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tema climático ocupó la escena. El camino hacia la avenida se acortó y un nuevo breve silencio se festoneó de bolsas de nylon danzando con el viento y latas de gaseosas aplastadas bajo las suelas. – Vas a tener que ensayar una cara para presentársela a Ballesteros. Probá con un personaje, una distracción… – Chst. – se quejó ella – Mirá si me voy a tomar el tiempo para que no me vea como no me molesta que me vea. Más bien debería pensarme una especie de trance mental, un desvío para evitar que toda mi atención lo agasaje. Que lo mínimo que deba dedicarle – pitó el cigarrillo – que entre. Lo demás – echó el humo – que quede afuera. – ¿Tenés una explicación o es una cuestión… encaremos para allá – señaló la avenida con el hombro y luego con el brazo estirado – digamos, de piel?. – Cúneo... – dijo Silva arrugando la frente y sacrificando sus globos oculares al aire de ese barrio viejo. - Dejate de joder. Con el gordo no se me cruza ni remotamente la audacia de pensar en pieles. Aquella justificación pelotuda de los negros por negros de mierda ha sido por mí superada incluso antes de la escuela de leyes. Cúneo se rió por la referencia de Silva a aquel sitio, la honorable escuela de leyes, donde se impone el deber inicial de encerrar dentro de algún marco legal las vulgaridades adolescentes. Es el primer indicio del síndrome de la superioridad catedrática, a partir del cual pueden cargarse los mismos prejuicios que el resto del mundo, pero con la certeza de andar avalados por la mismísima Constitución. – El juramento ético no ha abolido mi derecho, ni el de nadie, a la repugnancia. ¡Por suerte!. Seguimos siendo así sujetos de conciencia. Cúneo esperó unos segundos. En ese tiempo arrojó la colilla a la calle y apuró hundir esa mano en el bolsillo de su saco. La otra mano, que portaba el maletín, latía de frío. Silva se hizo dueña de su lapso para agregar más. La avenida espiaba a una cuadra de distancia, desde el horizonte de neones reflejados en el rocío. – Estos son los que cuando se juntan se creen dueños del mundo, no son ni más ni menos que patotas y desde ese lugar, ni más ni menos, te patotean. Si no le vi la jeta al gordo, si no se la vi. “Lo siento, pero por acá no va a poder transitar, señorita. Estamos efectuando un reclamo. La invitamos a solidarizarse”. Si no se la vi en el último piquete de la ruta 3. ¡¿Por qué no metés tu reclamo en el culo del que corresponde y me dejás de joder a mí?! Mi vieja, con unos dolores terribles. Come lo que no debe, escupe rojo, come lo que debe, vomita amarillo. ¿Vos me ves a mí rogándoles? Dejate de embromar Cúneo, este es un lúmpen al que se le acabó la joda porque vino un hijo de puta más hijo de puta que él y lo cagó. Y te digo sinceramente que prefiero al hijo de puta que lo cagó, porque al menos puede rajarlo y sus vacaciones de tiempo indeterminado no se bancan con nuestro sueldo. Seguramente en la panacea de Coninea el gordo se pellizcaba la pierna para iniciarle juicio al Estado por accidente de trabajo. Los pasos sobre el pavimento húmedo componían una cadencia sinfónica partida amargamente en dos cuando algún automóvil rasgaba el charco interminable. Ella dijo algo que resultó tan musical como el resto. “Si no le vi la jeta, si se la vi, si se la vi, si las calo a distancia, a la distancia se las calo”. – ¿Viste cómo la vida es circular? Ayer se asignó el poder para prohibirme el tránsito por el país y hoy tengo que defenderlo. Y hoy tengo que defenderlo, se 46
asignó ayer, el poder para prohibirme. Te digo, Cúneo... Silva se detuvo poco antes de llegar a la esquina y dirigió su boca y su mirada directamente al rostro de él. – Por mí, que-se-ca-gue. Si lo rajan sin un peso me importa tres carajos. A mí me alcanza con que la instrucción, el procedimiento y, eventualmente, el alegato sean prolijos para ganar puntos con Arizmendi. Nos vemos el lunes, Cúneo. – Silva. – se apuró a gritar él. Ella apenas se detuvo en una instantánea en el umbral del taxi. – Eso de la esquizofrenia… Ella rió. Su sentido del humor le resultaba sorprendente. – Psicología de primer año, Cúneo. El problema es no tener donde mirarse. La última sílaba se retrasó de tal manera en la atmósfera aceitosa, que el flaco del maletín en la mano morada siguió oyéndola incluso mientras Silva y el auto pasaban por debajo de la calle aérea y zumbona. Se alivió porque su indignante perfume lo abandonara y le imaginó una tragedia sin saber por qué. Luego atravesó la senda peatonal y bajo el techo plástico del refugio se dispuso a esperar la llegada de la línea 84. 47
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