br />

condiciones con las voces de Serrat y Aute. Vuelve a su silla. Descarga con total<br />

parsimonia una porción de agua dentro del mate.<br />

Cúneo se pregunta si está allí o si todavía sube por las escaleras. Salvo porque<br />

recuerda haber estrechado esa misma tarde la mano de Claudio, podría pensar que<br />

nadie lo ha visto. Está arrepentido de haber respondido al llamado del pintor,<br />

siempre le hace perder el tiempo y al fin de cuentas no terminará jamás de ordenar<br />

su situación legal.<br />

Se ha distraído mirando una tela con una silueta marrón despeinada, se<br />

pregunta cómo pudo Claudio pintar una gota claramente reconocible aferrada a la<br />

punta de un junco real, idéntico a los que produce la naturaleza a orillas de<br />

cualquier pantano; cómo pudo aquél cuadro nacer en medio de un enjambre de<br />

delirios amorfos. Piensa Cúneo en la gota como un fideo o una rodaja de zanahoria<br />

que se distingue en medio de un vómito. Una obra diferente, un espécimen<br />

marginado, será por eso que fue condenado a convertirse en paga de honorarios.<br />

Reducido a objeto de transacción y obligado Cúneo a recibirlo a sabiendas que si no<br />

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