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ebook (.pdf) - Guillermo Imsteyf

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violentamente una mano en el aire.<br />

– ¡Cúneo! – reprochó la dama, interrumpiendo la lamida a su dedo.<br />

– A los cuarenta va a pedir basta. ¿Qué hay con el gringo?<br />

– Llevan sus años, con vueltas. Sucede que los dos son blancos móviles. El<br />

planeta les gira bajo los zapatos. Entonces por temporadas no quieren saber el uno<br />

del otro. Tengo la impresión de que van a terminar juntos, pero a los setenta.<br />

– ¿Y vos?<br />

Sebastiana no lo miró, pegó sus oscuras pupilas al llamador de bronce de la<br />

puerta. Dos palabras que querían decir otra cosa, que querían pasar de página, y ella<br />

como si hubiese oído al agua correr.<br />

– Yo…<br />

Hizo desaparecer la última porción de helado detrás de la breve rendija de sus<br />

labios, luego los limpió con la lengua, colorada y lisa, brillante de saliva y frío.<br />

Descansó el pote en su regazo.<br />

– Yo voy a oler toda mi vida a frutillas. Y voy a construirme un castillo ¿te lo<br />

dije?.<br />

Hizo bailar en el aire la punta de la cuchara, dibujando la silueta ilegible de una<br />

torre colorada y una bóveda de vitrales amarillos, un túnel abarrotado de arcos y<br />

ventanas al patio, con sus arbotantes y fuentes de hierro negro. Y una bandera, en lo<br />

alto de la aguja, hecha de tela de Marrakech.<br />

– Voy a esperar cien años para regresar. No. Voy a agotar las ciudades y los<br />

mercados. Voy a disfrutar de hombres y mujeres hermosas. Y a los cien tendré un<br />

niño, que va a patalear en un moisés de plata. Que no va a perpetuar nada y de cuya<br />

vida voy a desaparecer cuando empiece a preguntar.<br />

La embestida de la noche era parca, apenas un tenue empujón de tiempo, con<br />

su batallón dormido de minutos y segundos. Cúneo hizo malabares con ideas<br />

insonoras. Sebastiana había construido y desbaratado diez palacios imperiales. Sus<br />

demoledoras manos buscaban sosiego.<br />

– ¿Y los hombres?<br />

La dama oyó. Cúneo lo dedujo porque el silencio era tan frágil que se quebraba<br />

a sí mismo. Sin embargo esperó los cien años de su parto.<br />

– ¿Ves la seda? – Cúneo no le quitó los ojos de encima a pesar de que<br />

Sebastiana quiso inclinarlo hacia una lonja de tela que alzó con la mano que daba al<br />

vano – Pasó un hombre.<br />

El mundo de Sebastiana. Un cuarto lleno de gritos suplicantes, una masa de<br />

bocas abiertas que aturden al que se apiada, y ella cómodamente sentada al otro lado<br />

de la vereda.<br />

– ¿Ves cómo se mueven las hojas de aquel helecho?. Otro hombre. Y al llamador<br />

de ángeles ha de haberlo acariciado una mujer. Las cortinas del otro lado de la<br />

ventana. Hombres que vuelan, ahora mismo, entre mis rulos. ¿Quiénes creés que son<br />

los que levantan ventarrones en el patio o corren las nubes sólo por esa bendita<br />

manía de querer evitar que me entretenga con…<br />

Cúneo pensó: ¿La luna? ¿Iba a decir “la luna”?. ¿Se entretendría Sebastiana con<br />

la luna?. En cambio dijo:<br />

– ¿Hombres que pelean?<br />

– Que pasan. Que me lamen sin permiso. ¿Los paños de colores en mi<br />

habitación? Para distraer a los hombres que abultan mis sábanas y me roban una<br />

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