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– No voy a pasarte el peine, pero tampoco vas a salir así. – y le acomodó unos mechones dispersos. – Vos buscás que yo te haga esto. – dijo – ¿No creés en los espejos?. Cúneo se consternó. - No sólo sirven para figurarse el infinito - dijo la dama - sirven también para peinarse. 60
AL DESENROLLAR EL CORDEL AMARILLO, miró su índice colorado volverse blanco con paulatina languidez. Después dedicó los ojos a su muñeca, que no tenía cabeza, ni piernas y le faltaba un brazo. Volvió a enrollar lentamente el hilo en el mismo dedo, que volvió a ser rojo y brillante. Ella y su muñeca descansaban en el cordón de la vereda. Martina conservaba esa muñeca por su precioso vestido de paño. Con la gorda fibra amarilla que había sido su cabello, espiralaba una y otra vez su dedo índice. El resto de la muñeca la tenía Cúneo en su mesa de luz. Martina lo había dejado allí. Sus lustrosos zapatitos de broche taconeaban el asfalto cubierto de polvo, un moño bien apretado sujetaba su cabello y su piel olía a limón. Sin notarlo, el ruedo de su vestido cuadrillé rozaba la hebra de agua mugrienta que corría cuneta abajo. Martina esperaba por su madre, que debía traerle su bolso marinero y que siempre la dejaba aguardando en la vereda. Ensayaba el himno a Sarmiento. Cuando repetía aquella línea acerca de razones luminosas en noches de ignorancia, los dedos de Giovanna se apoderaron de su antebrazo desnudo y la obligaron a levantarse. Martina no sabía cómo hacía su madre para cargar carteras, bolsas, abrigos, sombreros y bufandas, y al mismo tiempo aprisionarla y conducirla a ella, con prisa pero también con precisión, por las baldosas de su barrio y de la ciudad entera. Martina se distraía a menudo. Uno de sus más recientes logros había sido darse cuenta de que eso le sucedía casi siempre cuando tenía a su mamá muy cerca. Por momentos, fragmentos de su vida se borraban. De un lado pasaba a estar en otro, sin recordar el espacio intermedio. Era cuando entendía que se había entretenido con algo. Afortunadamente, podía recordar qué era lo que la había extraviado y a veces se reía por las cosas que entraban a su cabeza sin pedirle permiso. Entonces mamá le preguntaba “¿De qué te reís, mi amor?”. Pero otras veces Martina no se reía de lo que había estado pensando. En aquella oportunidad, cuando despertó, supo que estaba dentro de un taxi y llegando a su jardín. Decenas de pequeños cuerpos vestidos de rosa y azul pululaban en la vereda, la mayoría persiguiéndose unos a otros, por completo indiferentes a las ansiedades maternales por conservar la pulcritud de sus moños y guardapolvos. Martina buscó a su padre a través de la ventanilla. Apenas el coche se hubo detenido, la niña saltó del asiento trasero y se echó a correr por la vereda. Su madre gritó su nombre, pero Martina ya estaba abrazada a la barriga de Cúneo. – Hija. – tosió él – No tenés que bajar así de los autos… – Es que te vi, papi. 61
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El poema que no digo, el que no mer
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no sólo el indolente brillo profus
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y retornar la persiana para compren
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UNA MELODÍA DISPERSA ocupa el luga
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EL ORDEN GENERAL DE LA HABITACIÓN
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Cúneo se rió. Aquello era una pay
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- Es una moraleja pintoresca, pero
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Silva pitó su cigarrillo mientras
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La muchacha de la bandeja corta la
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- Te lo dije, es bueno. - señaló
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que seguían provocándole. No deam
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LAS AGUAS GOLPEAN contra el murall
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- Un bufete muy prestigioso. - dijo
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- Si para mí es lo mismo o no, pas
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‘Hombre detrás del espejo’ Úl
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